Documentos Diocesanos

Boletín Eclesiástico

2009
2010
2011
2012
2013
2014
2015
2016
2017
2018
2019
2020
2021
2022
2023
2024

Volver Atrás

Biografía del excelentísimo señor don Prisciliano Sánchez, primer Gobernador Constitucional del Estado de Jalisco

Luis Pérez Verdía y Villaseñor[1]

 

Engastado en el bicentenario del nacimiento de Jalisco,

el 16 de junio del 2023 se dignificó la memoria

del primer Gobernador Constitucional de esta entidad.

Fraile franciscano alguna vez, pupilo del plantel levítico tapatío,

masón de grado en tiempos en que ello no implicaba pena canónica,

se reproduce aquí la mejor semblanza de la que hasta hoy disponemos.[2]

 

Preliminares

 

La Providencia que cuida de los pueblos y que quiere que éstos sean libres, les proporciona en las grandes oportunidades que de tarde en tarde se presentan, los elementos necesarios para conseguir su fin, entre los cuales figuran los generosos patricios concedidos para que dirigiendo la nave del Estado la conduzcan a la realización de su destino. Por eso vemos que cuando en medio de su curso bravías tempestades la combaten, nunca falta la mano enérgica de diestro piloto que la impuse hacia más serenos mares y la aparte de las borrascosas tormentas.

            ¡Ay del pueblo que en sus días aciagos no esté iluminado por la consoladora luz de la esperanza ni cuenta con un hijo dispuesto a sacrificarse por salvarlo!

Pasados esos días de prueba, cuando nuevas generaciones han venido a ocupar en el mundo el lugar de la que se hizo célebre o se distinguió por cualquier motivo, se conoce el mérito de las grandes acciones de los que ya no existen, y entonces es cuando a la luz pura de la verdad y en la balanza de la crítica, se examinan y se pesan los más insignificantes rasgos de los antepasados; entonces, ya que los intereses han desaparecido, después de haber enmudecido las turbulentas voces de las pasiones.

El juicio notable a que se sometía en el antiguo Egipto a los reyes, inmediatamente después de acaecida su muerte, era una consecuencia incompleta de estas verdades, porque si el monarca no existía ya, en cambio los intereses que él mismo creara, podían sobrevivirle y torcer en muchos casos el juicio de sus contemporáneos.

En estos tiempos posteriores es cuando el imparcial espíritu de las Naciones derriba de los altares de la admiración pública las contrahechas figuras de feos ídolos, a quienes por la usurpación al verdadero valor, en ellos los colocara el espíritu de partido ya que no el mérito propio; mientras que por el contrario, robustece los pedestales de las figuras históricas, que han adquirido ese título y pasado a la posteridad en fuerza de sus talentos y acciones. Es la gloria que la humanidad concede a los que a servirla se dedican, radiante luz que ilumina sus nombres y que tiene la particularidad de que lejos de disminuirse mientras el tiempo más se aleja del genio que la produce, se vivifica y aumenta, pues parece que los años la fortifican y engrandecen.

A tales razones se debe que el preclaro nombre de Prisciliano Sánchez se halle rodeado de esa gloria inmarcesible, y su memoria guardada en todos los corazones que palpitan por la patria y por la libertad.

En uno de los remotos ángulos de la Nueva Galicia, en el pueblo de Ahuacatlán, nació el ilustre patriota el día 4 de enero de 1783, siendo sus padres el señor don Juan María Sánchez de Arocha y la señora doña Mariana Lorenza Padilla, vecinos del mismo pueblo y en donde, aunque sin tener un capital, gozaban por su trabajo y honradez de algunas comodidades; pero habiendo muerto ambos cuando Prisciliano empezaba a entrar en su juventud, quedó desde bien presto abandonado a sus propios esfuerzos. En tan crítica circunstancias y sin otra protección que la muy débil de sus pocos parientes y amigos, dedicóse con afán a la carrera literaria y estudió en su casa y en su pueblo, con mil dificultades y sin maestro la gramática latina. Cuando concluyó ese estudio, atraído por el deseo de instruirse y a fin de proseguir una carrera por la cual sentía atracción irresistible, vino a Guadalajara en el año de 1804, pidiendo que se le admitiera a examen en el Seminario Conciliar, con objeto de seguir estudiando filosofía en ese establecimiento; tuvo que luchar con ciertas preocupaciones para conseguir su examen, pues se le exigía certificado de haber cursado las materias que sujetaba a examen en algún plantel de enseñanza o bajo la dirección de algún maestro. ¡No podían comprender los directores cómo en un humilde lugarejo pudiera un joven sin necesidad de maestro, aprender la ciencia, que se creía exclusivo patrimonio de los colegios!

La respuesta que a tan injustas pretensiones dio el joven estudiante, a la vez que removió todo obstáculo, sirvió también para demostrar desde entonces la energía y resolución de su carácter: “Que él no había tenido maestro alguno, dijo, pero que se sirviesen examinarlo para que se cerciorasen de su aptitud”.

Nombró por último el señor Cordón, rector del Tridentino, para que examinaran al candidato, a los señores doctores Sánchez Reza y Jiménez de Castro, en unión del presbítero Vázquez Ibáñez, y satisfechos de los conocimientos del examinado lo aprobaron unánimemente.

Después de ese examen fue cuando tomó Sánchez el hábito de religioso del convento de san Francisco de esta ciudad, en calidad de novicio; pero sólo duró en tal lugar dos meses dieciocho días, pues fue ese corto período suficiente para que él conociera sin duda que no estaba llamado para la vida monástica, más adecuada a los pasados siglos, y cediendo a las instancias de sus amigos, entre los que nadie trabajó tanto como un lego de apellido Moya, que le rogaba de rodilla abandonara el propósito de ordenarse, porque tal vez vislumbraba su gran genio, salió del convento y entró a estudiar filosofía. Por tal resolución mereció que en el libro de novicios de aquella religión se le juzgara con el calificativo de inconstante.

Así salía de la oscuridad del claustro el hombre que estaba llamado a dirigir los destinos de Jalisco, y a sembrar, el primero, la semilla de la libertad.

Lucidos fueron todos los cursos que hizo en el seminario, y llegó a obtener que en 17 de agosto de 1810 se le confiriese el grado de bachiller en leyes; pero habiéndose cerrado el seminario en ese mismo mes de agosto, en que se concluía el año escolar, ya no se abrió en octubre siguiente, como era costumbre, por impedirlo la revolución de Dolores, habiendo permanecido cerrado hasta el año de 1813, y en consecuencia del tal clausura, Sánchez abandonó la carrera de las letras y tuvo que ir a establecerse en Compostela como dependiente de D. Fernando Híjar.

Que su carrera literaria fue brillante, lo demuestra el hecho de haber sido designado para sustentar el acto de estatuto en jurisprudencia, y el habérsele extendido un certificado por el Dr. Jiménez de Castro, catedrático de filosofía, en el cual se expresa en estos términos:

 

Ha cursado por dos años distintos la cátedra de filosofía de mi cargo, dando el más exacto y debido cumplimiento a sus obligaciones, procediendo con honradez, virtud y juicio, y logrando por su aprovechamiento haber siempre ocupado el más distinguido lugar de su clase a juicio de los que presenciaron sus funciones literarias, habiéndose conciliado por su aplicación y hombría de bien, la estimación de sus superiores y merecido la satisfacción de que se encargase por todo este tiempo, no sólo de la enseñanza de algunos de sus compañeros, sino también del cuidado de todos. Con respecto a su instrucción, no obstante la escasez de sus proporciones, fue propuesto para que sustentase conclusiones públicas, obligándose sus condiscípulos a contribuir para los gastos. Jamás fue castigado; por el contrario, siempre ha prometido las más sólidas esperanzas de una ilustre carrera.

 

En Compostela permaneció hasta el año de 1822 ocupado en su humilde trabajo y en el desempeño de distintos cargos concejiles: fue alcalde, regidor, síndico y director de correos, y como en el ejercicio de tales empleos diera a conocer su amor a la patria, su integridad, su inteligencia y dotes administrativas, se granjeó la estimación de toda la ciudad y se hizo popular en sus alrededores.

            Amante de la Independencia, simpatizó con sus defensores procurando ayudarles a extender la gloriosa revolución, y como muchos de sus amigos se acogieron al indulto ofrecido por el general Cruz, y algunas personas de Compostela lo invitaran a que él hiciera otro tanto, pues habían caído en poder del jefe español varias de sus cartas que algo le comprometían, respondióles diciendo que no hallaba sobre qué recayera el indulto que se le ofrecía.

            Contrajo el señor Sánchez matrimonio con doña Guadalupe Durán, pero habiendo ella muerto bien pronto, pasó él a segundas nupcias con doña Guadalupe Cosío, que murió en esta ciudad a fines de 1824.

            Hasta aquí su vida tan sólo ofrece un ejemplo de las virtudes domésticas más esclarecidas; hasta aquí puede decirse que ha vivido para su pueblo y para su familia, no empezando su vida pública sino hasta el año de 1822.

            Tan virtuoso ciudadano era el más notable de Compostela y sus contornos; el que ilustraba con su voz las principales cuestiones que allí debatieran; el que les marcaba a las autoridades el mejor derrotero y las dirigía con su consejo, y al pueblo con su ejemplo; el que desempeñaba los más importantes cargos concejiles; el que poseía más talento y daba muestras de la mayor buena fe, siendo de ese modo el patriota más prominente de la provincia toda, de suerte que fue lo más natural que en él se fijaran sus conciudadanos para nombrarlo su representante, cuando en el año de 1822 se eligieron en todo el país diputados al primer Congreso Nacional.

            Y sin embargo de esa naturalidad, se sorprende Prisciliano Sánchez de verse elevado a tan alto puesto, y con tal motivo dirige la palabra a sus compatriotas, manifestándoles su admiración y la gratitud que hacia ellos guardaba en su corazón.

            Esas frases de agradecimiento han perdido entre nosotros toda su fuerza y su prestigio, por las mil veces que las hemos escuchado de labios perjuros; pero la verdad tiene el don particular de distinguirse por sí sola de la falsía; así es que basta leer la proclama de tan noble jalisciense, para conocer al punto la sinceridad con que está escrita, aun sin atender a la confirmación que con sus posteriores acciones hizo de sus palabras.

