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Fray Antonio Alcalde

Antonio Oceguera Villanueva[1]

 

El texto que sigue condensa una visión que ha permitido de forma ininterrumpida

al personal médico del otrora Hospital de Belén

–hoy Antiguo y Benemérito Hospital Civil de Guadalajara Fray Antonio Alcalde–,

y a la Universidad de Guadalajara,

mantener vivo el legado humanitario del Siervo de Dios que les insufló vida.

Y como quien lo redactó, además de universitario y médico de profesión

compuso el libro que presentó con este discurso en el ámbito más favorable para ello,

al pie de la tumba del benefactor, su contenido resulta más que relevante.[2]

 

 

 

 

[Pórtico necesario que no es del autor de este texto]

 

Bajo el encabezado “Presentan el libro Fray Antonio y su circunstancia en el santuario de Guadalupe”, el Boletín 1649 del Departamento de Comunicación Social de los Hospitales Civiles de Guadalajara dio a la luz pública el texto que sigue:

 

Este jueves 7 de septiembre [del 2023] se realizó la presentación del libro Fray Antonio Alcalde y su circunstancia, de la autoría del doctor Antonio Oceguera Villanueva, cirujano oncólogo del Antiguo Hospital Civil de Guadalajara Fray Antonio Alcalde, en el santuario de Nuestra Señora de Guadalupe, templo que mandara edificar el propio Alcalde y en donde oficiara algunas misas dedicadas a la Virgen de Guadalupe.

La presentación y comentarios estuvieron a cargo del secretario general de gobierno del estado de Jalisco, maestro Enrique Ibarra Pedroza; el doctor Antonio Oceguera Villanueva, autor del libro y especialista en oncología; el doctor Hugo Torres Salazar, académico de la Universidad de Guadalajara; Juan José Doñán, maestro en letras, y el presbítero licenciado Tomás de Híjar, cronista de la arquidiócesis de Guadalajara, quienes se encargaron de compartir y explicar sus percepciones y comentarios acerca del libro.

Uno de los aspectos en los que hizo énfasis Juan José Doñán, cronista de la ciudad, fue el hecho de no considerar esta pieza editorial como una biografía más de fray Antonio Alcalde, ya que nos muestra las circunstancias en que vivió, además de que este libro ejemplifica la dualidad de Alcalde entre el hombre de fe y el hombre de ciencia. “Fue un hombre de servicio público, un hombre de su tiempo, el siglo xviii, que desde el lado de la Iglesia no era enemigo del conocimiento”, expresó.

Ibarra Pedroza, por su parte, hizo referencia a la gran narración y descripción que ofrece el libro acerca de las labores que hizo fray Antonio Alcalde, además de señalar el concepto orteguista con que cuenta la obra, es decir, el hombre, su circunstancia y su contexto. “El libro es una delicia en su lectura, nos va llevando de la mano con una lectura muy amena”, comentó.

Para finalizar, Oceguera Villanueva relató un poco acerca de cómo influyó fray Antonio Alcalde en la expansión y reubicación del Hospital Real de San Miguel de Belén, hoy conocido como Antiguo Hospital Civil de Guadalajara Fray Antonio Alcalde, además de enfatizar la grandeza y pasión por servir de Alcalde y Barriga.[3]

 

1.    Este libro recopila[4]

 

lo mismo los pasajes conocidos de la vida de fray Antonio Alcalde que descripciones puntuales del contexto en el que esta discurrió; también se nutre de imágenes que ayudan al lector a navegar a través de la obra histórica del insigne fraile, cuyo legado perdura como uno de los más trascendentes para el ascenso gradual e imparable de la hoy capital de Jalisco y hasta de las acciones que hicieron posible el nacimiento de la primera entidad federativa de México hace 200 años. Y si como afirma Karl Jasper cuando escribe que la altura de la humanidad se mide por la profundidad de su memoria tanto escrita como por la tradición,[5] orillados a responder a la pregunta sobre cuánto contribuyó al desarrollo de esta ciudad y hasta de México el que hoy también lleva el título de ‘siervo de Dios’, a coro muchas voces de elevados quilates cumplen lo que Luis González Obregón sostuvo quizá por vez primera: que las páginas de la historia verdadera antes de leerse se escuchan.[6]

De los orígenes e infancia de Antonio Alcalde comencemos recordando que nació el 16 de marzo de 1701 en Cigales, pequeña villa al norte de Valladolid, en un momento de convulsión para el entonces dilatadísimo trono español: la guerra de sucesión tras la muerte del rey Carlos ii, al que se apodó el Hechizado por los desórdenes genéticos que, entre otras limitaciones, le privaron de engendrar prole, lo cual, ahora suponemos, pudo derivar del síndrome de Klinefelter (46 xxy), consecuencia, sin duda, de los reiterados enlaces endogámicos de sus ascendientes.

