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Los 250 años de guadalupanismo alcaldeano y sus efectos desde la visión de un drama indocristiano, el Nican mopohua Tomás de Híjar Ornelas
El 12 de diciembre de 1771, en el marco de un seísmo, Arribó a las inmediaciones de su ciudad episcopal Fray Antonio Alcalde, op. Que tan señaladas circunstancias le sirvieran de acicate para alentar el proyecto social más importante en toda la historia de Guadalajara, al que quiso darle como núcleo el primer templo tapatío a la Virgen del Tepeyac, son los datos que aquí ofrecemos desde los móviles que pudo traer consigo quien acababa de ser, al tiempo de su arribo, decano entre sus pares del iv Concilio Provincial Mexicano. Respecto al néctar del guadalupanismo que sí aplicó, se insinúa también lo que para ello pudo influir la sustancia del drama indocristiano por excelencia, el texto náhuatl Nican mopohua.
Fray Antonio Alcalde, op, xxiii obispo de Guadalajara, al tiempo de protocolizar con su rúbrica el 14 de octubre de 1778 el instrumento público donde legitima la dotación de rentas para la fábrica material del Santuario de Guadalupe, que se echó a cuestas en la ciudad episcopal, revela un dato sustancioso: que el impulso para edificar dicho santuario le cayó en las manos por ruegos de la corporación edilicia tapatía, que al efecto le donó cinco hectáreas del fundo legal donde el religioso patrocinó la construcción de unas 1 500 viviendas familiares en 158 vecindades distribuidas en 16 manzanas cortas o cuadritas. Desde los cálculos originales de la corporación no dudamos que al principio se redujesen a ofrecer un espacio suficiente para una capilla periférica y a modo de eco de lo que tres décadas antes hizo la gente del comercio –vocación a ultranza de la ciudad– al jurar como su patrona a la Virgen de Guadalupe.[1] Pero desde los planes del dominico benefactor fue la ocasión para desatar un proceso integral urbanístico y humanitario al norte de la zona fundacional de la capital del Reino de la Nueva Galicia, al que ciertamente dio por núcleo el santuario de Guadalupe, del que dice:
a la ejecución de este piadoso intento me animaron los nobles sentimientos del Ayuntamiento de esta ciudad, que deseoso de manifestar su debida gratitud y reconocimiento por los particulares beneficios que ha recibido esta ciudad de la Emperatriz de los cielos María Santísima Nuestra Señora en su Prodigiosa Imagen de Guadalupe, principalmente en estos últimos siete años[2] en que con motivo de los repetidos y fuertes temblores que hemos experimentado ha sido más visible y manifiesta a todos los habitadores de esta ciudad la benigna protección y poderoso patrocinio de la Santísima Señora, me suplicó procediese a la referida fábrica.[3]
Que tal súplica se elevara desde la primera entrevista que sostuvo la corporación con el obispo en las inmediaciones de Guadalajara por su viento sudeste –la villa de San Pedro Tlaquepaque–, el 12 de diciembre de 1771, no nos resulta descabellado si consideramos que en tal día hubo en la ciudad un movimiento telúrico.[4] Tampoco es aventurado suponer que traía ya consigo, desde la ciudad de México, la pintura que dispondrá se venere en el retablo principal del Santuario guadalupano, de la que sabemos es factura del destacadísimo discípulo de Apeles novohispano José de Alcíbar, al que Fray Antonio contratará para hacer las pinturas de caballete de todos los retablos del recinto.[5] Por otro lado, es del todo público y notorio que a la vuelta de muchos años pidió el obispo –cosa hasta entonces insólita– ser sepultado allí, en un templo parroquial periférico y en el barrio de los artesanos y de los obreros. Que ahora en el recinto también se veneren las del celestial patrono de los fieles laicos de México, el beato Anacleto González Flores (1888-1927), y que poco antes haya sido cuna de los Operarios Guadalupanos, singularísima asociación de fieles laicos, de la que él formó parte y cuya meta aspiraba a llevar la doctrina social de la Iglesia al ámbito político no podemos tampoco considerarlo fortuito.[6] Al cabo de medio siglo de la muerte del Fraile de la Calavera, apodo que le impuso el Rey Carlos iii, y teniendo a la vista su legado, el brillantísimo jurista Mariano Otero[7] no dudó en reconocerlo como el motor gracias al cual Guadalajara pasará a ocupar el rango de segunda ciudad en importancia en la Nueva España, cuando antes apenas era una entre muchas.