            Mi pluma es incapaz de dar a conocer al señor Sánchez, y sus propios escritos servirán más que cuanto yo pudiera decir, para mostrar sus intenciones sanas y sus altas ideas, a la vez que para bosquejar su carácter, ya que la sentencia de Buffon no ha sido desmentida.

            La alocución de que vengo hablando y que él dio a la luz antes de partir, decía:

 

Amados ciudadanos de Nueva Galicia: ¡qué sorpresa, qué confusión y en qué temor me ha puesto el exceso de vuestra generosidad! ¿Es posible que mi nombre escondido y olvidado once años hace en este ángulo de la provincia que escogí por asilo de la paz, pudo hacer una impresión tan ventajosa en vuestros nobles ánimos, hasta considerarme capaz de la mayor confianza que en mí habéis depositado? Yo no encuentro expresiones cabales para manifestaros mi eterna gratitud y profundo reconocimiento por tan alto honor, ni menos voces suficientes con que explicar el sentimiento de mi espíritu, abatido por no juzgarse bastante para llenar dignamente vuestros grandiosos deseos y lisonjeras esperanzas. Sólo puede alentar mi cobardía el ponerlas yo en vosotros mismos para que con las luces de que abundáis os sea útil mi nombramiento y perfeccionéis mi difícil tarea. Ya que habéis comprometido en parte el honor de esta ilustre provincia librándolo sobre mis débiles fuerzas, aliviadlas y socorredlas en gracia de la patria con vuestras oportunas reflexiones, y trabajemos todos a un compás, que en mí hallaréis un ánimo despreocupado y dócil para aprovecharme de vuestras lecciones, y una resolución constante de sacrificar mis tareas diarias y mis más precisas horas, en obsequio de esta común madre y en correspondencia debida a vuestra munificencia. Ciudadanos, adiós, que en la capital del Imperio espera vuestras órdenes el último de vuestros diputados y agradecido amigo. –Prisciliano Sánchez.

 

Ese lenguaje humilde, modesto, sin afectación, expresivo y sincero, es patrimonio exclusivo de las almas que tienen el mérito de ignorar su propio valimiento.

            En su vida parlamentaria puede decirse que hasta la caída del primer Imperio sólo se dio a conocer por su energía y firmeza de principios. Él estimaba a Iturbide como libertador de la patria, mas era enemigo de la monarquía en México y sentía que el héroe de Iguala se desprestigiara estableciendo instituciones que el pueblo rechazaba, y se rodeara de una cómica corte adoptando un ceremonial ridículo, propio del despotismo; así es que por esas causas filióse en el bando opuesto al emperador, y ni siquiera se hizo reo de la debilidad de concurrir a la turbulenta sesión del Congreso verificada en la madrugada del 18 de mayo de 1822, en cuya sesión los representantes del pueblo sin especial mandato usurpaban atribuciones de que carecían, a la vez que sin la libertad que las huestes de Epitacio Sánchez y Pío Marcha les quitaran, abdicaban su propio decoro y se convertían en instrumentos ciegos de las asalariadas masas.

            Sin embargo de que hasta después de la caída de Iturbide fue cuando se hizo notable en primer término por sus ideas, desde antes se había ya dado a conocer en el campo de la palabra que tan vasto se presenta en una asamblea deliberante.

            Con el modesto título de Nada vamos a arriesgar en hacer esta experiencia, publicó en 29 de julio de 1822 un proyecto de ley de hacienda, en el cual después de examinar el origen de los impuestos, señalaba las causas que los habían hecho odiosos en México, mal gravísimo que hacia difícil y costosa la recaudación, y que en su concepto era debido a “la gravosa desproporción en exigir la contribuciones, al abuso antiguo en administrarlas y al muy escaso fruto que han experimentado en su aplicación”.

Era pues, el señor Sánchez verdadero legislador que conocía a fondo las necesidades del país, lo mismo que sus males y que con detenimiento y estudio buscaba el remedio esforzándose por conseguirlo.

Hoy, después de cerca de sesenta años que han transcurrido desde entonces, esas tres causas que se señalaron en el referido proyecto como generadoras de la renuencia de los pueblos en contribuir para los gastos del gobierno, lejos de haber cesado de existir han tomado incremento; y eso en mi humilde juicio, porque los gobiernos nacionales no han cuidado de estudiar las necesidades sociales, ni mucho menos han procurado satisfacerlas; porque no se han dado a los contribuyentes cuentas justificadas de la inversión que se hubiera dado a sus contribuciones, y porque en fin, aunque sólo una vez se dio en tiempo del general Santa Anna el escándalo de sobreseerse en todas las causas de peculado, siempre se han hecho ilusorias las responsabilidades de los funcionarios públicos, habiéndose olvidado por completo el buen ejemplo que en esa parte nos diera la metrópoli española: los juicios de residencia de que ningún magnate se eximía.

El diputado jalisciense consultaba en tal proyecto la supresión de las alcabalas, sustituyéndolas con las contribuciones directas que debían gravitar sobre fincas rústicas y urbana, sobre capitales mercantiles, capitales en giro de campo, sobre sueldos y pensiones anuales, resultantes de encomiendas de iglesias o comunidades, lo mismo que sobre el ejercicio productivo de las profesiones facultativas.

Se comprenderá fácilmente que después de un sistema rentístico tan defectuoso como el de la Colonia, no era posible esa reforma tan progresista, que contrariaba usos inveterados y echaba por tierra todo el sistema fiscal, que por odioso que fuera estaba ya profundamente arraigado; así es que el dictamen no es aprobó.

Cábele a su autor, sin embargo, la gloria de haber sido el primero que inició en México la idea que no vino a sancionarse sino hasta el año de 1857, en el artículo 124 de la Constitución federal; y que no obstante su precepto terminante, aún no ha podido realizarse todavía. Con razón se le llamaba al señor Sánchez “el tesoro o la sabiduría escondida” en una colección de semblanzas que de los diputados todos se publicó en aquel año.

Poco más tarde sufrió la suerte de los perseguidos; fue disuelto el Congreso y él no perteneció a la junta de san Pedro y san Pablo, permaneciendo en el encierro hasta que el infortunado Iturbide al conocer la voluntad nacional que le mostraba su error, restableciera la asamblea legislativa para presentar su abdicación el mismo día en que quince años antes hiciera otro tanto el inepto Carlos iv.

El partido federalista trató por aquel tiempo de enviar sus representantes a una junta que iba a reunirse en Puebla, para tratar del régimen que debía establecerse en el país y para organizar sus trabajos liberales, y el representante de Jalisco fue nombrado como uno de los principales miembros; pero el curso ordinario de los acontecimientos hizo innecesaria aquella junta, por lo que no tuvo lugar.

En esa época empieza el más brillante periodo de su vida parlamentaria; porque yendo a debatirse los más arduos problemas, supuesto que México tenía que constituirse en medio de una situación difícil, entre los más contrarios pareceres y a la vez que se resolvían las más espinosas cuestiones políticas y hacendarias, podía dar a conocer su talento y aptitud.

Desde un principio el ilustre Prisciliano se manifestó decidido paladín de la libertad más amplia y en cualquier forma en que apareciera revestida, así como también del sistema de gobierno republicano federal.

La revolución de Dolores había sido republicana democrática, por más que en su principio aun no desprendiera de sus banderas el nombre de Fernando vii, popular entonces entre los españoles, y más tarde cordial y justamente aborrecido, porque en México era odiada la monarquía que había sido experimentada durante el largo período virreinal, y no habría podido plantearse con éxito porque faltaban en el país sus bases principales, ni había una dinastía de donde pudieran salir los futuros monarcas, ni tenía aristocracia, y los tronos no pueden mantenerse sin esos elementos. Además, si la forma de gobierno apetecida por la revolución hubiera sido monárquica, habría carecido de objeto, y revolución que no tiene objeto, como lo ha dicho un ilustrado periodista, no es revolución, porque este género de movimientos son obra de los pueblos, instrumentos activos del tiempo y de las ideas, y el tiempo y los pueblos jamás son empíricos.

Y ningún sistema de gobierno se presta más para realizar los fines de una democracia que el republicano federal, por lo cual el distinguido diputado trabajó con todas sus fuerzas por su establecimiento, publicando en apoyo de esa causa en 28 de julio de 1823 su célebre Pacto federal de Anáhuac, que a no dudarlo fue lo que decidió la cuestión.

Por mil títulos es notable tal opúsculo, en el que empieza su autor por pintar la situación del país y recomendar que no se defrauden las esperanzas de la patria, pasando después a resolver las objeciones que a tal forma de gobierno hacían sus enemigos, dando en todo el curso de su obra, la verdadera idea del Estado:

 

Un Estado bien constituido, dice, no debe dar a los gobernantes más autoridad sobre los ciudadanos que la que sea bastante para mantener el instinto social. Todo cuanto sea excederse de estos límites, es abuso, es tiranía, es usurpación, porque nunca el hombre se despoja por voluntad sino de lo muy preciso para darlo en cambio de otro bien mayor.

 

Después de describir las bases de la federación y los bienes que de ella pueden esperarse, recomienda que se cimente sobre la más pura moralidad y se encargue de constituir el país a nuevos diputados “que sean los ciudadanos más desinteresados, los menos comprometidos al anterior y al actual gobierno, los más instruidos y los de mejor carácter para llevar adelante la empresa del federalismo”; requisitos necesarios para formar un congreso liberal, ilustrado e independiente.

Para concluir su trabajo, presenta a la deliberación pública las obras federativas que podían aprobarse interinamente, y al dirigirse a todos los diputados y en especial a los militares, termina con estas patéticas palabras, dignas de los buenos tiempos de Esparta allá cuando las leyes de Licurgo estaban en todo su vigor y sus habitantes sólo vivían para la patria:

 

Mis indicaciones llevan consigo el carácter de la imparcialidad y el sello del desinterés. No os puede ser sospechoso de ambición un simple ciudadano que por la desconfianza que tiene de sí mismo jamás ha figurado en público, sino es cuando su provincia lo arrancó del seno de su familia donde vivía contento en un ángulo remoto de la Nueva Galicia. De muy poco he servido en la Asamblea legislativa; pero tengo la satisfacción de haberme puesto siempre al lado de la libertad a que genialmente propendo. ¡Alma patria, sé feliz por siglos indefinidos, que yo no aspiro a otra cosa que a verte bien constituida y puesta en el goce de tus más preciosos derechos! ¡Vean esto mis ojos y ciérrense para siempre!

