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Una liturgia de ruptura: el ceremonial de consagración y coronación de Agustín i

David Carbajal López[1]

 

 

El 21 de julio de 1822 tuvo lugar la coronación del emperador Agustín de Iturbide

en la catedral de México, una ceremonia original por su novedad

y por el carácter constitucional del monarca.

Insertada en la tradición hispánica por la historiografía reciente,

la ceremonia rompía por sí misma con ella, pues el principal ceremonial de exaltación

del monarca español había sido su entrada pública en la Corte,

reproducida en América a través de la proclamación y el paseo del Real Pendón.

Además, el ceremonial retomó ampliamente el utilizado por Napoleón Bonaparte en 1804,

enlazándose así con la tradición francesa de la coronación de Reims,

y copiando en particular los gestos que marcaban la distancia

entre el emperador y el clero, representado en el acto por el obispo de Guadalajara.

En fin, los redactores del ceremonial dieron también una importante visibilidad

al Congreso, representante de la soberanía nacional.[2]

 

 

 

 

El domingo 21 de julio de 1822 tuvo lugar, en la Catedral Metropolitana de la ciudad de México una ceremonia sin precedentes: la entronización del emperador Agustín i y su esposa Ana María Huarte. Era la principal iglesia de la capital del reino de la Nueva España y, como las otras grandes iglesias del mundo hispánico, durante prácticamente toda su historia había sido escenario de importantes ceremonias monárquicas, lo mismo rogativas por el feliz alumbramiento de los príncipes que acciones de gracias por su coronación y exequias solemnes por el fallecimiento de los reyes.[3] Asimismo, en numerosas ocasiones los virreyes y los otros cuerpos políticos de la capital se hacían presentes en ella para llevar a cabo sus numerosas festividades de tabla, como también para otros casos de necesidad pública que hacían necesario elevar oraciones por la comunidad, todo ello previsto en los ceremoniales de la Catedral, redactados por su Cabildo.[4] Y sin embargo, aun con esa tradición de varios siglos, nunca había sido escenario de una ceremonia como la que se desarrolló ese día, pues ésta era doblemente original: se trataba de la “inauguración, consagración y coronación” de un monarca, lo que ya era inédito, pero además de un “emperador constitucional”, lo que la hacía más problemática aun.

La originalidad de la ceremonia no pasó inadvertida a los contemporáneos, aunque en otros sentidos. En principio, no dudaron en comparar su novedad con el aparato de las monarquías ya consagradas por la tradición, y en criticar no sólo un excesivo derroche de fasto, sino sobre todo el uso infructuoso de un ceremonial religioso para legitimar la nueva corona imperial. Lorenzo de Zavala la incluía así entre las “parodias ridículas” de las cortes europeas, de las que se retomaba todo pero “tan desairado, tan desaliñado, tan cómico, que parecía que en cada acto, en cada paso, en cada ceremonia se ponían los representantes a recordar su papel”.[5] Con una crítica más moderada pero en el mismo sentido, José María Bocanegra describió también la ceremonia, aunque sus comentarios tendieron a reducir de alguna forma su originalidad, pues sólo se habrían utilizado “las ceremonias acostumbradas en la monarquía española adecuadas a México, a excepción de algunas que no pudieron tener efecto”.[6] Lucas Alamán le dedicó, en cambio, páginas más extensas —de hecho utilizaré aquí parte de su descripción—,[7] pero sobre todo lamentaba que la ceremonia no hubiera conseguido legitimar el régimen “con la sanción de la religión”, pues según el autor ése era su principal objetivo. Como Zavala y Bocanegra, insistía en que la novedad de todo el aparato monárquico hacía imposible suscitar “el respeto y consideración” necesarios para consolidarse.

Entre los opositores al nuevo emperador, la crítica iba hasta la burla de una “farsa del ceremonial para la coronación” y la denuncia de un intento de “alucinar enteramente al pueblo fanático” con la consagración, como escribió Vicente Rocafuerte en 1822.[8] A posteriori, la ceremonia se convertiría incluso en un paso hacia la monarquía absoluta; presumiendo incluso de capacidad premonitoria, Carlos María de Bustamante escribió en la Continuación del Cuadro histórico que al ver al nuevo emperador “abrumado de fatiga con el peso de las vestiduras y arreos”, anticipaba ya “que en breve pesaría su autoridad sobre el pueblo que lo observaba”.[9]

En cambio, en la historiografía reciente, la ceremonia del 21 de julio de 1822 ha sido más bien desplazada en favor de la proclamación del entonces regente como emperador en mayo de ese año.[10] Existen desde luego ciertas excepciones, alguna recuperando ampliamente a los propios autores del siglo xix,[11] otras más siguiendo el interés reciente que la historiografía política ha mostrado por el ceremonial, camino abierto ya por la historiografía francesa.[12] Mas por una extraña vuelta del destino, esta ceremonia, que se había señalado en el siglo xix por su novedad e imitación de otras cortes europeas, se presenta últimamente enmarcada en una tradición, hispánica en principio, como Ivana Frasquet afirma: “Los paralelismos con las antiguas formas de coronación y proclamación de los reyes españoles son muchos”;[13] el ceremonial “fue íntegramente copiado de los rituales de la corte española”,[14] según Carmen Vázquez Mantecón. Por su parte, Inmaculada Rodríguez Moya, quien ha analizado sobre todo la representación pictórica del emperador, afirma que Agustín de Iturbide se coronó y consagró “en una ceremonia que utilizaba toda la simbología tradicional”.[15] Mas “la tradición de la coronación imperial” en la que se inscribiría la ceremonia remontaría, en este caso, hasta el Bajo Imperio, siguiendo la coronación de los emperadores bizantinos[16] y de los emperadores romano-germánicos hasta Carlos v.[17]

En este artículo trataré de analizar el ceremonial del 21 julio de 1822, teniendo en cuenta, en primer lugar, su carácter de ruptura con buena parte de la tradición hispánica en la materia; por ello, en la primera parte trataré de reconstruir, así sea de forma muy somera, cómo era el ceremonial de inauguración de los reinados de los monarcas hispánicos del siglo xviii. En segundo lugar, entrando ya en la ceremonia misma, me interesa resaltar los elementos que quienes la diseñaron pretendían recuperar de otros precedentes, especialmente franceses, tanto del Primer Imperio como del Antiguo Régimen; precedentes que bien podrían calificarse de “galicanos”, no sólo por franceses sino por la posición que reflejan respecto de la relación entre la soberanía civil y la autoridad del clero. En fin, en una tercera parte resaltaré sobre todo los elementos originales introducidos por los legisladores mexicanos en la construcción de una liturgia que estaba también destinada a darles visibilidad ceremonial. Este análisis es deudor, en buena medida, de la historiografía francesa,[18] aunque desde luego no pretendo en manera alguna ser ni seguidor de una historiografía más refinada en el análisis litúrgico ni tampoco trasladar directamente sus conclusiones al caso mexicano.

Volvamos, pues, en un primer momento, a las ceremonias que tenían lugar al inicio de un reinado en el seno del imperio hispánico.

 

1.    La tradición hispánica

El domingo 14 de diciembre de 1788 falleció en el Palacio Real de Madrid el rey Carlos iii. Ese mismo día se libró una real provisión para disponer un novenario luctuoso de todas las autoridades del imperio, al cabo de los cuales, esto es, el 23 de diciembre, comenzaron las ceremonias que anunciaban la inauguración del nuevo reinado, el de Carlos iv. El mismo 23 de diciembre se libró una real provisión que mandó al corregidor y al ayuntamiento de la villa de Madrid efectuar la proclamación del nuevo rey, y al día siguiente se expidió la circular a los todos los demás “ciudades, villas y lugares” para hacer lo propio en los reinos peninsulares, y la real cédula correspondiente para los reinos americanos. La proclamación, lo decía el propio documento, no consistía sino en “levantar” el Pendón Real, en una ceremonia que, si bien tenía sus particularidades propias en cada lugar, en esencia era la misma por doquier en el mundo hispánico.[19]

La “jura”, como se le llamaba en los reinos americanos, era de hecho la representación de una entrada regia triunfal a la ciudad, encabezada por el alférez real, quien por su título era el portador del real pendón. Ataviados con sus uniformes, los regidores de los ayuntamientos escoltaban al alférez y a los magistrados reales, oidores con sus togas si era el caso de una ciudad sede de una Real Audiencia, desfilando a caballo por las calles, precedidos por maceros y reyes de armas, acompañados de la música correspondiente. Avanzaban en medio de las colgaduras y escenografías efímeras que engalanaban las fachadas, o bajo de arcos luciendo alegorías o poemas, joyas de la erudición barroca, pagadas por las corporaciones de la ciudad, especialmente los gremios. Una vez en la plaza principal, sobre un tablado, un teatro o desde los balcones de las casas consistoriales u otra residencia de algún magistrado, en medio de los retratos del rey y de la reina, se leía la real cédula, y el alférez procedía a proclamar la adhesión de la villa o ciudad al nuevo rey, respondida con campanas a vuelo, pero sobre todo por vivas del pueblo, al que se le lanzaban desde el tablado monedas mientras se distribuían medallas conmemorativas entre los notables. Podía haber además, claro está, un solemne besamanos de los representantes del rey, y al día siguiente un Te Deum de acción de gracias, además de varios días de iluminación de fachadas, corridas de toros, saraos en casa del alférez o de algún magistrado, etcétera.

