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El Hospital de Belén

Manuel Gutiérrez Nájera[1]

 

En la estampa que de su visita a Guadalajara a fines del siglo xix

nos dejó un escritor supremo, dedicó párrafos más que intensos

para una de las obras de misericordia del Obispo Alcalde.

Toda ella está cuajada de trazos vibrantes, emotivos, profundos,

y describen la memoria que a la vuelta de un siglo

se tenía del Siervo de Dios.[2]

 

Caía ya la tarde cuando visité el Hospital de Belén. A esa hora se ven mejor las tristezas. Durante el día, la luz, que alegra todo, ciñe a la realidad orlas y festones de mentiras piadosas, porque la luz es una santa embustera. Mas, al caer la sombra, caen con ella el enfermo en su catre; los dolores y los remordimientos en el alma. A esa hora visitad a los enfermos: la luz los ha dejado solos y ellos no pueden ver las estrellas. Sus acongojados espíritus están a oscuras.

¡Qué contraste! La víspera había estado en un baile y todavía valsaban mis pensamientos, oprimiendo el talle de ideas jóvenes y de hermosas esperanzas. Horas después, entraba pensativo y silencioso a aquel lugar en que la música no suena más que cuando acompaña, pausada y grave, las voces que imploran misericordia.

El Hospital ocupa un cuadrado de 350 metros por lado. Los enfermos están muy cerca de su hogar, porque en el Hospital está el cementerio, y muy cerca de sus últimos amigos, porque en el Hospital está la iglesia. ¡Cómo consuela ver una cruz en esos sitios donde se refugian los náufragos de la vida! ¡Es como el mástil de un navío, visto por el que ansioso, hambriento y moribundo, espera auxilio en una isla desierta! Nosotros, en nuestros excesos revolucionarios, encerramos a Dios en sus templos, arrojándole de hospitales y cárceles. Pero a esos templos sólo pueden ir a verle los sanos y los libres. Los enfermos necesitados de consuelo; los delincuentes menesterosos de perdón, no pueden ir a llevarle sus cuitas para que las alivie, sus corazones para que los conforte, sus esperanzas para que las aliente; y ellos -¡ pobres bastardos de la vida, no recibidos en la casa señorial de la inteligencia!-  tampoco pueden ascender como nosotros al concepto filosófico de la divinidad, ni sentirla en la mano del médico que los cura, y es la ciencia; en las palabras de la mujer que los consuela, ¡y es la caridad! ¡Da pena ver a un niño sin juguetes; a una joven sin flores; a un enfermo creyente sin imágenes cristianas! La caridad verdadera no quita consuelos, los da todos. La caridad verdadera miente si es preciso mentir para aliviar dolores. La caridad verdadera no sólo lleva el pan a la boca del hambriento, sino la hostia al espíritu afligido. Dejad a los creyentes desvalidos sus místicos cirios: ¡son esos los únicos luceros que les quedan! Dejadles a su Virgen: ¡es la única mujer que les sonríe! Dejadles su cruz: ¡es la única que les abre los brazos!

En una de las salas de aquel grandioso y tétrico edificio vi un grupo de mujeres arrodilladas ante la imagen de María. Eran de esas mujeres que cayeron... o que arrojamos al lodo. Ellas no tienen padres, porque éstos, afrentados, las despidieron del hogar; no tienen hijos, porque el hijo de la cortesana es su remordimiento que habla y crece; no tienen amante, porque el amor para ellas se va con la juventud y la belleza; no tienen abrigo, porque nosotros, aunque somos sus cómplices, somos sus cómplices impunes, y las desconocemos; nunca tendrán perdón, porque jamás nosotros perdonamos: ¿cómo apartarlas de la única onda que purifica y de los únicos labios que perdonan?

Comenzaban a encender las linternas y lámparas de las enfermerías cuando crucé por ellas. ¡Qué tristemente se despide la tarde de esas salas! La noche llega como una viuda de negras tocas que durante el día salió a pedir limosna y regresa a las horas del crepúsculo, con las manos vacías. No viene a consolar a los enfermos: viene acaso a llevárselos, como la mujer desesperada que piensa en matar a sus hijos para que no lloren de hambre. Esas linternas son estrellas enfermas, alumbran, pero como se alumbra en los entierros.