 

El verdadero mérito es siempre humilde y huye de la pompa y de la vanidad.

            Por fin se promulgó el Acta Constitutiva el 31 de enero de 1824, habiendo tenido el ilustre Prisciliano el gusto de estampar su firma en aquel código político, fundamento de la república federativa. Era imposible que México no aceptara esa preciosa institución, teniendo un pueblo mestizo que no habría tolerado dinastías ni aristocracias, hallándose con todos los caracteres de confederación, en donde todo está separado en grupos por la naturaleza y enlazado, sin embargo, por una ley de armonía y de reciprocidad; en donde la separación y el enlace se manifiestan en la composición y distribución de las razas y castas, en los medios de alimentación, en los elementos de producción, lo mismo que en toda base constitutiva, así física como social; en donde al lado de la cordillera en que descuellan el Popocatépetl y el Ixtacíhuatl siempre coronados de nieve, se extiende el pintoresco valle de México cubierto constantemente de una verdura primaveral, y donde junto a las regiones de un calor tropical en las cuales se producen el café, el plátano y el naranjo, se encuentran las frías zonas en las que prosperan gigantescos pinos; era imposible, repito, que en un país confederado por su naturaleza y aspiraciones, se resistiera a la voz elocuente y expresiva del diputado de la Nueva Galicia.    

            Fue electo popularmente diputado a la primera legislatura de Jalisco, poco tiempo después de promulgada en México el Acta Constitutiva, y lleno de gratitud y patriotismo prefirió ese puesto al que con tanto honor desempeñaba en el Congreso General, de modo que por servir a su estado más de cerca, abandonó la capital, viniendo a Guadalajara a mediados de 1824.

Como era de esperarse, se distinguió extraordinariamente en su nuevo puesto, llegó a ser presidente del Congreso y tomó una parte muy activa en la Constitución Particular que se promulgó el 18 de noviembre de 1824, cabiéndole de esa suerte la satisfacción de constituir al estado en que nació, después de haber hecho otro tanto con la nación entera.

            En el artículo 7º de esa Constitución se decía que la religión del estado sería la católica y que éste fijaría y costearía todos los gastos necesarios para la conservación del culto; cuyo artículo provocó una polémica con el gobierno eclesiástico de la diócesis, pues el cabildo se opuso a tal precepto por juzgarlo restrictivo de sus legítimas inmunidades y por considerarlo atentatorio a la libertad y disciplina de la Iglesia.

            Como los legisladores sólo se habían propuesto remediar los males de los pobres a la vez que sostener al clero, siguiendo a la legislación francesa en cuya nación el culto de todas las religiones es sostenido por el Estado, al que no por eso se le ha imputado usurpación alguna, dieron una explicación de la manera como debía entenderse el mandato constitucional.

            El señor Sánchez que era profundo en sus artículos superficiales, en un pequeño escrito que publicó con el título de Hereje la tapatía porque no fía, dio solución a las dificultades suscitadas, en un lenguaje sencillo y claro que estaba al alcance de todas las personas, escrito que vino a poner de manifiesto el ingenio de su autor.

            Como medio de conciliación, se refirieron ambas potestades a los concordatos, y como se declaró que no había vigente ninguno, ni después llegó a celebrarse, se terminó así la referida cuestión, sin que el artículo 7º se pusiera en práctica.

            Poco después se hicieron las elecciones para primer gobernador constitucional de Jalisco, y habiendo obtenido el señor Sánchez la mayoría de los votos, fue declarado así por el Congreso el día 8 de enero de 1825, habiendo tomado de su alto encargo el día 24 del mismo mes y año, en medio del regocijo general producido por la elevación de un hombre tan íntegro e ilustrado, en quien estaban puestas las más lisonjeras esperanzas del pueblo. Todo se esperaba de aquel gobernante, y a fe que no era poco lo que tenía que hacer.

            El estado, que había sido gobernado por trece presidentes durante el reinado de la casa de Austria, y por quince capitanes generales en tiempo de la dinastía borbónica, regido por espacio de doscientos noventa y dos años por instituciones despóticas y oscurantistas, y donde estaban frescos todavía los recuerdos de la administración militar del general Cruz; el estado, digo, empezaba una nueva vida y necesitaba organizarse de una manera más adecuada a la civilización y a los principios recientemente conquistados entonces. De allí provenía la imperiosa necesidad en que el gobierno se hallaba de crearlo todo, porque ningún ramo del anterior sistema podía subsistir sin una reforma radical.

            El régimen colonial, aunque rechazado ya por la sensata sociedad, había, sin embargo, echado hondas raíces en la que antes llamara Nueva Galicia, y no era posible que un pueblo ignorante en su mayor parte, esclavizado por largos años y acostumbrado a los hábitos del despotismo, entrara en un momento por el sendero de la libertad y de la Constitución.

            Las antiguas gabelas que se exigían con el título de tributos, el monopolio de los ramos más ricos como el azogue, el tabaco, la pólvora, etcétera, el tristísimo estado de la instrucción pública, la desmoralización producida en el ejército por una guerra desoladora de once años, la defectuosa organización de los ayuntamientos y otros mil defectos que entre tan gran desconcierto existían, reclamaban una pronta reforma, por lo que el primer gobernador constitucional se aplicó a llevarla a cabo, de suerte que su corta administración fue de lucha, de actividad y de trabajo. “Qui cherche remue, qui remue trouble”.

            Siendo la libertad municipal una de las bases de la democracia, cuidó de ella preferentemente, habiendo empezado desde dar reglas a los ayuntamientos para las elecciones municipales e inculcarles los grandes derechos y obligaciones de los municipios.

            En el año que tomó posesión, dio una Cartilla Instructiva sobre el modo de hacer las elecciones populares con arreglo a la Constitución del Estado, señalando a las corporaciones municipales el modo de llenar su cometido, recomendando la libertad electoral, la respetabilidad del sufragio, la manera de hacer las elecciones, la forma de las actas electorales, los requisitos de honradez, aptitud y patriotismo que debían buscarse en los candidatos, concluyendo por marcarles sus deberes administrativos y dándoles hasta los modelos para formar los padrones y la estadística local.

            Sabía muy bien él que el pueblo necesitaba una verdadera educación en las costumbres republicanas, tan diversas a las del antiguo régimen, y que para lograr ese fin era preciso que los gobernantes les señalaran el camino.

            A la verdad que no era esa la única exigencia de los ayuntamientos, mas así lo entendió el infatigable obrero de la democracia, por lo que el 1º de diciembre de 1825 publicó una Instrucción a los Ayuntamientos sobre el modo en que deben formar y presentar las cuentas de sus fondos de propios arbitrios en el mes de febrero de cada año, según el art. 120 del reglamento instructivo del Gobierno.

Dióles también diversos formularios y una instrucción sobre la manera de establecer las ordenanzas municipales, en la cual les señalaba reglas para formar sus respectivos reglamentos interiores, los de policía y todo lo relativo a la administración municipal.

            Jamás se contentó con dar leyes justas y provechosas, sino que siempre dictó después sabios reglamentos para hacer comprender tanto su espíritu como la manera de llevarlas a cabo, y en materia de administración puede decirse que se dedicó exclusivamente a ella apartándose de la política, y que con su privilegiado genio presintió el derecho administrativo, como lo demuestra su Reglamento económico-político.

            Según lo revelan todos sus folletos, él, amante de la libertad y de la federación, quería que se establecieran sólidamente en el país, y para lograrlo trabajaba en el campo de las ideas, por medio de la palabra y del ejemplo, huyendo hasta donde era posible del sistema coercitivo, excitando a los ciudadanos en ese año a que se gobernaran por sí mismos, tratando de ese modo de establecer el gobierno del pueblo por el pueblo mismo, institución verdadera del self governement, que desconocida todavía entonces, más tarde ha ocasionado la prosperidad de los Estados Unidos, donde ha sido perfectamente desarrollada.

            Con tales ideas, buscó siempre el afianzamiento de sus leyes, más bien en las costumbres que en la sanción penal, de modo que cuando promulgaba alguna ley trascendental no paraba en eso su celo, sino que atentamente la seguía en su aplicación, estudiaba sus resultados y los obstáculos que encontraba, para removerlos con prudencia y acierto. No sólo sembraba la semilla de las nuevas instituciones, sino que la cultivaba en su crecimiento para recoger más tarde los necesarios frutos.

            En el mismo año de 1825, se publicó una nueva ley de hacienda en el estado, siendo este ramo de legislación tan peligroso o poco menos que lo que en Roma lo fueran las leyes agrarias, en las que se estrellaran la energía de los Valerios y de los Gracos; mas no obstante esa natural dificultad, realizóse en esta ocasión la ley, en la cual el gobernador, fiel a sus principios, estableció las contribuciones directas suprimiendo las alcabalas, de suerte que desde el 31 de agosto quedaron extinguidas las garitas y los traficantes todos en entera libertad para entrar y salir a los pueblos del estado con sus mercancías, sin necesidad de registrarlas ni presentarlas a persona alguna, salvándose así de las trabas y vejaciones consiguientes a los alcabalatorios.

            ¡Qué bello espectáculo presenta un pueblo que activa su comercio, multiplica sus transacciones y facilita el transporte de los productos, todo por el benéfico influjo de la libertad!

Y a pesar de tales progresos y de tan liberales ideas, el inmortal Sánchez no se libró de algunos errores diametralmente opuestos a sus principios, pues casi al mismo tiempo que suprimía las aduanas y garitas, cuidaba con severidad de la subsistencia del estanco del tabaco, tan productivo para el erario, y quería el establecimiento del sistema proteccionista, pensando acaso que cerrando el país sus puertas a la introducción de los efectos extranjeros, era como debía crearse la industria nacional, olvidando que ese sistema a la vez que borra el poderoso estímulo de la competencia, ataca en su base la libertad humana. El cambio es un derecho natural como la propiedad misma, según la expresión de Bastiat.

