ANACLETO GONZÁLEZ FLORES
La hora señalada se cumplió la madrugada del 1º de abril de 1927. Días antes había encontrado refugio en la casa de la familia Vargas González que con gusto asumió el riesgo y el compromiso de dar asilo al perseguido.
Los agentes del gobierno supieron su paradero y planearon aprehender, en un solo acto, a algunos católicos representativos. Además de Anacleto fueron aprendidos Luis Padilla Gómez, secretario de la Unión Popular; Heriberto Navarrete, encargado de la misma; don Ignacio Martínez; el joven Agustín Yáñez, don Antonio Gómez Palomar y su hijo Antonio Gómez Robledo y muchos más. La captura de Anacleto fue encomendada al jefe de la policía del Estado.
La casa de la familia Vargas González fue sitiada y se procedió al arresto de los moradores y al saqueo de la vivienda. Un trago de hiel debía aún beber Anacleto antes de su aprehensión: en lo más profundo de su sueño fue despertado por las voces de alerta de sus huéspedes. El sopor, la fatiga y los nervios aniquilados se combinan; se enfundó en su overol de obrero, su última prenda, corrió al patio de la casa, que advirtió sitiado, regresó al interior y, oculto bajo una mesa y destruyó la documentación más comprometedora. Hasta él llegaron sus captores. Ninguno de los moradores de la casa portaba arma, mucho menos Anacleto; ninguno ofreció resistencia. Sin orden judicial se arrestó a toda la familia. Los hermanos Florentino, Jorge y Ramón Vargas González fueron trasladados al Cuartel Colorado; Anacleto, a la Dirección General de Operaciones Militares; a las mujeres se les encerró en la que fuera Casa Episcopal, convertida ahora en Inspección de Policía. Una vez identificados, fueron remitidos los Vargas González al Cuartel Colorado.
El general Ferreira, urgido por mandato directo de la Presidencia de la República, necesitaba matar cuanto antes a los reos. Ordenó, pues, torturar a Anacleto recurriendo a un refinado suplicio, entonces en boga: suspenderlo de los pulgares, flagelarlo, descoyuntarle los dedos y herirle las plantas de los pies. Un golpe brutal de fusil casi le desencajó el hombro. Ferreira quería saber nombres de personas comprometidas con la resistencia, centros de acopio, procedencia de recursos, pero, sobre todo, el paradero del arzobispo Francisco Orozco y Jiménez; ningún dato pudo arrancar de los labios de su víctima.
La noticia de la captura corrió toda por la ciudad y un número cada vez mayor de personas se agrupaba en las calles aledañas al Cuartel Colorado. Un funcionario público, el magistrado Francisco González, emparentado con la familia Vargas González, obtuvo el amparo de la Justicia Federal en favor de los reos. Sin embargo, la sentencia era irrevocable y urgía cumplirla antes que los civiles reaccionaran a su modo.
A las dos de la tarde, tras liberar a Florentino, uno de los hermanos Vargas González, los otros prisioneros fueron conducidos al paredón; tras un simulacro de juicio sumarísimo, acusados del secuestro y asesinato del ciudadano estadounidense E. Wilkins, se les condenó a sufrir la pena capital. Las versiones de la ejecución que proporcionan las diversas fuentes, indican que primero fueron pasados por las armas Luis Padilla Gómez, Jorge y Ramón Vargas González, quedando con vida solamente Anacleto. Ferreira, para acentuar su odio y su fiereza hacia la víctima, ordenó a un soldado lo apuñaleara por la espalda, con la bayoneta calada que le perforó los pulmones. Los lacónicos certificados de defunción asentados la mañana siguiente en distintas partidas, indican que murieron de "herida de bala" en domicilios distintos. En el margen derecho de dos de estos documentos aparece, inconfundible, la firma del gobernador de Jalisco, Silvano Barba González.
En el cadáver de Anacleto se pudieron apreciar las marcas de los azotes, los pulgares descoyuntados, las plantas de los pies con escoriaciones profundas, el hombro dislocado y la tremenda puñalada que le costó la vida.
Alguien le preguntó al mayor de los hermanitos sobre la causa de la tragedia y el niño contestó, señalando el cadáver de su padre: “Lo mataron porque quería mucho a Dios”.
De Anacleto diría Mons. Manríquez y Zárate: “En el firmamento de la Iglesia Mexicana, entre la inmensa turba de jóvenes confesores de Cristo, se destaca como el sol la noble y gallarda figura de Anacleto González Flores, cuya grandeza moral desconcierta y cuya gloria supera a todo encomio”.
En el lugar donde se encuentran sus restos mortales, en el Santuario de Guadalupe de Guadalajara, se lee: “Verbo Vita et Sanguine docuit”. Enseñó con la palabra, con la vida y con la sangre. He ahí el martirio en su sentido pleno. Martirio significa testimonio. Y cabe un triple testimonio: el de la palabra, por la confesión pública de la fe; el de la vida, por las obras coherentes con lo que se cree; y finalmente el de la sangre, como expresión suprema de la caridad y de la fortaleza.