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Ciudad de Ángeles

Alfredo T. Ortega Ojeda[1]

 

El relato que sigue recrea, bajo la licencia que para el caso tiene este género,

dos realidades que siendo aquí ficticias se fundan en lo que sí persiste de los orígenes

en el antiguo nosocomio de San Miguel de Belén en la venerable sede

que para él auspició el Genio de la Caridad Fray Antonio Alcalde:

el templo de Nuestra Señora de Belén, atendido por el clero diocesano,

y una comunidad de Hermanas Josefinas residentes del convento anexo al templo.[2]

 

 

Hay en el centro de la ciudad una pequeña y antigua iglesia, algo más grande que una capilla, enclavada en un barrio populoso que alguna vez conoció tiempos mejores. Altas bardas rodean el templo hasta el panteón vecino. Misas, bautizos, primeras comuniones, matrimonios, difuntos y días de guardar son celebrados cuando y como lo manda Dios, y no pareciera haber mayor diferencia con otras parroquias del antiguo casco de la urbe. Una congregación de religiosas atiende el servicio del templo con celoso afán y silenciosa actitud, como se guarda un valioso tesoro. Su capellán, hombre menudo y de tez morena, de afables maneras y espíritu generoso, atiende con solicitud a los feligreses, escuchando con paciencia a las ancianas y dando cariñosas palmaditas en la cabeza a los niños. Pero detrás de sus espejuelos, su mirada de águila todo lo escudriña, todo lo observa.

Al fondo del templo, a mano derecha del altar, hay una pequeña puerta, apenas más alta que una persona, labrada por anónimo artesano hará al menos un par de siglos. Ante esta modesta puerta hacen cola los días de la semana y los sábados por mitad, una larga multitud de necesitados, dolientes de su salud y de su alma; corazones acongojados, riñones fatigados, intestinos constipados, vesículas y próstatas en desgracia, matrices agotadas, várices amoratadas. Todos ellos formados cada mañana, apenas amanecer, en paciente hilera a un costado del altar. De pie en la puerta, una religiosa con cofia de enfermera revisa uno a uno los documentos que le van extendiendo los pacientes feligreses, y según el caso y la gravedad de la dolencia les va poniendo una marca con lápices de distintos colores y les da instrucciones breves y precisas. Una vez pasada la rigurosa aduana, el doliente accede a una enorme galería de grandes arcos de cantera, que nadie imaginaría detrás de tan modesto portal; de dicha galería se desprenden largos pasillos que enfilan en distintas direcciones entre hermosos jardines y banquetas de piedra, y que conducen a una infinitud de consultorios, dispensarios, laboratorios, quirófanos y accesorias, que esperan pacientemente a los enfermos.

Por la calle lateral, a espaldas del viejo panteón, e igualmente cada mañana, van llegando uno a uno los ángeles, para cumplir su cotidiana labor de asistir a los necesitados. Son en apariencia gente como cualquiera otra, tan humanos como cualquier habitante de la gran urbe. Descienden de los autobuses, caminan desde la cercana estación del tren eléctrico, bajan de un taxi apresurados o estacionan donde pueden su automóvil.

Pero cuando pasan por el enorme portón de lámina desgastado por los años, algo extraño sucede. Se dirigen a una enorme sala en la cual se despojan de su indumentaria de calle; suéteres, chamarras, sudaderas, playeras estampadas, conjuntos deportivos, chalecos, sacos sastre, trajes a la medida, y pasan a una segunda sala donde cada uno se va poniendo su principal instrumento de trabajo, un enorme par de alas blancas, recién limpiadas y desinfectadas en la lavandería. Y entonces salen a los grandes corredores aleteando con premura para dirigirse a sus menesteres y puestos de trabajo.

A esa hora y por el resto del día, los antiguos pasillos y galerías se llenan de un barullo como de mercado, dominado por el zumbido de cientos de alas que literalmente vuelan en la parte superior de los corredores. Esto porque los atestados pasillos se mueven en dos niveles, a ras de suelo caminan inseguros y tímidos los pacientes, buscando el consultorio, el laboratorio o despacho que les corresponda; y también a este nivel se mueven los ángeles de a pie, que cargan pesados objetos como baldes, trapeadores, escobas, garrafones de agua, botes de basura, carretones con ropa de cama, batas y cofias para lavar, así como contenedores cerrados con toda clase de residuos y despojos del cuerpo humano. Caminan pesadamente con sus alas plegadas.