Tal aberración no debe extrañarse en el gobernante de Jalisco, si se atiende a la época de atraso en que vivió y a las ideas generales que en ese tiempo dominaban. ¡Aristóteles mismo no se libertó del error, pues viendo la desigualdad de los hombres en todas las partes del mundo, llegó a creer que por derecho natural estaba la humanidad dividida en libres y en esclavos!

            Además, si en la culta Europa la economía política como verdadera ciencia no fue conocida sino con posteridad a Adam Smith que escribió sus obras a fines del pasado siglo, y todavía las doctrinas de este eminente pensador no se extendieron hasta que se encargó de hacerlo Say en principios de este siglo, no debe sorprender que las teorías librecambistas fuesen ignoradas en Jalisco en el año de 1825, mayormente cuando aún en Francia y en tiempos posteriores el sistema proteccionista ha contado con notables defensores, entre los cuales se han encontrado hasta los ministros como Billault.

            Dije poco antes que el hijo de la Nueva Galicia había adivinado –que no conocido– el derecho administrativo, y así lo confirma también la organización que dio al estado. Lo dividió en ocho cantones, divididos en directorías políticas y éstas en municipios; los cantones fueron: Guadalajara, que tenía veinticinco ayuntamientos; Lagos, que contaba con nueve; La Barca con diecisiete; Sayula con veintinueve; Etzatlán, que tenía trece; Autlán con otros trece; Tepic dieciocho y Colotlán que tenía diez; componiéndose el estado de ciento treinta y cuatro municipalidades.

            De esa suerte, para el gobierno político y administrativo, el gobernador se dirigía a los jefes políticos de los cantones, éstos a los directores, quienes a su vez se dirigían a los ayuntamientos, formando de ese modo una verdadera cadena administrativa, que todavía existe hoy, y que a la vez que facilita el orden en la administración, presta un sinnúmero de ventajas. Estableció además las Juntas Cantonales.

            Para defender la soberanía del estado y sostener sus instituciones, creó la Milicia Cívica, que no era otra cosa que la Guardia Nacional.

            Nadie mejor que un demócrata ilustrado como él, conocía los inconvenientes del ejército. Un país libre regido por instituciones republicanas, no puede ni debe tener ejército; quédese éste para las monarquías y para los gobiernos que necesitan para su sostenimiento del apoyo brutal de las bayonetas; pero no para un gobierno como el del gran Sánchez, que se apoyaba en la voluntad popular.

            Organizó por eso la Milicia Cívica y se opuso siempre a los abusos del ejército federal que guarnecía la capital, siendo dignas de llamar la atención algunas notas que en defensa de los ciudadanos pacíficos y contra las demasías de los soldados dirigió al señor general don Ignacio Rayón, jefe de las tropas federales.

            Otro de los ramos que preferentemente llamó su atención, fue el de la instrucción pública. Permanecía ésta en el más completo abandono; el gobierno virreinal poco se había cuidado de asunto tan importante, por cuyo motivo al hacerse la independencia, la ciudad de Guadalajara sólo contaba como establecimientos de educación, dos o tres escuelas de primeras letras donde únicamente se enseñaba a los niños a leer por el sistema del deletreo, a mal escribir, las cuatro operaciones fundamentales de la aritmética y de memoria el catecismo del padre Ripalda; el Seminario, fundado en 1700 por el señor obispo Galindo; el Colegio Real de San Juan y la Universidad.

            El señor Sánchez se aplicó a mejorar tan importante materia, conocedor de sus benéficos resultados, así es que en la memoria que presentó al Congreso sobre el estado de la administración, el 1º de febrero de 1825, decía:

 

La prosperidad de los Estados es el resultado preciso de su ilustración; la felicidad nacional sigue la razón inversa de sus preocupaciones, ignorancia, supersticiones y fanatismo. Ínterin estos monstruos, enemigos implacables de la humanidad no sean enteramente destruidos, es imposible llegar a la opulencia con que la naturaleza brinda a las sociedades bien constituidas.

La educación pública es a manera del sol resplandeciente que ilumina, vivifica, anima y conserva el ser de la sociedad. Es el plantel de las virtudes cívicas y morales, la sal que preserva la corrupción a los ciudadanos, el coloso formidable contra la tiranía, el azote de la superstición, el antídoto contra el fanatismo y la mejor protección de la única verdadera religión con que Dios ha querido ser adorado de sus criaturas. Un pueblo sin ilustración es juguete de sus mandarines, víctima de su ambición, ludibrio de las vicisitudes del tiempo y presa de las ilusiones supersticiosas.

 

Bien se comprende que quien tenía tan exactas ideas acerca de ese ramo, fuera su protector más decidido. Por eso el 14 de enero de 1826 presentó al Congreso un proyecto de ley sobre instrucción pública, el cual fue en todo aprobado y se le promulgó como decreto con el número 39 el 29 de marzo del mismo año.

En él se dividió la enseñanza en cuatro clases: la primaria, que debía darse en las escuelas municipales; la secundaria, que comprendía los ramos de dibujo y la geometría práctica, y debía darse en las cabeceras de departamento; la tercera clase, que abrazaba las matemáticas puras, que se enseñarían en las ciudades cabeceras de cantón; y por último la profesional, exclusiva del Instituto del Estado, en donde se establecían once secciones:

 

1ª. Matemáticas puras en toda su extensión; 2ª. Gramática general, castellana, francesa e inglesa; 3ª. Lógica, retórica, física y geografía; 4ª. Química y mineralogía; 5ª. Botánica; 6ª. Derecho natural, político, civil y constituciones general y del estado; 7ª. Economía política, estadística e historia americana; 8ª. Moral, instituciones eclesiásticas, historia eclesiástica y concilios; 9ª. Anatomía descriptiva teórico-práctica ya en el hombre, ya en otros animales; anatomía patológica y cirugía teórico-práctica; 10ª. Instituciones médicas, clínica y medicina legal; 11ª. Academia, según que abraza el dibujo, la geometría práctica, la escultura y la pintura.

 

Para cada sección había un profesor propietario remunerado con 1800 pesos anuales y uno o dos honorarios o suplentes, siendo vitalicios esos empleos a no ser que hubiese legítima causa para removerlos, y debían ser nombrados por oposición. Además, se mandaba en la ley establecer escuelas de niños y de niñas en todos los pueblos, y se creaba una biblioteca pública.

            Pronto vio el estado que los conocimientos literarios se propagaban por toda su extensión bajo la salvaguardia de la libertad, y en la capital se aumentó el número de escuelas, adaptándose para la enseñanza primaria el sistema lancasteriano. Por desgracia fue tan breve la vida del señor Sánchez que no tuvo tiempo de que se desarrollasen sus buenas instituciones; de suerte que cuando desapareció de la tierra, el espíritu de la ilustración, que aún no estaba cimentado, decayó considerablemente, siendo más tarde necesarios los treinta años de esfuerzos de otro hijo distinguido de Jalisco, el señor don Manuel López Cotilla, para sacar las escuelas primarias y la instrucción pública del abatimiento en que habían caído y para elevarlas al floreciente estado en que hoy se encuentran.

            Indudablemente que la organización del Instituto no carecía de defectos, pero hay que atender a que era el primer ensayo que se hacía sobre libertad de enseñanza y sobre el establecimiento de un plantel de conocimientos tan variados, ensayo que se experimentaba en tiempos tan oscurantistas como eran los que por entonces corrían. No debe olvidarse que los hombres todos deben ser juzgados según el tiempo en que vivieron, razón por la cual el gobernante de Jalisco se nos presenta como un genio adelantado a su época.

            Al crear el Instituto suprimió su ilustre fundador la antigua universidad que se había establecido en el año de 1792, en cumplimiento de la real cédula de Carlos iv, expedida en El Escorial a 18 de noviembre de 1791. A petición hecha por el Ilustre Ayuntamiento de Guadalajara en el año de 1758 para que se estableciese una universidad, la corte de España pidió informe al gobierno de la Nueva Galicia sobre la conveniencia de su establecimiento por cédula de 11 [de agosto] de 1762, pero tan interesante asunto quedó en suspenso hasta que habiendo tomado posesión de este obispado en 1771 el esclarecido e inolvidable señor don fray Antonio Alcalde, puso todo su empeño en que se llevara a cabo aquel pensamiento, para cuyo efecto aún ofreció 20,000 [pesos], por lo cual el presidente don Antonio Villarrutia informó en 11 de julio de 1788, apoyando la idea del celoso ayuntamiento y del progresista y santo obispo.

            Por la real cédula citada, se dotó al nuevo establecimiento con el edificio del Colegio de Santo Tomás que había pertenecido a la extinguida orden de los jesuitas, y con los capitales de sus obras pías, a más de lo ofrecido por el señor Alcalde, quien llegado el caso facilitó al punto sesenta mil pesos; se mandaba además que, si esos fondos fuesen insuficientes, se le impusiera al cabildo una contribución de 10,000 [pesos] y creara el presidente algunas capellanías.

            Una vez fundada la Universidad, se trasladaron las cátedras de teología y Sagradas Escrituras que había en el Seminario, y se establecieron como nuevas cuatro clases: de cánones, de leyes, de medicina (llamada de vísperas) y de cirugía.

            La supresión de la Universidad fue censurada con acritud por los enemigos del gobierno, quienes acusaban al gobernador de enemigo de la libertad de enseñanza y de oscurantista, supuesto que cerraba las puertas del establecimiento literario más acreditado.

            Sin duda alguna que fueron efecto de la parcialidad tales censuras, y hoy podemos ya juzgar ese hecho con espíritu más tranquilo.

            Si la Universidad hubiera podido subsistir por sí sola y sin necesidad del apoyo del gobierno, habría sido entonces en verdad un ataque injustificado a la libertad de enseñanza la referida supresión; mas ese antiguo plantel se sostenía con las rentas de algunos fondos de temporalidades y otros con que el gobierno la había dotado, de manera que al llegar un tiempo más avanzado en el que ya no era compatible con el estado de cultura de la época, ni con las aspiraciones de la juventud, ni con las necesidades de la sociedad, la instrucción que allí se daba, empapada de las preocupaciones antiguas y encadenada por el formulismo que tendía a sujetar el espíritu, el poder público estaba en la imperiosa obligación de reformar aquel plantel.

