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“Ciencia de Jesucristo” contra “dardos” de la secularización:

el proyecto del obispo Ruiz de Cabañas, 1795-1824

2ª y última parte

David Carbajal López[1]

 

Concluye la revisión a las circunstancias y gestiones en las que navegó

en las más agitadas aguas, el último obispo de Guadalajara electo por el Rey de España,

continuador del legado alcaldeano y capitán de una nave de no corta eslora.[2]

 

 

 

1.     

2.    Ciencia del clero y educación de la grey

Apenas dos meses después de la firma de su carta pastoral dirigida a la grey nicaragüense, en mayo de 1795, Ruiz de Cabañas fue presentado por el rey para la mitra de Guadalajara. Preconizado a fines de ese mismo año por el Papa Pío vi, en julio tomó posesión por poder del obispado, y por fin, el 3 de diciembre de 1796, hizo su entrada triunfal en su ciudad episcopal.[3] Apenas cinco meses más tarde, en mayo de 1797, comenzó a recorrer personalmente la extensa diócesis. Aunque realizó varias salidas en los años siguientes, sólo completó su visita a través de un representante suyo, el padre José Agustín Sánchez, quien recorrió el camino de Guadalajara a Tepic en el primer semestre de 1802. Su visita pastoral es tal vez una de las más conocidas en la historiografía mexicanista, gracias a que envió al Consejo de Indias una copia de los autos completos en febrero de 1804.[4]

A lo largo de este recorrido fue dejando en las parroquias un edicto con una larga serie de instrucciones a sus curas; un documento asimismo bien conocido de la historiografía local, a la que seguimos en la denominación de “mandatos de visita”.[5] Para nosotros se trata de un testimonio de que desde el principio de su pontificado dedicó una parte significativa de sus esfuerzos a asegurar la formación de sus fieles, de conformidad con su carta pastoral de 1795, insistiendo en particular en hacer del clero de la diócesis el instrumento para ello. En efecto, luego de recordar la vigencia de las visitas pastorales de sus predecesores en la mitra, llamó de inmediato a los párrocos a atender “la ignorancia de muchos infelices en lo más necesario a su salvación”, en particular aquellos residentes fuera de las cabeceras parroquiales. Ruiz de Cabañas dirigió un reproche a un clero tapatío con intereses profanos, que estaría más interesado en “engrosar su peculio” para poder abandonar la cura de almas y “vivir con comodidad y regalo en alguna de las poblaciones a que tienen más afición”. En cambio, le ordenaba que se dedicara a explicar la doctrina cristiana en el ofertorio de la misa, y “a otras horas convenientes y oportunas”, y que para ello se allegaran los libros básicos, como la Biblia, los Concilios Tridentino y Provinciales mexicanos, así como el Catecismo Romano.[6]

Más adelante trataba también sobre la “ciencia necesaria a los sacerdotes”. Para promover su estudio les impuso la obligación de asistir a conferencias morales todos los miércoles y sábados. Casi sobra decir que el obispo no se refería a la ciencia moderna, sino a una que servía “para manifestar e intimar al pueblo con gravedad y dignidad los adorables decretos y soberanas disposiciones de la voluntad del Señor”. Esto es, los sacerdotes debían ser conocedores a profundidad de la doctrina cristiana, las Sagradas Escrituras, los Padres de la Iglesia y los Concilios, así como de los libros litúrgicos y de la catequesis.[7] Simultáneamente pastores, médicos espirituales y maestros, el siguiente mandato era que debían “enseñar e instruir a sus fieles”,[8] para lo cual estaban obligados –les recordaba el prelado– a la residencia en sus parroquias, la cual “no ha de ser puramente física y material, sino formal, exacta y celosa”. También les instaba a recorrer los pueblos fuera de su cabecera al menos cada mes. A partir de esas visitas, que les permitirían conocer a fondo el estado de la feligresía, los párrocos estaban ahora obligados a remitir a la mitra informes cuatrimestrales en que debían de dar “la más exacta y prolija razón del número, castas, calidad, ocupaciones, virtudes y vicios de todos sus parroquianos”.[9] Sin duda, nada de esto es una novedad completamente radical. Ruiz de Cabañas no revoluciona los instrumentos de que disponía el episcopado para ejercer su poder sobre los pueblos, pero es muy claro que hay un intento de volverlos, diríamos hoy, más eficientes.

Casi se diría que efectivamente estaba preparando a su diócesis para enfrentar los problemas que había identificado desde 1795. En los años siguientes es posible encontrar edictos que se mantienen en la misma línea. En el de 4 de febrero de 1801, lamentaba que sus medidas y las de sus antecesores no “han sido bastantes para desterrar la ignorancia lamentable en que yacen muchos de nuestros amados hijos de esta diócesis”, incluso respecto de puntos fundamentales del catolicismo. Para conseguirlo, impuso un “examen y aprobación en la doctrina cristiana” a todos los fieles, que los párrocos certificarían por escrito, y habría de constituir un requisito para dar por cumplido el precepto anual.[10] Como cabía esperar de una innovación tan característica, el obispo tuvo que insistir en su cumplimiento en otro edicto dos años más tarde, reprochando a sus curas que, o bien se le había ignorado por completo, o se le “había dado una inteligencia tan siniestra” que se había borrado del todo su eficacia, o incluso había servido para alejar a los fieles del confesionario. Ruiz de Cabañas terminaba reiterando: “nuestro objeto no es otro que el de procurar exterior y públicamente la verdadera felicidad e instrucción cristiana de nuestros amados diocesanos”.[11]

En los últimos años de su pontificado, tras la guerra de 1810, el obispo siguió reiterando estos mandatos en particular. Más todavía, se mandaron imprimir cartas modelo para los recordatorios. Todo ello es prueba del carácter fundamental que estas medidas tenían en su proyecto episcopal, aunque también de las dificultades para imponerlas. En junio de 1820 el obispo enumeraba tres informes que debían entregar los párrocos: a principios de año sobre sacramentos; en Pentecostés los padrones de cumplimiento del precepto anual, y en fin, los informes cuatrimestrales, que debían incluir el “estado de costumbres cristianas, vicios o escándalos”, fondos de la parroquia, la realización de conferencias semanarias del clero, noticias del clero y de aspirantes al estado clerical.[12] A fines de 1822 hubo una nueva cordillera en que el prelado decía esperar “que ésta sea la última vez en que me vea precisado a recordar a mis párrocos sus deberes”.[13] Hasta donde sabemos, la última ocasión fue en realidad en mayo de 1824, cuando una nueva carta impresa circuló por los curatos de la diócesis insistiendo en particular en la remisión del informe relacionado con el precepto anual.[14]

