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El arte de hacer la Primera Comunión

 

 

El 10 de agosto del 2022, en el Sagrario Metropolitano de Guadalajara,

se presentó un libro coordinado por Carlos Martínez Assad y

coeditado por el iteso y la univa, del que aquí se ofrecen datos.

Se trata del primer ejemplo de una coedición institucional

de dos universidades ‘de inspiración cristiana’

en el marco de ‘Guadalajara, capital mundial del libro’.

 

i

Reúnen testimonios en torno a El arte de hacer la Primera Comunión

Teresa Sánchez Vilches[1]

La historia comenzó en algún lugar de México, con un niño que un buen día se dio a la tarea de atesorar, en una cajita, todos los recuerdos que hallaba o recibía en las primeras comuniones. La costumbre de guardar estos objetos hizo que en poco tiempo tuviera una colección vasta y muy peculiar. Su interés sobre el tema creció con él, y ya de adulto, como investigador, se dio cuenta de que si bien este país es muy católico, no existía un documento que detallara a profundidad las capas culturales detrás del ritual de recibir la primera eucaristía.

Ese chico que se convirtió en hombre es Carlos Martínez Assad, coordinador de El arte de hacer la Primera Comunión (Univa / iteso, 2021), libro presentado la tarde del  miércoles 10 de agosto en el Sagrario Metropolitano de Guadalajara.

“La historia de este libro es azarosa, contradictoriamente a lo que podríamos considerar. Teníamos un trabajo y una investigación que hablaba de la cultura católica mexicana y no encontrábamos los cauces para que esta obra pudiera llegar a buen fin”, contó Martínez Assad, quien también agradeció a los que hicieron posible su publicación.

“Pensando en la cultura del catolicismo en México, comencé a ver si de veras eran tan comprensibles algunos de los pasajes que nos enseñan o que respiramos, porque nacemos con ellos. Nacemos con el bautizo y la primera comunión. Dentro de mis investigaciones leí a San Agustín, con quien entendí más cabalmente lo que era el bautizo —que tampoco es algo que como católicos nos preocupe demasiado definir—. Seguí indagando sobre el concepto de la eucaristía y vi que resultaba muy difícil de comprender. ¿Cómo que en el pan nos estamos comiendo el cuerpo de Cristo?”, relató el coordinador de esta publicación conformada por artículos, testimonios, poemas, fotografías, estampas y un cuento.

Para el antropólogo Guillermo de la Peña, además de ser muy bello en muchos sentidos, El arte de hacer la Primera Comunión es un documento etnográfico poco común “no sólo por los textos, sino porque está ilustrado con muchísimas y buenas fotografías e ilustraciones de muchos tipos, pero todas alusiones al ritual de la Primera Comunión. Hay una antología de poemas que, no tanto por su valor literario, pero sí por su valor testimonial, es muy valiosa”. El académico ahondó en el significado específico de este ritual y lo que significa dentro la religión católica.

Alexander Zatyrka, sj, rector del iteso, en voz de Juan Carlos Núñez, secretario de Rectoría, envió un mensaje a los asistentes a la presentación. Para otra de las lectoras, María Palomar Verea, algo que distingue a este libro es el aspecto visual, en específico el diseño que le da gran peso a las imágenes. El presbítero Francisco Ramírez Yáñez, rector de la Univa, abordó el aspecto pastoral de la Primera Comunión y el presbítero Tomás de Híjar, cronista de la Arquidiócesis de Guadalajara moderó el acto y dio lectura al texto de la maestra Palomar.

Además de poemas, fotografías y estampitas memoriales, El arte de hacer la Primera Comunión reúne testimonios de Margo Glantz, Agustín Yáñez, Mónica Lavín, Rosa Beltrán, Rebeca Monroy Nasr, Marco Antonio Campos y Hernán Lara Zavala.

ii

 

Lo ideal y lo realmente experimentado

en el ritual de la primera comunión

 

Guillermo de la Peña Topete[2]

                                                                                                                              

Carlos Martínez Assad (coord.), El arte de hacer la Primera Comunión, Guadalajara: univa / iteso / inah / Fundación Sara Sefchovich / Tomás de Híjar Ornelas / Jesús Verdín Saldaña, 2021, 148 pp., fotos e ilustraciones.