            Esa reforma era sin embargo imposible porque la repugnaban los mismos estatutos y porque tenía que ser radical, y el gobierno por otra parte no podía tener ocupados fondos que le pertenecían en conservar lo que era ya casi inútil, ni tenía tampoco tan abundantes recursos que con ellos pudiera dotar al Instituto, dejándole a la Universidad los que primeramente le había destinado.

            La creación de ese antiguo establecimiento literario en 1792 fue un verdadero progreso para Guadalajara; pero en 1826 existía tal como fue fundado, y habiendo sufrido la sociedad un sacudimiento progresista, tenía miras más elevadas que no podían satisfacerse por los estatutos del pasado siglo.

            El destino del hombre sobre la tierra es el perfeccionamiento, y su ley el progreso; así es que todas, absolutamente todas las instituciones tienen que prestarse a las reformas progresistas, por lo cual las que permanecen estacionarias en medio del movimiento literario, político y social de los tiempos, bien pronto se quedan relegadas al olvido, siendo sustituidas con otras que armonicen con las necesidades de los pueblos. La Universidad representaba el espíritu del siglo pasado en España, a donde aún no llegaba el ambiente de los enciclopedistas; el Instituto era la expresión genuina del espíritu de nuestro siglo, amante de las libertades públicas, de la difusión de los conocimientos científicos, artísticos y literarios, y del adelanto de las naciones. Poner el Instituto frente a la Universidad era destruir a ésta. La oscuridad no existe donde penetran los rayos del sol.

            Era, por tanto, necesario que el gobierno dedicara sus esfuerzos para fomentar el nuevo plantel; y repito, ni era ya precisa la existencia del antiguo, ni posible, atendidos los fondos del erario y las necesidades de la época.

            Además, si se comparan las cátedras que en la Universidad se servían con las que iban a darse en el Instituto, se notará desde luego una enorme diferencia; todas las que se hallaban establecidas en el antiguo colegio, con excepción de la teología, cuyo estudio es más propio de los seminarios tridentinos, se establecieron en el nuevo plantel de enseñanza, con las reformas ventajosas que eran necesarias, y además se ensanchaba el horizonte de la ciencia abriéndose cátedras hasta entonces desconocidas, y donde los jóvenes pudieran adquirir una ilustración digna del siglo en que vivían.

            La medida del señor Sánchez no era por tanto un ataque ruin a la libertad y a las letras, sino todo lo contrario: se suprimía lo inútil o ineficaz para sustituirlo ventajosamente con una fuente de ciencia más pura y abundante.

            El tiempo se encargó de justificar en el terreno de los hechos lo que en un principio sólo comprobaba la razón; del nuevo gimnasio de la inteligencia salieron estadistas como don Juan Antonio de la Fuente, oradores como don Mariano Otero, poetas como don Fernando Calderón, jurisconsultos como don Juan G. Mallen y filántropos como don Dionisio Rodríguez.

            Concebido y organizado el proyecto, quedaba todavía la dificultad de su realización, pues era preciso elegir para ponerlo en práctica a personas que comprendiendo la importancia del profesorado, se afanaran por impulsar el nuevo plantel.

            Con aplauso de la sociedad y muy acertadamente nombró catedráticos: de matemáticas a don Pedro Lizante; de gramática general y castellana a don Luis Solana; de idiomas francés e inglés a míster Claudio Gen; a don Manuel Ríoseco y a don José María Ilizaliturri de retórica, lógica y física; a don Manuel Ocampo de química y mineralogía; a los licenciados don Juan Romero y don Ignacio Vergara de derecho civil, natural y constitucional y de gentes; a don José Ramón Pacheco de economía política y de historia de México; al presbítero licenciado don José Luis Pérez Verdía (hoy deán de la catedral de Guadalajara), de derecho canónico, historia eclesiástica y concilios; al doctor don Guillermo Faget de Anatomía y cirugía; a don José María Cano de fisiología, patología, higiene y medicina legal; a don José Gutiérrez de arquitectura, dibujo y escultura, teniendo por auxiliares a don Santiago Guzmán y a don Sebastián Salazar; y a don Ricardo Jones se le nombró director de la Escuela Normal Lancasteriana.

            La cruel Átropos no permitió al insigne fundador del Instituto gozar con sus benéficos resultados, y ni siquiera le concedió el placer de abrir las puertas de aquel templo de la ciencia, pues apenas vivió lo necesario para hacer los nombramientos de profesores; bajó al sepulcro el 30 de diciembre de 1826 y el Instituto se inauguró el 14 de febrero de 1827, bajo el gobierno del señor gobernador don Juan N. Cumplido.

            Permaneció abierto hasta el mes de julio de 1834 en que, triunfante en la república el plan conservador de Cuernavaca, se destruyó la federación y con ella las libertades públicas. Fue cerrado por el señor gobernador don José Romero, quien restableció la antigua Universidad; pero en virtud del movimiento liberal iniciado en Guadalajara el 20 de mayo de 1846, subió de nuevo al poder el partido democrático y, en 9 de enero de 1848, se abrió por segunda vez el Instituto por empeño del ilustrado gobernador licenciado don Joaquín Angulo.

            A fines de 1852 y con motivo de la caída de la vigilante y moralizada administración del señor licenciado don José López Portillo, sexto gobernador constitucional de Jalisco, en fuerza de la revolución política del 26 de julio, que privó a la vez a la república entera del gobierno íntegro y liberal del señor don Mariano Arista; en virtud de ese suceso, digo, volvió a cerrarse el Instituto a pesar de que los profesores se ofrecían a servir gratuitamente sus cátedras. ¡Este sí que era un ataque a la ilustración y a la libertad!

            El señor gobernador Degollado, ilustre caudillo de la patria y mártir de la Reforma, fue quien en 1855 restableció de nuevo el plantel de Prisciliano Sánchez.

            ¡Triste suerte, por cierto, la de un país en donde el espíritu político e intolerable de los partidos nada respeta, y donde cada revolución política sacude hasta los mismos sistemas de enseñanza que tan ajenos debieran ser a ese género de trastornos!

            La promulgación de leyes justas y el establecimiento de sabias instituciones no son suficientes para asegurar el bienestar de los asociados si no se cuida de encargar su ejecución a rectos jueces por medio de sencillos procedimientos; de nada serviría una brillante legislación civil, sin buenas leyes adjetivas y sin tribunales justicieros.

            Inspirándose en esa verdad, el primer gobernador de Jalisco emprendió la organización del poder judicial bajo las bases más progresistas.

            Después de reglamentar los tribunales, promulgó una ley penal adoptando el sistema de jurados, de suerte que en abril de 1826 se establecía en Jalisco el tribunal del pueblo para todos los delitos que merecieran la pena corporal.

            El jurado es sin duda una de aquellas instituciones que se adaptan a cualquier forma de gobierno, teniendo de esto un ejemplo en la monárquica Inglaterra; pero es mucho más a propósito para los países regidos por la democracia, hasta el grado de poder decir que ésta no existe donde el jurado no se encuentra establecido.

            Su naturaleza, su origen y sus resultados mismos están diciendo que ese tribunal popular, protector de la libertad, es sublime emanación de la democracia.

            No se podrá quizá señalar con certidumbre el origen histórico de tal institución, y es muy probable que varíe en cada país, mas en todas partes ha representado las ideas más liberales, aun antes de estar claramente determinado, y ha sido la más genuina emanación del sentimiento de igualdad. En Grecia la democracia pura; en Roma la libertad e independencia de los comicios; en Inglaterra, donde la Carta Magna de 1215 sanciona y reglamenta el jury, a él se le debe que ese gran país haya sido reconocido desde tantos siglos hace y por tanto tiempo como el único libre de la Europa; y en Francia, finalmente, parece que el jurado se estableció desde el siglo v de nuestra era, pues en el norte los francos primero, y los normandos después, sustituyeron los dilatados y difíciles procedimientos de los romanos con sus juicios por pares, que más tarde recibieron el nombre de jurados.

            La Edad Media modificó desde luego y acabó por absorber en provecho de la feudalidad ese nuevo sistema. Dividida la sociedad de esa época en señores y vasallos, éstos se juzgaban unos a otros por sus pares en las cortes de los señores, quienes a su vez se administraban justicia recíprocamente en la corte de los reyes; pero con el tiempo acabaron los feudales por abolir los jurados, sustituyéndolos con jueces permanentes e influenciados por ellos.

            Hasta 1791 se adoptó en Francia el jurado en lugar del antiguo y bárbaro régimen penal, pero con tantos defectos que bien puede asegurarse que su establecimiento sólo data desde que se promulgaron las leyes del 10 de octubre de 1830 y del 5 de marzo de 1831, en que se le expurgó de esas imperfecciones.

            Ahora bien, en Jalisco, donde antes no se conocía siquiera otra administración de justicia que la de la Real Academia, establecida el 21 de enero de 1549 y compuesta de un presidente, cuatro oidores y un fiscal, cúpole al señor Sánchez la gloria de haber sido el primero que planteó tan progresista institución en el primer tercio de este siglo.

            Por desgracia la sociedad no se hallaba a la altura de su inolvidable gobernador, de suerte que la general ignorancia del pueblo que no conocía la importancia del jury hizo que no se produjeran los frutos que eran de esperarse; y como por otra parte el mismo señor Sánchez sobrevivió tan poco tiempo a su establecimiento, poco más tarde el jurado quedó abolido y olvidada la enseñanza que proporcionó en los pocos años que estuvo vigente. Los pueblos necesitan una educación en los hábitos democráticos, de suerte que en ese género de ensayos no debe exigirse un pronto resultado, porque se debe tener presente que no hay semejanza entre la vida de las naciones y la de los ciudadanos, pues mientras que los años producen en el hombre un desarrollo rápido, en los pueblos pasan desapercibidos.