Cabe destacar aquí la importancia que el obispo atribuía al clero como docente de sus fieles, más allá incluso de la escolarización de la feligresía. En su carta pastoral de 1795 el término “escuela” apenas si aparecía en cuatro ocasiones, y si bien en una de ellas lamentó su falta, también describió a un padre de familia ideal que era capaz de educar a su prole sin ella, e incluso llegó a evocar épocas del remoto pasado “en los que ni había más escuelas públicas que las iglesias”.[15] En su relatio ad limina de 1805, Ruiz de Cabañas lamentó también su escasez, en particular por lo que toca a las mujeres, pues en el colegio de San Diego, señaló, “se forman mujeres útiles y capaces de transmitir a sus hijos y domésticos la instrucción que adquieren, y ésta sería general dentro de poco si abundara este género de establecimientos”.[16] Sin embargo, al menos en ese documento, aunque insistió en la necesidad de dotar escuelas, dejó por completo el asunto en manos de la Corona, recordando que ésta había ya previsto que podían financiarse con bienes de comunidad en los pueblos de indios.[17]

La formación y encuadramiento de los fieles dependía, pues, fundamentalmente del clero. Para reforzar la preparación de los sacerdotes, las conferencias morales no fueron el único recurso. Ruiz de Cabañas es recordado hoy por la fundación del Colegio Clerical del Divino Salvador. Desde septiembre de 1796, casi tres meses antes de llegar a Guadalajara, su apoderado para tomar posesión del obispado le escribió sugiriendo la formación de un “seminario clerical y de corrección” para atender “el horroroso escándalo que han dado y aun dan en el día uno u otro eclesiástico a los seculares, en que los ha precipitado la miseria humana y violencia de sus vicios”.[18] Tres años más tarde, efectivamente, el prelado remitió al Consejo de Indias el memorial correspondiente. El nuevo colegio tendría como fin la “dirección espiritual” de los seminaristas, servir de una especie “formación terminal”[19] de los ordenados tapatíos, pero también la corrección de clérigos, como había sugerido su apoderado; pero nos interesa sobre todo que el obispo incluyó entre sus funciones realizar “misiones circulares en los pueblos más necesitados de instrucción y cuyas costumbres se hallan más deterioradas por los viciosos hábitos y abusos”.[20] Era una labor con la que la nueva iniciativa sería útil a ambas potestades, considerando, en un tono que no deja de recordar la carta pastoral de 1795, los “tiempos tan miserables y corrompidos” que afectaban a la Iglesia y al Estado.[21]

Centro de formación “misionero y espiritual más que académico”,[22] según se ha destacado ya en la bibliografía reciente, hay que insistir en que el proyecto del obispo era muy tradicional. Así se puede constatar en las constituciones que redactó y fueron puestas en vigor en 1802.[23] Por lo que toca a los misioneros, les indicó tener presentes tres libros: las Institutionum ad Oblatos Sancti Ambrosii de San Carlos Borromeo (1581), las Instrucciones para seminarios conciliares y eclesiásticos del misionero apostólico Francisco González (1777), y las Constituciones del Seminario y Congregación del Salvador del Mundo, fundada en Madrid a principios del siglo xviii.[24] Las dos últimas eran obras que daban consignas muy claras a los misioneros. Evidentemente, su objetivo era llevar a los fieles a la confesión, por lo que era necesario hacerlos conscientes de sus pecados, hacerles sentir la culpa correspondiente, o al menos reconocer las consecuencias que podían tener para su salvación eterna.[25]

En el marco de la misión, los sacerdotes pasaban de maestros a médicos, y los feligreses, de alumnos ignorantes a enfermos conscientes. Para sanarlos, había un método muy detallado en la obra de González, conforme con esta misma metáfora: establecer un orden “en la aplicación de las medicinas, dando principio por las suaves, y prosiguiendo por las fuertes”.[26] La misión se estructuraba en un total de 22 pláticas, cada una organizada en dos o tres proposiciones, cubriendo temas que iban desde la presentación de la misericordia divina hasta la explicación del Juicio Final, el infierno y los pecados, para luego volver sobre el amor familiar, la reconciliación, el Cielo y la perseverancia.[27] Aunque menos detalladas, también las Constituciones de la Congregación del Salvador dan idea de una jornada misionera estructurada, en este caso en tres ejercicios: plática breve, plática de doctrina cristiana y sermón. Mientras las pláticas eran una explicación de los “principales misterios, y particularmente aquéllos sin cuya explícita creencia no se pueden salvar”, el sermón iba “dirigido a la conversión de los pecadores, con los motivos graves de la culpa, penas del infierno, certeza de la muerte”.[28]

Romero Delgado afirmaba que en el Colegio Clerical “se fomenta una pastoral misionera, llena de sentido social, si por éste entendemos una reforma en las costumbres, un tomar conciencia de los males que aquejan el entorno social y una postura dispuesta a la reconciliación entre los ciudadanos”.[29] Sin duda hay algo de cierto, pero considerando los autores que recomendaba, también podría decirse que ese “sentido social” era profundamente tradicionalista, fiel al orden del antiguo régimen, y que trataba de enfrentar, como efectivamente ocurrió más adelante, los cambios políticos de principios del siglo xix. Dicho esto, para lograr que el clero fuera un verdadero instrumento contra las amenazas de la secularización, el obispo Ruiz de Cabañas debía incluso hacer algo todavía más fundamental con los sacerdotes de la diócesis de Guadalajara: obligarlos a representar efectivamente la imagen de personas consagradas, empezando con su vestimenta.

