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El bardo ha juntado sus pasos y va en pos de la eternidad

José Manuel Gutiérrez Alvizo[1]

 

 

Aunque hasta el presente ningún eclesiástico ha sido más tiempo

profesor del Seminario Conciliar de Guadalajara

que el polígrafo Agustín de la Rosa y Serrano (1824-1907),

que dedicó a la docencia 63 de los 83 años de su vida,

a un lustro de igualarlo se quedó el presbítero don José Rosario Ramírez,

de cuyas exequias aquí se ofrece una crónica

a la que se agregan a modo de epígrafes versos

que dedicó Alfredo R. Placencia

 a un presbítero coterráneo de ambos, José T. Laris,

gran colaborador de este Boletín.

 

 

El lucero se asoma, me convida el paraje...

no me llaméis, dejad que me disponga al viaje...

me habla la Eternidad.[2]

 

El 4 de mayo del pandémico 2021 los inquilinos del Seminario Mayor de Guadalajara amanecimos con dos noticias tristes: el registro de pérdidas de vidas humanas y daños materiales incalculables que provocó en la ciudad de México el desplome de una parte elevada de la línea 12 del metro, y el deceso, a las 5.40 horas de ese día y a la edad de 94 años del presbítero José Rosario Ramírez Mercado, acaecido en el hospital de Santa María Chapalita, nada lejos de la casa central del plantel levítico, que lo tuvo entre sus primeros huéspedes hace ya 70 años y lo siguió teniendo hasta el 2010.

 

Entiendo que he rendido la jornada. No escucho

ni un grito a las espaldas que ordene el descansar.

 

A partir de las 15 horas se habilitó como capilla ardiente para velar sus restos el templo parroquial de Nuestra Señora de Guadalupe en la dicha colonia del municipio de Zapopan, donde prestó sin nombramiento alguno sus servicios ministeriales a partir del año 2010  y donde se ofrecieron misas en sufragio suyo, sin menoscabo de las que ya se tenían dispuestas en el recinto, que cerró sus puertas a la medianoche y las abrió de nuevo a las 6.30.

La misa exequial fue a las 12 horas del día siguiente, en la capilla del Seminario Mayor, presidida por el Señor Arzobispo de Guadalajara, Cardenal José Francisco Robles Ortega, y que tuvo como concelebrantes principales a dos de sus obispos auxiliares, don Héctor López Alvarado y Fray Juan Manuel Muñoz Curiel, ofm, así como al Vicerrector del plantel levítico, don José Guadalupe Miranda Martínez, quienes recibieron el féretro con los despojos mortales del apenas fallecido en el ingreso principal.

La ceremonia  discurrió en los términos de máximo recogimiento, y el espacio, aunque grande, era insuficiente para poco menos de cien presbíteros de todas las generaciones que tomaron parte en la celebración, además de los parientes y amigos de don José Rosario. Se le recibió con el introito de la Messa da Requiem compuesta por Monseñor Lorenzo Perosi e interpretada por la Schola Cantorum del Seminario Mayor, bajo la conducción de su director, el maestro Carlos Gálvez.

El ataúd se colocó al ras del piso del presbiterio, justo encima del escudo del Papa Pío xii, hecho lo cual el señor Arzobispo lo cubrió con una casulla y el evangeliario con estas palabras: “para que revestido de Gloria en la presencia de Dios, celebre a Cristo entre los santos eternamente, y goce contemplando la verdad que vislumbró en la Palabra de Dios y que predicó con celo”.

Los textos de la liturgia de la Palabra se centraron en el misterio de la Resurrección y del oficio del Buen Pastor que da la vida por las ovejas, pasajes que retomó en su homilía el Cardenal Robles.

 

Si cada quien sus pasos ha de juntar de veras,

los míos... aseguro que casi los junté

 

En palabras del prelado, el apenas extinto tuvo muchas prendas que le distinguieron de modo excepcional entre sus correligionarios. En primer lugar, una memoria prodigiosa. De ella nos compartió una anécdota: la remembranza prolija que ante él hizo el Padre Chayo, a la distancia de medio siglo, de un paseo por Atemajac de Brizuela que hicieron juntos –como superior y pupilo– durante unas vacaciones de comunidad y recordaba con todos sus detalles.

Como formador en el Seminario tuvo –continuó el predicador– el don de personalizar, pues donde casi todos sucumben ante la muchedumbre, “él nos personalizaba […] y conservaba nuestro nombre […] nunca nos vio como parte de una masa informe”.

Al lado de esto o derivado de ello, tenía “la capacidad de descubrir en cada uno sus cualidades” y aprovechar cualquier momento para referirlo al interesado: su destreza para el deporte, para las letras, para la historia, con lo cual usaba su ascendiente moral sobre sus pupilos para estimular en ellos consciencia de sus talentos y responsabilidad para desarrollarlos a favor de los demás, incluso para los que no abrazaran el ministerio ordenado.

Respecto del apostolado que a título personal desempeñó tantísimos años bajo la etiqueta de pastoral del ocio, quien es también Rector del Seminario Conciliar reconoció en don José Rosario una capacidad fuera de serie para construir puentes de diálogo y transmisión de valores en sectores que no gozaban entonces de trato deferente: el Estadio Jalisco, la Plaza de Toros El Progreso y los clubes deportivos, entre cuyo personal sembró desde la fe y la identidad cristiana valores sólidos, ya fuera en la predicación, ya en la simpleza del trato y de la vida.

Concluyó el señor Arzobispo su homilía invitándonos a los allí presentes a agradecer a Dios el perfil que de Cristo Buen Pastor nos dejó el Padre Chayo, que superó con creces las limitaciones propias de la naturaleza humana, aludiendo también a la ocasión para purificarse que Dios le concedió en el último tramo de su vida, cuando le abandonó la salud y le sobrevino un gradual y largo desfallecimiento físico.

 

No interrumpáis mi viaje,

los que sois mis amigos, no me llaméis ¡callad!

Até en haces mis versos, tengo listo el bagaje,

y he juntado mis pasos... ¡Me habla la Eternidad...!

 

El epílogo de las exequias, la aspersión e incensación del féretro, se dio en el marco de un raro y absoluto recogimiento, de silencio nada más cortado por la deprecación de celebrante principal.

Cargado en peso por seis presbíteros, el féretro encabezó la procesión de salida, en la que no faltaron lágrimas y aun aplausos a la memoria de tan singular ministro sagrado; se despidió así a un testigo tan preclaro para el Seminario Conciliar de Guadalajara durante la segunda mitad del siglo pasado.

 

Detrás de las estrellas se ha asomado el paraje...

dejad que prevenga mis cosas para el último viaje...

me habla la Eternidad.

 



[1] Diácono del clero de Guadalajara, del Departamento de Estudios Históricos de la Arquidiócesis tapatía, ha dado a la luz pública los libros Un pueblo de raíz tecuexe y San José Isabel Flores y la comunidad católica de Matatlán. Formó parte de la última generación de alumnos bajo la docencia del Pbro. José Rosario Ramírez Mercado en el Seminario Conciliar durante el año lectivo 2010-2011.

[2] Los epígrafes que subdividen los párrafos de este artículo son del poema “Me habla la Eternidad”, de Alfredo R. Placencia. José R. Ramírez, Alfredo R. Plascencia. Antología, Guadalajara, Talleres de Imprenta Roca, 1992, p.145.





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