            Con el talento que caracterizaba al constituyente de Jalisco, afanóse en conocer las causas del vandalismo, que ya cuando él empezó a gobernar se hallaba bastante extendido, y procuraba investigarlas para remediarlas. En la memoria que presentó sobre el estado de la administración pública, y que ya he citado, se expresaba en estos términos:

 

El gobierno atribuye la subsistencia de estos crímenes a varios principios: primero, a la mala educación de la juventud, principalmente en la clase de baja fortuna, de quince años a esta parte, en que se trastornó el orden a causa de la revolución, y ahora está produciendo sus tristes, pero necesarios efectos. Segundo, a cierta inacción en las autoridades subalternas para dedicarse con su empeño a la persecución de los malhechores, provenida de no haber visto cómo debía ser el pronto escarmiento de ellos, sino es la fuga o la absolución, por lo que temen exponerse a ser víctimas de la venganza de estos enemigos. Tercero, el método complicado y engorroso con que se forman los procesos, abundantes en trámites y fórmulas que, aunque legales, no por eso dejan de ser insignificantes y perjudiciales las más, motivo porque los tribunales inferiores en los pueblos yerran los procedimientos, los dilatan demasiado o hasta más bien por escaparse de su formación, se desentienden los alcaldes de perseguir a los ladrones y asesinos. Cuarto, la falta de cárceles seguras, que en muchos pueblos hace ineficaz el celo de las autoridades. El remedio está señalado ya en los cuatro indicados principios que originan el mal. Cuidar de que la juventud actual adquiera buena educación y se dedique al trabajo. Nombrar ciudadanos activos para directores de los departamentos, y que éstos velen incesantemente sobre las autoridades municipales para que llenen debidamente sus atribuciones. –Simplificar los trámites procesales, sin despojar a la administración de justicia de las fórmulas tutelares que garantizan la inocencia, pero quitándole los embarazos y trabas que la entorpecen, y promover por arbitrios particulares que inventen los ayuntamientos, la construcción de cárceles seguras y sanas; estas medidas serán a un tiempo mismo, los correctivos del daño presente y la higiene para la salud futura.

 

Hoy, a pesar de haber transcurrido tantos años, se sienten todavía los mismos males, causando desaliento y tristeza el considerar que en ramo tan importante nos hallamos en la misma situación que refiere el primer gobernador del estado.

            Y sin embargo, el tiempo presente marca un período que a la vez que da fin al de los motines y revoluciones armadas, da principio también a una nueva era de paz y de prosperidad, y me consuela la consideración de que si bien es cierto que las mismas, exactamente las mismas causas señaladas en 1826 alimentan aún la criminalidad, no obstante, en los tiempos que han pasado y entre motines y revueltas, entre conspiraciones y guerras extranjeras, se han sembrado algunas semillas del bien que pronto es de esperarse darán sus apetecidos frutos.

            La idea que Prisciliano Sánchez tuvo de formar cárceles seguras donde se moralizara a los delincuentes, si más tiempo hubiera germinado en su cerebro, se habría modificado, así como la crisálida se cambia en mariposa, en la idea de fundar una penitenciaría, que es el establecimiento que realiza las condiciones apetecidas de seguridad, moralidad, higiene y hábitos de trabajo en los penitenciados.

            Dos años tan sólo dirigió el señor Sánchez los destinos del estado y no era posible pedirle más.

            Tocóle a un digno sucesor suyo, al señor don José Antonio Escobedo, cuarto gobernador constitucional, el honor de madurar aquella idea y de realizar tan extraordinario proyecto. El señor Escobedo puso la primera piedra de la Penitenciaría de Guadalajara el sábado 24 de mayo de 1845, habiendo hecho el diseño y empezado la obra el arquitecto don J. Ramón Cuevas, quien dividió el edificio en tres grandes partes: la primera para los tribunales, la segunda para la habitación de los presos, y la última para los talleres. Esa grandiosa penitenciaría, que de ordinario contiene dos mil presos, pero que es capaz de tres mil, está ya casi concluida, de suerte que es de esperarse que muy pronto se organice el régimen penitenciario. Una vez establecido y modificada la imperfectísima legislación penal del estado, como lo será cuando la comisión de códigos presente sus trabajos a la H. Legislatura, cuyos trabajos están por terminarse, cambiará completamente la suerte del estado y la de los delincuentes, y aún llegará quizá a ser un hecho la promesa consignada por los constituyentes de 1857 en el artículo 23 de la Constitución.

            Han quedado, pues, en los años que han pasado fundados siquiera los cimientos de esa institución salvadora.

            Es también satisfactorio ver los progresos que en otros importantes ramos ha hecho el estado; mientras que en esa memoria se hacía subir la población a 656,830 habitantes, hoy cuenta más de un millón, y en agricultura, minería, industria, mejoras materiales e instrucción pública ha progresado en la misma proporción.

            En el año de 1826 siguieron las polémicas entre el gobierno civil y el eclesiástico, iniciadas dos años antes con ocasión del artículo 7º de la Constitución.

            En 6 de marzo se promulgó el decreto número 30, en el que se concedía al ejecutivo la facultad de ejercer la exclusiva en la provisión de los beneficios eclesiásticos.

            En virtud de los concordatos (el último de 11 de enero de 1753) todos los curas y demás personas beneficiadas de la Iglesia, se nombraban por la autoridad civil, y como al hacerse la independencia de la república los concordatos habían dejado de existir, pues aún el señor León xii se había mostrado enemigo de la independencia y no la había reconocido, el gobierno civil, por tales circunstancias, quiso tomar alguna medida de orden en los sacerdotes que ejercían jurisdicción, temiendo que el fanatismo o mala voluntad de algunos curas pudieran provocar cualquier trastorno. Para ese efecto podía el ejecutivo, según la ley citada, oponerse a que determinadas personas fuesen colocadas en señaladas localidades para la administración de sacramentos, excluyéndolos así de los beneficios eclesiásticos.

            El señor gobernador de la mitra, don José Miguel Gordoa (después obispo de la diócesis), se opuso a que el gobierno civil ejercitara tal derecho, creyéndolo atentatorio a las inmunidades de la Iglesia; y a fin de que derogase el decreto número 30, dirigió una razonada exposición al señor Sánchez para que la pasara al Congreso. Al cumplir con ese deber el gobernador a su vez, expuso las razones que debían valer contra las del señor Gordoa, y apoyado en ellas pidió, aunque sin empeño, que el decreto subsistiera.

            Modelo de controversia es esa pieza del gran Prisciliano, pues con una loable moderación, sin herir la susceptibilidad de nadie, sino por el contrario elogiando la conducta del clero y tratando merecidamente al representante del cabildo, daba allí mismo respuesta a todos sus argumentos y resolvía todas las dificultades: suaviter in modo fortiter in re.

            La ley fue confirmada, pero no pudo ponerse en práctica por la oposición del clero. Quizá nacían aquellas cuestiones de jurisdicciones entre ambas potestades, de que no estaban bien delineados los límites de una y otra autoridad, y por eso provenían de allí mil cuestiones casi inútiles, como la de la exclusiva, porque si bien es inconcuso que la Iglesia tiene perfecto derecho para proveer en quien quiera sus beneficios, también lo es que el gobierno civil está obligado a conservarse, castigando a los que turben la tranquilidad pública sin miramiento a ningún poder.

Bien está que se sostenía entonces que el derecho a la exclusiva era la reglamentación de esa facultad del estado, siendo mejor prevenir los delitos que castigarlos, y no cabe duda que en muchos casos así sería en efecto; pero también en otra podría ser una medida anticipada, por lo cual me parece que en esta vez llevaba la razón sustancial el gobernador de la mitra, aunque sin faltarle al civil el derecho de eliminar de las tales provisiones a los díscolos y turbulentos llegado el caso.

            Otra de las medidas que alimentaron ese género de cuestiones, fue la que tomó el señor Sánchez prohibiendo se sepultaran los cadáveres en las iglesias y fomentando la creación de cementerios.

            Parece increíble que esa disposición tan justa y conveniente encontrara oposición, mas la superstición y la ignorancia habían introducido la costumbre en la alta sociedad de enterrar sus muertos en los templos, y por antihigiénica e irreverente que tal hábito fuese, costó inmenso trabajo el extinguirlo; sabida es la dificultad que siempre ha existido para reformar las costumbres.

            Con razón decía el demócrata gobernador en su ya citada memoria:

 

no es ya posible tolerar por más tiempo el sacrílego, asqueroso y mortífero abuso de podrir los cuerpos humanos en los templos del Señor. Las iglesias parroquiales de los pueblos, siendo muy pequeña extensión, están impregnadas de millares de cadáveres que han acumulado unos sobre otros el interés de los curas y la preocupación de los fieles; la tierra de sus pavimentos saturada de grasa hasta el extremo, es incapaz ya de disolver los que diariamente se depositan en sus sepulcros. La humanidad se reciente de tamaño desorden y el sentido común reclama imperiosamente el remedio de tan pernicioso abuso.

 

¡El atraso grandísimo de la sociedad era lo que hacía que el gobernante no pudiera dar un paso en cualquier dirección sin tropezar con preocupaciones y dificultades profundamente arraigadas!

            La beneficencia fue otro de los ramos que favoreció aquel funcionario. En octubre de 1825 asoló a Guadalajara la epidemia del sarampión con un rigor inusitado, presentando una oportunidad para que se hicieran públicos los sentimientos filantrópicos del primer magistrado del estado, quien con tal motivo publicó una proclama excitando a los jaliscienses a la caridad, instaló una junta de socorros y contribuyó de su propio peculio para aumentar el número de camas en el hospital y favorecer de todos modos a los menesterosos y enfermos.

            Se empeñó, además, en que se concluyera el hospicio, obra principal del distinguido obispo señor Cabañas; y ayudado por la buena amistad que llevaba con el señor doctor don Toribio González, vicario capitular, logró que la obra se prosiguiera con actividad.

            Trabajó sin descanso porque se estableciesen hospitales en las cabeceras de cantón, consiguiendo mejorar considerablemente y reponer en parte el de Belén. Destinó la suma de 8,500 pesos para repararlo, reedificó algunas piezas que se habían destruido, estableció un departamento nuevo dedicado a niños recién vacunados, introdujo el agua en el edificio e hizo otras mejoras de consideración al plantel que nos dejara la caritativa munificencia del señor Alcalde, empleando además 1,385 pesos en 660 piezas de ropa que por su orden se compraron.