Antonio gozó tan sólo cuatro meses y medio del amor y calor de su madre, quien murió a los escasos 35 años de edad. Para su primer biógrafo, Mariano Otero, de su familia natural no recibió nombre linajudo ni una posición económica holgada tanto como recursos para encauzar lo que a la postre terminó siendo el fundamento de su gran destino, su solera, una sensibilidad exquisita a los sentimientos religiosos y hábitos de frugalidad y moderación a más no poder.

Tal y como lo explica de forma sesuda Ariès Phileppe, en el siglo xviii la niñez y la juventud en el mundo occidental vivían sumidos en contrastes, la ilustre cuna y la fortuna se codeaban con la miseria, el vicio con la virtud, el escándalo con la devoción, y hasta se racionalizaba como parte ineludible del ente social lo adverso como un supuesto natural, es decir, la convergencia de los extremos no incomodaba a los unos, ni humillaba a los otros.[7]

Antoñico –suponiendo que alguna vez así se le pudo decir de modo familiar–, ingresó a los 15 años al convento dominico de San Pablo en Valladolid, donde a los 17 tomó el hábito de los frailes predicadores y a los 24 el estado eclesiástico, para ejercer su ministerio ordenado a favor de la Provincia de su Orden en Castilla.

A partir de entonces y durante un cuarto de siglo se dedicó al magisterio en diversos estudios de la jurisdicción castellana de los dominicos, donde impartió a postulantes y legos el curso de artes (lecciones de lógica, física y metafísica), que luego de los estudios de gramática latina eran la médula de la educación media y media superior –o como ahora decimos, abreviando palabras, ‘de secundaria’ y ‘de preparatoria’–, el bachillerato en artes, así lo haya hecho con los elementos trillados de la filosofía escolástica más que con los de la transición abrupta del racionalismo cartesiano primero y del ya en su tiempo en boga enciclopedismo ilustrado, que impuso cada vez más el racionalismo a la especulación meramente racional, hasta producir y justificar como superior a todos el pensamiento ‘científico’. Todavía sin elementos positivos para tener de su desempeño datos duros, si nos atenemos a los muchísimos años que por voluntad de sus superiores los dedicó a la docencia creemos que fueron fructuosos y plausibles y que mucho debió repasar para ello las proposiciones de sus correligionarios Alberto Magno y Tomas de Aquino a la par de las del carisma que quiso para sus hijos Santo Domingo de Guzmán, sazonándolo todo con el legado enorme de Aristóteles y hasta con la glosa que del Estagirita hicieron los sabios árabes Avicena y Averroes.

Merced a tal proceso, consta que fray Antonio arribó a la mitad del camino de su vida (1750) en plenitud cabal de madurez humana y misericordia para el prójimo al calor de las premisas que definen la vocación de un religioso dominico que se precie de serlo: plegaria y conducta compasiva como baluartes al magisterio en el púlpito y en la cátedra. No pudieron faltarle tales dotes, puesto que sus superiores tuvieron nombrarle prior de tres conventos, el de Zamora por muy breve lapso, el de Jesús María de Valverde, en Fuencarral, al norte y en las cercanías de la Corte y en las inmediaciones del cazadero real de El Pardo, y el entonces importantísimo de Segovia, del que sólo fue presentado pero ya no ejerció.