 

3.    Vestir al clero contra la secularización

 

El traje clerical pudiera parecer un asunto secundario y que fácilmente puede dejarse de lado. De hecho, en la historiografía mexicanista se le ha prestado poca atención para la época que tratamos, a pesar de que existen estudios amplios de sociología histórica del clero.[30] Sin embargo, es un tema que aparece en los documentos de inicio del pontificado de Ruiz de Cabañas como elemento explícitamente relevante de lo que consideramos como su proyecto pastoral. Volvamos en primer lugar a los ya mencionados mandatos de visita de 1797. El décimo punto llevaba por título “hábito clerical y corona abierta”. Tal vez sea significativo que se ubica antes de los puntos que hemos citado, sobre la conducta y la ciencia de los sacerdotes, y sobre los deberes de los párrocos. Se trataba de un recordatorio de que si bien “el hábito no hace al monje”, “por él deben distinguirse [los clérigos] aun a primera vista del respeto de los demás hombres”.[31]

Los sacerdotes debían ser los primeros que no debían secularizarse, aquí en el sentido de abandonar la impronta del catolicismo como eje rector de sus vidas, mezclándose con personas y en prácticas profanas. El obispo apuntaba con escándalo que “muchos” clérigos “no sólo dejan y abandonan casi de por vida el hábito talar”, sino que “se desfiguran y disfrazan enteramente para asistir con más desahogo a fiestas profanas, ferias, juegos, bailes y otras concurrencias”.[32] Cabe destacar los verbos utilizados por el obispo, la vestimenta clerical era lo que les correspondía casi “naturalmente”, podríamos decir, y se oponía por ello a los trajes profanos, de tal forma que éstos terminaban siendo un disfraz para los sacerdotes. Había, además, por si fuera poco, implicaciones sociales y políticas. Esos clérigos que no se vestían como tales daban “ocasión y motivo a que se les trate como a seculares”,[33] lo que era tanto como subvertir las jerarquías de la sociedad de antiguo régimen.

Ahora bien, el traje que el obispo esperaba que su clero portara incluía, ante todo el hábito talar, es decir, una prenda que llegara hasta los tobillos, pero concedía al final del mismo mandato que “por andar de viaje, por el excesivo calor o por tener que correr a caballo para el ejercicio pronto del ministerio”, usaran “vestido corto”. No lo detallaba, posiblemente se refería a alguna forma del traje de abate, es decir, con calzón a la rodilla y medias. En cualquier caso, los elementos irrenunciables de la vestimenta eclesiástica eran tres: el color negro, el sobrecuello y el corte de pelo con la corona abierta según la jerarquía.

La preocupación del obispo Ruiz de Cabañas no era extraña en su época. Apenas unos años antes, en mayo de 1790, el arzobispo de México había promulgado un edicto al respecto pero mucho más detallado. Compartían los mismos principios, pero el metropolitano entraba a enlistar con precisión todos los adornos que debían evitarse, como mangas, ribetes, solapas, armadores, botonaduras metálicas; limitaba la forma de ciertas prendas, como las alas tendidas de los sombreros o los adornos en las hebillas de los zapatos.[34] Esto es, el episcopado de finales del siglo xviii y principios del xix compartía la inquietud de ver que el clero cedía a las modas profanas de la época.

Nuestro prelado estimó necesario publicar un edicto separado para insistir en el asunto en 1803, dirigiendo sus reproches, sobre todo mas no exclusivamente, al clero de Guadalajara: “particularmente en nuestra capital se ha envejecido el abuso y la intolerable relajación de que algunos clérigos se vistan a su antojo”.[35] Si el arzobispo de México se había extendido en los detalles del adorno, Ruiz de Cabañas abordaba con amplitud la justificación de un traje particular para el clero. Se trataba simplemente de la razón natural: en todos los pueblos civilizados existía la distinción, de profesiones pero también de jerarquías, a partir de la vestimenta. Según el obispo, la Iglesia no había hecho sino seguir a la razón y a la naturaleza, pero había agregado una insistencia específica en la “santa simplicidad y la modestia”. Se trataba de evitar las “funestas consecuencias” que podía tener en el clero “el escandaloso apego al brillo, a la suntuosidad y al sobresaliente aparato”. Según se entiende de las consideraciones del obispo y de su repaso de la legislación canónica en la materia, en el traje se jugaba nada más y nada menos que la conservación de la superioridad moral del clero sobre los seglares.

Ruiz de Cabañas no dejaba de utilizar las imágenes del combate y de la jerarquía: “el hábito clerical es el uniforme de la milicia santa y la señal sagrada y común que distingue a los clérigos, que los honra, que los hace respetables a los pueblos y que les pone a la vista su dignidad y carácter”. Los adornos de las vestiduras, en buena lógica, venían a convertirse en testimonio de pecado. De hecho, advertía con severidad: “el formar instrumentos de su orgullo con las mismas señales de su desobediencia y rebeldía, no es otra cosa que hacer mofa y burla de la Justicia Divina”. Y sin embargo, esta “última monición” a su clero en la materia contenía una lista de multas y penas de ejercicios espirituales para los contraventores, que no era particularmente onerosa, salvo para los reincidentes en tercera ocasión.

De manera semejante al arzobispado de México, el edicto de Guadalajara prohibió ciertas prendas consideradas “de moda” en la época. Por sólo citar algunos ejemplos, en el caso del calzado, “los zapatos puntiagudos que llaman de la cucaracha”, así como el “ridículo adorno de lazos o cordoncillos”; asimismo, “por el mal origen”, quedaban prohibidos también el “citoyen”, “las medias botas y los sombreros apilonados”, y en fin, “los calzones estrechos” y los colores en otras prendas exteriores. Ruiz de Cabañas terminaba recurriendo a un estereotipo masculino ya clásico para descalificar todas esas modas y adornos: los clérigos que los usaban “se confunden con los pisaverdes más repulidos y afeminados”.