            En el primer año de su gobierno, se atendieron en este magnífico hospital mil trescientas veinte y nueve personas.

            Como si estos filantrópicos trabajos no fuesen suficientes para proclamar a su autor como caritativo amigo de la humanidad, aún hizo más: trató empeñosamente de extender la vacuna por todos los pueblos del estado.

            Este célebre descubrimiento de Jenner, como es sabido, no se dio al público sino hasta 1796, veinte años después de hecho, en cuyo tiempo su autor quiso experimentarlo en el secreto; a la Nueva Galicia fue mandado por la corte de España en el año de 1803 y en niños vacunados, los que de aquí pasaron a Filipinas, inoculando así el precioso preservativo de brazo a brazo.

            Con tan pocos años de establecido en el país el antídoto contra las viruelas, fácil es de entender que en la primera administración independiente era todavía reducidísimo el número de los que habían sido inoculados, y por esta razón el señor Sánchez quiso que todos los habitantes gozasen de los benéficos resultados del descubrimiento del médico de Glocester. Al efecto hizo que gratuitamente se administrase la vacuna en todos los municipios, logrando que en sólo Guadalajara recibieran el virus seiscientos cinco niños en el año de 1825. No se reducía su empeño a que fueran muchos los vacunados, sino a que se hiciera bien la inoculación, motivo por el que habiéndose dicho entonces que la vacuna estaba mala, mandó examinarla por facultativos, habiendo resultado falsa la especie.

            Otra gran mejora que llevó a cabo fue la apertura del puerto de Navidad para el comercio. El general Cruz había hecho otro tanto en 1811 con el de San Blas, prestando con eso un gran servicio a la provincia; pero las condiciones topográficas de Navidad, incomparablemente mejores que las del otro puerto, estaban exigiendo su apertura.

            Amante de las mejoras materiales, quiso edificar un elegante salón para las sesiones de la legislatura y al efecto se empezó a construir en la iglesia que había sido de la Compañía de Jesús, concibiendo también el proyecto de que el santuario de las leyes tuviese un majestuoso pórtico digno de su objeto, de cuya realización se encargó el notable arquitecto don José María Gutiérrez, quien estaba ya nombrado catedrático del Instituto.

            La idea del señor Sánchez se llevó a cabo, aunque con posterioridad a su muerte, habiendo edificado un hermoso salón, que más tarde fue destruido por uno de los partidos políticos, y el magnífico pórtico que admiramos.

            Los gobiernos impuestos a los pueblos, los despóticos y onerosos, cuidan algunas veces con exclusión de las mejoras materiales para acallar los clamores de censura que en su contra se levantan, logrando así desviar la opinión pública, porque las mejoras materiales todos la ven, mientras que las necesidades políticas y sociales de las naciones son pocos los que las comprenden.

            La primera administración constitucional de Jalisco atendía a las necesidades morales sin desatender por eso ni las vías de comunicación, ni el engrandecimiento material de la capital; y necesitando crearlo todo, establecer un gobierno enteramente nuevo e instituciones hasta entonces desconocidas, tareas todas que ocupaban por completo su atención, no por eso se olvidó de las mejoras materiales, pues a pesar de su corta duración de menos de dos años, a esa administración celosa y vigilante se debe al pórtico más hermoso de esta capital.

            Sólo el vivo sentimiento del patriotismo podía sostener en aquel grande hombre la constancia en sus proyectos de mejoras y la asiduidad en sus interminables trabajos, y sólo también un corazón tan noble como el suyo podía abrigar tan generosos sentimientos y poner en práctica tan variadas concepciones.

Pero a fe que no era poco el amor a la patria de aquel ciudadano, que por su gran talento la amaba con el sentimiento de la justicia y de sus propios intereses. Sánchez perteneció siempre al partido liberal, el cual en esa época sintiendo aún los males de la dominación colonial, declaró injusta e inconveniente guerra a los súbditos de nuestra antigua metrópoli; guerra que acabó con el decreto de expulsión de los españoles, el cual, al arrebatarle a México brazos laboriosos y fuertes capitales, engrandeció puertos extranjeros en donde aquellos se refugiaron, y cuyo decreto es más insostenible aun que el de Felipe iii por el que expulsó a los moriscos.

Y por más que ese odio injusto era entonces general, y a pesar de pertenecer el señor Sánchez al partido exaltado, nunca se hizo cómplice de semejantes demasías, sino que lejos de eso las censuró siempre, exhortando a todos a la reconciliación.

            Estas verdades están comprobadas por la alocución que dirigió al pueblo el 30 de noviembre de 1825, con motivo de la toma de San Juan de Ulúa, último baluarte de la dominación española en México, en cuya proclama después de manifestar el amor patrio que ardía en su pecho, invitaba a mejicanos y españoles a la unión y a la concordia, expresándose en términos ventajosos y justos de nuestros antiguos colonos. Era tolerante por principios y por carácter.

            Por desgracia, esa actividad incesante y un imprevisto accidente le ocasionaron la muerte cuando apenas contaba cuarenta y tres años de edad, y cuando aún no se cumplían dos desde que empuñara las riendas del gobierno.

            Un padrastro en un dedo de la mano derecha le produjo un uñero, éste se inflamó y le invadió todo el dedo; después vino el cáncer, que pronto se extendió por el brazo y llegó a dañar la sangre, produciéndole la muerte.

            Veinticuatro días duró enfermo; pero no obstante los agudos dolores que le atormentaban, siguió asistiendo al despacho de los negocios hasta el 27 de diciembre. El 29 otorgó su testamento ante el escribano don Tomás Sandi, habiendo mandado que se hiciese su entierro en el cementerio de Belén, al pie de un frondoso huamúchil y sin pompa alguna; y el día 30 de diciembre de 1826, a las ocho y media de la noche, entregó su alma a Dios, muriendo con los sacramentos de la religión católica que sinceramente profesaba.

            Muerte tan violenta fue atribuida por sus enemigos a un castigo del cielo por haber destinado la antigua iglesia de los jesuitas a salón del Congreso, mientras que sus partidarios creyeron ver en ella el resultado de un envenenamiento. Pero más bien me parece que de la naturaleza vino este triste suceso, sin que sea necesario atribuirlo ni a un milagro ni a un crimen, pues ni se descubrió nunca la huella del delito, ni se ha sostenido jamás que el señor Clemente xiv o el rey Carlos iii debieran su muerte a la ira de Dios.

            Al siguiente día, 31 de diciembre, se verificó el entierro en el lugar que había designado y con la mayor pompa, pues la espontaneidad del pueblo no podía ser contrariada.

            Más tarde, cuando se hicieron los inventarios de sus bienes, se encontró que el valor de los que tenía en Guadalajara, inclusive sus libros y su ropa, apenas llegó a 2,449 pesos, y los que poseía en Compostela se estimaron en 3,744, sumando por todo seis mil ciento noventa y tres pesos. Siempre fue proverbial la honradez del señor Sánchez.

            Grande fue el sentimiento que la noticia de su muerte produjo no sólo en Guadalajara, sino en la república entera. En las ciudades principales se tributaron honras fúnebres a su memoria. El Ayuntamiento de México manifestó su sentimiento de una manera solemne y declaró que al señor Sánchez se había debido principalmente el establecimiento de la república; la sociedad de Zacatecas celebró una sesión presidida por el señor gobernador, en la cual se pronunciaron oraciones fúnebres en elogio del ilustre jalisciense; la sociedad patriótica de Aguascalientes igualmente dedicó una sesión pública para honrar su memoria, habiendo pronunciado la oración fúnebre el célebre patricio y orador don Luis de la Rosa; y, en fin, la prensa de todo el país dio testimonio del sentimiento general.

El 30 de abril de 1827 expidió el Congreso del Estado un decreto, ordenando se hicieran al primer gobernador honras fúnebres como antes se habían hecho a los reyes de España; que se colocara en el salón de sesiones el retrato de tan esclarecido ciudadano, con una inscripción que dijese ‘Patriae patri, y que vistieran luto por nueve días todos los empleados.

            En tal virtud, se hicieron solemnísimas honras en la iglesia de la Merced en los días 6 y 7 de septiembre del expresado año; también en Tepic, en Sayula y en otras ciudades se hizo lo mismo.

            Su cuerpo permaneció sepultado en Belén, en aquella humildísima tumba que él mismo escogiera empeñosamente, hasta el mes de marzo de 1828, pues habiéndose decretado la traslación de sus restos a la capilla de palacio, donde se iba a erigir un monumento conmemorativo, se exhumó su cadáver el día 12 de dicho mes, ante el alcalde primero constitucional y en presencia de los testigos don Tiburcio Huerta y don José María Montero, don Francisco Moreno y don Antonio Ganza, que habían sido los mismos que lo sepultaron en 31 de diciembre de 1826. El cuerpo se encontró perfectamente bien conservado, aunque enjuto.

            A las cuatro y media de la tarde, salió del cementerio la gran comitiva que conducía tan respetables despojos, los cuales estaban puestos en una caja de plomo guardada en otra de cedro, colocadas ambas en una urna de madera tallada, de color bronceado, la cual era llevada en un carro construido al efecto forrado de bayeta negra, con grandes crespones y orlas doradas; en una onda del frente se leía esta inscripción: ‘La virtud fue su guía’; en el centro de una guirnalda de oro y de laurel, que iba al frente, estaba escrito: ‘Honor fue su riqueza’; y en otra, colocada detrás: ‘La gloria siguió siempre sus pasos’. En el centro del carro y sobre un hermoso pedestal, iba la urna que en ambos frentes tenía unas lápidas de mármol con estos epitafios:

 

Sánchez, héroe y filósofo, aquí yace:

murió tranquilo, pues vivió virtuoso.

Respetad en silencio su reposo.

 

Sánchez no existe ya; mas en el mundo

dejará de ser grata su memoria

cuando no haya virtud, honor ni gloria.

           

De los cuatro ángulos de la urna pendían gruesos cordones negros de seda, que llevaban el gobernador, el presidente del Congreso, el del Tribunal [de Justicia] y el jefe de las armas federales.