El momento crucial que provocó la ruptura de su vida, a la edad sexagenaria, de los gajes del cenobio fue precisamente en el convento de Jesús María, del que salió para convertirse en uno de los mayores benefactores de la Nueva España y de la Nueva Galicia, al calor de una circunstancia proverbial, haberle allí conocido el rey Carlos iii de España, el ‘soberano reformador’, en el año de 1761. Los biógrafos del fraile han repetido la anécdota, porque solo consta así, que tal encuentro ocurrió de manera fortuita, puesto que Alcalde no era cortesano ni tenía trato con quien lo apadrinara ante los mandamases, sucintándose el cruce de caminos de ambos un día en el que el Monarca batía el monte de El Pardo en pos de venados, jabalíes o al menos liebres, que las que entonces abundaba la sierra de Gredos, próxima al convento de Valverde. Pero como un chubasco obligó al marqués de Esquilache, responsable en la comitiva del monarca a buscarle un refugio a su señor, siendo el más propicio para ello el convento que gobernaba Alcalde, a tal destino encausó a sus compañeros. Ya en él, el rey quiso visitar al prior en su celda, resultando el aposentillo tan estrecho en dimensiones como corto en menaje, pues se reducía a un crucifijo clavado en uno de los muros, una tarima para el descanso nocturno haciendo las veces de lecho, una mesa con algunos libros encima, papeles y recado para escribir, una palmatoria donde ardía una candela de cebo y al lado de esta lo que más impacto al monarca entre la penumbra de la celda, una calavera. “¿Porque una calavera?”, supongamos que le preguntó a fray Antonio. “Para recordar todos los días que estamos de paso en este mundo”, pasa a la posteridad pudo ser la respuesta del prior, al que a partir de ese momento el rey recordará siempre como ‘el fraile de la calavera’ y por la proverbial anécdota también nosotros.

 

2.    El 20 de julio de 1760

 

falleció el obispo de Yucatán, don Ignacio Padilla y Estrada, y ante la necesidad de cubrir la mitra de la tierra del faisán y del venado en la Nueva España y la buena impresión que le causó al soberano, Carlos iii, éste no dudó en sugerir a su ministro presentarlo al papa Clemente xiii para desempeñar tal encomienda, a efecto de lo cual, hechas las debidas diligencias e indagatorias, expidió una real cédula donde hizo pública su voluntad de presentarlo como obispo de Yucatán en septiembre de 1761, sugerencia que apenas iniciado el año siguiente hizo suya el obispo de Roma.

Aun transcurrieron largos meses antes de que la mudanza del fraile y su mínima comitiva, que zarpó del puerto de Cádiz con destino al de Cartagena de Indias, al que arribaron con la inminente consigna de recibir la consagración episcopal de manos del arzobispo residencial de esa Iglesia, don Manuel Sosa y Betancourt, la cual tuvo lugar en la catedral de Santa Catalina de Alejandría –una de las más antiguas del Nuevo Mundo–, donde se dio lectura a la bula de Clemente xiii el 8 de mayo de 1763.

Ese puerto abrió el panorama a nuestro fraile de lo que vino luego para él por casi tres décadas en su tierra adoptiva, con su arquitectura, clima y cultura popular tan distinta a lo que hasta entonces él conocía.

Apenas pudo, aun con el olor al santo crisma en la palma de las manos, se hizo de nuevo a la mar con rumbo a su meta, la catedral de San Ildefonso en su ciudad episcopal, arribando por Santa María del Sisal a Hunucmá y, finalmente, a la Mérida de Yucatán.

Del aspecto físico que pudo tener fray Antonio Alcalde cuando llegó a la Ciudad Blanca a sus 62 años de edad, su sucesor y biógrafo don Crescencio Carrillo, que tuvo ante sí dos retratos del prelado coetáneos a su estancia, lo describe todavía de elevada estatura, ojos negros y profundos, cabello entrecano, amplia y limpia frente, nariz aguileña, tez de blanca a pálido, arrugas en el entrecejo y carnes de natural robustez aunque también magras por el ayuno y la abstinencia de carne lo más de los días del año.

El 1º de agosto de 1763 fue recibido de manera oficial en las puertas de su catedral por los cabildos eclesiástico y civil y demás autoridades residentes en esa capital no menos que por el pueblo y un gentío de nativos que sólo usaban la lengua maya para comunicarse y llevaban puestos atuendos propios y de gala para esa ocasión, y también elementos de alborozo para música, danza y hasta piruetas.

No debió pasar mucho tiempo para que su feligresía supiera de la actividad y celo del nuevo obispo y testigos no faltarían que dieran fe de su talante laborioso e infatigable, de su carácter taciturno sin llegar a adusto, de su visión sistemática al acometer acciones y de su trato afable y pacífico siempre y cuando no tuviera que aplicar sanciones y correctivos a los infractores de su jurisdicción. Alcalde llegó a Yucatán no para ser obispo de nombre ni menos de postín, sino para continuar la tarea de dos siglos de larga labor que inició 200 años atrás el franciscano fray Diego de Landa.