El término pisaverde aparece ya en el Tesoro de la lengua castellana de Sebastián Covarrubias a principios del siglo xvii. Ahí se definía como “mozo galán de poco seso” y se explicaba que el término se debía a que “va pisando de puntillas por no reventar el seso que lleva en los calcañales”.[36] En el siglo xviii la holgazanería reemplazó a la tontería,[37] y ya a principios del siglo xix los diccionarios incluían además el tema del “afeminamiento”,[38] que evidentemente ya está presente en el caso de Ruiz de Cabañas. No era una palabra rara en el discurso eclesiástico de fines del siglo xviii, pues es posible encontrarla lo mismo en un erudito como el padre Feijóo que en un misionero como el padre Catalayud. Sin embargo, cabe destacar que en las primeras décadas del siglo xix iba adquiriendo connotación política.

En efecto, esto podemos ilustrarlo con dos textos unos años posteriores al edicto del Obispo Ruiz de Cabañas. En el Diccionario manual razonado para inteligencia de ciertos escritores que por equivocación han nacido en España (1811), en el artículo “Fanatismo”, ya encontramos la asociación entre el pisaverde y la filosofía de la Ilustración. En ese texto el fanatismo se entiende como una ficción de los filósofos, a quienes describe en la figura de un “pisaverde barbilampiño” que en lugar de asistir a misa “solía irse por caminos desusados” con libros de Voltaire, de Rousseau y de Heinecio, “propios para formar el corazón de los jóvenes y hacerlos si no santos, a lo menos demonios”.[39] En esa misma tónica, en la traducción española del Nuevo vocabulario filosófico democrático de Lorenzo Ignacio Thiulen (1811), el artículo sobre el celibato relaciona también al pisaverde y su “vida estragada y obscena, ocupada en poner lazos y acechanzas a las mujeres de otros” con la falta de religión, ésta a su vez producto de “los misioneros y propagandistas filosóficos”.[40]

En el caso concreto de Nueva España, en la misma época en que Ruiz de Cabañas publicaba su edicto, había otro estereotipo de hombre vanidoso que preocupaba al clero: el currutaco. El obispo no lo mencionó, pero en cambio enlistó algunas de sus prendas más características, como los zapatos “de cucaracha”, los listones en el calzado y las medias, “los calzones estrechos”, entre otros. Sabemos además que esta figura fue utilizada por el clero de la ciudad de México en los primeros años del siglo xix para combatir, a través de su ridiculización, ciertas conductas profanas. Esos personajes masculinos eran asociados con la vanidad, pero además se les distinguía por cierto grado de independencia respecto de lo religioso, por su participación en discusiones (la denominación de “eruditos a la violeta” era una manera de descalificar esa costumbre por interesarse en todo tipo de debates), por aficionarse a prácticas culturales más “modernas”, como el teatro, el café y el baile.[41] Esto es, ya fueran pisaverdes o currutacos, en el tema del traje sacerdotal también había una batalla cultural contra un incipiente proceso de secularización, esto es, de separación, así fuese parcial, de marcos de vida específicamente religiosos.

Entre todo el clero tapatío, cabe decir, hubo uno que efectivamente se convirtió en ejemplo de relación entre la mala conducta y el cuidado de la moda: el canónigo Ramón Cardeña y Gallardo, llegado en 1802 a la Catedral tapatía. Largo sería hacer aquí el recuento de su complicada trayectoria.[42] Baste recordar, para lo que tratamos en este artículo, que Cardeña ganó notoriedad por su relación sentimental con María Ignacia Rodríguez de Velasco, “la güera Rodríguez”, según la acusación que remitiera al obispo el marido de ella.[43] Bajo el argumento de tratar sus enfermedades, se ausentó de Guadalajara desde finales de 1802, con la prohibición expresa del prelado de volver a la ciudad de México.[44] Terminó siendo descubierto por el arzobispo de México “asistiendo a comedias” (con hábito talar, cabe decir) a fines de 1803.[45]

Para mediados del año siguiente, este clérigo de diversiones profanas y vida sexual activa era descrito por el provisor José María Gómez y Villaseñor como alguien que usaba “en calzado, pelo y claro, patilla, o lo que sea de la última moda”, de tal forma que se distinguía de todos los eclesiásticos de la sede obispal.[46] A mediados de 1808, terminó abandonando Guadalajara sin licencia, y peor aún, ya sin llevar traje clerical, y fue arrestado en Puebla en septiembre.[47] Desde luego, el abandono de la residencia fue el tema principal de los procedimientos contra el canónigo en fuga, pero la cuestión de su vestimenta no era menor: “No fue menos escrupuloso el Derecho en cuidar que los clérigos se abstuviesen de los trajes y negocios seculares, de que resulta el trastorno de su instituto y desprecio de su respetable carácter”, señaló el promotor fiscal de la diócesis.[48] De hecho, Ruiz de Cabañas solicitó el apoyo del arzobispo de México para confirmar las que identificó como sus dos faltas principales: la frecuencia de diversiones profanas, y “el mudar de traje, ya de militar, ya de paisano”.[49]

En fin, en septiembre de 1809 el obispo se dirigió a la regencia para exponer las dificultades que tenía en éste y otros casos, porque los clérigos optaban por apelar las resoluciones episcopales ante la jurisdicción real. En ese documento la omisión del uso del traje se asociaba al menos dos veces con las otras faltas a la conducta propia del clero: el trato con las mujeres, la asistencia al teatro y casas de juegos.[50] El clero que no vestía como tal, que “se disfraza en traje secular”, como decía el obispo tapatío, se hacía casi sospechoso por definición.

Como cabía esperar, Ruiz de Cabañas había reiterado en su visita ad limina que ésta había sido una de sus prioridades. Aunque reconocía que había clérigos “modestos hasta en su traje”, informaba que este último lo había “arreglado en todos por punto general y por medio de un edicto a lo que prescriben los sagrados cánones”.[51] Unos años más tarde, el obispo habría de enfrentar a clérigos, que tal vez tampoco lucían constantemente sotana, pues se encontraban en posición de mando en un movimiento que parecía representar de nuevo las amenazas que había atisbado ya en 1795.