Tal era la tradición, con cambios más bien menores según la época y el lugar. Véamoslo con algunos ejemplos.[20] En principio, en cuanto a la veneración de los símbolos reales: en Santiago de Chile, la primera proclamación de su historia, la de Felipe ii, comenzó con la veneración del propio pendón real por los munícipes, quienes de rodillas, uno a uno, besaron el canto del estandarte “en señal del reconocimiento debido”. Más común en el siglo siguiente fue el rito de reconocimiento, pero de la real cédula. En cambio, tanto en Caracas como en Durango, la jura de Carlos iv fue oportunidad de estrenar un nuevo pendón real, que tuvo que ser bendecido antes, lo cual conllevó todo un ritual previo a la proclamación propiamente dicha. Había también cambios en la portación del estandarte: en Santiago, en el siglo xvii, era el Gobernador militar de Chile quien lo hacía tremolar mientras repetía tres veces la fórmula de aclamación, en tanto que, en Caracas como en Orizaba en 1789 y en Panamá en 1790, por ejemplo, fue una función ejercida directamente por el alférez real, el de la primera ciudad, arrodillado entre los retratos de los reyes, mientras que en Durango el intendente y el alférez se repartieron la repetición de la fórmula.

Variaba también el número de proclamaciones: en la de Carlos iv en Panamá, por ejemplo, se realizaron dos, una en la plaza mayor y la otra en la plaza de Santa Ana, como también en Durango, en las casas consistoriales y en el palacio episcopal; en cambio fueron tres en Maracaibo, en las plazas mayor, de San Francisco y de la Marina; tres también en la villa de Orizaba, en la casa del alférez real, en la plaza mayor y en las casas consistoriales; tres en Oaxaca, en la plaza mayor, el palacio episcopal y el convento de Santo Domingo. También podía haber cambios en los puntos de partida y destino de los paseos, así como en su número: en Caracas el paseo salía de las casas del cabildo, en la villa de Orizaba de la casa del alférez real, y en Durango se dirigía primero a la casa del intendente. En la capital chilena en el siglo xvii solía repetirse el paseo a caballo por la noche, alumbrados los jinetes con antorchas.

Las fórmulas mismas de aclamación cambiaban, normalmente recordaban la afiliación de la ciudad y de los reinos de Indias a la corona de Castilla: “Castilla e Indias por nuestro rey D. Carlos iv que Dios guarde”, se gritó en Caracas; “Castilla, Castilla, las Indias y Panamá por el rey nuestro señor Don Carlos Cuarto que Dios guarde muchos años”, en Panamá. Mas podían simplemente proclamar la fidelidad de la población al rey, como se gritó en Orizaba: “Orizava y su jurisdicción hoy por la Católica Majestad del Señor Don Carlos Cuarto, que Dios guarde y prospere muchos y felices años”.

Además de los vivas del pueblo, la proclamación de Carlos iv fue contestada por doquier no sólo con repique de campanas, sino con salvas de fusil e incluso con cañonazos, los de la artillería de marina de Maracaibo por ejemplo. Luego de los paseos, el pendón se dejaba en exhibición en medio de los retratos de los reyes, bajo dosel y con escolta de los reyes de armas durante algunos días, aunque a veces podía salir de nuevo a presidir algún otro de los festejos, como en Caracas; e incluso fue llevado a la iglesia, la catedral en Durango y la parroquial de Veracruz, y situado en un pedestal de honor del lado del Evangelio.

Y es que la proclamación iba de la mano con otras variadas ceremonias: civiles, como los besamanos, al gobernador de Maracaibo o al virrey de México, pero también religiosas. Unas y otras no eran estrictamente indispensables en el ritual de proclamación, y de hecho solían dejarse para los días sucesivos. El Te Deum de acción de gracias por la entronización del nuevo soberano se dejó así, lo mismo en la villa de Orizaba que en las ciudades de Oaxaca y Maracaibo, para el día siguiente de la proclamación, mientras que en Panamá tuvo lugar hasta nueve días más tarde, y en Durango 30 días después. Y en esos oficios tampoco había una norma fija: la Catedral Metropolitana de México preveía misa cantada con procesión y Te Deum, pero era el mismo ritual que para cualquier otra fiesta regia.[21] Podía asociarse, en todo caso, algún culto eucarístico, en realce de la acción de gracias: en Durango se incluyó exposición del Santísimo Sacramento y en Veracruz se hizo procesión con Él.

Se diría en cambio que lo esencial eran el fasto y la fiesta. Lo ha señalado bien la historiografía que estudia el tema del arte, la proclamación real era oportunidad de lucimiento lo mismo de la música que del teatro, la orfebrería, la escultura y en general todo arte ornamental. Los tablados lucían complicadas alegorías: los cuatro continentes en Caracas; Mercurio, América y Europa en Panamá; los paseos y sobre todo las veladas veían desfilar carros triunfales, como en Cartagena o en Bogotá; las fachadas de las casas se adornaban con damascos, colgaduras de seda, espejos e incluso fachadas efímeras; se representaban comedias y dramas, o se inauguraban estatuas, como la célebre ecuestre de Carlos iv de Manuel Tolsá en México. Había además en abundancia bailes, saraos y corridas de toros durante varios días.

Tal era la tradición conocida de las ciudades y villas americanas; no obstante, es importante resaltar que el ceremonial tampoco era demasiado diferente en la Villa y Corte de Madrid. En efecto, si en otros lugares la exaltación del nuevo monarca al trono se celebraba paseando el pendón real, en la “capital ceremonial de la monarquía católica”, por utilizar el subtítulo de una obra ya clásica sobre el tema,[22] además de la proclamación, el rey en persona hacia una solemne “entrada pública”. Recordando los triunfos del Renacimiento, el cortejo era en carrozas o a caballo, e iba por las calles desde el Palacio Real a la Plaza Mayor; en el caso de Carlos iv, tuvo lugar el 21 de septiembre de 1789.[23]

Cabe señalar que el cortejo del nuevo monarca se formaba por la corporación municipal, que de hecho iba por delante con sus maceros y porteros, todos a caballo, pero sobre todo participaban los cuerpos militares del rey y todo su servicio palaciego. Así, seguían a los regidores madrileños la real compañía de alabarderos, los guardias de corps y las reales compañías española y flamenca, y cerraba todo el cortejo la compañía italiana. En cuanto a cortesanos, desfilaban desde luego por el orden de sus dignidades en berlinas y estufas los gentileshombres de cámara, caballerizos y mayordomos, encabezados por el caballerizo mayor, el mayordomo mayor y el sumiller de corps; al lado de la carroza del monarca, los caballeros pajes y caballerizos de campo; acompañando al Príncipe de Asturias y a los infantes, sus tenientes de ayo o de aya, y cerrando, las damas de la corte: camarera mayor, damas de la reina, señoras de honor.[24] Si bien todos estos cargos no revestían ya toda la importancia de antaño, no dejaban de ser prestigiosos y de gozar de alguna influencia por la mayor cercanía al rey.[25]

Como en los reinos americanos, lo más notorio de estos días eran los fastuosos decorados: el cortejo del rey avanzaba en medio de arcos triunfales y fachadas efímeras profusamente decoradas y llenas de alegorías.[26] No faltaban, desde luego, la iluminación por las noches y sobre todo las corridas de toros, que si en América se hacían en tablados presididos por el pendón real, en Madrid tenían lugar en la plaza mayor y con el rey en persona.[27]

Ello no quiere decir que faltaran las solemnidades religiosas. De hecho, la “entrada pública” empezaba con una: la asistencia a la Real Iglesia Parroquial de Santa María de la Almudena. Mas la función era breve en realidad, pues los monarcas se detenían simplemente para hacer oración y escuchar el Te Deum y la Salve, y luego continuaban su recorrido. Así, el principal fasto religioso, curiosamente, no correspondía tanto al rey sino a su hijo, el Príncipe de Asturias. En efecto, con los Borbones se había introducido la costumbre de reunir a las Cortes para que prestaran juramento de fidelidad al Príncipe de Asturias, y así fue en 1789, el 23 de septiembre en la Real Iglesia de San Jerónimo.