El obispado de Yucatán erigido en 1561, se extendía por toda la península de ese nombre y comprendía también lo que hoy son los estados de Campeche, Tabasco y Quintana Roo; también sobre Cozumel, El Carmen, Laguna de Términos, Banco Chinchorro, Islas Turmufe, Belice y el Petén de Guatemala, en otras palabras, poco más de 250,000 km2 de extensión territorial.

En los ocho años de su residencia en esa sede, con todo y lo tórrido del clima y los achaques que le derivaron de ello, visitó los rincones más remotos de tan dilatada circunscripción, palpando en las comunidades mayas sus necesidades más evidentes, cultura que hizo suya y dignificó hasta donde pudo. También afinó el oído para aprender la oralidad y las necesidades ajenas, a las que le dio nombre y forma, a decir de don Luis González y González.

Promovió el culto por innumerables lugares, reformó iglesias, robusteció el hospital de San Juan de Dios en Mérida, levantó censos de población y recursos naturales. A su paso, también exigió a sacerdotes y feligreses caridad, trasparencia, honestidad y rendición de cuentas.

En términos de su ministerio, administró la confirmación a millares de bautizados, ordenó presbíteros para su clero, edificó a sus expensas la parroquia del sagrario en su catedral, creció el acervo de la biblioteca de su Seminario Conciliar. Para mejorar la comunicación asertiva aprendió la lengua maya y para combatir una calamitosa hambruna compró cereales en las islas del caribe para dotar de pasto a los miles de afectados por una plaga de la langosta que consumió las cosechas.

En el marco del vacío que dejó en Mérida el extrañamiento de los religiosos de la Compañía de Jesús en 1767, promovió ante el rey Carlos iii el establecimiento de claustro universitario en el Seminario Tridentino, gestión que prosperó por real cédula en 1778, cuando él ya residía en Guadalajara. En síntesis, elevó su gestión al rango de suceso local y dio voz a lo popular frente a la historia de bronce, insertando su legado a la narrativa macro del sureste mexicano.

 

3.    En 1771 fue invitado a participar,

 

en la Ciudad de México, en el iv Concilio Provincial Mexicano, el cual se realizó a moción hecha para eso por el rey Carlos iii a través de la ordenanza del Tomo Regio, sugerencia que de inmediato hizo suya el arzobispo de México, don Francisco Antonio Lorenzana, quien convocó a sus obispos sufragáneos para que se hicieran presentes en la capital de la Nueva España, donde se inauguraron las sesiones el 13 de enero de 1771 con la participación de los obispos residenciales de México, Puebla (Francisco Fabián y Fuero), Oaxaca (Miguel Anselmo Álvarez de Abreu) y Durango (fray José Vicente Díaz Bravo, ocd), el representante del obispo de Michoacán y el de la sede vacante de Guadalajara por el deceso del obispo don Diego Rodríguez de Rivas y Velasco un mes antes.

Dicho Concilio fue un hito en aquella época porque la Iglesia había atravesado por décadas de cambios y reformas que demandaban un nuevo orden y condicionaban el actuar de la Iglesia en las encomiendas a su cargo a favor de la educación, de la salud pública y de la asistencia social en el marco del así llamado regalismo borbónico. En esa asamblea se analizó la secularización de las doctrinas, la reorganización de los curatos y parroquias, el mejoramiento de la administración de los sacramentos y la problemática de los pueblos originarios. Si bien las actas de este sínodo nunca fueron aprobadas por la Santa Sede, la asamblea dejó de deliberar el 26 de agosto de ese año y se clausuró de forma solemne el 5 de noviembre del 1771, de modo que hallándose en esta labor nuestro obispo de Yucatán se enteró que el rey lo había presentado al papa para serlo en lo sucesivo de Guadalajara.

Apenas pudo recorrió la distancia que le separaba de la capital del virreinato a la del reino de la Nueva Galicia, arribando a la villa de San Pedro Tlaquepaque el 12 de diciembre siguiente y dos días después a su catedral, donde se le recibió de forma oficial aun sin las bulas pontificias.

Apenas sacudido el polvo del camino, emprendió acciones para entrar en comunicación con los responsables de la cosa pública y con sus subalternos y también con datos precisos respecto a los problemas sociales de su injerencia. Desde que supo la noticia de su presentación, tuvo datos puntuales acerca del dilatadísimo territorio a su cargo, que sextuplicaba al de su diócesis anterior y aun al de la península ibérica, y de sus muchísimas necesidades. El obispado de Guadalajara se extendía a lo que hoy son los estados de Jalisco, Nayarit, Zacatecas, Aguascalientes, Tamaulipas, Nuevo León, Sinaloa, Sonora, Chihuahua, Coahuila, pero también la Baja y Alta, Arizona, Texas y Nuevo México.

