EZEQUIEL HUERTA GUTIÉRREZ



El 1º de abril de 1927 se supo la triste noticia de la aprehensión, tormento y muerte de Anacleto González Flores, Luis Padilla, Jorge y Ramón Vargas González. Ezequiel y Salvador Huerta Gutiérrez acudieron la noche del 1º de abril a las capillas ardientes donde eran velados los mártires. Poco antes, estando aún Ezequiel en la casa de su hermano Salvador, expresó su preocupación por el estado de cosas.

En la mañana del día siguiente, como a las 8:00 horas, llegó a su hogar. Le pidió a su esposa María Eugenia que visitara el lugar donde era velado Anacleto González Flores, entre tanto, él cuidaría de los niños. Una hora después se introdujeron en la casa cinco empistolados, apostándose en el ingreso; el que los dirigía cerró con llave el cancel del zaguán. Sorprendido por el arbitrario quebranto a la intimidad de su hogar, exigió una razón suficiente para justificar tamaño proceder; la respuesta de los invasores fue amagarle y proceder al cateo de la vivienda, destruyendo y robando a discreción, en medio del azoro de los niños.

A su regresó, su esposa abordó la situación con cautela, pero fue inútil; las órdenes eran terminantes y debían ejecutarse sin compasión. Ezequiel ni siquiera pudo despedirse de su esposa, a quien amaba entrañablemente; en su lugar le dirigió una mirada de tristeza.

Las horas siguientes transcurrieron con rapidez. En las estrechísimas celdas de la Inspección de Policía, llamadas con propiedad lobas, tabique de por medio, se encuentran Ezequiel y su hermano Salvador; se les acusa sin materia para ello, de fabricar parque para los cristeros. Al mediodía encierran al niño Gabriel Huerta, hijo de Salvador, de catorce años, enviado a la prisión portando una canasta con viandas para los presos.

Las horas de esta injusta reclusión suponen el drama, el dolor y la impotencia de dos inocentes que deben morir para servir de escarmiento a los católicos de la resistencia. El sargento Felipe Vázquez ordena la aplicación del tormento común: suspender a los prisioneros de los dedos pulgares y azotarles las espaldas. Se quiere arrancar de sus labios, entre otras cosas, el sitio donde se ocultan sus hermanos, los presbíteros José Refugio y Eduardo Huerta Gutiérrez. En realidad, al primer verdugo, general Jesús M. Ferreira, no le interesa tanto el dato, sino cebarse en la vida de los chivos expiatorios que ha elegido.

Los labios de Ezequiel entonan, como respuesta a las preguntas de sus victimarios, el himno eucarístico: Que viva mi Cristo, que viva mi Rey, que impere doquiera, triunfante su Ley. A golpes, hasta dejarlo inconsciente, lo callan. La inerme víctima es devuelta a la loba. Al recuperar el conocimiento, reza: "Señor, ten piedad de nosotros, Cristo ten piedad de nosotros...". Sabe que su muerte es inminente y se prepara a ella. Su última providencia es en favor de su familia: "dígale a mi esposa que en la bolsa secreta de mi pantalón, tapada con el fajo, traigo una moneda de oro que es lo único que no me quitaron".

A la medianoche suben a los hermanos Huerta al vehículo donde se traslada a los delincuentes comunes, una como jaula, la julia, en labios del pueblo. Con la sirena encendida recorren la distancia que separa la Inspección de Policía del panteón de Mezquitán. En un extremo de ese lugar aguarda un piquete de soldados, frente a los cuales son colocados Ezequiel y Salvador; éste dice a su hermano: Los perdonamos ¿verdad? Los perdonamos, responde Ezequiel. El primero en morir fue Ezequiel, acto continuo lo siguió su hermano.


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