 

Puede a algunas personas parecer extraño que un connotado historiador social (o sociólogo-historiador) como Carlos Martínez Assad coordine un libro dedicado al ritual católico de la primera comunión. Pero tal empeño no parecerá extraño a quienes aprecien la importancia de la historia de las mentalidades, la etnografía de las emociones y el análisis de los rituales para entender la cultura de una época y una colectividad. La primera comunión de que nos habla este libro nos da precisamente una clave para entender el mundo católico del siglo xx, sobre todo en los países latinos y en el México urbano de clase media.

La palabra ritual (o rito) designa una secuencia de acciones públicas y reglamentadas que se repite periódicamente y conlleva una carga simbólica, cuyo significado es compartido y valorado por una colectividad. Su índole puede ser religiosa o laica; los rituales religiosos suelen estar dotados de una fuerza moral mayor, al vincularse al ámbito sagrado; es decir, a un ámbito de creencias incuestionadas. (A veces se prefiere reservar la palabra rito o ritual para las secuencias religiosas, y usar ceremonia para los actos cívicos o meramente sociales). Además, los antropólogos y los científicos sociales distinguen un tipo especial de rituales, que califican como de pasaje, a partir de la obra del etnólogo y folklorista Arnold van Gennep, publicada en 1909. Los ritos de pasaje marcan el traslado de personas o grupos a través de un umbral. Ese umbral puede ser de diversos tipos. Puede referirse al movimiento entre dos espacios, como ocurre en el caso de las migraciones. O al paso de un periodo de tiempo culturalmente significativo a otro; por ejemplo, en el México rural, del final de la estación seca al comienzo de la época de lluvias que es también el comienzo de la siembra. O al tránsito de la niñez a la adolescencia y a la edad adulta. También el umbral puede concernir al cambio de una posición social a otra: de la soltería al estado matrimonial, de ser estudiante a ser trabajador, de ciudadano privado a funcionario público, de pobre a rico, de amigo a consuegro, etc.

En todos los ritos de pasaje se distinguen tres fases: la preliminar o preparatoria, la liminar o de transición propiamente dicha y la post-liminar, cuando el cambio es completo y se han modificado las relaciones sociales de los participantes, entre ellos y entre cada uno de ellos y otras personas. La fase de transición implica una situación de liminalidad, de estar entre una cosa y otra, donde las relaciones y jerarquías previas ya no son vigentes, pero todavía no empiezan a funcionar las nuevas. La conciencia de que “hay algo que debe cambiar” puede representar malestar, incluso conflictos, y una de las funciones del ritual suele ser prevenirlos o disminuirlos, al proveer nuevas formas de cohesión.

Ahora bien: como lo menciona Rebeca Monroy Nast en su capítulo, la administración de cada uno de los sacramentos católicos es de hecho un rito de pasaje. Como tal, puede analizarse la secuencia de acciones que constituye una primera comunión, en la que un niño o niña bautizado en la religión católica, de edad entre siete y doce años, recibe por vez primera el sacramento de la Eucaristía. En las familias católicas, la primera comunión se anuncia y celebra como un acontecimiento de la mayor importancia, tanto en términos religiosos como en términos festivos. El capítulo de Monroy y la introducción de Carlos Martínez Assad proporcionan lo que podríamos considerar la versión oficial –teológica y tradicional-- de la secuencia, cuyo propósito es consolidar la fe con nuevos conocimientos y emociones, así como otorgar al comulgante una nueva identidad en la comunidad de fieles.