Las seis galerías, tienen ochenta metros de longitud cada una, por siete de latitud. Hay además otros salones, que sólo se abren cuando, con toque trágico, llama a sus puertas una terrible Erinyia: ¡la Peste! En todos ellos pueden colocarse con holgura setecientas veinticinco camas. El total de enfermos es por lo común de 275 y se calcula una entrada y salida diaria de diez a doce. Los que salen para no volver nunca bajan de veinte al mes, algunas veces suben a treinta y cinco.

Los empleados en el Hospital son un administrador, un capellán, un comisario, un boticario, un ayudante de éste, tres médicos, siete practicantes y cincuenta dependientes subalternos. Administrador y capellán tienen amplias habitaciones en el costado sur del edificio, ocupado también por las bodegas, las cocinas, la botica y la iglesia. En el costado norte están la ropería, el anfiteatro, los baños, las piezas para los enfermos distinguidos y las habitaciones de los practicantes. La entrada principal comunica con un departamento compuesto de cuatro salones y un patio, que sirve hoy de escuela y asilo para niños. Hay también en el edificio dos departamentos para dementes. El destinado a varones consta de un dormitorio, un comedor, quince bartolinas, dormitorio y dos patios. En este último están los lavaderos.

Manos diligentes y cuidadosas procuran alejar la tristeza de aquellos sitios habitados por el sufrimiento. En los numerosos patios hay jardines cultivados con esmero. Los dementes pacíficos riegan las flores, en cuyos pétalos las gotas de agua, al resbalar, parecen lágrimas. Los vi, al entrar, trayendo y llevando las lustrosas regaderas, sentados al pretil de la fuente, o segando con hoz la hierba. El loco inspira una compasión egoísta. No sufrimos por él, porque él, comúnmente, no sufre. Está triste, pero siempre en espera de algo milagroso, siempre hablando con sus quimeras y sus sueños. Está siempre en otra parte, y por eso nos mira y conversa con nosotros distraídamente. A algunos el hada de la locura los mima, y trama para ellos un manto azul sembrado de piedras preciosas. Ésos son felices, viven la vida mágica del sueño. Están en el mundo como las estampas en un cuento de hadas.

Pero, al verlos, sufrimos por nosotros. ¿Qué la inteligencia se extingue, como la antorcha que un demonio alza del suelo y apaga con su vaho? Ésta que nos habla, que nos sonríe, que nos apena a veces, ¿puede irse como un pájaro que vuela, como la querida que abandona la casa de su amante al verlo pobre? ¿Y otros podrán vemos con esta mirada de horror y de piedad con que nosotros vemos a los locos? Ser loco y verse loco: ¡ése sería el mayor suplicio! Algunos ven su locura, pero no presente, no palpitante, no viva, sino ya pasada, ya lejana, como ausente, como muerta. Ha pasado el acceso, y sienten que estuvieron enfermos, pero que ya están buenos, que su razón salió un instante afuera y que ya ha vuelto, que muy pronto saldrán del hospital para volver al seno de la familia. Por eso miran con afectuosa compasión y simpatía a sus compañeros y con el sentimiento egoísta que se despierta en el ánimo del convaleciente, del que acaba de salvar un peligro y ve a otros en él, lo ven con cierto placer íntimo y recóndito, de que acaso no pueden darse cuenta, murmurando en voz baja: ¡Pobrecitos! ¡Están locos! ¡Se ven enfermos, pero locos no! ¡No hay almas que se sientan enterradas vivas!

¡Qué triste es aquel patio de las pobres dementes! ¡Ésta, de ubres enjutas y lacias, de boca desdentada, de canas erizas y sin lustre, envuelta en guiñapos, ríe, canta, muestra los dos colmillos de bruja que le quedan, como una coqueta hermosa mostraría las perlas de su boca, y nos habla de un amante que tiene, guapo, buen mozo, rico, que ha de venir por ella muy en breve, jinete en su alazán, para llevarla a un jardín en donde ella ha de darle muchos besos! ¡Ésa pálida arrulla un rebujo, un envoltorio sucio y repugnante, creyendo que es el cuerpo de su hijo! ¡Aquélla corta flores para alguien que ha de venir! ¡Y casi todas preguntan por alguno a quien esperan! ¡Por un padre, por un esposo, por un novio, por un niño! ¡Sus diálogos son monólogos uncidos, porque cada una habla de sus propias imaginaciones, de sus propios dolores, de sus propias esperanzas! ¡Ay, en aquellos sitios la vida hace muecas, la vida muerde, la vida tiene tenazas de inquisidor y ensangrentadas manos de verdugo! ¡Nos sentimos entre las garras de los dioses enemigos, y si buscamos con la imaginación a los proveedores de carne para estas galeras y mazmorras de suplicio, vemos al vino, al zumo de las vides, tan rojo y fresco en las venas de Dyonisos, tan negro en la de estos desgraciados; a la miseria descarnada; a la misma religión que consuela y que en algunos cerebros se transforma en odioso vampiro; al mismo amor, al juguetón amor, a Eros el blondo, que también enferma, y también martiriza, y también mata!

