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El humanismo del futuro. Una propuesta José de Jesús Kleemann Godínez[1]
El 11 de agosto de 2022 (año en que habría cumplido 84 de edad) dejó de existir en Guadalajara el académico José de Jesús Kleemann Godínez. Profesor muy distinguido que fue del Seminario Conciliar de Guadalajara, antecede un texto suyo la estampa que aquí le dedica uno de sus pupilos.[2]
Don Jesús Kleemann Godínez, maestro y amigo
Ramiro Vázquez Sáinz[3]
Llegó de Roma en los tiempos del Concilio Ecuménico Vaticano ii y fuimos los primeros beneficiados con su trato cordial y amistoso, profesor y estudiantes sin libro de texto, porque del Concilio sólo se acababan de publicar los documentos promulgados y el plan de estudios había quedado en revisión y obsoleto; fuimos también los primero en recibir las primicias de sus conocimientos y sabiduría de aquellos tiempos tan singulares, del cambio de lo antiguo a los primeros resultados de los “vientos nuevos” que quiso San Juan xxiii entraran a la Iglesia cuando convocó e inauguró el Concilio. Profesor del Seminario Conciliar de Guadalajara al lado de otros coetáneos suyos de la talla de don José Guadalupe Martín Rábago, estaba al tanto de lo que ocurría en torno a la fe católica y de lo que iban escribiendo al respecto los grandes teólogos y pastoralistas del momento en Europa; luego, de las importantes novedades en las materias que debíamos nosotros mismos tener en cuenta todavía en tiempos donde el cablegrama y el correo postal eran los medios más expeditos para la comunicación al otro lado del Atlántico; don Jesús era suscriptor de L’Osservatore Romano en italiano, que recibía por correo aéreo y sin duda también por medio de los muchos contactos que había dejado en la Ciudad Eterna. De sus labios escuchamos muchas novedades de las que él fue testigo ocular en el Aula Conciliar, no menos que de los comentarios y avances que al respecto fueron dando a la luz pública los teólogos y demás peritos asesores de los Padres Conciliares, entre los cuales se contó el Arzobispo de Guadalajara, Cardenal José Garibi Rivera. Maestro y amigo, así lo recuerdo, provocaba entre nosotros, fuera del aula, ocasión de charlar y responder preguntas e inquietudes más allá de sus lecciones, de cualquier otro asunto que con justo título queríamos conocer. Amigo sonriente, amable y atento con todos, gracias a Dios por el maestro-amigo don Jesús Kleemann Godínez. Requiem aeternam dona ei Domine et lux perpetua luceat ei. Requiescat in pace
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El humanismo del futuro. Una propuesta
…el sublime derecho al futuro… O. M. Aïvanhov
¿Tiene el hombre algún futuro? O, la misma pregunta según la formulación de Kant, ¿qué nos cabe esperar? ¿Cómo se perfila el horizonte en los siglos venideros? ¿Será un futuro a favor del hombre o en contra del hombre? ¿Seguirá estando presente la fe en la salvación de la humanidad, o se habrá perdido y no le quedará más que resignarse a la convicción nihilista afirmada por los posmodernos, según las proclamaciones de Nitzsche y Heidegger? Partiré de las tres grandes visiones de la historia: la de Hegel, la de Spengler y la de Toynbee, para proponer luego un análisis del momento presente y concluir con la propuesta de lo que podemos tener en el futuro. Los iniciadores de la moderna investigación histórica fueron Montesquieu, Gibbon, Voltaire y Condorcet. La historia que, en la visión cristiana, aparecía como historia de la salvación, se convirtió primero en la búsqueda de una condición de perfección intraterrena y luego, poco a poco, en la historia del progreso; pero el ideal del progreso es algo vacío y su valor final es el de realizar condiciones en que siempre sea algo posible un nuevo progreso. Y el progreso privado de “hacia dónde” en la secularización, llega a ser también la disolución del concepto mismo de progreso, que es lo que ocurre precisamente en la cultura entre el siglo xix y el siglo xx. Como no puede ya escribirse la historia. La visión global de la historia del mundo es una producción de los dos últimos siglos y tiene tres interpretaciones que señalan que la historia de la humanidad no va más allá del descubrimiento de la escritura y del tiempo de las grandes culturas.
