SALVADOR HUERTA GUTIÉRREZ



El 1º de abril de 1927 trágicos nubarrones ensombrecen las expectativas de los Huerta Jiménez y de muchísimos hogares más. Han matado a Anacleto González Flores y a varios jóvenes católicos. Ese día, por la tarde, Salvador recibe a su hermano Ezequiel. Al notarlo preocupado por la inseguridad que impera y que a todos afecta, le increpa: "No te apures, si nos quieren matar, pues que nos maten. Un poco en broma especula sobre la posibilidad de morir por ser católico. Momentos después los dos hermanos visitan las capillas ardientes de los mártires.

Salvador dispuso de su tiempo como solía hacerlo todos los días y ya en su taller, como a las 9:00 hrs., algunos agentes de la Inspección General de Policía, como tenían por costumbre hacerlo, lo buscaron para "solicitarle un servicio", solo que esta vez sus verdaderas intenciones eran otras.
Sin justificar su arresto, lo encerraron en la Inspección de Policía. Horas más tarde su vivienda fue registrada, encontrando en las pesquisas algunos rosarios y estampas religiosas pertenecientes al padre Eduardo Huerta, y una pistola, extraída del fondo de un baúl con ropa, propiedad de Manuel Huerta. También visitaron la cocina, engullendo lo que pudieron.

El interrogatorio y el tormento fueron practicados con toda formalidad: suspensión de los pulgares y flagelación. No abre sus labios ni para quejarse. Su delito, lo sabe, es ser uno de los miles de mexicanos que profesan la fe católica, y no está dispuesto a renunciar a este título. En el transcurso del día, para amargar más sus últimas horas, fue arrestado su hijo Gabriel, adolescente de 14 años, quien llevaba viandas para su padre, pero que fueron consumidas en el acto por los esbirros.

A la medianoche parten al panteón de Mezquitán. Ya en el patíbulo, perdona a quienes le quitarán la vida. Ezequiel es el primero en caer; su hermano lo contempla y se descubre. Mientras preparan las armas para ejecutarlo a él mismo, pide al encargado del cementerio una vela encendida. Ilumina su pecho y exclama: "Les pongo esta vela en mi pecho para que no fallen ante este corazón, dispuesto a morir por Cristo". Los disparos de los rifles rubricaron estas solemnes palabras.


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