La ceremonia tuvo lugar en una iglesia al lado del palacio del Buen Retiro; no contemplaba, por tanto, ningún cortejo o procesión; el rey bajó de su cámara acompañado de su familia y en medio de maceros y reyes de armas, pero sin mayor acompañamiento. La iglesia fue engalanada, pero el único aditamento era un tablado en la grada del altar mayor y crucero para los sitiales de honor. Éstos correspondían al rey, a la reina, al príncipe de Asturias, al infante Antonio, con los principales dignatarios de la Corte, y para cierto número de prelados de los reinos peninsulares. Las naves de la iglesia eran ocupadas por los Grandes de España, títulos nobiliarios y diputados de las Cortes. El ceremonial consistía en una misa solemne, oficiada de pontifical, en este caso por el Cardenal Arzobispo de Toledo. Conviene destacar que no fue sino al final de ésta, de hecho hasta después de la bendición, que tuvo lugar el juramento, precedido por el canto del Veni Creator como invocación del Espíritu Santo, escuchado de rodillas por los asistentes, para proceder luego al juramento tomado por el celebrante y seguido del pleito homenaje al rey, al que procedieron uno a uno los asistentes, desde el infante Antonio hasta los últimos diputados de Cortes. La función terminaba con la aceptación del juramento por el rey, y con el canto del Te Deum en acción de gracias.[28]

Es casi obvio decirlo, en este ceremonial no había coronación ni consagración, como no la hubo en varios siglos de la tradición hispánica;[29] las ceremonias religiosas, presentes sin duda, tenían una importancia más bien limitada en el reconocimiento del nuevo monarca. Cierto, el real pendón que representaba al soberano debía ser bendecido, y lamentablemente no tenemos noticia detallada del ritual seguido para la ocasión, pero la bendición tampoco era un elemento indispensable de la exaltación al trono del rey. El paseo, la entrada triunfal, y las muestras de júbilo de los vasallos con el decorado de sus fachadas, con las corridas de toros y demás festejos, ocupaban el lugar central. Así era, a grandes rasgos, la tradición hispánica que he analizado aquí utilizando el ceremonial de la exaltación al trono de Carlos iv, que no había sido muy distinto con sus predecesores, ni lo sería con su sucesor Fernando vii.

Cabe reconocerlo, Agustín I tuvo varias ceremonias de proclamación que siguieron este ceremonial a lo largo y ancho del imperio, y la hubo también en la ciudad de México, pero hasta los días del 24 al 26 de enero de 1823, esto es, unos ocho meses después de haber sido nombrado emperador, y cuando comenzaban ya los primeros pronunciamientos importantes en su contra.[30] Hubo entonces “aparatos, perspectivas, adornos y entapizados de las calles y balcones”, así como iluminaciones “que han disputado su brillantez a la luna y las estrellas”, misa de acción de gracias con Te Deum al tercer día, según una nota extremadamente breve aparecida en el periódico oficial del imperio, que no llegó a dar cuenta completa de los festejos.[31] Y es que la inauguración del reinado del emperador había tenido ya lugar bajo otro ceremonial, de una tradición distinta, que es lo que me interesa a continuación.

 

2.    Liturgia imperial y galicana

El lunes 17 de junio de 1822 se presentó ante el Congreso Constituyente el proyecto del ceremonial “para la inauguración, consagración y coronación de Su Magestad el Emperador Agustín Primero”, que sería luego publicado en la Gaceta del gobierno imperial e impreso por José María Ramos Palomera,[32] y modificado por una serie de capítulos adicionales, publicados también en la Gaceta.[33] Lamentablemente nos resulta imposible ahondar en la gestación del proyecto. En la sesión del 24 de mayo anterior, el Congreso había resuelto dejar su preparación en manos de su presidente, junto con el propio emperador y “las personas que por razón de su oficio han de cooperar a una función tan augusta”.[34]

Sabemos, en todo caso, que la resolución final tocó al propio Congreso, que lo revisó según parece en sesión secreta de la fecha antes citada, pues no aparece en las actas de las sesiones públicas, lo que no nos permite conocer las discusiones que pudo haber generado.[35]

Lo anterior, sin embargo, no nos impide destacar los elementos de ruptura evidentes en el texto mismo del proyecto publicado, el primero de ellos, sin duda, el que se pensara en una coronación. Como hemos visto, la tradición hispánica no contemplaba una ceremonia semejante entre las que tenían lugar para la exaltación al trono del nuevo monarca: más original aún, la consagración, que era incluso más extraña a los monarcas castellanos.

Ahora bien, tratándose de la coronación y consagración de un emperador cuya primera bandera había sido la defensa de la religión,[36] los propios contemporáneos pensaron de inmediato en que la regla del ceremonial era el Pontifical Romano. Lo hizo notar ya don Lucas Alamán: al mismo tiempo que se preparaba la coronación se publicó una traducción de la unción y coronación, siguiendo el Pontifical a partir de una obra de Andrés Castaldo.[37] Empero, una simple lectura del proyecto aprobado por los diputados constituyentes evidencia que, si bien se citaba el Pontifical en ciertos pasajes, no se le seguía al pie de la letra. Las modificaciones iban más allá de la mera omisión del ayuno previo a la coronación, que señaló también el propio Alamán.[38] En efecto, el proyecto sigue muy de cerca otra coronación y consagración, que también se había construido negociando entre el Pontifical Romano, otros ritos de antaño y gestos nuevos: la que tuvo lugar el 11 de frimario del año 13, el 2 de diciembre de 1804, en la Catedral de Notre Dame de París; esto es, la del emperador de los franceses Napoleón I y la emperatriz Josefina.[39]

Ya lo han notado diversos autores, Agustín i coronó a su esposa Ana María Huarte tal y como Napoleón coronó a la emperatriz Josefina. Sin embargo, la recuperación de dicho ceremonial iba mucho más allá de ese gesto, que sin duda era ya significativo. De hecho, comenzó por el propio escenario de la coronación: el proyecto mandaba colocar dos tronos, uno pequeño y otro grande, en la capilla mayor de la Catedral de México, y decía claramente que en el primero se situarían los emperadores hasta antes de la coronación, para después de ella ser entronizados en el principal.[40] Aunque las modificaciones hechas en Notre Dame fueron algo más extensas, comportaban justamente la colocación de ambos tronos,[41] en buena medida por recuperar la tradición galicana, es decir, el ceremonial de la Catedral de Reims, la coronación tradicional de los reyes franceses. Así fue cuando menos en la última de ellas en el siglo xviii, la de Luis xvi, quien debía ocupar un lugar de honor en el santuario desde su entrada a la iglesia hasta su entronización solemne.[42] Los capítulos adicionales corrigieron la distribución para hacer del trono chico únicamente el espacio propio de la emperatriz, y no del emperador, ello sí conforme al Pontifical,[43] pero según la reseña de la ceremonia de Lucas Alamán el trono chico efectivamente terminó usándose por ambos.[44]

Asimismo, los actores del ceremonial fueron retomados de la ceremonia de Notre Dame. Los habitantes de la ciudad pudieron ver tal innovación en la procesión de entrada, que en este caso no salía del palacio arzobispal como en París, sino del imperial (la casa de Moncada), en la que ciertamente desfilaban las corporaciones tradicionales del reino: parcialidades de indios, órdenes religiosas, parroquias, cuerpos de oficios, universidad, oficinas, etcétera. Tras de ellas venían, delante del emperador, quienes ejecutarían los oficios ceremoniales: “los uxieres, cuatro de frente; los reyes de armas, dos de frente. El jefe de los reyes de armas. Los pajes, cuatro de frente; los ayudantes de ceremonias, los maestros de ceremonias, el jefe de ceremonial”, cargos y distribución todos traducidos literalmente del ceremonial de Napoleón.[45] Además, así como en París, seguían a ellos los generales que portaban las insignias imperiales, los emperadores con sus escoltas, el comandante de la guardia, los ministros y los “generales del Imperio” (en lugar de “maréchaux d’Empire”),[46] desfilando todos a pie, y no a caballo o carroza como era en las proclamaciones hispánicas.