· Georg Wilhelm Friedrich Hegel Desde la perspectiva de la universalidad, y no como un mero proceso de evolución armónica con énfasis en el progreso, sino bajo el sello de una sociedad profundamente antagónica de quien tuvo las profundas experiencias del ancien régime, de la Revolución Francesa, de las guerras napoleónicas y de la restauración posterior. Su visón de la historia universal es la de una lucha dialéctica entre “posición” y “superación”. A cada nivel corresponde su propio principio concreto en el espíritu de un pueblo, en el que se disuelven las actuaciones de los individuos y también las de las grandes personalidades históricas; ese espíritu de un pueblo que, a su vez, mediante su ascensión, punto máximo y caída, vuelve constantemente a integrarse en el espíritu universal del mundo. Así la historia universal puede concebirse como un juicio en el mundo en el que corresponde al filósofo levantar acta de las sentencias emanadas sobre los pueblos y Estados, sus victorias y derrotas, su esplendor y su ocaso. Un imponente fresco del conjunto de la historia mundial cuya influencia llega hasta nuestros días. No obstante la inevitable admiración que podamos tener por el genial logro de Hegel, ya no podemos seguir utilizando esa visión del espíritu de los pueblos en la dialéctica del proceso histórico, ni su inversión económico materialista de Marx y Engels en el momento presente ni en el análisis de la situación religiosa de nuestro tiempo. Hegel considera la historia concreta a través de las grandes edades del mundo como un inmenso movimiento de oriente a occidente, hacia una creciente libertad: desde el mundo oriental como infancia de la humanidad (China, la India, Persia, Asia occidental, Egipto), pasando por el griego como su juventud y el romano como su edad madura, hasta llegar finalmente, al mundo germánico, culminación de la madurez humana en la ancianidad, Todo ello ordenado irreversiblemente hacia el objetivo final de la historia: la realización definitiva de la libertad. Hegel intenta ofrecer una visión cristiana de la historia, de acuerdo con su idea de que el cristianismo desempeñaría un papel decisivo en el último periodo mundial de los pueblos germánicos. La filosofía de la historia de Hegel –sin duda, también a través de la inversión materialista de Marx y Engels– ejerció un influjo de alcance general en la historia del pensamiento. Particularmente para investigación histórica, Hegel significó un reto y una motivación increíbles.
· Oswald Spengler Influido por las ideas de Nietzsche en el sentido de considerar al hombre como autodepredador con voluntad de poder, rechaza la idea de considerar la historia como un proceso lógico continuo progresivo del espíritu divino del mundo hacia el Occidente cristiano. Defiende que la historia universal no se debe entender desde los Estados nacionales, sino desde unas culturas que trascienden cualquier nacionalidad, entendiendo las culturas como “organismos” vivos sometidos a la ley cíclica del mundo vegetal: germinar, florecer, marchitarse. En este sentido, Spengler encuentra ocho grandes ciclos culturales esencialmente distintos, independientes y cerrados en sí mismos, cuyos “símbolos” son expresión de su estado anímico. Según la ley de los ciclos vitales, se les concede continuar existiendo como civilizaciones bajo un sistema imperial antes de desaparecer completamente. Así sucedió en las culturas babilónica, egipcia, india y china, en la grecorromana, árabe y americana (los mayas), e igualmente sucederá con la cultura occidental, como reza el título general de su obra La decadencia de Occidente cuyo segundo volumen fue publicado después de la primera guerra mundial en 1922. La quiebra del sistema eclesiástico-estatal vigente desde la Reforma y caída de los valores y normas burguesas, así como del acierto de Spengler en predecir el cesarismo y el subyugamiento de las masas para el final del ciclo cultural de Occidente: el comunismo, el fascismo, el nacionalismo, se pueden considerar aciertos en la teoría de Spengler. Spengler nunca se planteó las posibilidades de una época posmoderna que fuera policéntrica y transcultural, pero del análisis de su teoría se desprende que nunca pueden prevalecer las teorías sobre tendencias históricas que posibiliten la deducción de predicciones infalibles.
· Arnold Toynbee Al escribir su monumental obra en doce tomos The Study of History, que le llevó casi treinta años de trabajo, desechó la teoría de Hegel de la dialéctica del espíritu y el determinismo de Spengler, pero tomó del primero la idea de la evolución para conciliarla con la idea de los ciclos de Spengler. Encuentra que en la historia universal se han dado 26 culturas en los 6 000 años de existencia de alguna forma de escritura, las cuales han estado sometidas al proceso de origen, ascensión, decadencia y ruina. Las culturas, según Toynbee, están sometidas a múltiples contactos, tanto en lo espacial como en lo temporal, por lo que cada cultura es solo relativamente autónoma, Además sostiene que es necesario contemplar que el ritmo de las culturas en auge y en decadencia está sometido al progresivo desarrollo espiritual de la humanidad, en el que las grandes religiones desempeñan un papel central. Si el militarismo y la guerra han sido los enterradores de las pasadas culturas, según él no está por caer la cultura occidental, sino que alberga la esperanza de que el cristianismo actúe en todas partes y se muestre capaz de una transformación del mundo humano. Opinó que el siglo xx no iba a quedar en la memoria histórica por la intervención de la bomba atómica, sino por haberse iniciado en él un diálogo serio entre el cristianismo y su más fuerte antagonista: el budismo. De esta visión podemos mantener el principio de la no autonomía de las culturas en lo espacial y en lo temporal, lo que aplicado también a nuestro tiempo significa que no hay solamente un paradigma cultural, sino varios coexistiendo. Igualmente podemos retener su opinión sobre el siglo xx. Sin embargo, hay que notar que estas grandes visiones de la historia se encuentran ya dentro del moderno proceso de secularización e intentan establecer pretendidas leyes universales mediante una construcción sistemático-filosófica de la historia del mundo, de la cultura y de la religión. Hoy ya sabemos que no existen leyes históricas de una exactitud científico-matemática. ¡No existe el factor determinante en la historia! Si no queremos tomar desde el principio una dirección equivocada, habremos de distanciarnos de cualquier especulación histórica y de toda sistematización preconcebida mientras intentamos un análisis histórico sistemático. Pero pasemos a un análisis sobre la realidad actual.
