JORGE VARGAS GONZÁLEZ
El domicilio de la familia Vargas González favorecía al Maistro Cleto por extenderse hasta la encrucijada de dos calles, y existir en dicha esquina una botica administrada por la familia que disimulaba la presencia constante de católicos comprometidos con la resistencia que acudían a informar y pedir orientación a González Flores que, como lo había hecho el padre Lino Aguirre, se vestía como obrero y compartía el aposento con Jorge González Vargas.
En ese lugar los sorprendió la velada del 1º de abril, cuando tras sufrir vejaciones y sobresaltos, fueron capturados por los subordinados de Anastasio Jarero, jefe de la Policía de Guadalajara, que dirigió la operación. Jorge fue conducido junto con el propio Anacleto y sus hermanos Ramón y Florentino, al Cuartel Colorado. Un mismo calabozo sirvió para alojar a los tres hermanos Vargas González. Sus vidas, lo sabían, valían muy poco, eran reos de un crimen gravísimo, haber alojado a un católico perseguido. Horas después de su llegada advirtieron muy cerca de ellos, en otra celda, a Luis Padilla Gómez y Anacleto González Flores.
Jorge se dirigió desde la reja de su prisión a Luis y valiéndose de mímica y gestos más bien desenfadados, le indicó a su amigo que serían fusilados. Aunque la muerte estaba cerca, a este joven, como a sus compañeros, le quedaba claro que en esas circunstancias su muerte los incorporaría Cristo, y que si el precio de la gloria eran unas balas y algunas horas de dolor, era realmente moderado comparado con el premio de la gloria.
Lamentó no haber comulgado siendo ese día, viernes primero, pero su hermano Ramón le reconvino: "No temas, si morimos, nuestra sangre lavará nuestras culpas". La entereza de ánimo de los hermanos se mantuvo aún en esa gravísima situación; aún pudieron charlar y bromear entre sí antes de que los condujeran al paredón.
Un miembro de la familia Vargas González, el abogado Francisco González Núñez, magistrado de la judicatura local, obtuvo, para los detenidos, la protección de la Justicia Federal y satisfecho por su hazaña, se presentó ante la afligida familia, para informarle que desde ese momento quedaba anulada cualquier medida arbitraria en contra de los presos; a lo sumo, les dijo, serían remitidos a la Ciudad de México. Todos ignoraban que ya para esos momentos la sentencia injusta había sido ejecutada.
El general Ferreira quiso que el escarmiento contra los católicos fuera ejemplar, para que calara hondo sobre todo entre los jóvenes. Por un prurito de último momento, uno de los tres hermanos, Florentino, fue separado de los otros y se le condujo al panteón de Belén, donde los esbirros intentaron amedrentarlo.
Los condenados fueron pasados por las armas. Tal vez antecedió a la muerte algún tipo de tormento ya que el cadáver de Jorge presentó un hombro dislocado, rastros de contusiones y huellas de dolor en el semblante. Lo cierto es que llegada la hora, con un crucifijo en la mano, y éste junto al pecho, recibió la descarga cerrada del 20º batallón, que ejecutó la sentencia.
Las manifestaciones de duelo de la familia Vargas González fueron mitigadas por la espontánea solidaridad de incontables tapatíos. La reacción más consistente y cristiana fue la de sus padres. La madre, cuando estrechó sus brazos a Florentino, salvado milagrosamente, le dijo: "¡Ay, hijo! Qué cerca estuvo de ti la corona del martirio; debes ser más bueno para merecerla". Don Antonio Vargas, el padre, sin saber de la muerte de sus hijos, llegó a su domicilio cuando iban saliendo los féretros y al conocer cómo y porqué murieron, exclamo: "Ahora sé que no es el pésame lo que deben darme, sino felicitarme porque tengo la dicha de tener dos hijos mártires".