Emprendió un profundo proceso de acciones pastorales y misioneras, y en su adoctrinamiento daba a conocer el Evangelio y los salmos como lo dicta el Deuteronomio: son plegarias, son diálogos que educan en la fe, son también prosa rimada y a veces rima consumada, son palabras de Dios en labios humanos, son miel que endulza la vida, son alabanza e incienso que asciende con su suavísimo olor al trono del Altísimo.

Sensible a su tiempo y a su labor docente previa y a su conocimiento práctico de la encomienda que sostuvo largos años en Yucatán, nuestro fraile tuvo ante sí la llave para transformar su comunidad bajo la forja de la cultura, entendiéndola, según lo echamos de ver en sus acciones, por la percepción que la comunidad tiene del mundo, la forma en la que se comunica uno con sus semejantes, los modos de hidratar el espíritu y restituirlo todo bajo una conducta y una sensibilidad bondadosa; así entendida la cultura, como fuente de comportamiento y utensilio para alcanzar el buen vivir social, convencido de la necesidad cotidiana de educar al pueblo a ser magnánimo, respetuoso y asertivo, Alcalde se echó a cuesta la titánica labor de brindar a su diócesis desde la ciudad episcopal eso que Dorothy Tanck de Estrada expuso, luego de analizar las herramientas jurídicas de la reforma ilustrada que alentó el gobierno de Carlos iii,[8] condensó en estos términos: promover el uso del castellano entre los indios, establecer escuelas y pagar a los maestros con fondos comunales.

 

Loa a las raíces ancestrales

 

Hablando de las raíces de la evangelización desde el modelo que sembró por acá el primer obispo de México, fray Juan de Zumárraga a favor de la instrucción de niños y mozos al lado de los rudimentos mínmos de la doctrina moral, de las costumbres y del comportamiento, el bibliógrafo José Mariano Beristaín y Souza recuerda cómo a la zaga estas huellas y desde fechas muy tempranas entre nosotros (1536), el primer obispo de Michoacán don Vasco de Quiroga puso en movimiento su gran obra, inspirado en los santos Tomás de Aquino y Tomás Moro, respecto al cual autores tan respetables y cercanos a nosotros como Alberto Carrillo Cásares y Francisco Miranda Godínez han demostrado que su gran obra la fundamentó en la seguridad social y la educación no menos que en la tutela, reconocimiento y salvaguarda de la dignidad y libertad de los indios y del establecimiento de bases sociales en estas comunidades en una nación compuestas por una red y un tejido de comunidades diversas pero complementarias. De este modo, desde 1531, con los hospitales de Santa Fe en el altiplicano, al cabo de un lustro llevó a la Laguna de Michoacán los ingredientes con los que elevó el modélico hospital de indios de la Huatapera y sus efectos saludables en los pueblos que se fueron aglutinando en las riberas de los lagos de Pátzcuaro y de Chapala, depositando en el establecimiento de los hospitales no sólo un dique a las pandemias que azotaron la Nueva España, sino ante todo una escuela de virtudes evangélicas, obras misericordiosas y escuelas y talleres para recrear lo que por otros factores se estaba desmoronando entre las culturas y civilizaciones de Mesoamérica en el marco del ensanchamiento de las fronteras del trono español en esta parte del mundo y la voracidad de unos cuantos expedicionarios.

La réplica en la Nueva Galicia de esta visión humanitaria de las acciones del obispo De Quiroga la tuvo desde 1531, antes de erigirse Michoacán en diócesis, la introdujo fray Antonio de Segovia, quien desde la misión de Tetlán provocó la evangelización gradual de las congregaciones que tachonaran de pueblos de indios lo que hoy son los territorios de Jalisco, Coima, Nayarit y Zacatecas, siempre a pie, descalzo, con un habito de sayal, un crucifijo y una imagen de María.

En el actual sur de Jalisco, al inicio de la colonia destaca fray Juan de Padilla. De acuerdo con los textos de Guillermo Jiménez y Juan José Arreola, el andariego franciscano, de humilde sayal y enjuto de carnes, fundó Zapotlán y trajo a esta región albañiles, canteros y un maestro de música y canto. Se dedicó a la catequesis de los nativos.