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Existe en muchos la convicción de que desde el siglo xx fue superada la modernidad y entramos a una nueva época que hemos de denominar postmodernidad, con la aparición de un nuevo paradigma cultural caracterizado por el vértigo de la velocidad en los cambios, por la incertidumbre y por la complejidad en un proceso que alcanza su madurez, para algunos, en la década de los 70 y los 80, mientras que otros la remontan al final de la primera guerra mundial y al giro que vivió la historia de occidente a partir de 1918. Argumentan que fue entonces cuando se derrumbaron el milenario imperio alemán y el zarismo de Rusia; cuando concluyeron 400 años de estatalismo eclesiástico protestante en la Europa del norte y cuando se preparó el derrumbamiento del imperio chino. Simultáneo a estos acontecimientos se conoció una crisis cultural, afirman, en conexión con Friedrich Nietzsche y, por tanto, la aparición del nuevo paradigma. Iniciada la modernidad con la nueva ciencia propuesta por Galileo a mediados del siglo xvii, con el racionalismo propuesto por Descartes, con el abandono de la concepción geocéntrica del mundo y la nueva concepción heliocéntrica a partir de Copérnico, con la concepción secular del Derecho, con la nueva concepción del Estado, con la aparición de la convicción de que el auténtico soberano es el pueblo y de que es del pueblo y no de Dios de donde emana la autoridad que corona a los tres poderes del Estado, llega a su término en las primeras décadas del siglo xx para dar paso a la instauración de un nuevo orden: el posmoderno. Se disuelve la hegemonía mundial de Europa para que aparezca el policentrismo político compartido entre Europa, América, Rusia y Japón. Policentrismo que, después de la segunda guerra mundial, se modificó para tener un siglo xx dominado por la guerra fría entre Estados Unidos y la Unión Soviética, convertidos en las dos grandes potencias que se disputaban la hegemonía mundial, no sólo militar, sino también ideológica: “libertad contra comunismo”, mundo dividido por una imaginaria cortina de hierro con una propaganda en todos los países, tratando de atrapar conciencias en los pueblos restantes del mundo, cada uno para su propia causa. En esas primeras décadas del siglo xx, la ciencia y la técnica modernas se orientaron a dotar a la industria bélica de un potencial aniquilador cualitativamente distinto del existente hasta entonces, al mismo tiempo que surgió un movimiento pacifista proponiendo el desarme total. Esta carrera armamentista se estableció como la punta de lanza de la investigación científica y tecnológica e incluyó la necesidad de la conquista del espacio con fines no diferentes a los de la carrera armamentista, que alcanzó las dimensiones del programa llamado “guerra de las galaxias” por parte de los Estados Unidos. Desde esas décadas también se empezó a tomar conciencia de que la civilización industrial, hasta entonces considerada únicamente como factor de progreso, constituía un riesgo para el hábitat de la especie humana por el deterioro ecológico que provocaba. Desde entonces, igualmente, irrumpió el movimiento feminista en muchos países, por el cual se empezó a reclamar igualdad de derechos para la mujer que para el varón, lo que trajo consigo, sin duda, cambios en la estructura de la familia nuclear, cambios en los comportamientos administrativos, económicos, políticos y sociales, con la consecuente necesidad de adecuarse a la nueva situación provocada por este reclamo de las mujeres que se consideró legítimo. Con todo ello se señala la aparición de una nueva época en la historia humana con características diferentes que se fueron explicitando y haciendo más evidentes con el paso de las décadas. Entre estas características es importante señalar, en primer lugar, la aceleración de los cambios. Si antes el mundo cambiaba en grandes periodos, a partir del siglo xx éstos se aceleran. Si antes podíamos estudiar cada siglo y encontrar las diferencias, a partir de la segunda mitad del siglo xx tenemos que hacerlo diferenciado cada década. Es decir, que estudiamos el siglo xv, xvi o xvii cada uno con sus particularidades, pero en el último siglo tenemos que estudiar las décadas de los 60, de los 70 de los 80 o de los 90. Estos cambios acelerados traen consecuencias que bien podemos apreciar: lo que de inmediato se observa es que las situaciones cambian con tal rapidez que de ordinario no tenemos tiempo suficiente para asimilar una situación cuando ya nos enfrentamos con otra nueva y diferente. De ahí surge, sobre todo en la juventud, la superficialidad con que quieren tomarlo todo, porque así viven su mundo, rápido, tan rápido que todo lo experimentan superficialmente, sin que alcancen a detenerse para profundizar, juzgar, valorar, lo que algunos han identificado con el término “cultura light”.
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Esa característica de la aceleración de los cambios fundamenta, igualmente, la actitud por la cual se pierde el interés por el pasado y se busca orientarse solamente hacia el futuro, de manera que los jóvenes viven con la impaciencia a flor de piel, por la que anhelan que todo pase pronto y que aparezca la novedad. En la tensión que se vive entre lo pasado y el porvenir se está a la caza de lo nuevo, con profundo desprecio por lo que ya pasó. Así, hay que esperar la nueva película, la nueva canción, el nuevo coche, la última moda de ropa, que ahora no cambia cada año, sino cada estación de cada año: moda de primavera, de verano, de otoño, de invierno. Por supuesto que la causa de tales cambios en el consumo es el interés comercial, pero culturalmente la sociedad del consumo incita a estar en espera constante de las novedades que aparecen en los mercados. Pero más todavía, en el contexto de esta característica de los cambios resulta importante señalar aquéllos que se han operado en el campo de lo estético y que Huyssen apunta como uno de los fenómenos que permiten denominar a la época actual como posmoderna, o sea, aquello que tiene que ver con las modificaciones de las experiencias sensitivas y perceptivas. Ahora la experiencia estética no es más que la experiencia capacitada para organizar la fantasía, las emociones, la sensibilidad. Sólo que en la actualidad posmoderna parece que la experiencia típica es la de la percepción del shock que hace 60 años se limitaba al ámbito de la experiencia del arte de vanguardia y al de la tecnología reproductiva, pero que en la actualidad parece estar presente en todos los campos de la cultura.