La fase de la preparación principia con la catequización de quien va a estrenarse como comulgante, porque tiene edad para ello. Se espera que ya conozca, por enseñanza familiar, las creencias y oraciones fundamentales del catolicismo (padrenuestro, avemaría, signo de la cruz, algunas jaculatorias); pero es necesario que antes de comulgar amplíe y profundice sus conocimientos; debe saber de memoria y entender lo que dicen el Credo, los diez mandamientos de la ley de Dios, los mandamientos de la Iglesia y la lista de los sacramentos. La catequesis puede provenir de la escuela –si es católica--, o de la parroquia, o de un familiar más versado en religión, o de una amiga especialista, o de una monja de un convento que ofrezca el servicio. La segunda fase –la transición—se inicia con la administración del sacramento de la penitencia: la primera confesión. Al realizarla, el comulgante tiene que enfrentarse en solitario, ya sin la protección y guía de su familia o sus instructores, con sus propios pecados –con su capacidad de “hacer el mal”--, y arrepentirse de ellos. Luego, al comulgar, tiene también que asumir conscientemente la enorme responsabilidad de recibir en su propio cuerpo, según la doctrina de la Iglesia, el cuerpo de Cristo. Esta liminalidad --se terminaron las relaciones protectoras previas, pero aún no se conocen las que vendrán—resulta difícil e incluso amenazante; pero, en seguida, el acto de la comunión busca crear una situación de seguridad, mediante varios símbolos dotados de esa función: el color blanco del traje o del listón en el brazo representa la pureza –el estado de gracia-- lograda por la confesión; la vela o el cirio portado por el comulgante, la luz de la fe y de la presencia divina. Se renuevan los votos del bautismo como consolidación de la membresía del niño o niña en la comunidad cristiana. Entran en escena los padrinos, que representan una cohesión social reforzada. Y el símbolo más importante es la hostia consagrada: un redondel de harina convertido –transubstanciado-- en un Dios presente y consolador. En la tercera fase hay una convivencia que festeja la forja de la nueva identidad, consciente y responsable, de una persona cristiana cada vez más completa. Asimismo, la convivencia vuelve tangible la realidad de los parientes y los amigos que participan en la comunidad de fieles. La relevancia del ritual perdura en las estampitas conmemorativas y en las fotografías que van a ocupar un lugar visible en el hogar.

Tal es la versión oficial e idealizada. Sin embargo, el libro que coordina Martínez Assad no se queda en ella: incluye siete narraciones de conocidos escritores mexicanos que describen cómo diferentes niños viven la secuencia y sus símbolos en el mundo real. Algunas narraciones son abiertamente autobiográficas; otras no lo son de manera obvia; no obstante, pienso que todas dejan traslucir componentes autobiográficos. La dramática narración de Agustín Yáñez –“La estrella nueva”, la única que no está escrita en primera persona-- data de 1923. Pinta el entusiasmo con que una niña, Rosita, espera la primera comunión: un entusiasmo compartido por la familia, los parientes y los niños del vecindario. Se podría esperar una primera comunión ideal, pero la etapa preliminar se vuelve patética: Rosita enferma gravemente, y muere poco después de comulgar. Es muy diferente el relato de Rosa Beltrán, “Singular primera comunión”: la protagonista, por un impulso inexplicable, decide ir a comulgar sin ninguna ceremonia, lo que provoca el enojo de sus padres por haberse adelantado a la ceremonia que planeaban para ella y su hermana. Para esta niña, el ritual, que sí se realiza, no resulta memorable de un modo positivo: todo el gozo familiar se centra en la hermana, que sí comulga por primera vez.  Incluso la nueva comulgante afirma: “a muy pocos días de haber entrado, Dios se sale de tu corazón”.