Mientras el Pontifical Romano no preveía ninguna ceremonia particular para recibir al monarca en la iglesia, los constituyentes siguieron lo hecho en París. Sin duda hubiera sido interesante conocer la reacción de los canónigos de la Metropolitana al ver que el proyecto mandaba no sólo recepción con el agua bendita, lo cual no era tan raro tratándose de un soberano, sino además que ellos deberían llevar el palio que conduciría a Sus Majestades hasta el trono chico.[47] En cualquier caso, los capítulos adicionales corrigieron ese gesto que era casi de sumisión, entregando el palio a los regidores de la capital.[48]

Así, llegados ya todos los participantes comenzaría la ceremonia propiamente dicha. Y ahí de nuevo el ritual de Reims hacía eco en la Catedral Metropolitana de México de lo ocurrido en 1804 en Notre Dame de París: la ceremonia debía comenzar con el canto del Veni Creator, que no figuraba para nada en el Pontifical Romano, pero que tenía sentido por ser el primer himno del oficio de Tercia, que se rezaba completo en Reims a la llegada del rey, en espera del arribo de la santa ampolla.[49] Lorenzo de Zavala decía que “se hubiera dado la mitad de las rentas de la corona para obtener una parte del [óleo] de la redoma de S. Remigio”;[50] ésta no llegó, pero al menos se había escuchado el himno que precedía su arribo.

De la Catedral de Reims también procedía la aclamación que tuvo lugar inmediatamente después de la entronización. El Pontifical no disponía sino que el consagrante pronunciara la declaratoria del poder del monarca.[51] En cambio, en Reims, el consagrante se quitaba la mitra y, previa reverencia y veneración al monarca, repetía por tres veces el Vivat Rex in aeternum!, que en Notre-Dame se convirtió en el Vivat Imperator in aeternum![52] repetido en México una sola vez, aunque omitiendo el gesto de veneración: el beso en la mejilla.[53] A esta primera aclamación, se agregó en París una segunda al final de la ceremonia, para solemnizar el juramento de Napoleón, sobre el cual volveré un poco más adelante. En este caso, no fue ya un eclesiástico, sino un cortesano, el jefe de los reyes de armas, quien aclamó al “très-glorieux et très-auguste” emperador, términos traducidos en México como “muy piadoso y muy augusto”.[54]

De Reims, en fin, provenía un último gesto: el Pontifical preveía en la ofrenda que el monarca podía presentar “todo el oro que le pluguiese” (aurum, quantum sibi placet), y pasaría a besar la mano del consagrante.[55] La ofrenda fue de oro y plata en efecto, pero siguiendo la tradición francesa: un pan de oro, un pan de plata, un cáliz y trece piezas de oro y trece de plata, incrustadas en cirios, como se había hecho en la coronación de Napoleón,[56] omitiéndose el besamanos.

Ahora bien, no todo lo que se hizo en Notre Dame y se reproducía en México provenía de la tradición de los reyes galos. El ceremonial de 1804 había sido más bien el producto de una complicada negociación entre ésta, el Pontifical Romano y una serie de gestos nuevos, como la segunda aclamación “civil” que ya he citado. De alguna forma, la ceremonia representaba el viejo dilema del galicanismo: construir una monarquía cristiana, tomando al mismo tiempo distancia de Roma. Y justamente se trataba de omitir cualquier gesto de sumisión del emperador ante el consagrante, que en París, cabe recordarlo, no era otro que el Papa Pío vii.[57] Los redactores del ceremonial mexicano siguieron la gran mayoría de las modificaciones introducidas en ese sentido. Así, al igual que Napoleón y Josefina, los emperadores mexicanos recién llegados a la iglesia no hicieron sino escuchar el himno mientras hacían sus oraciones en silencio arrodillados frente a su trono,[58] en lugar de lo previsto en el Pontifical, en cuyo caso el emperador hubiera tenido que presentarse ante el consagrante para escuchar una larga amonestación en latín.[59]

Empero, es cierto que los artículos 29 y 35 del proyecto mexicano disponían que el Pontifical fuera seguido para los ritos de consagración y coronación de Agustín i propiamente dichos, como había sido también el caso de Napoleón. Mas el objetivo era básicamente el mismo, el emperador de los franceses evitaba así la consagración de estilo galo, que implicaba que el monarca fuera desvestido y revestido ante el propio consagrante, conservando únicamente tres (cabeza y manos) de las nueve unciones (cabeza, estómago, espalda, hombros, brazos y manos) que se estilaban en Reims.[60] Para Agustín i y Ana María Huarte, la consagración fue más reducida aún: una sola unción en los brazos, siendo que el Pontifical preveía al menos también la unción en la espalda.[61]

Tal vez la más notoria de las omisiones respecto del Pontifical estuvo en la coronación. Se sabe que Napoleón, en Notre Dame, se coronó por sus propias manos, para coronar luego a la emperatriz.[62] Lo notó ya Alamán, y lo han visto varios autores después, “como ahora había de procederse bajo el principio de que la elección e investidura eran del congreso representando a la nación”, fue el presidente del Congreso quien colocó la corona en las sienes del emperador,[63] y éste, a su vez, coronó a la emperatriz. Volveré sobre el tema más adelante, pero queda todavía otro gesto de especial importancia en el Pontifical. Éste preveía que el monarca comulgase bajo las dos especies en su coronación. Alamán observó que se había omitido esa forma,[64] pero habría que decir más: el proyecto aprobado por los diputados, que detallaba la presentación del Evangelio y de la paz al emperador,[65] no contemplaba siquiera que comulgase. Y en ello seguía de nuevo a la ceremonia de París, donde Napoleón la había omitido, pues implicaba la confesión previa, que estimaba como gesto de sumisión al clero.

Como se ha señalado, no se dio la portación del palio por los canónigos; otro gesto del mismo tenor, del todo ausente de las indicaciones del Pontifical, había tenido lugar en Notre Dame de París, cuando cuatro de las principales mitras presentes —a saber, el cardenal capellán mayor de Francia, con el cardenal arzobispo, el arzobispo y el obispo más antiguos— condujeron a los emperadores al altar para la consagración, previa “une inclination profonde”.[66] En México el mismo rito, con “una profunda reverencia” incluida, debía ser cumplido por “el limosnero mayor, los obispos y dignidades mitrados”.[67]

En fin, en Notre Dame, el juramento del emperador tuvo lugar al final de la misa, es decir, una vez que el Papa se hubiera retirado. Esto era sensiblemente distinto del Pontifical, que sólo tenía previsto una profesión, antes de la consagración, e incluyendo por supuesto la protección de la Iglesia.[68] No era muy distinta la tradición francesa, que contemplaba juramentos mucho más extensos que los del Pontifical, pero en el mismo punto del ceremonial.[69] En París y en México, este juramento final, tomado por el grand aumônier, o limosnero mayor como traducía literalmente el proyecto de los diputados mexicanos, pero ya sin presencia del alto clero que celebraba la misa, permitía justamente hacer de él una especie de juramento civil. En el caso de Napoleón ello era tanto más necesario cuanto que la fórmula utilizada contemplaba la protección de la libertad de cultos. En México, donde el catolicismo era religión nacional, contribuía seguramente a construir una distancia entre la legitimidad del nuevo emperador y el alto clero.

Es cierto, los constituyentes y el emperador hicieron concesiones a la tradición hispánica. Lo hemos visto en el caso de la procesión de llegada a la Catedral, con el desfile de las corporaciones tradicionales, lo fue asimismo el arrojar monedas al pueblo al momento de la coronación, recuperando el gesto de las proclamaciones hispanas.[70] Pero es bien claro que, por lo demás, intentaban construir un ceremonial nuevo, retomando de la coronación de Napoleón en Notre Dame el escenario, los actores, los gestos de la tradición francesa de Reims, y los que emancipaban al nuevo monarca de la sumisión al Papa. Pero los constituyentes hicieron aún más, aprobando una liturgia en la que también tenía cabida la representación nacional que ellos mismos encarnaban.

 

3.    Liturgia del Congreso Mexicano

El 24 de mayo de 1822, en la misma sesión donde el Congreso Constituyente nombraba la comisión para la preparación de la ceremonia de coronación, un grupo de diputados, encabezados por José Ignacio Esteva y José Joaquín de Herrera, formularon dos propuestas. La primera pedía eliminar los antiguos besamanos al virrey, así como “otros rendimientos serviles de antigua costumbre”; la segunda, más general, que la soberanía del Congreso redactara la etiqueta del palacio imperial, bajo el principio de combinar el “decoro” y el “brillo” de la “majestad del Emperador de México con la sencillez de nuestro apreciado jurado sistema”.[71] El dictamen de la comisión nombrada para resolver el tema —que se limitó a seguir el ejemplo de las Cortes españolas en la materia y a dejar en manos del emperador los detalles de la etiqueta palaciega— fue tratado en la sesión del 14 de junio,[72] esto es, sólo tres días antes de la aprobación del ceremonial de coronación, por ello lo cito aquí. En efecto, la discusión nos deja ver hasta qué punto, en materias ceremoniales, el Congreso Constituyente no estaba dispuesto a seguir simplemente la tradición hispánica, ni a perder su papel rector de ellas como soberano, sobre todo cuando implicaba realizar un gesto de sumisión tan claro como besar la mano del emperador.