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Esta así llamada experiencia del shock fue vislumbrada como transformadora de la tradición, pero en la actualidad se ha convertido en reafirmador de lo existente. Si antes fue un mecanismo subversivo, en la actualidad forma parte de las técnicas de la industria cultural. Ese atributo de algunas superproducciones de Hollywood, sin embargo, también está presente en la realidad más cercana de las personas del mundo de hoy: la de los medios de comunicación. Esta estética del shock es la que se suele proponer en los videoclips, cortos producidos para difundir un tema musical, pero también algunas producciones de tv y algunas producciones literarias reclaman esta supuesta estética en la que se trata de una caótica proliferación de imágenes fragmentadas y desconectadas que hacen imposible una lectura lógica y lineal. Baggiolini caracteriza la imagen electrónica como:
Vertiginosidad: implicación sensorial, (re)presentación inmediata, memoria retiniana. Destemporalización: simultaneidad e instantaneidad, actualidad, sensación de presente continuo. Destotalización (fragmentación): gramática no letrada, sintaxis rota que impregna por extensión la literatura y la música joven. Montaje acelerado de los fragmentos por contaminación, collage. Desreferenciación: pérdida de lo real como referente, las imágenes hablan por sí mismas. Multiperspectividad: múltiples planos de un mismo objeto. La imagen propone que a más puntos de vista, más conocimiento, a diferencia del perspectivismo cartesiano asociado a la escritura que postula que a mejor punto de vista más conocimiento, es decir: linealidad contra multiplicidad.[4]
Por ello autores como Jamenson hablan de una experiencia esquizofrénica para dar cuenta de ciertas prácticas de la cultura actual. Se trata de una estética de la fragmentación donde se rompe la cadena de significantes y, por lo tanto, se pierde la construcción de sentido. Se rompe la serie de significantes que ligados constituyen una expresión, y por tanto se genera una sensación de presente continuo, desconectada de un pasado y un futuro. Así este tipo de estética está vinculada a una aceleración de la velocidad en que aparecen las imágenes, a la fragmentación, a la simultaneidad, a la yuxtaposición, como lenguajes propios de las tecnologías electrónicas. De esta manera, esas expresiones del arte actual se convierten en expresiones de lo vivido por la mayoría, el cambio continuo pero acelerado a gran velocidad. Otra característica de la época posmoderna es la falta de seguridades que sirvan de base o fundamento a los distintos aspectos de la vida humana. En otras palabras, ya no se sabe en qué ni en quién creer. No se sabe en qué creer porque en la posmodernidad no hay fundamento seguro de la verdad. La modernidad presuponía la homogeneidad, pero como afirma Jacques Derrida, ahora sólo conocemos la heterogeneidad radical. “El pasado es lo que interpretamos que sea”.
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Si en el siglo xix surgió el positivismo exigiendo, por imperio de la razón, aceptar como verdadero únicamente lo demostrado por la ciencia, con exclusión total de todo aquello que no fuera científicamente validado, en el siglo xx debió rechazarse esta postura, por la reflexión de lo sucedido en el campo del saber científico. En efecto, la cosmovisión ptolemaica debió ser sustituida en la modernidad por la cosmovisión propuesta por Copérnico y Galileo. Considerar la tierra como el centro del universo, rodeada de esferas sucesivas en las que se encontraban colocados los astros, hasta llegar a la última esfera, la de las estrellas fijas, y sostener que la tierra era plana; a pesar de haber sido una cosmovisión homogénea compartida por todos los hombres, dado que era la cosmovisión presente en la Biblia, debió ser sustituida por la concepción de un universo ordenado a la perfección y con un funcionamiento exacto que podía ser calculado por los astrónomos. También esta cosmovisión fue homogénea, compartida por todos los modernos hasta el siglo pasado, porque en el siglo xx la grandes teorías científicas, la teoría dela relatividad y la teoría cuántica, derrumbaron tal concepción de Copérnico y cambió totalmente la visión del universo. Por tanto, si tenemos que estar cambiando nuestros conocimientos conforme van existiendo nuevas propuestas científicas, ya no podemos tener en las ciencias la misma fe que tuvieron los hombres en los siglos pasados. Porque este hecho se observó en casi todas las ciencias: nuevas hipótesis corrigieron las tesis antiguas y nuevas demostraciones obligaron a desechar las convicciones anteriores. El resultado ha sido que ahora no se sabe hasta dónde podemos tener como verdad lo afirmado por la ciencia en la actualidad. Además, se perdió también la homogeneidad en los saberes y lo característico de la actualidad quedó constituido por la heterogeneidad. Por estas razones, se empezó a argumentar que toda verdad, aun la más fundamentada científicamente, era relativa. No hay verdades absolutas, se decía. Pero si es cierto que no hay verdades absolutas y todas son relativas, tampoco esta verdad es absoluta, y por tanto, no es cierto que todas las verdades son relativas. Si no, todas las verdades son relativas, entonces sí hay verdades absolutas. Ante este razonamiento hubo necesidad de establecer ahora que lo que no hay son verdades definitivas. Las verdades pare el hombre son transitorias. La convicción es que vamos en proceso hacia la verdad, que alcanzamos conocimientos que