En el relato de Margo Glantz, “Un viejo recuerdo rememorado”, el personaje principal es una niña judía. Dos jovencitas católicas que les enseñaban inglés a ella y a su hermana las instaron a bautizarse y hacer la primera comunión. Las dos pequeñas judías pasaron por toda la secuencia canónica en la que, claro, no participó su propia familia. Fueron catequizadas en un convento de monjas, se confesaron de pecados inventados, tuvieron el padrinazgo de una familia acomodada que después del ritual las invitó a un rico desayuno. Para ellas los símbolos carecían de significado teológico; más que una experiencia religiosa, la primera comunión fue una experiencia lúdica y estética; sin embargo, la protagonista, en voz de la autora, “conserva una infatuación por las monjas medievales” y […] “sobre todo por Sor Juana [Inés de la Cruz]”. A su vez, para la protagonista de “La elocuencia de las flores”, la narración de Mónica Lavín, cuyos padres podrían caracterizarse como más o menos agnósticos, la religión católica estaba indisolublemente unida a su abuela madrileña. Ella la acercó a “un dios que se trajo con la guerra [civil española] y de quien no descreyó a pesar del exilio” y de las calamidades sufridas en su vida en México. La experiencia religiosa se forjó en la convivencia con la abuela --en su “secreto para irradiar alegría y calor” --, en “la belleza de las flores del jardín del convento” donde la catequizaron, en el “misterio” de la vida de las monjas, en “el esfuerzo por comprender algo que ahora no comprendo” y cristalizaría “en la ceremonia que merecía […] la oportunidad de atisbarlo, de sentirlo, no importaba cuán breve”. Permanece la nostalgia por esas emociones.

En contraste, el protagonista del texto de Marco Antonio Campos, quien se confiesa “cristiano sin ninguna iglesia”, no siente que la ceremonia de la primera comunión, realizada a instancias de su madre, le haya dejado alguna marca agradable. Casi lo único que recuerda --con antipatía—es que se confesó dos veces cuando tenía entre lo nueve y los once años. En cambio, en la historia contada por Carlos Martínez Assad, “Un milagro que cayó del cielo”, el comulgante tiene una memoria perfecta de la secuencia: el catecismo, la confesión, la ceremonia, el festejo. Es una memoria suficientemente agradable, aunque incluye lo difícil que le resultaba comprender sus significados y su importancia. Además, para él lo más emocionante –“el milagro”-- no era la comunión, sino que en esos días había caído un avión –que él imaginaba de combate—en un terreno del poblado donde vivía. Por su parte, el personaje presentado por Hernán Lara Zavala, en “Oblación”, hace una descripción pormenorizada de su experiencia: lo que le dijeron, hizo, pensó y sintió a lo largo de las fases del ritual. Asocia la experiencia con la imagen un poco misteriosa de una tía suya, novicia en el convento donde lo catequizaron, a la que solo vio una vez, brevemente, hermosa y radiante en su vestido blanco. Sin embargo, la secuencia termina con un acto de rebeldía: “Nunca hice la primera comunión. El cuerpo de Cristo jamás habitó mi alma porque desde niño decidí mantener a Dios a la distancia”. Disimuladamente, guardó la hostia en un pañuelo, y la conservó “en una cajita de sándalo”. “A partir de entonces habito un mundo sin luz”. (¿Ecos de Nieztche? “Dios ha muerto y el desierto es cada vez más grande”).

En su conjunto, el libro constituye un documento etnográfico, en el que aparecen y se combinan –diría Lévi-Strauss—varias las oposiciones fundamentales en la cultura católica: el bien y el mal, la gracia y el pecado, lo sagrado y lo profano, lo eclesial y lo secular; todas ellas susceptibles de ser mediadas por rituales. Contribuyen a la riqueza etnográfica las abundantes ilustraciones: fotografías (de la niña o el niño, con sus trajes de comunión, solos o en grupo, acompañados por sus padres o por el sacerdote) y estampitas conmemorativas (imágenes neo-barrocas y edulcoradas de Cristo o el Niño Jesús con la hostia y quien la recibe en el momento de comulgar). Se incluye una selección de poemas alusivos; más que literario, su valor es testimonial sobre la trascendencia del tema.