Lo expresó con claridad el diputado Manuel Mier y Terán: dijo que era un error seguir “lo que se hace en España y en otras cortes de Europa donde aún han quedado vestigios de los usos torpes del fanatismo”; y era responsabilidad del Congreso ante el pueblo “infundirle usos decorosos y correspondientes a la dignidad de hombres libres”. Lo dijo también Carlos María de Bustamante: “el Congreso debe dictar un ceremonial propio de un pueblo libre”.[73]

La insistencia en el papel que el Congreso debía desempeñar en esta materia frente al Emperador nos recuerda también que la redacción del ceremonial tenía lugar justamente en un momento de importantes tensiones entre ambos poderes en materias como la formación de un Consejo de Estado o del Tribunal Supremo de Justicia, a más de ser un momento de reorganización de la oposición republicana clandestina con algunos de los diputados en sus filas.[74] No profundizaré en estos temas, pues ya los han destacado estudios recientes, pero todo ello parece haber tenido algún papel en la redacción de un ceremonial que diera visibilidad al Congreso Constituyente.

Así fue ya desde la procesión de entrada a la Catedral, en la cual 48 diputados irían rodeando el séquito de los emperadores, que se separaba así ligeramente de los generales que llevarían las insignias. Esto es, el emperador y la emperatriz marcharían “en el seno” de la comisión de diputados.[75] En una procesión inspirada en la que llevó a Napoleón y Josefina del palacio arzobispal a la Catedral de Notre Dame, era una modificación por completo inédita: en París, los emperadores iban exclusivamente rodeados por príncipes y cortesanos.[76] Ya terminada la ceremonia, los diputados no dejaron solo al emperador, y las mismas comisiones designadas para su acompañamiento volvieron a rodearlo a él y a la emperatriz a su salida de la Catedral.[77]

Dentro del templo, el diseño del espacio ponía también de manifiesto la importancia de los legisladores. Sin duda los tronos de los emperadores, retomados de la ceremonia de París, eran lo más notorio de las modificaciones hechas en la Catedral para la ocasión. Empero, a diferencia de Notre Dame, donde el trono imperial no tenía competencia alguna en el espacio reservado para los seglares, pues el resto de los asistentes se distribuían directamente por las naves o en tribunas, en la Catedral Metropolitana de México se mandó erigir un tablado, justo al frente de los tronos, del lado de la Epístola, para los asientos de los diputados.[78]

Ubicados así, tanto en la procesión como en la Catedral, se diría que sin ceder un ápice en su posición ante el emperador, los diputados no se quedaron ahí. En los capítulos adicionales del ceremonial retomaron a su favor la tradición hispánica estableciendo que las cortes e incluso las diputaciones que rodeaban a los emperadores recibirían honores de infante por parte de las tropas.[79]

Ya en la ceremonia propiamente dicha, los diputados se hicieron ver desde el primer juramento, pedido al emperador antes de proceder a su consagración y coronación según la fórmula redactada por el Congreso desde el 21 de mayo anterior. De manera semejante a como fue el juramento de Napoleón después de la misa,[80] los constituyentes mexicanos dispusieron: “se acercarán al trono el Presidente, vicepresidente y secretarios del Congreso, para exigir de s.m.i. el juramento que prestará en voz alta, en lengua castellana”.[81] Cabe señalar que mientras que el juramento de Napoleón tuvo lugar al final de toda la ceremonia, el de Agustín de Iturbide se llevó a cabo antes que cualquier otro gesto ritual que significara la concesión de la soberanía. Antes que ungido y coronado, Agustín I era así emperador por voluntad nacional.

Buenos conocedores de los ritos, los diputados supieron también reemplazar a algunos de los cortesanos de la familia imperial en las ceremonias. Por ejemplo, el honor de enjugar el óleo utilizado para la unción correspondió en Notre Dame a los capellanes principales de los respectivos emperadores.[82] Se hubiera esperado por tanto que en la Catedral de México le tocase, ya que no al limosnero y capellán mayores, que eran dos de los obispos oficiantes, al menos al teniente del primero u otro de los capellanes imperiales. En cambio, los diputados introdujeron ahí a dos de sus miembros clérigos, más aun, canónigos: el magistral de México Miguel Guridi y Alcocer y el prebendado de Oaxaca Florencio Castillo.[83] Empero, las correcciones posteriores del ceremonial impidieron que esta función tuviera toda la visibilidad originalmente proyectada, pues se dispuso que el arreglo de los emperadores se efectuara no en el trono, sino en la sala capitular de la Catedral.[84]

Asimismo, en Notre Dame, el honor de llevar las ofrendas que debían entregar los emperadores correspondió a cinco damas de la emperatriz, varias de ellas procedentes de la nobleza francesa del Antiguo Régimen y acompañadas de cinco generales del imperio.[85] Los constituyentes nombraron para este oficio una comisión de sus miembros integrada por cinco diputados,[86] por supuesto solos, es decir, sin que ningún militar de la familia imperial los acompañara.

Es importante llamar la atención sobre las insignias del emperador y su uso durante la ceremonia. La comisión redactora del proyecto las limitó a cinco: corona, cetro, anillo, espada y manto. Conviene recordar que Napoleón fue investido además con la mano de la justicia, de tradición francesa, y con el globo imperial, contando también con un collar como insignia.[87] Salvo este último, el emperador de los franceses llegó a Notre Dame con las insignias puestas,[88] que le fueron retiradas ceremonialmente por sus propios cortesanos mientras terminaba de cantarse el Veni Creator. Simbólicos, los diputados mexicanos establecieron claramente que el emperador llegaría “sin insignias”, lo mismo que la emperatriz,[89] con una sola excepción: la espada. Sin embargo, ello redundaba de nuevo en la visibilidad de los diputados: mientras que Napoleón entregó su espada al condestable imperial, Agustín de Iturbide debió hacerlo al Presidente del Congreso, Rafael Mangino.[90]

Mangino se convirtió, de hecho, en uno de los personajes más importantes de toda la ceremonia: además de recibir la espada imperial y participar en el primer juramento del emperador, recogió también las otras insignias imperiales (en lugar de distintos oficiales de la familia imperial, como en Francia) para llevarlas a bendecir al altar;[91] en fin, fue él mismo quien efectuó la coronación.[92] Ya lo han advertido prácticamente todos los autores que han tratado sobre la ceremonia: con este gesto, que sustituía la autocoronación de Napoleón, quedaba claro que el nuevo emperador debía su nombramiento a la nación y al Congreso que la representaba. Además, los diputados agregaban a su presidente a la corta lista de oradores seglares de la ocasión: a Mangino se le concedió voz en la Catedral para dirigir una breve alocución, de poco menos de doscientas palabras. Recordemos que las voces más escuchadas a lo largo de la ceremonia fueron, sin duda, las de los obispos, el de Guadalajara —Juan Cruz Ruiz Cabañas, que era el celebrante—, el de Puebla —Antonio Joaquín Pérez, que predicó el sermón—; cierto, se escucharon también constantemente las voces del coro que cantó los himnos, y en ocasiones las de los emperadores, por ejemplo, para responder en la Profesión y para los juramentos, e incluso se escuchó la de algunos cortesanos, como la del rey de armas en la proclamación. A obispos, cantores, emperador y cortesanos se unía la voz de la representación nacional. Además, incluso con la ceremonia ya terminada, el papel del presidente de los diputados no concluía, pues debía estar ya en el Palacio Imperial para “cumplimentar” al emperador en primer lugar.[93]

Por si la ubicación y los gestos litúrgicos de los diputados y de su presidente dejaran alguna duda del carácter constitucional del emperador, fue recordado por el rey de armas al final de la ceremonia: si a Napoleón se le había aclamado simplemente como Empereur des Français, Agustín i lo fue como “Emperador constitucional primero de los mexicanos”,[94] frase que debía además quedar grabada en el anverso de las medallas mandadas acuñar para la ocasión.[95] Se diría que los diputados no estaban dispuestos a dejar pasar oportunidad para recordárselo.