luego pueden ser rectificados y que caminamos en búsqueda permanente. Si ya no podemos estar seguros de las afirmaciones científicas porque siempre podemos esperar nuevos descubrimientos, si el conocimiento que nos proporcionan las ciencias no es definitivo, quiere decir que tampoco el saber científico puede proporcionarnos ahora seguridad. Esta pérdida de seguridad en la ciencia está ligada con la desaparición de los relatos emancipatorios y de legitimación del saber, que fueron la propuesta propia de la modernidad. Los relatos marxistas, idealistas, iluministas y liberal han perdido su vigencia en la época actual. La cultura posmoderna se caracteriza por la incredulidad hacia esos relatos y la legitimación del saber se realiza de una manera pre-formativa, una legitimación elitista y pragmática. Elitista porque el saber científico es de los sabios, cada uno en su propia especialidad: de los físicos cuánticos, de los químicos, de los biólogos, etc. Y pragmática porque la aceptación de su validez depende de que coincida con los hechos observados, que sean saberes que puedan ser fundamento de tecnologías y, por tanto, con verdadera significación pragmática. Así, el papel fundamental en el surgimiento de la cultura posmoderna lo tienen las nuevas tecnologías que se apoyan en el lenguaje. Ellas son las que han modificado el estatuto del saber, saber que se traduce en cantidad de información y se imbrica con el poder. Un saber no universal, sino heterogéneo. Otra característica del momento actual es la convicción posmoderna de que ésta es una época que representa el fin de la historia. Por supuesto que este fin de la historia no es entendido en un sentido apocalíptico o catastrófico, sino más bien como una época poshistórica, aunque sí contempla la amenaza de la posibilidad de una catástrofe atómica que, como afirma Vattimo, “ciertamente es real, como un elemento característico de este nuevo modo de vivir la experiencia”. Cuando se habla de época poshistórica, se trata de la circunstancia de que mientras la noción de historicidad se hace cada vez más problemática, en la práctica se disuelve la idea de una historia como proceso unitario, porque en la existencia concreta se instauran condiciones efectivas que constituyen una especie de inmovilidad realmente no histórica; lo cual se refleja, como ya lo señalábamos, en la estética del shock y su intensión de proporcionar solamente una experiencia de presente, sin pasado ni futuro. Condiciones de inmovilidad no histórica, porque ya ahora en la sociedad del consumo, la renovación continua, el cambio constante (del vestido, de los utensilios, de los edificios) está fisiológicamente exigido para asegurar la pura y simple supervivencia del sistema económico, sociopolítico. La novedad ya no tiene nada de revolucionario ni de perturbador, sino que es aquello que permite que las cosas marchen de la misma manera. En esta época tenemos que vivir con la amenaza atómica, con la evolución de la técnica, con el desarrollo de la biotecnología, con el impulso de la informática y las telecomunicaciones, con el perfeccionamiento del automatismo y la robótica, etcétera. Todo ello está presente en la poshistoricidad, porque no se puede simplemente suponer como mera superación del pasado momento histórico, como simple progreso moderno, dado que según el entender de Arnold Gehlen el progreso se convierte en routine: “la capacidad humana de disponer de la naturaleza se ha intensificado y aún continua intensificándose, hasta el punto de que mientras nuevos resultados llegarán a ser accesibles, la capacidad de disponer y planificar los hará menos nuevos”.[5]
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La posmodernidad es pues, para los modernos, una nueva era. Es la era de todos los post: es la era post-metafísica, post-histórica, post-teológica, post-ideológica, post-emancipadora. Con su loca carrera desenfrenada de cambios constantes producidos por la técnica, sin que se le dé al hombre la posibilidad de cimentar su seguridad en algún fundamento, porque no hay fundamento, ya que ni el hombre fundamenta al mundo, ni el mundo fundamenta al hombre. Sólo hay un vacío, el vacío de la nada, y como propuesta de quien proclamó la muerte de Dios: “la voluntad de poder” y el “sublime derecho al futuro” del superhombre. Frente a este vacío, una característica salvadora es, sin duda, la heterogeneidad; esto es, el así llamado pluralismo. Así es como no existe para la humanidad sólo una voz. Heredera de la edad moderna, la posmodernidad es, en cierto sentido, la crisis de aquélla. Al declarar su autonomía de Dios, tanto el hombre moderno como el posmoderno han pretendido, desde esta independencia, entender al hombre, su obra y su mundo. La premisa esencial de la modernidad es que el hombre, la naturaleza y la cultura, que envuelve todo lo que hace aquél, pueden ser explicados desde sí mismos, comprensibles y entendidos desde sí mismos. Esto ha llevado a la convicción de que los antiguos atributos de Dios pertenecen ahora al hombre: omnisciencia, omnipotencia, providencia y conducción del destino llegarán a ser atributos humanos. Incluso, podríamos decir desde esta mentalidad, que el hombre siendo tan perfecto, decide qué es lo bueno y que es lo malo, qué es lo que debe ser querido y buscado y qué no. En suma, desde esta postura progresista y optimista, el hombre descubrirá que él es Dios, o mejor dicho, que Dios es él mismo, la humanidad, el conocimiento, el espíritu. Frente a todas las posturas de la modernidad y de la posmodernidad, sigue