 

4.    Insurgencia, independencia y secularización

Largo sería aquí exponer los acontecimientos que ocurrieron en la Nueva Galicia a partir de septiembre de 1810, cuando se produjo el alzamiento encabezado por el cura de Dolores, Miguel Hidalgo y Costilla. Baste señalar que el obispo Ruiz de Cabañas se sumó a la defensa de su ciudad ante el avance de los insurgentes, pero debió abandonarla en noviembre de ese mismo año. Logró volver en marzo de 1812, con la protección de las tropas realistas.[52] Evidentemente también dedicó sus esfuerzos a combatir la insurgencia, sobre lo cual no hemos podido realizar aún una investigación amplia, empero podemos centrarnos aquí en un documento muy concreto que ilustra bien las premisas de ese combate: la carta pastoral que el prelado publicó en septiembre de 1815.[53]

Era un texto destinado a condenar la administración de los sacramentos por parte del clero insurgente. Comenzaba con un recordatorio de los principios del orden social: la subordinación a las leyes que Dios había establecido, el principio de que “no hay sociedad, comunidad o cuerpo que no deba su vida a la subordinación y dependencia de los miembros respecto de su cuerpo y cabeza”.[54] Ruiz de Cabañas defendía así el tradicional organicismo de la cultura política católica, en que los individuos estaban claramente jerarquizados y relacionados entre sí por vínculos asociados fundamentalmente a una de las principales virtudes cristianas, la caridad.[55] Pero este breve recordatorio dejaba paso de inmediato a la denuncia de aquellos que se atrevían a cuestionar estos principios: “los filósofos libertinos”[56] de que había hablado ya en 1795.

El obispo detallaba las características de “esas miserables y ponzoñosas hidras”, sin conceder el más mínimo atisbo de valoración positiva a lo que hoy muy probablemente llamaríamos ideales de la Ilustración. Como cabía esperar en un obispo, lo primero a resaltar era la blasfemia, seguida de la ruptura de “toda relación entre Dios y las criaturas”. Venían luego reproches por alejarse de los principios filosóficos del catolicismo: eran “observadores de la naturaleza”, de su orden y de sus leyes, pero “por un trastorno”, no alcanzaban a reconocer al “Supremo fundador de aquellas leyes”; negaban el más allá y sobre todo el infierno, “para no inquietarse”, así como negaban una Providencia Divina que rigiera la historia, estableciendo entonces “el horror y el desorden” como fundamentos. A continuación seguían cuestiones más bien de orden social: les cuestionaba su “impudente descaro” por no conformarse con profesar esas ideas, sino además difundirlas “con el fementido y especioso pretexto de ilustración”. Reaparecía, asimismo, la crítica de la crítica (“no hay cosa buena que deba subsistir a juicio suyo”), como también la del concepto de “pacto social”, “horrendo germen de todos sus errores” según el prelado. No cabía en el obispo cómo concebir positivamente a quienes cuestionaban las “bases del orden y concierto” sino como irracionales, guiados por el “ímpetu de sus pasiones”. De nuevo la violencia revolucionaria cerraba el argumento: eran los promotores de las guerras que agitaban a Europa y al mundo.[57]

El prelado evocaba entonces marginalmente su primera carta pastoral de 1795, que ya hemos revisado con cierto detalle. Declaraba que su línea fundamental era el rechazo de la “falsa filosofía” y la “impiedad”, y que tales habían sido “los sentimientos que nos animan y han animado desde entonces, y tales los que hemos inculcado a nuestra cara grey de esta diócesis”.[58] Todo ello era importante en ese momento porque la irrupción de la insurgencia se racionalizaba de la misma forma, desde sus orígenes hasta la promulgación de la Constitución de Apatzingán. Los insurgentes no eran sino “obstinados secuaces de los principios y máximas que forman el carácter de los filósofos libertinos”, que a base de engaños habían logrado “borrar todo sentimiento natural, civil y religioso en las grandes chusmas”, y que rebeldes al restablecimiento del orden tras el fin del imperio napoleónico, “señalado por el dedo de la Providencia divina”, proclamaban de forma ilegítima la independencia “de la América mexicana”.[59]

Al tratar de la carta constitucional insurgente, se notan sobre todo dos preocupaciones: primero, el cuestionamiento de la legitimidad monárquica del antiguo régimen. El prelado calificaba de “sacrílega” la ruptura de la obediencia al rey, y aunque no hacía explícita condena de la soberanía nacional que proclamaba la Constitución insurgente, es bastante claro que no cabía en la lógica de esta carta pastoral un poder político que no estuviera fundado en una legitimidad religiosa. En segundo lugar, le pareció también intolerable que la insurgencia abordara el tema de la vida eclesiástica en un orden que ya no podía ser exactamente el mismo de la monarquía católica. Sin citarlos de forma explícita, aludió a dos artículos constitucionales, el 163 y el 209. El primero facultaba al gobierno para “cuidar de que los pueblos estén proveídos suficientemente de eclesiásticos dignos, que administren los sacramentos y el pasto espiritual de la doctrina”, y el segundo le otorgaba también facultades para nombrar, provisionalmente, “jueces eclesiásticos” para las causas temporales del clero en primera instancia.[60] Esto es, una autoridad que, si bien mantenía al catolicismo como religión de Estado, ya estaba fundada en el principio de la soberanía nacional y se arrogaba autoridad en asuntos de disciplina eclesiástica. En adelante, durante al menos toda la primera mitad del siglo xix, esto sería materia de continuos debates que constituyen el testimonio más claro del proceso de secularización en las nacientes naciones hispanoamericanas.[61]

El obispo, evidentemente, no podía sino reaccionar con escándalo ante la intromisión de una potestad secular en la eclesiástica, por lo que aplicó de inmediato las condenas del Concilio de Trento, pero además, y es lo que más interesa, advirtió del peligro de “romper los lazos que por muchos siglos nos han unido en una misma sociedad política y religiosa”.[62] Y es que para Ruiz de Cabañas el Decreto constitucional de los insurgentes se equiparaba, ni más ni menos, que con la primera obra de la Revolución francesa en materia religiosa, y que ya hemos mencionado: la Constitución civil del clero. En efecto, en nota al pie aparece mencionada ésta como “engendro detestable del ateísmo, de los enciclopedistas, de los protestantes y jansenistas” y se señala de manera directa “una consonancia íntima” de ese documento “con la llamada constitución americana”.[63]