Entre lo más característico del ceremonial que prepararon se encuentra el doble juramento. El primero tenía lugar antes de la consagración; el segundo, retomado de la coronación de Napoleón, era al final de la misa, ya sin el alto clero presente.[96] Es posible, y no puedo más que suponerlo a falta de fuentes, que consideraran necesario que Agustín de Iturbide jurara tanto antes de ser ungido y coronado como ya estándolo, para reforzar así su lealtad al orden constitucional.

Cabe mencionar todavía una última modificación original de los legisladores: tanto el Pontifical como la coronación de Napoleón indicaban que la consagración debía tener lugar antes de la misa, mientras que la coronación se llevaría a cabo durante ésta, después del gradual.[97] Los constituyentes modificaron ese orden: reunieron unción y coronación después del gradual, debiendo empezar la misa inmediatamente después de tomar el primero de los juramentos,[98] y si nos atenemos a la reseña de la ceremonia que da Alamán, se diría que ése fue efectivamente el orden que se siguió.[99] El Pontifical, de hecho, disponía que ese primer tramo de la misa debía escucharlo el monarca ya consagrado y arrodillado.[100] Acaso los constituyentes trataron con ello de evitar que quien estaba ya ungido como emperador permaneciese en esa posición. En cualquier caso, su mandato más general en materia litúrgica fue en los capítulos adicionales del ceremonial, donde mandaron omitir “las palabras del Ceremonial o Pontifical Romano que indiquen Imperio absoluto y no constitucional, sustituyendo la palabra vasallos por súbditos”.[101]

Es sin duda interesante que el Congreso Constituyente se haya convertido así, prácticamente en corrector del Pontifical Romano, y más interesante aún que no hubiera habido protesta alguna del clero al respecto. Algo semejante había sucedido sólo unas semanas antes de la ceremonia de unción y coronación, cuando la junta de representantes diocesanos, con la opinión en contra de los maestros de ceremonias de la Catedral Metropolitana y de las provincias franciscanas de México, había concedido la modificación de una de las oraciones del Misal, justamente una de las que se usaba también en la ceremonia de coronación, la oración Pro rege para hacerla Pro Imperator, en reemplazo de las oraciones que se decían por el rey de España.[102] El clero pues, se mostraba entonces más interesado en aportar la legitimación del régimen que en cuidar los más mínimos detalles litúrgicos, lo que había contribuido sin duda a que el proyecto ceremonial de los diputados llegara a concretarse.

En fin, para cerrar la ceremonia, y de nuevo evocando los términos franceses, en lugar de un acta, el ministro de Estado levantó un “proceso verbal” del juramento imperial (de los dos, podemos suponer), con lo que se generó un documento como el que había servido de modelo para la ceremonia misma.[103] Tras el estampado de las firmas —ya desvestido el emperador de los ornamentos—, se formó la procesión de salida de los emperadores y la escolta del obispo de Guadalajara, y concluyó así, como lo habían escrito los propios diputados, esta “función tan solemne, nueva y plausible”.[104]

 

Comentarios finales

 

Los diputados del Congreso Constituyente de 1822 —en un evidente deseo de separarse de la tradición hispánica— retomaron de manera original el ceremonial utilizado por el emperador Napoleón i para la consagración y coronación del emperador constitucional Agustín i. Desde luego, no borraron por completo los rituales propios de la tradición hispánica, mas la liturgia que diseñaron ligaba al trono imperial mexicano con otra tradición ceremonial prestigiosa —que preservaba muchos de los gestos de la coronación de los reyes franceses del Antiguo Régimen en Reims—, con el beneficio acumulado de tomar distancia del Pontifical Romano y de los actos de subordinación al clero. Paradójicamente, ello no evitó que tuviera la aceptación de éste, que se mostró de momento fiel —muy fiel cabría decir— a la nueva situación generada por la Independencia, hasta el punto de sacrificar el seguimiento estricto de los rituales litúrgicos romanos.

Mas insisto también en que fue un ceremonial original, pues en él los diputados incluyeron no pocos gestos que demostraban que, contrario al de Napoleón, éste era un Imperio constitucional, en el que la representación nacional era también soberana y la que literalmente ponía en sus sienes la corona al emperador. En ese sentido, aunque los mismos contemporáneos vieron en la ceremonia una forma de legitimación personal de Agustín i por la vía del ceremonial religioso, es claro que se trataba de un proyecto algo distinto, pues no había sido sólo el emperador quien había dispuesto del ritual, sino el que ya se anunciaba entonces como su rival, el Congreso. Esto es, la liturgia de coronación era también un buen reflejo de las tensiones políticas de la época entre el emperador y los diputados, que ha señalado la historiografía reciente.

Nos queda desde luego como pendiente profundizar en otros aspectos de la ceremonia, como las reacciones populares que pudo generar, las manifestaciones artísticas para la ocasión, así como ahondar en las posturas del clero en su redacción. Mas quisiera insistir en que gracias a que durante buena parte del siglo xix la religión “seguía cumpliendo su papel tradicional de lazo político”, como bien advertía Annick Lempérière,[105] los actores políticos de la época no sólo continuaban celebrando abundantes ceremonias religiosas, sino que podían, como en este caso, introducir innovaciones en ellas, propias o retomadas de ejemplos trasatlánticos. De ahí que la liturgia pueda leerse no sólo en términos de continuidad de tradiciones centenarias, sino también de hibridaciones e incluso de renovación y de ruptura originales, como prueba lo estudiado ya para otras revoluciones del mundo atlántico.[106]

Así era ya bajo el Primer Imperio mexicano, y sería sin duda deseable contar con más análisis al respecto para la época republicana, que seguramente nos ilustrarían más sobre la riqueza de los proyectos políticos de la época y nos mostraría el interés que tiene el acercarse a la historia de la liturgia católica después de la Independencia.

 

 

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[1] Doctor en Historia por la Universidad de París I Panteón-Sorbona, se especializa en la historia de la secularización de los siglos xviii y xix. Es docente y directivo del Centro Universitario de los Lagos.

[2] El artículo se publicó por primer vez en Signos Históricos, vol. xiii, núm. 25 (2011): 68-99, issn: 1665-4420 y se reedita aquí con el visto bueno de su autor y de la revista Signos Históricos. El texto se redactó en el marco de una beca de estancias posdoctorales del conacyt en la Escuela de Estudios Hispano-Americanos de Sevilla, y contó con el auxilio invaluable del doctor José de Jesús Hernández Palomo. Este Boletín agradece al autor su interés y apoyo para divulgar por este medio su estudio.

[3] Véase Víctor Mínguez, Los reyes distantes. Imágenes del poder en el México virreinal, Castellón de la Plana, Universitat Jaume i, 1995; María Dolores Bravo Arriaga, “El otro rostro de Jano: Rituales y celebraciones fúnebres en honor del “más claro sol de las Españas”, Felipe iv, 1666”, en Herón Pérez Martínez (ed.), México en Fiesta, México, El Colegio de Michoacán/Secretaría de Turismo-Gobierno del Estado de Michoacán, 1998, pp. 329-337, y “La fiesta pública: su tiempo y su espacio”, en Antonio Rubial García (coord.), Historia de la vida cotidiana en México, tomo ii: La ciudad barroca, México, El Colegio de México/Fondo de Cultura Económica, 2005, pp. 435-460.

[4] Por ejemplo, Diario manual de lo que en la Catedral de México se practica y observa en su altar, coro y demás en todos los días del año, 1751, Biblioteca Nacional de España, Sala Cervantes, Ms. 12066.

[5] Lorenzo de Zavala, Ensayo histórico de las revoluciones de Mégico, desde 1808 hasta 1830, París, Dupont y Laguione, 1831, pp.  174-175.

[6] José María Bocanegra, Memorias para la historia del México independiente, México, Instituto Cultural Helénico/Fondo de Cultura Económica, tomo i, 1987, p. 68.

[7] Lucas Alamán, Historia de Méjico desde los primeros movimientos que prepararon su independencia en el año de 1808 hasta la época presente, México, Imprenta de J. M. de Lara, 1852, tomo v, pp. 622-638.

[8] Vicente Rocafuerte, Bosquejo ligerísimo de la Revolución de Mégico desde el grito de Iguala hasta la proclamación imperial de Iturbide, Filadelfia, Teracrouef y Naroajeb, 1822, pp. 241-244.

[9] Carlos María de Bustamante, Historia del emperador D. Agustín de Iturbide hasta su muerte y consecuencias y establecimiento de la república popular federal, México, Imprenta de Ignacio Cumplido, 1846, p. 22.

