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 “Bajo este cielo limpio y duro…”

Jesús Rodríguez Gurrola[1]

 

En 1988 vio la luz uno de los más de medio centenar de títulos

que publicó el más fecundo escritor salido de las aulas del plantel levítico tapatío y,

tal vez, el más paradigmático de todos, por ese rango que le confirió a su autor

la categoría de custodio fiel del lenguaje popular

del Norte de Jalisco y del Sur de Zacatecas.

A la vuelta de 35 años de ello, se analiza ese contenido.[2]

 

 

 

 

Luis Sandoval Godoy, transcriptor más que paciente del testimonio que estos párrafos devela, nació en El Teul, municipio del Sur de Zacatecas, en el año de 1927. Es hijo de las por ese tiempo escondidas y lejanas tierras del noroccidente de México: Un rincón de la Suave Patria, como él mismo tituló una de sus obras. Y bajo tal marca de agua dio a la luz, entre muchos otros textos, uno que, entre el ensayo y la investigación, usa como fuente los recuerdos que pasó a letra de molde de un memorioso vecino de Villa Guerrero, Jalisco, Agustín Valdés de cuerpo entero, que deja plasmado todo un muestrario de conocimientos acerca del lenguaje y de la realidad de los pueblos del Norte de Jalisco y el Sur de Zacatecas.

En él recoge los recuerdos que, al cabo de no poco tiempo, puso por escrito un testigo del carácter y la forma de ser de un puñado de gentes que vivieron al margen de la arrogancia y altivez de las grandes ciudades, pero sin mengua de una capacidad total para trasmitirnos con la sencillez y espontaneidad de los hombres y mujeres que a pie firme resisten la inclemencia y la apatía de los grupos sociales que se tienen por más venturosos.

 

Nada sino las palpitaciones de la naturaleza. Y sus flores y luego sus frutos. Eso es lo único que alienta el vivir diario, el cansado vivir, y tanto, que la muerte, el lloro de las campanas cuando tocan por algún finado, representa un alivio. Encierra ese toque un descanso, sobre el cansado, asfixiante vivir de un pueblo de estas latitudes.[3]

 

La estampa que Agustín Valdés, gracias a Luis Sandoval Godoy, nos comparte de su incluso melancólica vida, ya muy anciano y achacoso, consta de los diversos capítulos de un relato donde se entrecruzan los recuerdos y las peripecias de una vida

 

que se desliza aquí por una llanada igual […] que entra en un callejón que parece que termina en la eternidad. […] Nada, sino los cambios de la estación. Las nubes de junio y las primeras tormentas. El tiempo de la siembra. El gozo de los milpares que resplandecen en gallardete de esperanza.

 

Es la prosa cruda de Agustín Valdés de cuerpo entero retocada con el más pulcro aliño por Sandoval Godoy, las memorias que a ruegos del escritor le permiten al escribano volver sobre las pisadas de su vida desde recuerdos hasta levantar otra vez el polvo de caminos, cañadas, rancherías y pueblos, y gracias a ello mostrarnos el diario acontecer de las gentes de esa región, ver de cerca el desarrollo de sus fiestas, de sus pesares por la muerte de los allegados, de las alegrías que brotan en medio de la escasez y carencias de todo tipo, de la pobreza, en fin.

Agustín Valdés ha nacido en el rancho de Acaspol, en el municipio de Totatiche, en el Norte de Jalisco, así dice el relato; para llevarnos después a recorrer los escabrosos caminos de la región, en el tiempo del relato aún sin más fronteras que la lejanía que se pierde en un horizonte sin orillas.

Gracias a la mano del avezado escritor, Agustín Valdés nos participa el habla de los pobladores de la zona, con sus giros lingüísticos y sus anacronismos, tomados del castellano medieval, al igual que se usó en los tiempos de la Nueva Galicia en San Luis de Colotlán.

 

Pero de Patagua y demás rancherías, caídas allá por la barranca. […] Y salían al llano a travesiar, a lazar toros. […] Se los entresacaban con un cincel en la misma piedra; malhechitos. […] Entre los rodellazos y rodellitos se pasaban los meses de enero; bodas y corridas de yeguas. […] y en poco rato empezó a llover macicito. […] Nomás menoraba a ratos. […] Lo pajueleaba con la onda y lo amagaba para que no fuera a chismear. […] Lo reté y aceptó el duelo y calamos las canillas. […] Andaban unos ocho o diez refolufios. […] Se paseaba en medio de las filas en un caballo güinduri. […] Al lado oriente había trigo ya popoteando. […] Cayó el capitán contoy caballo. […] Oí unos balazos, muchitos, por la Santa Cruz. […] Bien encuerpada, enpiernada […] y muy amistosa con la gente. […] Nos decía: ándinles ya no tarda en llegar su padre. […] Juntamos mucho cañejote e hicimos una lumbrada.