Las narraciones dejan ver el cambiante papel del catolicismo. La de Yáñez se escenifica en un barrio urbano de provincia (probablemente el del Santuario, en Guadalajara); ocurre seis años antes de la persecución religiosa desatada por el gobierno revolucionario y muestra la fuerza comunitaria del sector social que se manifestó en su contra: un sector compenetrado en su vida cotidiana de religiosidad católica. Los demás relatos suceden en las décadas de 1950 y 1960, y en la ciudad de México, excepto el de Martínez Assad, que ocurre en también los 50 pero en un poblado más pequeño, San Francisco del Rincón, Guanajuato. En estas décadas encontramos una escena más secularizada, individualista y plural. La comunidad había perdido vigor y era la familia la que determinaba la forma y el valor que adquirían los rituales religiosos. La sociedad citadina de México aún se revelaba como un mundo predominantemente católico; en él, la primera comunión tenía importancia y podía ser entrañable para quienes participaban; con todo, ya se anunciaba la disminución de la centralidad de las prácticas religiosas que ocurrió en las décadas siguientes. 

 

iii

Primera Comunión

La larga huella de San Sulpicio

María Palomar Verea

 

Es difícil comentar un libro como El arte de hacer la Primera Comunión simplemente por la peculiar combinación de sus contenidos. Pero se puede abordar quizá como un agrupamiento de colecciones dispares, que arrojan luces muy distintas sobre el tema central.

            Está por una parte la selección de poesía, donde ante nombres tales como Carlos Pellicer, García Lorca, López Velarde, Gerardo Diego o nuestro entrañable Fra’ Asinello no hay mucho que añadir, salvo que vale la pena leer completas los poemas de los que sólo se transcriben fragmentos. De los textos ad hoc, dos son informativos y de corte más bien académico (incluyen bibliografía, por ejemplo); los otros son narrativa contemporánea. El más antiguo es el cuento de un jovencísimo Agustín Yáñez, insufriblemente melodramático. Por contraste, el resto son relatos en forma de recuerdos, y de ellos el único donde se lee algún rasgo de cariño por el Sacramento de la Eucaristía o la Iglesia es en el de Margo Glantz: “Cada domingo llevaba al Niño Jesús sentadito en mi corazón y cuando comía los muéganos sentía una especial desazón y un miedo muy grande de molestarlo”, escribe. En cuanto a las demás narraciones, sólo hacen pensar que ojalá la Iglesia en los últimos años haya revisado y reformado su catequesis para los niños.

El apartado de iconografía es muy rico.

Hay fotografías estupendas, empezando por la primera de todas: la de Carlos Pellicer el día de su Primera Comunión, con el obispo de Tabasco. También es de las más antiguas, pues la mayoría datan del siglo xx, hasta la década de 1960, y dan cuenta de los cambios en el entorno y en las modas.

Y por último está una riquísima muestra de recordatorios o estampitas de Primera Comunión, que son el conjunto más nutrido y consistente del libro. Algunas palabras al respecto.

***

Como en muchos otros ámbitos, Francia fue el modelo para México en la segunda mitad del siglo xix. Y para la Iglesia mexicana, golpeada por las Leyes de Reforma, fue una inspiración en más de un sentido. Los obispos exiliados pudieron tener desde Roma una visión general del catolicismo en el mundo de ese tiempo, y esos pastores, encabezados originalmente por Monseñor Labastida, con el apoyo papal pudieron fraguar desde Europa una estrategia que, entre muchas cosas, significó la creación de nuevas diócesis y la ampliación paulatina de sus actividades, sobre todo ya bajo la presidencia de Porfirio Díaz. Pero fue en Francia, cuyos católicos habían padecido incontables sevicias a raíz de la revolución, donde se encontró un modelo eclesiástico y devocional con el que la Iglesia combatía el jacobinismo aún presente y experimentó un formidable renacimiento, sobre todo a partir de las apariciones de Lourdes (1858).

            Sin duda la grandiosa coronación de Nuestra Señora de Guadalupe en 1895 se inspiró en la de la Virgen de Lourdes (1876), y el culto guadalupano se benefició del ejemplo de esa devoción desde años antes.