[10] Véanse Manuel Ferrer Muñoz, La formación de un Estado nacional en México. El imperio y la República federal, 1821-1834, México, unam, 1995; Alfredo Ávila, En nombre de la nación. La formación del gobierno representativo en México (1808-1824), México, cide/Taurus, 2002. No la examina Jaime del Arenal Fenocchio en Un modo de ser libres: Independencia y Constitución en México (1816-1822), Zamora, El Colegio de Michoacán, 2002), ,que se interesa en la relación entre el proyecto de Iturbide y el catolicismo. La coronación fue omitida también en el interesante estudio de María José Garrido, “Las fiestas celebradas en la ciudad de México. De capital de la Nueva España a capital del Imperio de Agustín i. Permanencias y cambios en la legislación festiva”, en La supervivencia del derecho español en Hispanoamérica durante la época independiente, México, Instituto de Investigaciones Jurídicas-UNAM, 1998, pp. 185-202.

[11] Timothy Anna, The Mexican Empire of Iturbide, Lincoln  y Londres, University of Nebraska Press, 1990, pp. 80-81; Enrique González Pedrero, País de un solo hombre: el México de Santa Anna, México, Fondo de Cultura Económica, 1993, pp. 175-178.

[12] Mona Ozouf, La fête révolutionnaire, 1789-1799, París, Gallimard, 1976; Michèle Fogel, Les cérémonies de l’information dans la France du xvie au xvie siècle, París, Fayard, 1989. Para el México independiente debo citar desde luego a Annick Lempérière (“De la República corporativa a la Nación moderna. México (1821-1860)”, en Antonio Annino y François-Xavier Guerra (coord.), Inventando la Nación. Iberoamérica siglo xix, México, FCE, 2003, pp. 316-346).

[13] Ivana Frasquet Miguel, Las caras del águila. Del liberalismo gaditano a la república federal mexicana, 1820-1824, Castellón de la Plana, Universitat Jaume i, 2008, pp. 202-204.

[14] Carmen Vázquez Mantecón, “Las fiestas para el libertador y monarca de México Agustín de Iturbide, 1821-1823”, en Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México, núm. 36, julio-diciembre, 2008, pp. 62-66.

[15] Inmaculada Rodríguez Moya, “Agustín de Iturbide: ¿Héroe o emperador?”, en Manuel Chust y Víctor Mínguez (eds.), La construcción del héroe en España y México (1789-1847), Valencia, Universitat de València/UAM-Iztapalapa/El Colegio de Michoacán, 2003, pp. 214-216.

[16] Bien que tampoco Bizancio tuvo una tradición de coronación fácilmente distinguible. Véase Gibert Dragon, Empereur ou prêtre. Étude sur le “césaropapisme” byzantin, París, Gallimard, 1996.

[17] Inmaculada Rodríguez Moya, “A Deo coronato. La coronación imperial en el arte”, en Heinz-Dieter Heimann, Silke Knippschild y Víctor Mínguez (ed.), Ceremoniales, ritos y representación del poder, Castellón de la Plana, Universitat Jaume i, 2004, pp. 205-245. También en la perspectiva de la tradición, debemos mencionar el estudio de las ceremonias de la Orden de Guadalupe de Verónica Zárate Toscano, “Tradición y modernidad: La Orden Imperial de Guadalupe. Su organización y sus rituales”, en Historia Mexicana, vol. xlv, núm. 2[178], octubre-diciembre, 1995, pp. 191-220.

[18] Véanse Philippe Martin, Le théâtre divin. Une histoire de la messe, xvie- xxe siècle, París, cnrs éditions, 2010, pp. 219-237; Alain Cabantous, Entre fêtes et clochers. Profane et sacré dans l’Europe moderne, xviie- xviie siècle, París, Fayard, 2004, pp. 3844 y Xavier Bisaro, Une nation de fidèles. L’Église et la liturgie parisienne au xviiie siècle, Turnhout, Centre d’Études Supérieures de la Renaissance/Brepols, 2006.

[19] Colección de todas las pragmáticas, cédulas, provisiones, circulares, autos acordados, bandos y otras providencias publicadas en el actual reynado del señor D. Carlos iv varias notas instructivas y curiosas, Madrid, Imprenta de la viuda é hijo de Marín, recopilación de Santos Sánchez, 1794, tomo i, pp. 2-3.

[20] Los ejemplos siguientes los retomo de José María Salvador (Efímeras efemérides. Fiestas cívicas y arte efímero en la Venezuela de los siglos xvii-xix, Caracas, Universidad Católica Andrés Bello, 2001, pp. 99-105) para Venezuela; Jaime Valenzuela Márquez (Las liturgias del poder. Celebraciones públicas y estrategias persuasivas en Chile colonial, 1609-1709), Santiago de Chile, Centro de Investigaciones Diego Barros Arana/Lom Editores, 2001, pp. 283-288) para Chile; Marta Fajardo de Rueda (“La jura de Carlos iv en la Nueva Granada”, en Anales del Instituto de Investigaciones Estéticas, vol. xxi, núm. 74-75, primavera, 1999, pp. 195-209) para Nueva Granada; Joaquín Arróniz (Ensayo de una historia de Orizaba, México, Instituto Veracruzano de la Cultura/Biblioteca Mexicana de la Fundación Miguel Alemán, 2004[c.1867], pp. 641-645) para la villa de Orizaba. Para las otras ciudades novohispanas, la Gazeta de México, tomo iv, núm. 5, 6 y 11, 9 y 23 de marzo y 1º de junio de 1790.

[21] Diario manual…, op. cit., 1751, ff. 67v-68.

[22] María José del Río Barredo, Madrid, Urbs regia. La capital ceremonial de la Monarquía católica, Madrid, Marcial Pons, 2000.

[23] Colección de todas las pragmáticas…, op. cit., 1794, p. 6. Seguimos la ceremonia en su descripción en la Gazeta extraordinaria de Madrid, núm. 81, 21-23 de septiembre de 1789.

[24] Gazeta extraordinaria de Madrid, núm. 81, 21-23 de septiembre de 1789, pp. 681-682.

[25] Por ejemplo, sobre el sumiller de corps: Carlos Gómez-Centurión Jiménez, “Al cuidado del cuerpo del Rey. Los sumilleres de corps en el siglo xviii”, en Cuadernos de Historia Moderna, Anejos, Anejo ii, 2003, pp. 199-239.

[26] Véase Descripción de los ornatos públicos con que la Corte de Madrid ha solemnizado la feliz exaltación al trono de los reyes nuestros señores Don Carlos iiii y Doña Luisa de Borbón y la jura del Serenísimo Señor Don Fernando, Príncipe de Asturias, Madrid, Imprenta Real, 1789.

[27] Gazeta extraordinaria de Madrid, núm. 81, 21-23 de septiembre de 1789, p. 683.

[28] Gazeta extraordinaria de Madrid, núm. 81, 21-23 de septiembre de 1789, pp. 684-686.

[29]  María José del Río Barredo, op. cit., 2000, pp. 24-25.

[30] Al respecto, véase Carmen Vázquez Mantecón, op. cit., 2008, pp. 70-78.

[31] Gaceta del Gobierno Imperial de México, núm. 12, 28 de enero de 1823, pp. 45-46.

[32] Proyecto del ceremonial que para la inauguración, consagración y coronación de Su Magestad el emperador Agustín Primero se presentó por la comisión encargada de formarlo al Soberano Congreso en 17 de junio de 1822, México, Imprenta de D. José María Palomera, 1822. Gaceta del gobierno imperial de México, núm. 61 y 62, 29 de junio y 2 de julio de 1822.

[33] Gaceta del Gobierno Imperial de México, núm. 70, 20 de julio de 1822, pp. 533-535.

[34] Actas constitucionales mexicanas (1821-1824), México, UNAM, 1980, tomo ii, vol. i, pp. 328-329.

[35] Ibid., tomo iii, vol. ii, pp. 63-64.

[36] Jaime del Arenal Fenocchio, “El Plan de Iguala y la salvación de la Religión y de la Iglesia novohispana dentro de un orden constitucional”, en Manuel Ramos Medina (coord.), Historia de la Iglesia en el siglo xix, México, El Colegio de México/El Colegio de Michoacán/Instituto Mora/ UAM-Iztapalapa/Centro de Estudios de Historia de México condumex, 1998, pp. 73-91.

[37] Lucas Alamán, op. cit., 1852, tomo v, p. 624. Ceremonias de la Iglesia en la unción y coronación del nuevo rey o emperador, escritas en latín por D. Andrés Castaldo y traducidas al castellano, México, Oficina de Valdés, 1822.

