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La Arquidiócesis de Guadalajara hoy

ante el legado humanístico y humanitario del

Siervo de Dios Fray Antonio Alcalde

Daniel Hernández Rosales[1]

 

Mensaje del Tesorero de la Fundación Paseo Fray Antonio Alcalde y

representante en ella de la Arquidiócesis de Guadalajara,

para la ceremonia del 7 de agosto del 2025 durante la cual

se tomó protesta al nuevo patronato de aquella corporación.[2]

 

 

Muy respetables miembros de este presídium

Querida Alcaldesa de Guadalajara

Estimadas y estimados todos

 

En mi calidad de ministro ordenado y miembro del Cabildo Eclesiástico de Guadalajara, corporación que tiene la encomienda de mantener el uso que desde hace más de 400 años tiene la Catedral de la Asunción de María en Guadalajara, comparezco ante tan distinguida audiencia para reflexionar en voz alta, en esta coyuntura, la toma de protesta de la Fundación Fray Antonio Alcalde, a la que se incorpora, al lado del Ayuntamiento tapatío, la Iglesia guadalajarense, la canaco de ese gentilicio, la Universidad de Guadalajara, lo que pudo quedar en las mentes del hombre más poderoso del mundo a mediados de 1761, el rey de España Carlos iii, y el prior de un convento de frailes predicadores al pie del monte de El Pardo, sitio real de caza, al tiempo que un aguacero obligó al soberano y a su cortejo a guarecerse en dicho cenobio.

Porque de la dicha entrevista derivaron dos acciones que para nosotros son más que coyunturales: que un varón de edad madura, apenas sexagenario, al frente de la comunidad de dominicos de Jesús María de Valverde, en las cercanías de Madrid, quedara en la mira del rey de España cuando este tenía el privilegio de presentarle al papa candidatos a ocupar las diócesis vacantes de sus dilatadísimos dominios en la faz de la tierra cuando su trono se extendía por todo el orbe y no había división tripartita de poderes en ningún estado, y que el religioso, contra su voluntad y deseos, saliera de su retiro y anonimato para verse arrojado, literalmente, a la aventura más asaz y fortuita.

En efecto ¿cuándo antes pudo pasar por la cabeza de un fraile que desde diez años antes estaba a cargo de una comunidad de 35 hermanos de su hábito, para la atención pastoral de un santuario mariano en la periferia norte de Madrid y, nótese, de una importante imprenta que allí funcionaba, y verse por ello ante la responsabilidad mayúscula de asumir la estafeta como sucesor de los apóstoles, con todas las implicaciones que tal dignidad implicaba en su tiempo a favor de la educación media y superior y la salud pública de toda clase de personas?

Mientras siga en el tintero una biografía de gran calado acerca de Fray Antonio, que le dedique un análisis profundo a los muchos meses –incluso fueron años, tres–, que van de la noticia que tuvo el fraile, a mediados de 1761, de la presentación que por Real Cédula haría Carlos iii años de su persona para ceñir la mitra de Yucatán, a la toma de posesión de esta encomienda, en agosto de 1763, hay un salto cualitativo y cuantitativo –para decirlo al modo del materialismo histórico–, el que va del encuentro absolutamente fortuito –providencial, puede decirlo el de la voz–, entre el último gran rey de España de la historia –y esto no lo digo sin medir las consecuencias que en términos de absolutismo regio imputan al sobredicho soberano el tremendo, atrabiliario y jamás visto extrañamiento de sus dominios en la faz de la tierra, que es algo más que una deportación, de seis mil religiosos jesuitas en el verano de 1767– al ejercicio gradual de su tarea en la península del Mayab.

No conocemos aun escrito alguno donde nuestro fraile nos dejara dicho lo que en esos muchos meses, treinta y ocho, pasó por su cabeza, pero sí que aceptó el episcopado por tres motivos, obedecer el mandato de sus superiores, el rey, el Maestro General de su Orden y el papa; hacerlo a condición de no romper la disciplina de un fraile mendicante de estricta observancia, como eligió serlo desde la adolescencia de su vida, en 1718, cuando pronunció un voto de pobreza en sentido total, de desprendimiento absoluto a las cosas materiales, e, importantísimo para nosotros, un sentido profundo de la realidad gracias al cual pensó, diseñó y tuvo en cuenta que debía ser pobre y administrar muchísimo dinero como si fuera suyo, a cambio de cuidar con celo tal tarea y siempre para bien.