 

Los recuerdos de Agustín Valdés de cuerpo entero, ofrecen al escritor, hemos demostrado, la ocasión para acercarnos al uso del lenguaje hablado o habla, a las formas, usos y costumbres de los pobladores del Norte de Jalisco y Sur de Zacatecas…

En el análisis que acerca de esto hace Manuel Alvar en su estudio Lengua y habla en las novelas de Manuel Delibes, se pueden apreciar observaciones en las que encajan los recursos con los que Sandoval Godoy aliñó los manuscritos de su testigo:

 

casi siempre el uso de la lengua intenta crear un clima real, así el vocabulario dialectal, que aflora […] más en las gentes populares o rurales que en las burguesas; o en una lengua conversacional que trata de colocarnos en el ambiente de los hablantes, o el metalenguaje.

 

En este caso Sandoval Godoy también posee el pulso de la lengua, y, por eso, es dueño de una multitud de registros que hacen ser a sus criaturas seres vivos e identificados con la realidad en que habitan. La intención de Sandoval Godoy no es la de intentar destruir el lenguaje literario, es por el contrario una experiencia del lenguaje novelero, en el que con la misma lengua que se habla se construye un universo de formas y figuras que viven en el seno del habla coloquial, dándole al relato una frescura pocas veces vista en el medio intelectual.

 

Por encima de todo, y de todos, está el lenguaje como instrumento, esa convención que nos viene impuesta y gracias a la cual podemos entendernos. Pretender destruir el lenguaje es pretender destruir nuestras posibilidades de comunicación, abandonarnos al caos, que sería lo más opuesto a lo que el novelista intenta hacer.

Para todos escribe el narrador por más que su pretensión inicial no tenga en consideración tantos y sutiles hechos para los que su obra resulta tener validez. No cabe destrucción del lenguaje, sino engrandecimiento […] y articulación al igual que total integración.

 

Los conceptos vertidos al estudio de la prosa de Miguel Delibes acerca del habla y el narrador en la anterior cita, son el resumen de la semántica francesa moderna, entre cuyos estudiosos se pueden destacar a Roland Barthes y a Ferdinand de Saussure. Igualmente, al destacar al lenguaje como un hecho colectivo, hace referencia implícita a Lucien Goldmann, quien ha establecido en sus teorías que el lenguaje se origina en los diversos sujetos colectivos que integran los grupos sociales, donde se generan estructuras lingüísticas cuyas significaciones determinan no sólo la procedencia del escritor, sino que nos conducen a una explicación de la realidad donde se generan.

El lenguaje como instrumento lo recibimos, pero lo usamos personalmente:

 

[a] esto, desde los días de Vossler, se le llama estilo. Y en este caso concreto el autor tiene el suyo propio y trata de tener –hemos dicho que crea seres vivos– el de cada uno de sus entes de ficción, como, con palabras distintas de las mías, señaló Francisco Umbral.

 

En consecuencia, como afirmaba el conde de Buffon, “Le style c’est l’homme même” (El estilo es el hombre mismo). Es lo que somos, es la forma de expresar nuestra individualidad en cuanto seres que vivimos en una sociedad determinada.

Luis Sandoval Godoy saca del ostracismo a Agustín Valdés y lo eleva al rango de personaje en faenas tan cotidianas como las labores propias del campo o tan particulares como ciertas formas de diversión y costumbres; nos acerca también a las tragedias, la lucha cristera, las carreras de caballos, los rodeos; de su pluma conocemos el largo proceso del noviazgo, en el cual quedan de manifiesto costumbres tan arcaicas como humillantes, que obviamente dejaban en los jóvenes varones y mujeres, en general, profundas huellas en sus sentimientos, que al final les eran difícil de borrar del todo.