La gestión del obispo apuntó, frente a los cambios políticos de principios del siglo xix, a la conservación de ese vínculo antiguo entre política y religión que la “filosofía libertina” y la “impiedad”, la secularización por decirlo con nuestro vocabulario, tendían a cuestionar. En 1815, esto implicaba la lealtad a la Corona; el problema fue cuando en la península ibérica comenzó a cuestionarse también el régimen tradicional. Ya había ocurrido desde 1810 con las Cortes de Cádiz, pero fue así sobre todo en 1820 durante el trienio liberal. Entonces, como se sabe, entre otras medidas, se suprimió nuevamente la Compañía de Jesús, se cuestionó el fuero eclesiástico y, sobre todo, se expidió una gran reforma en materia de las órdenes religiosas, la llamada “ley de monacales” de octubre de ese mismo año.[64]

Aquí es que cabe volver sobre una observación de la profesora Cárdenas Ayala: “Existe una continuidad entre la política borbónica y las revolucionarias relacionadas con los regulares”,[65] dice concretamente. Sin duda es cierto que hay tendencias similares en las medidas tomadas antes y después de 1808, y que los argumentos para justificarlas pudieron ser similares. Mas no es algo evidente por sí mismo en la historiografía. El texto clásico de Farriss, acotaba por ejemplo que “los intentos carolinos de transformar el statu quo colonial […] fueron pálidos antecesores de las innovaciones que produjeron las Cortes”.[66] Es bien conocida la tesis de dicha autora sobre la consumación de la independencia como un triunfo de la reacción ante las reformas carolinas y liberales. No pretendo retomarla aquí cabalmente, pero sí creo que conviene recordar que entre los obispos, en efecto, hubo la tendencia a reaccionar a las medidas de las Cortes del trienio de manera distinta respecto de las reformas borbónicas, hasta el punto de favorecer la independencia. Tal vez conviene volver sobre las consideraciones de Fernando Pérez Memen en el sentido de que la nueva situación favorecía ese distanciamiento.[67] Finalmente, las Cortes de 1820 ya no eran una asamblea reunida en el marco de la emergencia de la crisis de legitimidad abierta en 1808, sino una representación nacional moderna.

Esto es, el obispo Ruiz de Cabañas habría sido de los obispos que, ante las medidas anticlericales de las Cortes, prefirieron optar por apoyar el plan de independencia de Agustín de Iturbide. Hay varios historiadores que lo han señalado: Farriss, Pérez Memen, Jaime E. Rodríguez, entre otros, basados en la carta que le dirigió Iturbide desde enero de 1821 y el apoyo económico que el prelado dio a su movimiento.[68] La alternativa habría sido entre la “impiedad” y la “filosofía libertina”, que ahora representaban las Cortes de 1820 y, paradójicamente, la independencia conforme a los términos del Plan de Iguala. Es un punto que conviene seguir explorando, pero desde esta perspectiva, se diría era una decisión coherente en la medida en que continuaba esa lucha planteada desde 1795 contra el proceso de secularización.

El obispo se comprometió tanto con el Primer Imperio que, como también ha sido señalado por la historiografía, fue el celebrante principal de la ceremonia de coronación del emperador en julio de 1822.[69] Asimismo, uno de sus edictos de finales de ese mismo año da testimonio de que seguía estimando necesario dar al César lo que es del César, como había escrito en 1815; esto es, que la religión y la política se sostuvieran mutuamente. Publicó con puntualidad las resoluciones en materia de liturgia de una junta de representantes diocesanos de julio anterior para que en las misas se rezara por el emperador, así fuera contra algunas prohibiciones explícitas en la materia.[70]

Sin embargo, lo paradójico es justo que el Primer Imperio no era ya un régimen tradicional propiamente, sino profundamente marcado por el liberalismo gaditano, regido además por la Constitución de Cádiz.[71] La propia ceremonia que encabezó Ruiz Cabañas no era una liturgia que remontara a siglos de tradición, o se realizara siguiendo el Ritual Romano, sino que tomó como modelo la consagración y coronación de Napoleón Bonaparte en la catedral de Notre-Dame de París en 1804; esto es, una ceremonia de un régimen producto de la Revolución francesa, y además se introdujeron matices que permitían demostrar que ésta iba a ser una monarquía menos autoritaria. Ni siquiera fue el obispo celebrante quien colocó la corona en las sienes a Agustín i, sino el presidente de un órgano representativo, el Congreso Constituyente, Rafael Mangino.[72]

 

Comentarios finales

El obispo Juan Cruz Ruiz de Cabañas falleció el 28 de noviembre de 1824, mientras practicaba la visita pastoral, una vez más, a su extensa diócesis y al filo de afrontar ahora mismo la autoridad naciente del Estado moderno, la del estado libre y soberano de Xalisco, cuya constitución adjudicaba a esa potestad fijar y costear los gastos del culto.

Don Juan, ya tocando las puertas del más allá, aún pudo escribir a su Cabildo catedral poco más o menos lo propuesto en circunstancias similares ante la Constitución de Apatzingán, de la que ya nos ocupamos aquí; les advertía que podía producirse “una herida de lastimosas consecuencias” a la disciplina de la Iglesia y, sobre todo, un atentado a su “poder exclusivo en todos los negocios verdaderamente eclesiásticos”.[73]

Sin duda, era una última declaración más que coherente con una trayectoria de un cuarto de siglo de combate contra la “filosofía libertina” y la “impiedad” que estaban detrás de la construcción de un nuevo orden político ya no supeditado por entero a los principios del catolicismo.

Desde antes de embarcarse a América, dejamos asentado, Ruiz de Cabañas tuvo claras ciertas estrategias al respecto, en particular velar por la mayor instrucción de los fieles a través de los párrocos; y efectivamente, en su pontificado realizó esfuerzos en ese sentido, como también para vigilar más de cerca a sus diocesanos, y para que los sacerdotes cumplieran visiblemente, con su atuendo y comportamiento, su papel de personas sagradas. Todo ello, aunque implicara preocupaciones educativas, se distingue bien de proyectos que podríamos considerar propios de la Ilustración, de la cual nuestro personaje procuró más bien tomar distancia.