[8] Al cabo de un siglo largo ratificó tal reconocimiento de muchos modos, durante su gestión como Gobernador de Jalisco, el intelectual y escritor Agustín Yáñez, un tapatío que vino al mundo a 200 metros de la tumba del religioso y fue hijo de un entusiasta e inquieto operario guadalupano, don Elpidio Yáñez. Engarzamos estos eslabones sólo para insinuar, tímidamente, cuánto pudo inspirar al obispo Alcalde la esencia del guadalupanismo desde la trinchera indocristiana para motivar lo que en su administración tuvo como efecto aplicar la cuarta parte de los diezmos que a él le correspondía administrar –de 60 a 90 mil pesos de su tiempo–,[9] sin renunciar en lo más mínimo a llevar él en su vida personal una disciplina sin mengua de su opción por la pobreza en el sentido más radical y hasta para sobreponerse a los achaques y a las dolencias adquiridas o propias de la decrepitud con el más elevado de los ánimos, el de quien sabe cuál es la meta última de la vida. Que esto fuera posible o no lo planteamos a continuación desde ese fundamento y cumbre de la narrativa indocristiana que es el Nican Mopohua leído como drama desde el pensamiento náhuatl.[10]
***
Apenas en 1978 vio la luz el libro que introdujo un adjetivo que a partir de entonces no ha faltado ya en el ámbito de la investigación académica aunque de forma todavía tímida. Nos referimos a Arte Indocristiano. Escultura del siglo xvi,[11] del historiador Constantino Reyes Valerio (1922-2006), en el que adopta una palabra que nos parece más precisa y certera que otro neologismo, tequitqui, en alusión a uno de los frutos de la amalgama que desde lo religioso se produjo en el campo de las creencias y de la fe de los habitantes del macizo continental americano a partir de 1521, y de la que a la postre derivarán formas locales y propias de cultura popular. Echando mano del análisis iconográfico al modo de Erwin Panofsky, Reyes Valerio estudia en su cuna y desde la estatuaria la cultura mexicana a raíz de la caída de Tenochtitlán y de la necesidad derivada de ello de confeccionar imágenes cristianas valiéndose de oficiales indígenas neófitos que plasmaron en ellas su visión sagrada al lado de formas propias de asimilar el cristianismo.[12] Uno de los puntos de engarce entre expedicionarios y aborígenes fue la pobreza de la que, ante la voracidad y codicia de los expedicionarios, hicieron gala frailes de la talla de Toribio de Benavente, que adoptó incluso un sobrenombre en la lengua franca de acá, el náhuatl, rebautizándose como pobre o afligido (motolinia). Nada nos hace suponer que tal conducta la hicieron suya todos los frailes mendicantes ni tampoco que quienes sí la adoptaron se inspiraran en un modelo idéntico, distinto al que tuvieron ante sí los que dejándose interpelar por el estilo de vida minimalista y comunitario de las culturas –incluso la de sus caciques–, reconocieran en esa conducta la del Cristo pobre. De los contadísimos misioneros que siempre hubo en la Nueva España podríamos entonces distinguir dos bandos: el de los deseosos en aniquilar los signos sagrados de los neófitos, arguyendo contenidos diabólicos o evitarles abrazar de nuevo la gentilidad, y los que desde la pobreza evangélica –insistimos en esto a propósito de la de Fray Antonio Alcalde– sembraron, con el auxilio admirable de catequistas y fiscales, en las congregaciones de sus doctrinas[13] –a partir de 1548, bajo la categoría pueblo o república “de indios” – talleres de imaginería indocristiana, donde artesanos y artistas locales, desde su percepción del cristianismo apenas decantado por los decretos del Concilio de Trento, confeccionaron con piedra y madera, plumas, bordados y pigmentos esculturas procesionales, paramentos litúrgicos, retablos, frisos y relieves ornamentales. Si nos atrevemos a colocar a la cabeza de toda esta producción el icono del Tepeyac, núcleo de un culto y una veneración tan complejos como poliédricos hasta nuestros días, siendo así, entre los extremos del anticlericalismo y el desdén clerical, es convencidos de que se trata de la representación cristiana más preclara e invicta emanada de esta trinchera.[14] Ahora bien, eso implica una relectura del texto cumbre para asimilar de forma integral al hecho guadalupano en la versión que de él nos ofrece Tonantzin Guadalupe. Pensamiento náhuatl y mensaje cristiano en el Nican mopohua, de Miguel León-Portilla. El insigne académico no vacila en conferir a ese cantar poético el rango de perla negra –o Magnificat– de la literatura indocristiana, tal y como ya lo insinuó su maestro el canónigo Ángel María Garibay, ni tampoco, desde la estructura íntima del relato, la categoría de itinerario en cuanto a los elementos que hasta el presente tachonan la cultura mexicana: sentido social comunitario de pertenencia como aglutinante político esencial y pobreza asumida con especial predisposición, como postulado ético, a no acumular nada que no sea indispensable para subsistir. Ahora bien, analizar desde ambos polos la experiencia que al respecto nos dejaron las repúblicas o pueblos de indios exigiría reescribir la historia de México desde la visión que sí intuyeron los jesuitas novohispanos Clavigero y Cavo para cuestionar la que ya desde la epistemología hegeliana sistematizaron