El pacto del compadrazgo –religioso y de amistad–, génesis de familiaridad que se trasladaban a todos los actos de la vida, se describe con maestría en su pluma. También quedan al descubierto el goce de las fiestas, tanto paganas como religiosas, las riñas suscitadas al calor del alcohol en su forma más primaria, y por lo mismo cubierta de un estoicismo, a su vez mezcla de una especie de resignación cristiana:

 

No faltaban las borracheras en la tarde de los domingos. Y para el lado poniente lo más pesado del escándalo; los del rancho de Patagua con los de Tlacuitapa, pasaban temprano al pueblo. Eso ya fue después de la villada, cuando ya había misa en el pueblo; regresaban en la tarde para sus ranchos, unos a pie con piedras en la mano, otros con el machete o con la soga, otros a caballo y listos a lo que se ofreciera. Se trataba de que unos y otros se traían idea, y con eso del vino, se les avivaba el coraje, y andaban de ese modo cuidándose, como alertas por si alguno atacaba al otro. Y de repente brotaban unos escándalos que acababan en pleito y a veces en asesinatos. Eso era casi cada ocho días.

 

Al respecto Octavio Paz explica en sus obras este fenómeno de las fiestas en el entorno mexicano:

 

El solitario mexicano ama las fiestas y las reuniones públicas. Todo es ocasión para reunirse. Cualquier pretexto es bueno para interrumpir la marcha del tiempo y celebrar con festejos y ceremonias hombres y acontecimientos.

 

nuestro calendario está poblado de fiestas. Ciertos días, lo mismo en los lugarejos más apartados que en las grandes ciudades, el país entero reza, grita, come, se emborracha y mata en honor de la Virgen de Guadalupe o del general Zaragoza.

 

Durante esos días el silencioso mexicano silba, grita, canta, arroja petardos, descarga su pistola en el aire. Descarga su alma. Y su grito, como los cohetes que tanto nos gustan […] Esa noche los amigos, que durante meses no pronunciaron más palabras que las prescritas por la indispensable cortesía, se emborrachan juntos, se hacen confidencias, lloran las mismas penas, se descubren hermanos y a veces, para probarse, se matan entre sí.

 

Por otra parte Agustín Valdés… nos lleva al seno de los festejos, a los bailes, única forma de acercarse a las damas, con sus rituales y sus códigos de comportamiento, envueltos todos ellos en el sincretismo cultural de pueblos recios, pero a la vez llenos de un profundo sentido de lo humano; el uso de su habla, sinónimo de un retraso cultural visible a simple vista, pero entendido de igual forma como un caudal inapreciable de vocablos y formas lingüísticas que encierran una riqueza viva del lenguaje hablado por otras generaciones, y que en alguna forma pervive en los habitantes de la tercera edad de esos pueblos y en algunos jóvenes, sobre todo en los pobladores de comunidades de la sierra.

La lengua es un vehículo de comunicación con los lectores afirma, asimismo Miguel Delibes, y además

 

es la transmisión del alma de los personajes que inventa. […] Su hallazgo «escribo como hablo» es lo que hace –lo diría Unamuno– que sus libros hablen como hombres, porque son hombres de carne y hueso las criaturas que han nacido.

[…]

Necesitamos aclarar o matizar: el novelista distingue entre rural (o habla de campesinos, cazadores, rateros, pescadores y admira en ellos «la propiedad con que definen sus problemas o la topografía que les circunda») y popular (o habla urbana de carácter barriobajero). Pero entre ambos registros hay otro, el coloquial de las ciudades, tan distanciado de la vulgaridad como del arcaísmo conservador. Algo que puede ser un proceso de integración lingüística, del mismo modo que en la urbe se cumple otro proceso de integración social, porque el lenguaje urbano es «expresión de unos comportamientos que son opuestos a los rurales y que hacen hablar a la vida de la ciudad de una manera específica»; frente al estatismo de la sociedad rural, que se caracteriza lingüísticamente por la limitación de intereses, el ciudadano «participa en muchas representaciones simultáneas y es miembro de una serie de estratos» Qué duda cabe – y no es juicio mío, sino de Fray Luis de León– que en el campo vive el mejor hablar. Por más ajustado, por más preciso, para transmitir una realidad por ahí está, sin ambigüedades.

 

A través de su relato, Agustín Valdés nos acerca a la forma de entender los rituales de la religión, la católica, no otra, pues por esos pueblos no pertenecer al catolicismo significa ser rechazado del resto de la comunidad, a no poder ingresar al seno de otras familias, a no tener amigos, ni mucho menos compadres, aunque también existen comunidades con espíritu demasiado liberal. Eso explica la reacción de los grupos de “rurales”, guerrilleros generados en la misma localidad que se levantaron en armas contra los ejércitos “cristeros”:

 

Había por esta región mucha gente rezandera –Así dice el relato–. Este pueblo ha sido muy católico, a pesar de estar tan lejos; pero de un modo que raya en lo ignorante, en lo supersticioso.