            En dos de los ángulos del pedestal iban en actitud de sentimiento el genio de la libertad y la diosa Minerva; por delante estaba puesta la América llorando. En los dos extremos delanteros del carro se ostentaban dos grandes pebeteros que exhalaban perfumes, y en su rededor se veían innumerables hachas de cera encendidas; tiraban de este carro seis preciosos caballos negros cubiertos de crespón, conducidos por seis palafreneros.

            Toda la fachada del hospital y del panteón de Belén estaba fúnebremente decorada; sobre el cornisamento se colocó una urna sepulcral y sobre ésta una pirámide de quince pies de elevación con el busto de Prisciliano Sánchez, teniendo a los lados figuras alegóricas, desde cuya altura bajaban hasta el suelo cortinas negras recogidas con lazos de laurel. En los espacios de ese pabellón se veían siete lápidas de mármol con inscripciones:

 

1.    Como sabio y justo le colocó la madre patria en la primera Legislatura nacional, y en la constituyente del Estado.

2.    Lleno de un sagrado entusiasmo por su adorada patria, fue el padre de la Federación.

3.    Gobernador del Estado donde tuvo su cuna la libertad, supo sacrificarse por elevarlo al templo de la gloria.

4.    Hijo predilecto de Minerva y amante de la juventud, se declaró su padre y sostén, estableciendo el Instituto.

5.    Su alma sublime no podía sufrir la sujeción de las ideas y por lo mismo defendió la libertad de imprenta.

6.    Mejoró y reformó el hospital de San Miguel, demostrando que el amor a la humanidad era la primera de sus virtudes.

7.    A par de sabio era firme y resuelto, supo sostener los derechos del Estado en el establecimiento de la exclusiva.

 

Allí misma, ante una numerosa concurrencia, el señor don Pedro Támes, notable médico de Guadalajara y más tarde gobernador de Jalisco, pronunció un bien escrito discurso, después de lo cual la comitiva se puso en movimiento hacia palacio, donde volvieron a pronunciarse composiciones literarias, concluyendo el acto con colocar la urna mortuoria en un sencillo monumento.

Esos fueron los honores póstumos con que dos años después de la muerte del ilustre Prisciliano, la sociedad de Guadalajara tributó en recuerdo suyo; pero en el año de 1834, en que triunfó en Jalisco el Plan de Cuernavaca, se verificó una terrible reacción.

El hombre que había sido justo, tolerante, humilde sin bajeza, religioso sin hipocresía y honrado sin fingimiento, fue calumniado atrozmente.

A él, que jamás negó el dogma de la Iglesia, que dio siempre culto a Dios y que murió cristianamente, haciendo en su testamento una sincera profesión de fe, ¡se le acusaba de hereje y de impío!

El día 12 de agosto de 1834, cuando entraba a tomar posesión del gobierno del señor don José Antonio Romero, unos cuantos amotinados penetraron tras de él al salón de sesiones del Congreso, donde en medio de los más groseros insultos, hicieron pedazos el retrato del señor Sánchez, y aún no satisfechas sus mezquinas pasiones pidieron que su cadáver se arrojara del palacio. Por fortuna, poco antes el señor Romero había ordenado a un antiguo y leal servidor de aquel ilustre ciudadano, llamado don Cornelio Peña, que extrajese el cadáver de la capilla y lo ocultara. Así se hizo, y momentos después la turba multa demolía el monumento sepulcral que allí fuera levantado, pidiendo que sus restos se tiraran a la presa.

Así también fueron profanadas las cenizas de los comuneros de Castilla, que después de defender sus fueros liberales en Villalar sufrieron el suplicio; porque los enemigos de la libertad siendo impotentes para destruirla, pues es impalpable y existe en todas partes como el aire, ¡se ensañan contra todo lo que la hace sensible!

El señor don Cornelio Peña, ayudado de su hijo el señor don José María, y del sereno don Ignacio Sandoval, sacaron de la urna en que yacían los restos respetables, los pusieron en un cajón corriente y los escondieron hasta que pasó el tumulto. El día 15 los enterraron otra vez en Belén, sin que nadie supiese el hecho ni el lugar, aunque poniendo allí un distintivo; el gobierno quería que aquel cadáver se perdiera para siempre a sus partidarios y a sus admiradores.

Allí estuvo enterrado aquel despojo de la muerte, ignorándose hasta tal punto su paradero que aun corrió la especie de que se había abandonado insepulto en uno de los potreros de la presa. La magnífica urna estuvo destinada por muchos años a pesebre de los caballos de la guardia del palacio.

Vergonzoso fue aquel motín que bien pudo reprimirse y que sólo tuvo por objeto el profanar una tumba. Con razón censuraba este hecho duramente el señor Tornel y decía: “La filosofía y la religión condenarán perpetuamente que se turbe la silenciosa paz de los sepulcros, porque los restos del hombre que murió pertenecen a la tierra, la calificación de sus acciones a la posteridad y su juicio a Dios”.

En septiembre de 1846, una comisión del Ayuntamiento de esta capital se presentó al señor gobernador interino don Juan N. Cumplido pidiéndole que antes de que se perdiera la memoria del sitio donde estaba ocultamente sepultado el señor Sánchez, y para trasladarlo al lugar designado por la ley, mandara levantar una minuciosa información judicial. A tan justa solicitud accedió el gobernador, encontrándose su sepulcro donde dijeron que estaba los mismos que lo habían enterrado, y como el reverendo padre doctor don fray Isidro Gazcón, comendador de la Merced, ofreciera en ese convento asilo a los restos de aquel íntegro gobernante, se verificó la nueva exhumación el día 17 de octubre de 1846 sin aparato alguno y sin que se supiese, por temor de otra profanación. Un año estuvieron depositadas las cenizas en la capilla de Belén, hasta que el día 27 de noviembre de 1847, a las seis de la tarde, fueron trasladadas en un coche por los señores jefe político don Ignacio Salcedo Morelos, don Juan José Támes, don Ignacio Aguirre y el licenciado don Francisco Arroyo, a dicho convento de la Merced, donde después de una ceremonia religiosa se guardaron en una bóveda que se cerró al instante.

Tal es la historia del excelentísimo gobernador don Prisciliano Sánchez, cuya historia es también la del engrandecimiento de Jalisco, que debido a sus heroicos esfuerzos se colocó como el primero en la federación mexicana. Su temprana muerte no fue una pérdida local, sino que la nación entera sufrió sus consecuencias. La federación, resultado en parte de sus trabajos incesantes, a los pocos años de su fallecimiento cayó en el desconcierto; con algunas excepciones, los hombres menos capaces se encargaron de la administración, y no pudo resistir a los ataques de los centralistas que redoblaban sus esfuerzos mientras más débil se mostraba el partido federalista, concluyendo por derrocar esta forma de gobierno y dando con esto pretexto para que se perdiera la extensa provincia de Texas.

La caída de la federación no se debió a la opinión del país, que nunca la rechazó, ni a que fuera inadecuada, sino a circunstancias extrañas y accidentales, entre las que se debe contarse la de haber encomendado su establecimiento y sostén al general Santa Anna, el más incapaz de comprenderla.

El elemento colonial había ejercido en el país un extraordinario predominio para que en un momento quedara suprimido, y el carácter peculiar de la guerra de Independencia había hecho que los hombres públicos no se ejercitaran en las cuestiones prácticas del gobierno.

Más bien a esas y a otras causas debe atribuirse la caída de la federación y las posteriores revoluciones políticas, pues como decía muy bien el señor Samper hace veinte años:

 

No vacilamos en afirmar que la situación política y social de México ha sido la más deplorable de Hispanoamérica, no obstante que las demás repúblicas han pasado también por numerosas revueltas y catástrofes. Pero las cosas de México no se parecen a las de ningún otro pueblo americano: allí ha habido algo peor que insurrecciones, traiciones, miserias y catástrofes. Ese algo es la descomposición social, la putrefacción de ciertas clases y de los gobiernos…

 

Y cuando se desató ese funesto torbellino, ya no encontró en su puesto al señor Sánchez, que habría hecho mucho en favor de los buenos principios.

            El gobierno del estado, con el fin de tributar un nuevo homenaje a su memoria, expidió en 25 de junio de 1861 una circular recordando sus eminentes servicios, mandando que su retrato se pusiera en las principales oficinas, “a fin, decía, de que conservándose ese retrato, la presente generación agradecida a los servicios del patriarca de la libertad en Jalisco, tenga siempre ante la vista para imitarlo, el más acabado modelo de toda suerte de virtudes cívicas”.

            El excelentísimo señor Sánchez vivió siempre con la mayor modestia y, como he dicho ya, encargó que su sepulcro fuese humilde; el sentimiento popular hizo entonces imposible su mandato, pero un triste destino vino a realizarlo después: hoy en el lugar donde descansan sus cenizas no se ve ni un monumento, ni una cruz, ni una inscripción siquiera. Su recuerdo es no obstante imperecedero, y el estado guarda su nombre entre los de los genios que sólo han vivido para procurar su bienestar.



[1] Abogado, político e historiador tapatío (1857–1914, se formó a partir de 1871 en el Seminario Conciliar de Guadalajara y de 1873 en el Liceo de Varones. Abogado desde 1877, fue secretario síndico del Ayuntamiento local, secretario del Liceo, magistrado del Supremo Tribunal de Justicia del Estado de Jalisco. Se ocupó de la docencia y dio a la luz un Compendio de Historia de México desde sus primeros tiempos hasta la caída del Segundo Imperio (1883), una Historia de Jalisco y la Biografía del Exmo. Sr. Don Prisciliano Sánchez, Primer Gobernador Constitucional del Estado de Jalisco (1881).

[2] Biografía del Exmo. Sr. Don Prisciliano Sánchez, Primer Gobernador Constitucional del Estado de Jalisco, Guadalajara, Tip. De Banda, 1881.



Aviso de privacidad | Condiciones Generales
Tels. 33 3614-5504, 33 3055-8000 Fax: 33 3658-2300
© 2024 Arquidiócesis de Guadalajara / Todos los derechos reservados.
Alfredo R. Plascencia 995, Chapultepec Country, C.P. 44620 Guadalajara, Jalisco