En 1573, en Guadalajara, el obispo Francisco Gómez de Mendiola, por acuerdo de Cipriano de Nava, determinó un sitio para establecer el colegio de niñas en lo que correspondía al palacio episcopal, donde despachaba, separándolo por el patio de los naranjos. Así se dispuso el colegio de santa Catalina en el espacio que hoy ocupa el Mercado Corona. Estuvo vigente escasos tres años. Para fray Antonio Tello, redactor de la Crónica miscelánea de la Santa Provincia de Xalisco, e investigadores de la talla de Santoscoy y Chávez Hayhoe, tuvo esta efímera vida porque Gómez de Mendiola encontró la muerte en el mineral de Zacatecas en 1576.

El común denominador de todos los evangelizadores y educadores fue suprimir la ignorancia, el desaseo, la pobreza y la desigualdad.

 

***

 

Fray Antonio Alcalde fue todo un innovador social. A él podemos considerarlo el fundador de la educación en Jalisco, ya que promovió las ciencias, los oficios y la cultura con el mismo fervor que la religión. El 23 de abril 1783 abrió la escuela pública para niños y niñas, dando acceso a la educación por primera vez a las mujeres de nuestro estado. También apoyó el Beaterio de Santa Clara, donde se promovía el aprendizaje y desarrollo de oficios para mujeres desamparadas. El Fraile de la Calavera trajo prosperidad a nuestra ciudad. Se pronunció en contra de la esclavitud con su filosofía cristiana basada en la igualdad de las personas y en que ninguna debería someter a otra.

También promovió la organización de Guadalajara con la implementación de tomas de agua limpia y un sistema de drenaje, ya que las condiciones higiénicas eran precarias. En ese tiempo, pocas calles estaban empedradas; las demás eran de tierra aplanada. Las casas estaban hechas de cal y canto. Gracias a su influencia se logró construir el primer complejo habitacional popular de todo el continente americano, comprendido por 16 manzanas con 158 casas multifamiliares. También empoderó a los padres de familia, enseñándoles oficios de curtiduría, hilados y tejidos. Les dio condiciones dignas de vida, a fin de que centraran sus energías en el florecimiento del occidente del país.

Hizo hincapié en los rasgos culturales, familiares, la presentación simbólica y la organización económica. Fue predicador de un futuro de luz para Yucatán y para el occidente de México construyendo una historia social de lo local, que algunos consideran que es la matria, es decir, la patria chica, que da voz a lo popular frente a la historia de bronce, promoviendo que su población se sienta como la verdadera protagonista de la historia, como capital del mundo y puerta del mar.

También favoreció que se trajera a nuestro estado la primera imprenta. Allí se produjeron los siete números de El Despertador Americano, periódico en que Miguel Hidalgo y Costilla difundiría la causa de independencia. Fue innovador y revolucionario para su época. No se conformó con la lentitud del progreso y, como Descartes a final de su vida, tenía una visión onírica, es decir, tenía un sueño, al igual que dos siglos después lo manifestara Martin Luther King. Pensaba que Dios era el motor y el objetivo.

Asimismo, le debemos nuestra Benemérita Universidad de Guadalajara, ya que logró concretar lo que tomó un siglo de gestiones para su fundación; trabajo que inició y promovió, desde 1696, el obispo Felipe Galindo y Chávez, quien gestionó infructuosamente su creación. Consolidar la Universidad no fue para nada un proceso sencillo. Fray Antonio luchó y la defendió con celo intelectual y generosidad, incluso de los ataques de personajes de la Universidad de México. Dos terceras partes del costo total de la fundación fueron donadas por el Fraile de la Calavera. Ésta se concluyó tres meses después de su muerte. Un año más tarde nacía nuestra querida escuela de medicina con el nombre de Facultad de Medicina anexa a la Universidad de Guadalajara, donde se impartían solamente las cátedras de prima de medicina y prima de cirugía. En 1796 se graduó el primer médico, de nombre tan familiar y tan ignorado por nosotros: don Mariano García Diego.