Arriba vuelan a gran velocidad los ángeles médicos, las enfermeras aladas, pasan zumbando y empujando las camillas y sillas de ruedas que flotan sobre las cabezas, llevando a los enfermos al quirófano o a un estudio clínico, cargando innumerables expedientes, y es un milagro que no choquen en los corredores con los otros ángeles que traen de regreso a pacientes operados a sus habitaciones. Todo se mueve con milimétrica precisión en esta gigantesca colmena.

En la sección más antigua se alinean a cada lado las camas en grandes galerías, y sobre ellas un zumbido de alas que se apresuran a llevar o traer toda suerte de artefactos médicos: termómetros, sueros, ecosonógrafos, electrocardiógrafos, cómodos y patos. Sobre las camas van cayendo a cada momento cantidad de pastillas, píldoras, jarabes, inyecciones y supositorios, que ángeles de cofia y chaleco se apresuran a administrar a los pacientes, bajo la atenta mirada del capellán.

En un extremo han construido no ha mucho una enorme torre. En cada piso se atienden los males de una parte del cuerpo; en el primer piso se atienden los pies y las rodillas, en el segundo reciben enfermos de la cadera por fuera y los huesos de las piernas, en el tercero se atienden las partes nobles, los males de mujer y los propios del sexo fuerte, en el cuarto sólo reciben problemas del intestino y órganos accesorios, el quinto es para el corazón, pulmones y garganta, en el sexto se ven los ojos, la nariz y los oídos, y en el último las averías del cerebro, la mente y la conducta.

Además de las muchas escaleras y rampas, existen unos huecos verticales como tiros de mina, por los cuales los ángeles suben y bajan a los enfermos en camillas, volando a gran velocidad, o bien cargando plateadas charolas con medicinas, alimentos e implementos de curación.

Nadie que pase por la acera frente a aquel modesto templo, imaginaría la gran cantidad de sanaciones que allí se otorgan, y los milagros que a diario se suscitan. Al caer la tarde, el capellán los va anotando en una enorme libreta de edad indefinida.

Anochece y se cierra la pequeña puerta al fondo del templo, sólo unos pocos se atreven a tocar y es porque tienen parientes que velar. Los ángeles del día se retiran y recuperan su estado terrenal, y los nocturnos van llegando por su lado, se despojan de chamarras y gabanes, se colocan sus alas blancas y se dirigen presurosos a atender la interminable necesidad humana.

Cuando ya todo ha quedado quieto y en el silencio de la noche sólo se escucha el coro de ronquidos, toses y lamentos de los dolientes, el viejo fraile se yergue, tan alto como la torre misma, y comienza su rondín nocturno por los pasillos, los amplios corredores, las abarrotadas salas de camas, visitando en sueños a los durmientes, levantando suspiros en los desvelados. Las señoras se santiguan a su paso, los niños sonríen dormidos, los señores se revuelven inquietos en sus camas, los veladores se despiertan asustados y las enfermeras angelinas se persignan y aprietan las manos emocionadas al ver pasar su sombra.

Satisfecho, el fraile, más añejo que el propio nosocomio, aprueba la labor de sus ángeles, que por una jornada más trajeron alivio para los males del mundo y dieron socorro a los necesitados. Aprieta su enorme mano en el hombro del capellán y se despide. Por hoy su legado sigue vivo y mañana volverán las manos y las alas a continuar la interminable labor.



[1] Narrador, académico e investigador (Cosamaloapan, 1956), licenciado en Biología, maestro en Ciencias de la Educación y profesor-investigador titular adscrito al Centro Universitario de la Costa Sur de la Universidad de Guadalajara. Es autor de once libros, acreedor del Premio Nacional de Cuento Ciudad de Mexicali (1984) y de una mención honorífica en el Premio Nacional de Cuento Universidad de Monterrey (2005).

[2] Este relato, fechado en Guadalajara el 26 diciembre del 2015, se publicó al año siguiente en esa capital bajo el signo de la editorial La Zonámbula. Este Boletín agradece al autor las facilidades que otorgó para reeditar su cuento.



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