 

La misma geografía y la distancia eran en cierta forma los causantes de ese fenómeno social:

 

En cuanto a ir al templo a rezar, eso estaba muy difícil. Habría sido cuestión de ir hasta Totatiche, y de aquí hasta ese pueblo, el más próximo aquí, donde había iglesia, hacía uno cuatro horas a caballo. […] No faltaría alguna persona que quisiera ir a misa, […] una docena de gentes, sí acaso. Y quién sabe.

 

Lances de la vida que a ratos se antojan sacados de cuentos de fantasía o aventuras de los guiones fílmicos del wéstern americano, en donde los personajes forman parte de una especie de conglomerado mágico, donde la vida y la muerte se conjugan en la resignación, hundidos en la soledad, y por ende en el retraso de la vida rupestre, pero ilusionados también por los pequeños detalles de alegría que les proporcionaban sus toscas costumbres y con ello sus tradiciones. Así, en la memoria de Valdés, se vivía en El Salitre de Guadalupe –hoy Villa Guerrero–, lugar donde se ubican la mayoría de los relatos de esta obra:

 

En cuanto a diversiones, todo el mes de enero y parte de febrero se pasaban las gentes en rodeos y bodas; esto hasta que llegaba el miércoles de ceniza, con los días que decían antes de las carnestolendas.

 

Agustín Valdés, refiere el relato, la pasó en ese medio, alternando su existencia entre la peligrosidad de sus diversiones y lo arduo del trabajo agrícola:

 

En todos los rodeos curros o de categoría, después de elegir guapas muchachas y llevarlas al palco; ah, pero antes procuraban poner una cobija cubriendo la escalera, para que las muchachas subieran al palco, eso era para que las personas que estaban abajo, no se dieran cuenta si traían calzones o no. […] Al charro acomedido, le bajaban la música y lo paseaban por el corredero; a veces repicaban las pistolas y las botellas de vino.

 

Al parecer eran interminables los días festivos, porque en cualquier tiempo aparecían, según el relato, formas de encontrar alegría:

 

También hubo en aquellos tiempos ‘corridas de lobos’. Porque resultó una epidemia de lobos, y el gobierno ordenó a la gente, en ciertos días, saliera de su casa, al oscurecer, hasta la cumbre, a orillas del cerro, para tender una emboscada a los lobos. […] Nunca agarraron un lobo; puros coyotes.

 

En la vida de esos pueblos priva aún el machismo, un sentimiento que no permite el pleno desarrollo de la mujer en la sociedad; miles de mujeres viven solteras toda su edad, escoltadas por la mirada condenatoria de sus padres y de sus hermanos. Hoy en la actualidad, con el arribo de la Universidad de Guadalajara y la apertura de diversos caminos y carreteras, muchas de esas costumbres han comenzado un nuevo ciclo, una nueva vida más tolerante a esos tabúes imperantes en todo el territorio del Norte de Jalisco:

 

La cuestión de los noviazgos fue una cuestión muy dura en los tiempos de antes; pues no había oportunidades para la juventud, ni serenatas, ni fiestas, ni reuniones donde pudiera tratarse con libertad. […] Las mamás andaban listas y traían a las hijas de las pretinas. Las mandaban al pozo a acarrear agua, y siempre iba algún chico con la hermana. […] Si el novio quería comunicarse con aquella muchacha no tenía otro modo de hacerlo que escribiéndole; pero resulta que ni los muchachos sabían escribir, ni ellas leer.

 

Gracias al testimonio de Agustín Valdés sabemos, por ejemplo, de las dificultades que hoy se antojan insuperables por las que pasaban los jóvenes en la edad casadera y deseosos de contraer nupcias: “Ah, y luego el calvario para el asunto del matrimonio, comenzando desde la ceremonia de pedir a la novia”. Toda la secuencia de estos momentos es relatada en la obra con una fidelidad que permite reproducir aquellos días tan difíciles que vivió la juventud en esos rumbos. El texto es igualmente un relicario que recoge en imágenes retazos de tabúes, de experiencias vividas en una realidad que se vivió en todo el país. Igualmente, Agustín Valdés describe tanto los años de abundancia como los terribles días en que azotó la peste a los pobladores de esta región:

 

De aquellos tiempos de mi niñez, al lado de los recuerdos agradables, tengo también recuerdo de las calamidades que ese tiempo vivimos aquí. […] Ya dije de ese año de 1916 que fue el hambre más terrible que yo he visto en mi vida. En 1915 había sido un año seco en que se cosechó muy poco; y después de la revolución de Madero, siguió la friega de los villistas de los cuales quedaron por aquí gavillas de bandidos, así que en 1916 la pobre gente no podía traer maíz de otras partes, porque los robaban. Muchos volvían sin burros y sin dinero.