existiendo la posibilidad de hacer de la utopía del humanismo cristiano la posibilidad del futuro, del sublime futuro. Porque cuando el ser humano deja de comprenderse desde Dios, y por lo tanto deja de entenderse como imagen y semejanza de Él, termina absolutizándose, hasta el grado de querer ser como Dios y creerse así; o bien termina en un acto de inmolación al todo universal, espíritu o materia; termina en la sobreexaltación o en la degradación. En efecto, desde la Revelación, el hombre ha sido entendido como un ser hecho a imagen y semejanza de Dios; luego como un ser que se ha rebelado contra Dios, distorsionando esa semejanza, pero que conserva su imagen; después propone que el hombre es un ser que, no obstante haberse rebelado contra Dios, ha sido redimido por Cristo, el Hijo de Dios. “Él hizo visible en sí la imagen sagrada, y mediante la fe, el amor y la obediencia puede el hombre volver a estar salvado”. Todo lo que estaba perdido por el desorden introducido, el ser humano y el mundo, a partir de Cristo y de su obra de redención, han sido rescatados. Desde esta perspectiva se pueden entender las palabras Cristo cuando dice: “No he venido a condenar al mundo, sino a salvarlo”.[6] Conviene hacer una breve reflexión sobre el término “mundo”. En primer lugar, mundo es todo aquello que no es Dios; es decir, es la creación entera. Incluso todo aquello que por obra del hombre es producido; en suma, es todo lo natural-cultural, es el mundo que el hombre está llamado a dominar por mandato divino. Y ésta es una idea central de la tradición judeocristiana, a diferencia de las concepciones clásicas antiguas para las que el mundo se identificaba con lo divino; los dioses y las fuerzas divinas se vertían en el mundo, lo sostenían y necesitaba de él, por eso el mundo era divino. En cambio, para la tradición judeocristiana el mundo es obra de Dios; Dios no lo necesitaba, pues se bastaba a Sí mismo; y sin embargo, lo creó. No sabemos por qué; la revelación nos dice que el mundo ha sido creado por un acto de libertad y no de necesidad; en suma, por un acto de amor. Pero la distinción entre Dios y el mundo, que no estaba en la concepción antigua ni en la de los filósofos griegos, ni en las visiones orientales, fue una aportación de la tradición bíblica. De esta manera, lo que se destaca en esta tradición es la completa libertad de Dios y su plena autonomía.
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Pero existe una segunda acepción del mundo: mundo es lo que se convirtió en antagonista de la creación, que renegó de su origen y fundamento y que se constituyó también en antagonista de la redención. Es una segunda acepción, se trata del mundo que no reconoce a Cristo y lo odia; pero al que, a fin de cuentas, Cristo ha vencido. En suma, se trata de la “Ciudad del mundo”, cuyos ciudadanos viven según la carne y que sólo valoran lo natural porque no aceptan lo sobrenatural. Pues bien, ese mundo que sufre y se desgarra, el hombre mismo herido por el pecado, es redimido y reconciliado; es el mundo que tanto amó el Padre “que le ha dado a su único Hijo” para salvarlo. Cristo vino, para los cristianos creyentes, a reconciliar al ser humano con Dios y con sus semejantes. Vino a restablecer la imagen. Vino a reunir en torno suyo a toda la humanidad dispersa. De este modo la salvación es total. Todo esto nos introduce en una constante tensión, en una dialéctica entre la ordenación del mundo y, al mismo tiempo, la superación del mundo. “El cristiano cree que está salvado; cree también que ha crecido en él el nuevo ser humano a partir de Dios; pero, ¿no se siente inmediatamente desmentido por la experiencia de su propio ser? San Pablo lo expresa mediante su doctrina del hombre viejo y del hombre nuevo (…) Entre ambos hay una lucha incesante, y la existencia debe entenderse como el campo donde se desarrolla esa lucha. Cierto que hay momentos en que el hombre nuevo surge y es dueño de sí mismo, pero una y otra vez aparece el hombre viejo y lo oculta”. Y esto que se da a nivel de la persona vale también para el ámbito social. La vocación cristiana pide y exige que nos responsabilicemos de las realidades temporales, del ámbito de la política, la economía, el trabajo, el hogar, la escuela, la universidad; incluso pide corregir las estructuras de pecado; pero siempre con la convicción de que, primero, se requiere la conversión personal a Dios y, segundo, el pleno cumplimiento del reino de Dios se dará al final del tiempo y de la historia. Y aquí tocamos la cuarta definición del ser humano que nos abre la Revelación: “lo que es el hombre, si logra una auténtica imagen, se manifestará al final, tras la resurrección y el juicio. Entretanto queda la lucha en la oscuridad, el devenir en permanente contradicción”. Son los dos polos del Reino de Dios, el tiempo y la eternidad, el tiempo de cara a la eternidad y la eternidad sosteniendo el tiempo; incluso me atrevería a decir con Péguy: el tiempo como antesala de la eternidad. Entender así esa tensión nos permite, constantemente, evitar la reducción del Reino de Dios a las realidades temporales y medirlo en base al éxito de su conquista; nos permite entender que el Reino de Dios “no previene de ciudad alguna”, como señalaba San Agustín, que no es hechura de manos humanas, sino pura gratuidad y don de Dios. Y al mismo tiempo nos impulsa a construir nuestra existencia, toda, en la integridad de nuestro ser, desde las circunstancias concretas, desde nuestra historia. Si el mundo, si nuestra sociedad, no son cristianos, es porque han entendido