No estoy ante ustedes para dilucidar la forma como el obispo Alcalde administró las rentas decimales de las dos diócesis que tuvo a su cargo los treinta años que retuvo su calidad de obispo, primero en Yucatán y después en Guadalajara, pero sí sazonar un dato que ya se ha venido repitiendo en años recientes y aquí mismo lo acabamos de escuchar: que su monto en nuestros días ascendería a unos tres mil millones de pesos.

¿Qué factores hacían posible en ese tiempo que una cantidad fabulosa de dinero quedara bajo la gestión de una sola persona? La cuarta parte de un tributo civil, los diezmos de una diócesis, que por entonces recibía el obispo para coadyuvar obras que sostuvieran en su circunscripción escuelas y hospitales.

Algo, pero muy poco, casi nada, apenas se ha mencionado del factor –¿o secreto?– gracias al cual fray Antonio desarrolló y programa de administración modélico y total: la aplicación transparente e inmediata de caudales enormes, sin que el tortuguismo burocrático de entonces y ahora, y las corruptelas en la aplicación de los recursos, mermara su monto o lo contaminara con posturas mezquinas. El tal factor fue un fraile dominico que colaboró como administrador del prior de Valverde –y de su imprenta, dijimos ya–, y a ruegos suyos se agregó a su familia, cuando cruzó el Atlántico para arribar a Cartagena de Indias y luego a Mérida y, finalmente a Guadalajara, donde murió nuestro fray Rodrigo Alonso, al que la ciudad agradecida le dedicó el nombre de una calle, en 1892, que todavía se llamaba ‘de Alonso’ en 1904, cuando al filo de la misma nació Agustín Yáñez un 27 de agosto, a cincuenta pasos del jardín del Santuario de Guadalupe, y a la que se le borró el nombre para reemplazarlo con el del saltillense Manuel Acuña, que nunca pisó Guadalajara y al que sólo debamos un lacrimógeno poema, el ‘Nocturno a Rosario’.

Pero como estoy ante ustedes representando los intereses de la corporación que encabezó fray Antonio durante algo más de veinte años y gobernó con probidad absoluta y administración ejemplar, y ahora también los de la Fundación que tiene como tarea sostener en el Paseo que lleva su nombre la esencia de su legado, educación, cultura y humanitarismo, apelo a las esencias de un hombre que combinó el sentido común con, he dicho, la trasparencia de sus acciones públicas, no veo que tengamos en ello más que motivos de sobra para admirarlo agradecidos y ponernos bajo su sobrenatural tutela ahora que su causa de canonización galopa ya en su fase final diocesana, al puerto de la Curia Romana, del que esperamos una pronta canonización.

Y lo hago, debo señalarlo, cuando faltan escasos meses de que se cumplan cien años de la espantosa Guerra Cristera –uso un calificativo innecesario, pues no hay una lucha armada que no lo merezca ayer, hoy y siempre–, para enfatizar lo que todos debemos evitar acaezca de nuevo: que los hermanos no se den la mano, que los guías no conduzcan a su comunidad a los lugares más benéficos, que los pobres no tengan trabajo, salario bien remunerado y vivienda digna, y sus hijos educación pública y gratuita, y todos, capitalistas y pobres, necesidad y deseos de vivir en armonía.

Y si pobreza y administración sin par fueron las notas que distinguieron a quien mudó su celda del convento del Valverde al Palacio Episcopal que alguna vez ocupó este sitio que hoy nos acoge, déjenme cerrar mis palabras recitando en nuestra lengua la primera parte del salmo 127, que en labrado en la del Lacio es visible en el friso de la Catedral de Guadalajara, en tanto que la segunda se puede leer en el del primer cuerpo del Palacio de Gobierno –edificio, por cierto, que creemos estrenó y bendijo Fray Antonio Alcalde en 1774–:

 

Si el Señor no construye la casa en vano trabajan los albañiles

Si el Señor no protege la ciudad, en vano vigila el centinela.

 

Agradezco mucho su atención.



[1] Presbítero del clero de Guadalajara. Apoderado legal de la Arquidiócesis de ese nombre. Miembro del Cabildo Catedral y rector del Templo de Santa Teresa.

[2] Este Boletín agradece a la Oficina Ejecutiva de la Presidencia Municipal de Guadalajara su licencia para publicar en sus páginas este material.



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