[38] Lucas Alamán, op. cit., 1852, p. 625.

[39] Procès-verbal de la cérémonie du sacre et du couronnement de LL.MM. l’Empereur Napoléon et l’Impératrice Joséphine, París, Imprimerie Impériale, 1805. Sobre esta ceremonia: Jacques-Olivier Boudon, Napoléon et les cultes. Les religions en Europe à l’aube du xixe siècle, París, Fayard, 2002, pp. 125-129.

[40] Proyecto…, op. cit., 1822, artículos 2, 3, 21 y 43.

[41] Procès-verbal…, op. cit., 1805, pp. 1-3, 26 y 49.

[42] Le sacre et couronnement de Louis xvi, roi de France et de Navarre dans l’Église de Reims, le 11 juin 1775, précédé de recherches sur le sacre des rois de France depuis Clovis jusqu’à Louis xvi et suivi d’un journal historique de ce qui s’est passé à cette auguste cérémonie, París, Librairie des Menus Plaisirs du Roi, 1775, pp. 43, 62-63.

[43] Ceremonias…, op. cit., 1822, p. 2. Pontificale Romanum Clementis viii ac Urbani viii jussu editum inde vero a Benedicto xiv recognitum et castigatum, Roma, s.e., 1818, p. 156.

[44] Lucas Alamán, op. cit., 1852, tomo v, p. 633.

[45] Gaceta del Gobierno Imperial de México, núm. 70, 20 de julio de 1822, pp. 535-536. “Les huissiers, sur quatre de front; les hérauts d’armes, sur deux de front; le chef des hérauts d’armes; les pages, sur quatre de front; MM. […] Aides des cérémonies; MM. […] maîtres de cérémonies; M. […] grand maître de cérémonies”. Procès-verbal…, op. cit., 1805, pp. 21-22.

[46] Gaceta del Gobierno Imperial de México, núm. 70, 20 de julio de 1822, p. 536. Procès-verbal..., op. cit., 1805, pp. 22-25.

[47] Proyecto…, op. cit., 1822, artículo 20. Procès-verbal..., op. cit., 1805, p. 25.

[48] Gaceta del Gobierno Imperial de México, núm. 70, 20 de julio de 1822, pp. 534. Lucas Alamán (op. cit., 1852, tomo v, p. 635) dice en todo caso que los canónigos acompañaron al emperador hasta el trono chico.

[49] Le sacre…, op. cit., 1775, p. 44; Procès-verbal…, op. cit., 1805, p. 27.

[50] Lorenzo de Zavala, op. cit., 1831, p. 175.

[51] Pontificale…, op. cit., 1818, p. 166. Ceremonias…, op. cit., 1822, p. 8.

[52] Precedido, cabe decir, tanto en París como en México, de la oración In hoc Imperii solio, que no está en el Pontifical.

[53] Le sacre…, op. cit., 1775, p. 63. Procès-verbal…, 1805, op. cit., pp. 50-51. Proyecto…, op. cit., 1822, artículo 44.

[54] Procès-verbal…, op. cit., 1805, p. 58, artículo 59.

[55] Pontificale…, op. cit., 1818, p. 168. Ceremonias…, op. cit., 1822, p. 8.

[56] Le sacre…, op. cit., 1775, p. 68. Procès-verbal…, op. cit., 1805, p. 55. Proyecto…, op. cit., 1822, artículo 48.

[57] Jacques-Olivier Boudon, op. cit., 2002, pp. 125-129.

[58] Procès-verbal…, op. cit., 1805, p. 28. Proyecto…, op. cit., 1822, artículos 23-25.

[59] Pontificale…, op. cit., 1818, pp. 157-158. Ceremonias…, op. cit., 1822, p. 4.

[60] Le sacre…, op. cit., 1775, pp. 59-60. Procès-verbal…, op. cit., 1805, p. 35.

[61] Proyecto…, op. cit., 1822, artículo 32. Ceremonial…, op. cit., 1822, p. 5. Pontificale…, op. cit., 1818, p. 161.

[62] Procès-verbal…, op. cit., 1805, p. 48. Jacques-Olivier Boudon, op. cit., 2002, p. 128.

[63] Lucas Alamán, op. cit., 1852, tomo V, p. 625.

[64] Ibid., p. 625.

[65] Ceremonial…, op. cit., 1822, artículos 46 y 57. Procès-verbal…, op. cit., 1805, pp. 54-55 y 57. Jacques-Olivier Boudon, op. cit., 2002, p. 128.

[66] Procès-verbal…, op. cit., 1805, p. 35.

[67] Proyecto…, op. cit., 1822, artículo 30.

[68] Pontificale…, op. cit., 1818, p. 159.

[69] Le Sacre…, op. cit., 1775, pp. 51-55.

[70] Proyecto…, op. cit., 1822, artículo 8.

[71] Actas constitucionales mexicanas…, op. cit., 1980, tomo ii, vol. i, pp. 331-332.

[72]  Ibid., tomo iii, vol. ii, pp. 56-58.

[73] Id.

[74] Ivana Frasquet Miguel, op. cit., 2008, pp. 192-201. Alfredo Ávila, Para la libertad. Los republicanos en tiempos del Imperio, 1821-1823, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 2004, pp. 118-125.

[75] Gaceta del Gobierno Imperial de México, núm. 70, 20 de julio de 1822, p. 536.

[76] Procès-verbal…, op. cit., 1805, pp. 22-25.

[77] Proyecto…, op. cit., 1822, artículo 62.

[78] Ibid., artículo 5.

[79] Gaceta del Gobierno Imperial de México, núm. 70, 20 de julio de 1822, p. 534.

[80] Procès-verbal…, op. cit., 1805, pp. 57-58.

[81] Proyecto…, op. cit., 1822, artículo 28.

[82] Procès-verbal…, op. cit., 1805, p. 38.

[83] Proyecto…, op. cit., 1822, artículo 34.

[84] Gaceta del Gobierno Imperial de México, núm. 70, 20 de julio de 1822, p. 534.

[85] Procès-verbal…, op. cit., 1805, p. 55.

[86] Gaceta del Gobierno Imperial de México, núm. 61, 29 de junio de 1822, p. 459.

[87] Procès-verbal…, op. cit., 1805, pp. 46-47.

[88] La emperatriz Josefina, en cambio, llevaba puesto el manto y el anillo, pero no la corona. Ibid., p. 22.

[89]  Proyecto…, op. cit., 1822, artículo 19.

[90] Ibid., artículo 22.

[91] Ibid., artículo 38.

[92] Ibid., artículo 39.

[93] Gaceta del Gobierno Imperial de México, núm. 61, 29 de junio de 1822, p. 458.

[94] Procès-verbal…, op. cit., 1805, p. 58. Proyecto…, op. cit., 1822, artículo 59.

[95] Proyecto…, op. cit., 1822, artículo 9.

[96] Ibid., artículos 28, 58 y 60.

[97] Ceremonias…, op. cit., 1822, pp. 6-7. Pontificale…, op. cit., 1818, p. 163.

[98] Proyecto…, op. cit., 1822, artículo 29.

[99] Lucas Alamán, op. cit., 1852, tomo v, p. 633.

[100] Pontificale…, op. cit., 1818, p. 163. Ceremonias…, op. cit., 1822, p. 6, “en algún faldistorio adornado se hinca para la misa”

[101] Gaceta del Gobierno Imperial de México, núm. 70, 20 de julio de 1822, p. 534.

[102] Colección eclesiástica mejicana, México, Imprenta de Galván a cargo de Mariano Arévalo, 1834, tomo i, pp. 42-49. La junta de representantes diocesanos es más conocida por haber abordado el tema del Patronato que por sus decisiones litúrgicas que, sin embargo, fueron las únicas en las que los representantes tuvieron el cuidado de buscar el respaldo de dos obispos, los de Puebla y Durango. Para el tema del Patronato, que tendrá una larga trayectoria en los años siguientes, véase Brian Connaughton, “República federal y Patronato: el ascenso y descalabro de un proyecto”, en Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México, núm. 39, enero-junio de 2010, pp. 5-70.

[103] Proyecto…, op. cit., 1822, artículo 60. Procès-verbal…, op. cit., 1805, p. 58.

[104] Gaceta del Gobierno Imperial de México, núm. 70, 20 de julio de 1822, p. 535.

[105]  Annick Lempérière, op. cit., 2003, p. 331.

[106] Véase especialmente Mona Ozouf, 1976 y Xavier Bisaro, 2006.



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