En fin, enfrentar a la insurgencia, en particular cuando ésta trató de regular la vida eclesiástica, y respaldar luego la independencia, cuando las Cortes del trienio liberal hicieron lo propio, fueron acciones en apariencia opuestas, pero parte de ese mismo proyecto episcopal. Un combate que casi diríamos fue vano al final, en la medida en que no bastaba con educar a su feligresía para evitar que la alcanzara el cambio político del mundo atlántico de la época, el proceso de secularización.

 

 

 

 

 

 

 

 

Siglas y referencias

 

agi, Archivo General de Indias, Sevilla.

ahag, Archivo Histórico de la Arquidiócesis de Guadalajara.

 

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·        



[1] Doctor en Historia por la Universidad de París I Panteón-Sorbona, se especializa en la historia de la secularización de los siglos xviii y xix. Es docente y directivo del Centro Universitario de los Lagos.

[2] Este texto forma parte del libro Proyectos episcopales y secularización en México, siglo xix, Universidad de Guadalajara, Centro Universitario de los Lagos, 2020, pp. 11-41. Este Boletín agradece a su autor su disposición para que circule su texto en estas páginas.

[3] Dávila Garibi, Biografía de un gran prelado, pp. 57-84. Dávila Garibi, Apuntes para la historia…, t. iii-2, 1099-1109.

[4] agi, Sección: Guadalajara, leg. 543, obispo de Guadalajara al rey, 19 de febrero de 1804. Ha sido citada ampliamente, por sólo dar dos ejemplos, en obras como la de Serrera Contreras, Guadalajara ganadera, y también Taylor, Ministros de lo sagrado.

[5] Dávila Garibi, Biografía de un gran prelado, pp. 102-128. Dávila Garibi, Apuntes para la historia, t. iii-2, 1115-1117.

[6] Mandatos generales que dejó Su Señoría Ilustrísima en su Santa Visita del Pueblo de Teocaltiche en 17 de junio de 1797 y en todos los demás curatos sucesivamente”, en Orozco y Jiménez (dir.), Colección de documentos históricos…, t. iv, núm. 1, 64-66.

[7] “Mandatos generales…”, en Orozco y Jiménez (dir.), Colección de documentos históricos…, t. iv, núm. 1, 86-89.

[8] Sin duda es por este rasgo que los mandatos de Ruiz de Cabañas incluso han sido analizados en términos pedagógicos contemporáneos. Romero Delgado, “Un navarro en Nueva España”, 377-378 en particular, trataba de identificar unos objetivos, contenido e instrumentos para “completar todo el proceso didáctico”. Más generalmente sobre las representaciones de los curas párrocos en esta época, véase Taylor, Ministros de lo sagrado, vol. i, 225-248.

[9] Mandatos generales…”, en Orozco y Jiménez (dir.), Colección de documentos históricos…, t. iv, núm. 1, 89-94.

[10] ahag, Serie: Cartas pastorales, edictos y circulares, c. 5, exp. 8, 4 de febrero de 1801.

[11] ahag, Serie: Cartas pastorales, edictos y circulares, c. 5, exp. 24, 28 de febrero de 1803.

[12] ahag, Serie: Cartas pastorales, edictos y circulares, c. 7, exp. 21, 15 de junio de 1820.

[13] ahag, Serie: Cartas pastorales, edictos y circulares, c. 7, exp. 53, 13 de diciembre de 1822.

[14]  ahag, Serie: Cartas pastorales, edictos y circulares, c. 7, exp. 68, 8 de mayo de 1824.

[15] Ruiz de Cabañas, Carta pastoral, 28, 32 y 42-43.

[16] agi, Sección: Guadalajara, leg. 543, relatio ad limina del obispo Juan Cruz Ruiz Cabañas, Guadalajara, 17 de enero de 1805, fs. 1346-1346v.

[17] Es significativo que Romero, “Un navarro en Nueva España…”, 378-379 y Aportaciones pedagógicas…, 32-39, tenga que buscar los ideales educativos del obispo en una sección de su relatio ad limina que no era ni la titulada “Escuelas”, ni la que denominaba “Seminarios conciliar y clerical”, sino en un apartado final dedicado al tema de la situación de los indios, en que reitera lo dicho previamente.

[18] ahag, Serie: Obispos, Juan Cruz Ruiz de Cabañas, c. 1, exp. s/n, Salvador Antonio Roca y Guzmán a Juan Cruz Ruiz de Cabañas, Guadalajara, 3 de septiembre de 1796. Sobre el colegio clerical: Dávila Garibi, Biografía de un gran prelado, 245-272. Dávila Garibi, Apuntes para la historia…, t. iii-2, 1120. Romero, Aportaciones pedagógicas…, 106 y ss. Desde luego, la fundación del Clerical resulta en la historiografía reciente un testimonio más que abona a la interpretación positiva del pontificado de Ruiz de Cabañas, pues “asumía la difícil tarea de formar al mismo tiempo un clero ilustrado y tradicionalista”, según Gutiérrez Lorenzo y García Corzo, “Influencias ilustradas”, 705.

[19] Por retomar el bello anacronismo de Romero Delgado, Aportaciones pedagógicas…, 110.

[20]Ocurso del Ilustrísimo Señor Cabañas pidiendo al Rey de España la erección del Colegio Clerical”, en Orozco y Jiménez (dir.), Colección de documentos históricos…, t. iv, núm. 3, 237-241.

[21] Ibid., 241.

[22] Romero Delgado, Aportaciones pedagógicas…, p. 135.

[23] “Constituciones del Seminario Clerical”, en Orozco y Jiménez (dir.), Colección de documentos históricos…, t. iv, núm. 3, 250-275.

[24] Ibid., 263.

[25] González, Instrucciones para seminarios conciliares… y Constituciones del Seminario.

[26] Ibíd., 240.

[27] Ibíd., 241-253.

[28] Constituciones del Seminario…, 190-192.

[29] Romero, Aportaciones pedagógicas…, 124.

[30] Un buen ejemplo es que el tema es tratado en una página apenas en el apartado dedicado a la “mala conducta” en la obra ya clásica de Taylor, Ministros de lo sagrado…, vol. i, 269-270.