mal el cristianismo, porque incluso nosotros mismos lo hemos entendido mal; le hemos quitado al cristianismo su carnalidad, su historicidad. Como decía Henri de Lubac: “Tomado en conjunto, nuestro cristianismo ha perdido su sazón. A pesar de tantos esfuerzos magníficos para devolverle la vida y la frescura, está enervado, rutinario, arterioescleroso. Cae en el formalismo y en la rutina. Tal como lo practicamos nosotros, tal como pensamos ahora, es una religión débil, ineficaz; religión de ceremonias y de devociones, de ornamento y de consolación vulgar, sin profundidad seria, que no hace mella en la realidad de la actividad humana, y a veces hasta falta de sinceridad”. Por eso, “lo que necesitamos no es un cristianismo más viril, o más eficaz, o más heroico, o más fuerte, sino vivir nuestro cristianismo más virilmente, más eficazmente, más fuertemente, más heroicamente, si es preciso. Por lo tanto el cristianismo hay que entenderlo como gracia de Dios, no como proyecto nuestro; haríamos mal si pretendemos subordinarlo a un plan o proyecto de penetración, de propaganda o como programa de actividades. Es gracia, y gracia significa que se me dará algo sobre lo que no tengo ningún poder, ni derecho alguno, pero que hace de mí lo que quiero ser. Pues bien, el humanismo cristiano no tiene que ser un proyecto del hombre donde el cristianismo sea un mero ingrediente, sino que tiene que ser fundado y sostenido por el cristianismo; es decir, más que de humanismo cristiano, hablaríamos de conciencia cristiana, a partir de la cual la existencia, ésta que vivimos aquí y ahora, en la historia y en la carne, pueda ser configurada. Y digo conciencia cristiana porque ésta supone, por un lado, la acción de la gracia que otorga el don de la fe, y por el otro lado, la respuesta humana, el hombre entero. Con esta conciencia podremos vivir en nuestro tiempo y configurar, a partir de ella, el mundo que estamos llamados a construir, un mundo en el que , con seguridad, no tengamos el poder político o económico, ni la responsabilidad de dirigir a las naciones, o aunque tengamos todo eso, tampoco importaría; lo que sí es importante es la conciencia de que se puede vivir la experiencia cristiana, la novedad cristiana, incluso dentro de las contradicciones inhumanas de esta sociedad posmoderna, y así orientarnos hacia el futuro. Porque hacia el futuro necesitamos tener esperanza. Como “Abrahán quien creyó esperando contra toda esperanza”. Porque la esperanza no es la virtud de los débiles, como afirmaba Nietzsche, que convierte al hombre en un ser inútil, apartado, resignado y extraño al progreso del mundo. Acompañado de optimismo y sentido del humor, de la alegría de saberse humano, de sentirse persona. No se puede hablar de un verdadero humanismo si está disociado de la esperanza. Sólo desde la esperanza puede el ser humano ir en busca del otro y de sí mismo. Sólo desde la esperanza podemos entender nuestra dimensión histórica y nuestra naturaleza de criatura singular. Ciertamente, porque en la actualidad la heterogeneidad también es pluralismo, nuestro momento requiere del diálogo que es posible sólo cuando hay esperanza. El nihilismo no puede menos que afirmar que todo carece de fundamento y conduce al hombre a consumirse en la soledad más estéril. El humanismo cristiano, en cambio, nos conduce a fundar la convicción de que todo ser nacido de mujer es persona porque está dotado de la capacidad de conciencia y libertad. Sobre esa base que establece la igualdad de todos y cada uno de los seres humanos se puede establecer la convivencia de los hombres en sociedad y el diálogo, sin importar sus creencias, su fe, su religión o su posición secularista, agnóstica o atea, porque la convivencia será ordenada. Sobre esta base podemos buscar al otro no para destruirlo y aniquilarlo, sino para construir juntos un mundo diferente, sin importar que el otro no comparta mis convicciones. En estas condiciones, Jürgen Habermas nos propone que el auténtico diálogo debe llevarnos a coincidir en lo fundamental, a respetarnos en lo secundario o accidental y a tolerarnos en lo irreductible. Necesitamos el diálogo porque parece evidente que la humanidad ya no puede permitirse el lujo de que las religiones sigan atizando guerras en el mundo en lugar de fomentar la paz; que sigan practicando el fanatismo en vez de buscar la reconciliación; que compitan por la propia superioridad en vez de promover la ayuda mutua. Por ello, frente a los prejuicios “científicos” de ciertos estudiosos “neutrales” de la religión, hay que subrayar que el conocimiento objetivo de la realidad religiosa y la experiencia religiosa subjetiva pueden integrarse y enriquecerse mutuamente. Al igual que frente a los prejuicios dogmáticos de los teólogos atados a la letra o chapados a la antigua, hay que insistir en que el distanciamiento científico y la descripción “objetiva” son imprescindibles para una valoración “subjetiva” y un compromiso personal. Contemplar la situación histórica, los diversos modelos sociales y la evolución concreta de la humanidad, los problemas de política mundial y, al mismo tiempo, las cuestiones últimas y personalísimas de la existencia humana nos lleva a proponer que las posibilidades están en la vivencia del humanismo cristiano, pero en diálogo con todos los hombres de hoy, porque como afirma Derrida, “cuando los seres humanos se den cuenta de que los sistemas que les han subyugado y oprimido se han fundamentado en aquello que no tiene base, llegarán a liberarse para participar en un mundo multifacético”.