 

Gracias a su narrador, Luis Sandoval Godoy pudo plasmar emociones íntimas en su libro merced a un relato que alcanza las agudas notas del lenguaje dolorido de un hombre que fue testigo de calamidades que sólo la suerte les permitió sortear a unos cuantos, como para que fueran portavoces del padecimiento de tanta gente que murió en aras de ese desastre:

 

Entonces nos asoló el hambre. Ya viví yo esa calamidad. Toda la gente débil, hasta medio hinchada de la cara, pues la alimentación eran verdolagas y quelites; a veces sin tortillas. […] Llegó 1918. […] Apenas se reponía del año del hambre y vino una espantosa epidemia de tifo. […] Eso nos pasó acá; a golpes creció mi vida. A puros golpes que sufrió el pueblo, las familias, toda la gente, a fuerza de golpes, empezamos a tomar el camino de lo que es Villa Guerrero.

 

Agustín Valdez ha encontrado una saliente en su vida de labriego y ganadero: la euforia de la revolución industrial en el vecino país del norte, ha llegado al Norte de Jalisco y a todos los pueblos circunvecinos. Se emprende una nueva fase en la vida del personaje. Agustín Valdés se encuentra de pronto haciendo las mismas labores que en su pueblo natal, pero ahora lo hace en el territorio de los Estados Unidos, como tantos otros que encontraron en esas tierras una nueva oportunidad para vivir. El texto se adapta a un nuevo lenguaje, los signos contaminados por el sentimiento de progreso añaden un nuevo significado a sus intenciones de comunicar lo que está viviendo en esta fase del relato. La vida en los Estados Unidos le trae aparejada una nueva visión de su realidad, la visión de mundo, de una sociedad ajena a la pobreza extrema en que se desenvolvieron sus primeros años, en la juventud y en parte de su edad adulta, las penurias de aquellos años las troca por una idea de abundancia, o abundancia a medias, que adquiere en el nuevo medio social donde está viviendo.

El lenguaje manejado por nuestro autor en este momento narrativo, refleja el cambio de mentalidad en su personaje con el arribo a otras tierras. Sin embargo, el relato lejos de parecer distinto se acentúa en sus orígenes, no se pierde la frescura de los primeros renglones, el lenguaje hablado no se ha retraído con el cambio sustancial de estatus. El personaje, ahora solvente, sabe expresar su nuevo perfil social, pero es consciente también que poco o nada ha cambiado. Su solvencia económica ha alejado Agustín Valdés de los avatares del campo mexicano, y lo coloca en el medio rural de los Estados Unidos. Conoce allá la diferencia de culturas, de trabajos, una apacible vida en los establos de ganado vacuno y porcino, la solidez del dólar, el nacimiento de sus hijos y la sensación de haber cumplido su misión en la tierra, aunque ha abandonado su país, su terruño, y sólo le quede el recuerdo como única moneda de cambio a su nueva forma de vida.

La vejez llega tarde, pero llega. Agustín Valdés y su esposa, envejecidos y enfermos, contemplan sin embargo en su mente, con la paz en el alma, el camino que los llevó a ese destino:

 

Ella ya no ve y yo estoy ciego; tiene placas y yo no tengo dientes; tiene reumas y yo reumatismo; ella está tordilla y yo melado del pelo. […] Creo que ya debo ponerle fin a esta historia. Le pido casi de rodillas, don Luis, que perdone mi relato, […] tomé de él lo que pueda servir y lo demás, échelo a la basura. […] Aquí termino. Mil perdones por alguna falta que le hubiera cometido. Su mal amigo y seguro servidor, sin ribete.



[1] Doctor en Letras Románicas por la Universidad Paul Valery de Montpellier, Francia. Profesor huésped de la Universidad de Varsovia y de la Universidad de Hamburgo, profesor emérito de la Universidad de Guadalajara y columnista durante 28 años del periódico tapatío El Occidental.

[2] Este Boletín agradece al autor su disposición para componer este ensayo.

[3] Todas las citas aquí incluidas se entresacaron del texto a cuya lectura se incita.



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