[31] Mandatos generales…”, en Orozco y Jiménez (dir.), Colección de documentos históricos…, t. iv, núm. 1, 89-94.

[32] Id.

[33]  Id.

[34]  agi, Sección: México, leg. 2644, el arzobispo de México al rey, 27 de mayo de 1790.

[35] ahag, Serie: Cartas pastorales, edictos y circulares, c. 5, exp. 30, 12 de julio de 1803. Todas las citas que siguen proceden de este documento, cuyas fojas no están numeradas, hasta nueva llamada.

[36] Covarrubias, Tesoro de la lengua …

[37] “El mozuelo presumido de galán, holgazán y sin empleo ni aplicación que todo el día anda paseando”, Diccionario de la lengua castellana…, 283.

[38] Pisaverde era “persona presumida y afeminada que no conoce más ocupación que la de acicalarse, perfumarse y andar vagando todo el día” en el Diccionario de la lengua castellana por la Real Academia Española, p. 639.

[39] Diccionario manual razonado…, 8.

[40] Thiulen, Nuevo vocabulario filosófico democrático…,30. Sobre esta obra y la que aparece en la nota anterior: García Platero, “Ideología y sátira…” en particular 206-208.

[41] Nos permitimos remitir a Carbajal López, “Canonización o fiesta nacional”, pp. 24-28. Asimismo, López de Mariscal, “‘Los currutacos herrados’ y ‘El currutaco por alambique’”, pp. 445-459. En general sobre los estereotipos masculinos de fines del siglo xviii y principios del siglo xix: Molina, Mujeres y hombres en la España ilustrada, 343 y ss.

[42] Me permito remitir al respecto a Carbajal López, “Personas sagradas y trayectorias trasatlánticas”, pp. 72-80.

[43] agi, Sección: Guadalajara, leg. 571, “Testimonio del expediente reservado que siguió el capitán D. José Villamil y Primo contra D. Ramón Cardeña, por adulterio con su mujer Da. María Ignacia Rodríguez”, fs. s/n, Villamil al obispo de Guadalajara, 14 de julio de 1802.

[44] agi, Sección: Guadalajara, leg. 571, “Testimonio del expediente sobre licencia que pidió D. Ramón Cardeña para pasar a Tehuacán de las Granadas”, fs. s/n.

[45] agi, Sección: México, leg. 1892, arzobispo de México a José Antonio Caballero, 25 de diciembre de 1803.

[46] agi, Sección: Guadalajara, leg. 571, “Testimonio del expediente reservado que siguió el capitán D. José Villamil y Primo contra D. Ramón Cardeña, por adulterio con su mujer Da. María Ignacia Rodríguez”, Gómez al obispo de Guadalajara, 20 de septiembre de 1804.

[47] agi, Sección: Guadalajara, leg. 571, “Testimonio de lo actuado sobre la fuga que hizo D. Ramón Cardeña de la capital de México a la ciudad de Puebla”, fs. s/n.

[48] agi, Sección: Guadalajara, leg. 571, “Testimonio de lo actuado sobre la fuga que hizo D. Ramón Cardeña de la capital de México a la ciudad de Puebla”, respuesta del Dr. José María Aldana, 15 de noviembre de 1808.

[49] agi, Sección: Guadalajara, leg. 571, “Testimonio del expediente sobre haberse pasado de la ciudad de Puebla a la de México, D. Ramón Cardeña”, Ruiz de Cabañas a Lizana, 3 de marzo de 1809.

[50] agi, Sección: Guadalajara, leg. 571, Ruiz de Cabañas a la regencia, 13 de septiembre de 1809.

[51] agi, Sección: Guadalajara, leg. 543, relatio ad limina del obispo Juan Cruz Ruiz Cabañas, Guadalajara, 17 de enero de 1805, fs. 1342-1342v.

[52] Una síntesis de la conducta del obispo en el período de la guerra, prestando atención también a su pastoral de 1815 en Muriá y Peregrina (dir.), Historia general de Jalisco, vol. iii, 69-70 y 113-116.

[53] La consultamos en Bustamante, Cuadro histórico de la Revolución Mexicana…, pp. 278-293.

[54] Bustamante, Cuadro histórico de la Revolución Mexicana…, 279.

[55] Un análisis amplio de esa cultura política católica en Lempérière, Entre Dios y el rey, 25-71.

[56] Bustamante, Cuadro histórico de la Revolución Mexicana…, 280.

[57] Ibid., 280-281.

[58] Ibid., 281.

[59] Ibíd., 281-283.

[60] Decreto constitucional para la libertad de la América mexicana.

[61] Tal es la problemática que han planteado obras como la de Serrano, ¿Qué hacer con Dios en la república?; Di Stéfano, El púlpito y la plaza, y Connaughton, Entre la voz de Dios y el llamado de la patria.

[62] Bustamante, Cuadro histórico de la Revolución Mexicana…, 285.

[63] Bustamante, Cuadro histórico de la Revolución Mexicana…, pp. 288-289. Sobre la filiación de las ideas de los clérigos insurgentes es interesante el trabajo de Ibarra, El clero de la Nueva España…, 41-46 y 57-60 en particular.

[64] Revuelta González, Política religiosa de los liberales…

[65] Cárdenas Ayala, “El lenguaje de la secularización…”, 172.

[66] Farriss, Clero y corona…, 230.

[67] Pérez Memen, El Episcopado y la independencia…, 147 y ss.

[68] Farriss, Clero y corona, 229. Pérez Memen, El Episcopado y la independencia…, 167-168. Rodríguez O., “Religión, rey, independencia y unión”, 66-67. Asimismo Dávila Garibi, Biografía de un gran prelado, 360.

[69] Dávila Garibi, Biografía de un gran prelado, 369.

[70] ahag, Serie: Cartas pastorales, edictos y circulares, c. 7, exp. 50.

[71] Frasquet Miguel, Las caras del águila.

[72] Carbajal López, “Una liturgia de ruptura”. Hensel, “La coronación de Agustín i”.

[73] Colección eclesiástica mejicana, t. I, 75-78, las citas en 76.



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