Conclusión Hay dos maneras de seguir la aventura humana porque hay dos itinerarios: el de la impaciencia y el del viaje interior. La aventura humana afirma la realeza del hombre sobre el mundo, o desde la humildad de que tal fue el plan de Dios o, si Dios ha muerto, desde la soberbia de la superioridad del hombre en el universo. Pero antes de ser alzado por encima de los constreñimientos de la existencia, es preciso también ser rey de sí mismo. No se puede renunciar a ser uno mismo, como no se puede renunciar a vencer el desencanto de los sueños inhumanos y el embate de la tentación del orden moral que constituye la voluntad del poder. Por eso frente al caos de la sed de interioridad del hombre actual se han volcado, en la posmodernidad, con una violencia acrecentada todas sus energías espirituales sobre el mundo exterior. Desesperado por no encontrar salvación, con una persuasión lenta y constante, las tierras ignotas de su conciencia íntima han quemado las etapas: en vez de humanizar, de domesticar con paciencia el mundo presente atormentado por monstruos inhumanos, donde pululan las amenazas de orden moral, el hombre hoy busca una victoria inmediata en la afirmación de sí mismo, frente a lo que acaba de declarar no ser él mismo. El hombre de hoy prefiere dedicar todo su esfuerzo a crearse elementos de confort y facilidad para su vida porque considera que todo esfuerzo de orden moral, y por tanto interior, no es más que una pérdida de tiempo. El mundo en que vivimos no conservará posibilidades de sobrevivir mientras sigan existiendo espacios para éticas diversas, opuestas o antagónicas. Esta sociedad mundial única no necesita una religión o una ideología unitaria, pero sí una clase de normas, valores ideales y fines obligatorios u obligantes. Ello podrá surgir del humanismo cristiano en diálogo con todas las propuestas de la actualidad. No se trata de una política de partidos, sino de la totalidad. Todas, todas las religiones han tenido siempre el interés de responsabilizar a todos los hombres del mundo hacia normas, ideales y fines, Los tiempos están ya bastante maduros para un reto: la era presente enfrenta a las religiones con una especial responsabilidad ante la paz mundial. La credibilidad de las religiones va a depender, en un futuro próximo, de que acentúen cada vez más lo que las une y no lo que las separa. Aun cuando las situaciones externas, políticas, económicas y sociales, tengan una importancia considerable por la ayuda o el obstáculo que implican para esta necesidad espiritual y moral, “cambiar al hombre” sigue y seguirá siendo siempre más importante que pretender cambiar el mundo. Guadalajara, Jalisco, marzo del 2003 [1] Cursó los estudios eclesiásticos en el Seminario Conciliar de Guadalajara y los perfeccionó en Roma en tiempos de la celebración del Concilio Ecuménico Vaticano ii. Como miembro del presbiterio de Guadalajara, fue formador del Seminario Conciliar. Con dispensa de la Santa Sede contrajo matrimonio. Su participación en la vida pública le llevó a ser Oficial Mayor de Cultura del Ayuntamiento tapatío y Director de Arte y Cultura del de Zapopan. Entre sus textos publicados se cuentan estos capítulos de libros: “Universidad de Guadalajara y sociedad de Jalisco”, “Educación superior y subdesarrollo latinoamericano”, “Sistema económico y educación en países capitalistas dependientes”. [2] Entre los años 2001 y 2005, invitado por el Instituto Cultural José Ignacio Dávila Garibi de la Cámara de Comercio de Guadalajara, el profesor Kleemann dictó las tres conferencias que por bondad de la maestra Evelia Hernández Bermejo iremos publicando de forma sucesiva en este Boletín. [3] Presbítero del clero de Guadalajara y Prelado de Honor de Su Santidad; comparte, a ruegos de este Boletín, un ramillete de recuerdos espigados del aula y del plantel levítico de su recién fallecido mentor. [4] Luigi Baggiolini, La explosión de los medios, la implosión de los sentidos. El dispositivo McLuhan recuperaciones y derivaciones, Buenos Aires, Editorial Rosario, 2011, p. 65. [5] Citado por Marycela Córdova en “Modernidad, cultura y devenir en el mundo actual”, p. 154. Cfr. Zidane Zeraoui, Modernidad y posmodernidad: la crisis de los paradigmas y valores, México, Noriega–Limusa. [6] Jn 12,47 |