los ideólogos decimonónicos, de Lucas Alamán y Niceto Zamacois a los autores de México a través de los siglos. Y es que separándose de los discursos racionales –como empeñosa y antiacadémicamente lo hacen los aparicionistas y los que reniegan de serlo–, el Nican mopohua sólo puede interpretarse de forma integral y profunda como un cantar de hechos relacionados ya con el “mensaje cristiano” –la evangelización– redactado desde el “pensamiento náhuatl”. En su caso, al autor de este drama, identificado por todos como Antonio Valeriano, se vale de seis cuadros, etapas o jornadas al modo de los autos sacramentales tan en boga en ese tiempo y ambiente cultural, para exponer el auge del culto mariano del Tepeyac, la predisposición hacia él por parte de las culturas amerindias y su sensibilidad sagrada –calificativo que no es sinónimo de “religiosa”– respecto al primero de los paradigmas del Sermón del monte, la pobreza (no necesariamente sólo la de espíritu). Añadamos a lo anterior la circunstancia de que el relato en cuestión se produjo en el marco de una de las pandemias más largas y devastadoras de todos los tiempos, la del cocoliztli, pero no ajena a la interpretación muy posterior (1754) que de su esencia hará un espíritu profundamente racional, el del Papa Benedicto XIV, que aplicó al hecho guadalupano lo que el salmo 147 dice de la relación entre Yahvé y el pueblo de Israel, que “no ha hecho así con ninguna otra de las naciones” (non fecit taliter omni nationi!), pues en ella se fundamentarán, indistintamente, y al cabo de no muchos años, los pueblos de indios como categoría jurídica y administrativa en Hispanoamérica y a partir del siglo XVII la cultura popular mexicana, primer botón de la cultura global de todos los tiempos. [1] Cf. Anales del Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnología, t. iii, México, 1911, p. 245. [2] 1771, el año del arribo del benefactor, incluso el 12 de diciembre, ya estando él en San Pedro Tlaquepaque. [3] Tomado de Ramón Mata Torres, Iglesias y edificios antiguos de Guadalajara, Ayuntamiento de Guadalajara, 1979, p. 246. [4] Véase al respecto lo que publicó Laura Castro Golarte en Noticias del Fraile de la Calavera. Antonio Alcalde y Barriga en Guadalajara, Guadalajara, ImpreJal, 2021. [5] Varios autores, Zona metropolitana de Guadalajara: Guadalajara, Zapopan, Tlaquepaque, Tonalá: guía turística urbana, Guadalajara, Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática, 1995, p. 49. [6] “Los Operarios eran seglares y sacerdotes cuyos propósitos se centraban en la participación política, conjuntamente con la organización de los católicos y la realización de obras sociales. Establecidos desde 1909, contaron en Jalisco con un centro importante […] Varios de ellos –de los Operarios–, fungirían como dirigentes de la Liga Nacional Defensora de Libertad Religiosa en su etapa guerrera, como Miguel Palomar y Vizcarra y Bartolo Ontiveros”. Cfr. Francisco Barbosa Guzmán, “De la acción social católica a la Cristiada”, en Estudios Jaliscienses 13 (agosto de 1993), El Colegio de Jalisco, p. 8 ss. [7] Mariano Otero, Obras, vol. ii, México, Porrúa, 1967, p. 428. [8] Y más si consideramos que la jurisdicción civil y eclesiástica de la Nueva España en este tiempo iba de Asia (las Filipinas) al Caribe (Cuba), incluyendo Centroamérica (Guatemala). [9] Esa cantidad en nuestros días podríamos calcularla entre 120 y 160 millones de pesos. [10] Para nuestro caso empleamos la palabra, indistintamente, para referirnos a toda “obra literaria escrita para ser representada” o, como en la antigua Grecia, para una “representación mimética de carácter religioso o teatral”. Cf. Diccionario de la Real Academia. [11] México, inah, 1978. [12] Silvia Fernández Hernández rebate con dureza a Reyes Valerio anclándose todavía en esa visión muy en boga entre nosotros, la de víctimas y verdugos, impuesta por la historiografía oficial y que goza todavía de cabal salud. Cfr. “El arte tequitqui como puente intercultural”, Decires, núm. 9 (junio 26, 2021), pp. 9-17. [13] Ese título se dio a una circunscripción parroquial en tierras de misión. Al cura doctrinero lo nombraba el Rey por conducto del Consejo de Indias y gozaba de jurisdicción propia, esto es, no dependiente de la del obispo, que reducía su competencia a la renovación de las licencias para administrar los sacramentos a los ministros asignados por el superior provincial en cada una de ellas. El cura doctrinero, sólo por ello, debía al menos hablar en náhuatl. [14] De las acepciones de estos términos estamos usando aquí, para el primero, “animosidad contra todo lo que se relaciona con el clero”, y para el segundo, “intervención excesiva del clero en la vida de la Iglesia, que impide el ejercicio de los derechos de otros miembros de ella” (tales propuestas las hace el Diccionario de la Real Academia) |