            Precisamente la estatua de la Inmaculada Concepción en Lourdes, que data de 1864, podría considerarse como una de las primeras obras de lo que más tarde se llamaría estilo sulpiciano o de San Sulpicio, cuyo icono más conocido es quizá la imagen ubicua de Santa Teresita del Niño Jesús, aunque hay una infinidad de ejemplos más. Pese a lo que pueda creerse, el nombre de ese estilo no se refiere a la antigua parroquia de ese nombre en el barrio del Odeón de París, una noble y maciza iglesia del siglo xvii con modificaciones en el xviii, cuya estética no tiene nada de “sulpiciana”, baste con ver el recio y estupendo fresco de Delacroix de La lucha de Jacob con el ángel. El nombre proviene de los muchos puestos y tiendas de artículos religiosos y librerías católicas de su plaza frontera, y se debe a Léon Bloy, quien en La mujer pobre (1897) escribe sobre Rafael Sanzio, criticando su cuadro de La Transfiguración, que es “el famoso ancestro de nuestra beatería sulpiciana”. El calificativo nació, pues, con connotaciones negativas, y se lee en diccionarios franceses que “se dice de un arte religioso sin originalidad, insípido, convencional”, y añadiríamos que un tanto infantil y sentimental. En el siglo xx arreciaron las críticas, como se ve por ejemplo en un artículo de los años treinta de Paul Claudel: “El gusto por lo soso”,[3] y por supuesto que hubo en Francia un magnífico florecimiento del arte sacro moderno. Pero el adjetivo “sulpiciano” es muy ambiguo, pues abarca estilos, periodos y autores distintos agrupados más o menos arbitrariamente, aunque con la característica de privilegiar las copias, las reproducciones en serie, y la búsqueda de una devoción emotiva. Las figuras son realistas, pero fuertemente idealizadas y asépticas, cuando no edulcoradas; si hay colorido, la paleta es siempre de colores pastel. Es un estilo que llegó y marcó a todo el mundo católico: sigue estando presente en iglesias, ermitas, decoración, esculturas, vitrales, figurillas del Nacimiento, libros, estampas. Nada más alejado de la tradición barroca mexicana, y sin embargo quizás emparentado por su emotividad primaria.

Resulta evidente que el arte sulpiciano se ha considerado en México un estilo particularmente apropiado para los niños. La amplia colección de estampitas que ilustran El arte de hacer la Primera Comunión muestra una absoluta coherencia temática y estilística de principio a fin a lo largo de once décadas, según consta en las fechas al reverso. Prevalecen las imágenes de Cristo (o el Niño Jesús) como Buen Pastor con sus borreguitos, la profusión de ángeles y flores, los niños comulgando, el cáliz y la Hostia. Amables recuerdos infantiles que casi podrían calificarse de atemporales.

En dos páginas contiguas sin numeración, en medio del florilegio de poesía y al pie de una gran foto de grupo apaesada, se reproducen dos recordatorios prácticamente idénticos. Uno data de 1855, el otro de 1957.

            Sólo después del Concilio Vaticano ii y en particular con el taller benedictino de Emaús, encabezado por Gabriel Chávez de la Mora, se dieron ciertos cambios en cuanto a las estampitas piadosas en México, pero las sulpicianas tradicionales continúan presentes en todas las tiendas “de Santos”.

iv

 

…una especie de caleidoscopio…

Alexander Zatyrka, sj

Muy buenas noches.

Agradezco mucho la invitación para participar en la presentación y compartir esta mesa con ustedes.

Quiero, en primer lugar, felicitar la iniciativa de Carlos Martínez Assad para editar este libro, que es muy peculiar por la manera en que aborda el tema de la Primera Comunión.

El entretejido de artículos, testimonios, poemas, fotografías, estampas y el cuento, nos presentan un variado, interesante y emotivo mosaico de lo que significa este acontecimiento, único e imborrable para quienes lo hemos vivido, y tan relevante en nuestra cultura.