Sin embargo, por encima de todas sus obras, por lo que más se le admira y ama es por la construcción del Hospital Real de San Miguel de Belén, el actual Hospital Civil Fray Antonio Alcalde de Guadalajara. Cabe hacer mención que no fue el primer hospital ya que en 1557 entró en funcionamiento el que se considera el primitivo hospital de la ciudad y del estado, el Hospital de la Santa Veracruz, ubicado en el área del actual templo de San Juan de Dios. En sus inicios, era únicamente una sala de servicios asistenciales para enfermos de bajos recursos y era atendido por la cofradía de la Santa Veracruz y la Sangre de Cristo. En 1606 llegó a la ciudad la orden hospitalaria de san Juan de Dios, cuyos integrantes eran llamados juaninos, quienes cambiarían su nombre por Hospital San Juan de Dios, en honor a Juan Ciudad, quien fundó la orden en el Renacimiento.

Otra de las órdenes de gran importancia para nuestro país y para Guadalajara fue fundada en Guatemala en 1656 por el franciscano y misionero español Pedro de San José Betancour: la orden hospitalaria de la Señora de Belén. Esta orden, aprobada y reconocida por el papa Inocencio xi en 1687, fue la última que surgió durante la colonia. Cobró gran fuerza y relevancia a finales del siglo xvii y principios del siglo xviii, y aunque sus obras alcanzaron un mayor impacto en Perú, también trascendieron con gran peso en Guadalajara pues sus miembros, a partir de 1704, fueron los administradores del Hospital Real de San Miguel de Belén, ubicado en lo que hoy es el Mercado Corona, que pronto se tornó muy insuficiente para cubrir las necesidades de la ciudad y de la región, sobretodo cuando eran azotadas por epidemias, pestes y hambrunas. Así la cuestión, en 1737 se hizo la primera petición ante el rey para la construcción de un hospital que cubriera las expectativas sentidas de la población. No hubo respuesta. En 1743 los frailes betlemitas enviaron un segundo plano y petición a la corona, sin lograr el objetivo. No fue sino hasta el tercer intento que se logró, cuando fray Antonio trazó un hilo conductor y sumó esfuerzos. Fue gracias al peso de su palabra y poder que logró concretarse la expansión y reubicación del Hospital Real de San Miguel de Belén a lo que hoy conocemos como Hospital Civil Fray Antonio Alcalde, el cual alcanzaba las 700 camas censables, con la posibilidad de incrementarlas a 1,000. Dicho hospital fue posiblemente diseñado por el arquitecto napolitano Francisco Sabatini, quien fuera el elemento de confianza del rey Carlos iii para la realización de obras en las Indias. Sin embargo, algunos investigadores consideran que el autor del plano fue el capitán e ingeniero Narciso Colina. Desde 1794, y con un costo cubierto en su totalidad por el fraile, el Hospital Real de San Miguel de Belén ha brindado atención a millones de personas a lo largo de la historia, pero siempre sin distinciones políticas, económicas ni religiosas. No cabe duda que fray Antonio Alcalde fue alguien inteligente y visionario, pero la fuerza que lo movió a realizar esas obras, aun a una edad avanzada y con retos de todo tipo, fue su pasión por servir.

“La noche es para mí, el día para el público”, decía el fraile. Y así, el más grande benefactor de Guadalajara llevó su luz a muchas personas, alumbrando mentes, realidades y corazones.

Es conocido y admirado. Sin embargo, nunca le interesó eso. Su humildad y bondad prevalecían, porque la esencia de su actuar estaba puesta en otro objetivo: servir desinteresadamente a la humanidad doliente.

Fray Antonio forjó, en unión del pueblo, una Guadalajara que sería una sinfonía de igualdad y equidad de condiciones, con un sueño de fe y esperanza que se expandiría como aroma de flores por todo México.



[1] Médico tapatío egresado de la Universidad de Guadalajara –de la generación ‘Fray Antonio Alcalde’, por cierto–, tiene como especialidad la de cirujano oncólogo.

[2] Este Boletín solicitó y obtuvo del autor el texto que sigue para publicarlo en sus páginas.

[3] Sólo en medios electrónicos: https://portal.hcg.gob.mx/hcg/boletin/1649. Fecha de consulta: 16 de septiembre de 2023.

[4] Al editar esta colaboración se le agregaron los subtítulos, que no aparecen en el original, al modo como lo hizo Luis González y González en El oficio de historiar (1995).

[5] En Origen y meta de la historia.

[6] En Cronistas e historiadores (1936).

[7] En El niño y la vida familiar en el antiguo régimen, (1998).

[8] En su libro Pueblo de indios y educación de México Colonial 1750-1821.



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