El libro es así una especie de caleidoscopio desde el cual podemos acercarnos desde diferentes perspectivas a este rito de iniciación.

La mayor parte de los textos que conozco sobre el tema son de carácter religioso y más específicamente catequéticos. A diferencia de ellos, El Arte de hacer la Primera Comunión nos presenta esta significativa experiencia desde una perspectiva antropológica, artística, literaria y testimonial.

Aunque los primeros capítulos incluyen valiosos análisis sobre el ritual mismo y las imágenes que lo perpetúan en la memoria familiar y colectiva, no se trata de una tradicional publicación académica, sino de un emotivo libro.

Los protagonistas son las niñas y los niños, ahora personas adultas, que nos comparten de una manera muy vívida los recuerdos de su Primera Comunión. Desde sus preparativos hasta el especial momento de recibir la hostia.

Quienes hemos pasado por él, compartimos con las autoras y los autores de los testimonios esa vorágine de sentimientos, a veces encontrados, en que conviven la emoción, la expectativa, la alegría e incluso el temor.

El proceso de la preparación, la preocupación por cómo será la primera confesión o lo que nos pueda preguntar el sacerdote frente a todos, así como los nervios al recorrer el pasillo central del templo.

Pero también la emoción por recibir por primera vez a Cristo, con el misterio de lo que significa “comer” su cuerpo y “beber” su sangre. Y el orgullo por sentirnos suficientemente “grandes” para llegar a ese extraordinario momento y dar el gran paso.

Además, padecimos o disfrutamos, según sea el caso, la elección del vestuario y los preparativos de la ceremonia, para luego gozar la fiesta.

Se trata pues, de un sacramento especialmente significativo porque, como se señala en varios de los artículos compilados, constituye un rito de paso.

Dice Carlos Martínez —coordinador del libro— que, mediante la Primera Comunión, la persona adquiere la conciencia de ser parte de los creyentes”.

Es, además, como refiere en su texto Rebeca Monroy, “el momento en que [las personas] se confiesan por primera vez, lo que les confiere la capacidad de discernimiento entre el bien y el mal”.

De ahí que en la espléndida colección de fotografías que nos muestra el libro, las niñas y los niños aparezcan posando con rostros serios, propios de tan solemne ocasión. Como bien señala Carlos Martínez: aparecen en las fotos con el gesto “de quien ha asumido su compromiso con Dios”.

Dos colecciones más redondean el libro. Una es la de las estampitas que se imprimen como recuerdo y en las que aparece toda una iconografía religiosa que incluye a devotos infantes recibiendo la hostia de manos del mismo Cristo.

A diferencia de las actas que dan fe de otros acontecimientos, estos documentos no se guardan en los fríos archiveros, sino que se acogen en los álbumes y en las cajas de recuerdos familiares.

Una serie de poesías conforma la otra colección. Es de llamar la atención la amplia compilación de poemas con el tema de la Primera Comunión, que incluyen textos de Miguel de Unamuno, Luis de Góngora, Amado Nervo y Federico García Lorca. Además de autores de nuestra región, como Adalberto Navarro Sánchez y Fr’Asinello, entre muchos otros.

Un cuento de Agustín Yáñez redondea este caleidoscopio que nos acerca al arte de hacer la Primera Comunión y que nos lleva a evocar entrañablemente nuestras propias experiencias.

Para el iteso ha sido un gusto participar en la edición de este bello libro.

Muchas gracias.



[1] La autora del texto que sigue (extractado por el editor de este Boletín) publicó esta crónica en el sitio web de ‘iteso, Universidad Jesuita de Guadalajara’ del 12 de agosto del 2022, bajo el título “Reúnen testimonios en torno a El arte de hacer la Primera Comunión”, acompañado de fotografías del acto de Luis Ponciano.

[2] ciesas – Occidente.

[3] “Le goût du fade” (“El gusto por lo soso”), revista semanal Sept, 19 de octubre de 1934.



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