Pero más tristes son aún las otras enfermerías. Hay muchos catres en esas galeras; pero parece que cada uno de los enfermos está solo. Nos ven como desde lejos, como desde atrás de la vida. Casi nos miran como a extraños ¡Como que estamos vivos! En estas salas, la carne y el espíritu sufren más que en los patios de los dementes. Las carnes: allí están los hierros que sajan pechos, tronchan brazos, escarban huesos, hozan entrañas. Allí está el dolor, ese invisible e implacable cirujano que le corta al cuerpo la vida. Allí el vivo está junto al muerto y ve cómo entran mozos y envuelven a éste en sábanas y se lo llevan al anfiteatro; y cómo al salir tropieza con el que viene, aún con aliento, a caer sobre el mismo jergón. Los locos ven las flores, andan, sueñan, conversan. Aquí no hay luz ni cielo, flores ni astros: se cuenta los instantes como cuenta el miserable sus últimas monedas. ¡Qué envidia inspirarán los que se van y qué terror los que se llevan! La inteligencia no está apagada como en los locos; ilumina, pero ilumina cadáveres y suplicios.

Al cruzar esas salas se lamenta más que nunca no poseer la suprema riqueza. Quisiéramos acercarnos a cada uno de esos catres, decir al anciano, a la mujer, al mozo: yo no puedo llevarte conmigo; no puedo devolverte la salud; tienes razón en verme con dureza, puesto que sufres y yo soy feliz; puesto que, libre y sano, voy a respirar el aire puro, a oír el canto de los pájaros, el ruido del agua, la voz de mi novia; pero ¡perdóname estas dichas! ¡Toma estas monedas! Dirás que no las necesitas para ti, porque aquí la caridad te lo da todo y para el viaje a que te preparas nada se ha menester; pero tendrás padres, mujer, hijos o hermanos, que de seguro sufren miseria y abandono cuando en este abandono te dejaron, ¡pues dáselas para que vengan por ti, si antes no llega la muerte; para que te lleven con ellos si la enfermedad se desase un momento de tu cuerpo; ¡o para que tengan pan, calor y vida, y tú mueras tranquilo, y no te arrojen a la fosa común, sino a la tumba en cuya tierra puedan crecer las flores y caer las lágrimas!

Parecen reproches las miradas de esos desvalidos que nos ven pasar desde sus camas. Se ven cuerpos que parecen encaprichados en contraerse, en achicarse, como si quisieran irse acostumbrando a la estrechez de la fosa; semblantes lívidos, como de dolientes de sí propios, brazos largos, canijos y secos, que parecen extenderse para agarramos e impedir que nos vayamos; viejecitas sentadas en el colchón como las brujas junto a la marmita; niños... ¡Señor! ¿Por qué? ¡Los hombres sí! habrán delinquido, habrán tenido vicios, habrán sido malos, merecerán dolores y castigos... ¡Pero los niños! ¿Por qué...?

Compungido el espíritu, se busca la puerta para salir y librarse no de la persecución de los fantasmas, sino de otra más terrible aún, de la persecución de los que sufren. Conforta el alma pensar en el esfuerzo del hombre por el hombre, de que es patente prueba este monumental edificio. ¡Sí! En él la vida hace cuánto puede por sus hijos desgraciados. Les pide perdón de haberlos creado al despedirse de ellos. La ciencia y la caridad luchan sin tregua contra la muerte y el dolor.

Es hermoso el médico en su combate con la enfermedad. ¡Cómo ve al enemigo invisible; cómo oye los pasos de eso que no anda; cómo escucha las voces de eso que no habla! ¡Y cuán bella la caridad que da buen alimento y abrigo y medicina y reposo y consuelo a los que nada tienen y todo lo necesitan! Pasma el aseo de los salones, su orden y arreglo. No se percibe ese olor penetrante de hospital, que es como podredumbre convertida en aire. ¡Dios mío! Es muy hermosa la caridad; pero, ¿por qué quisiste tener la necesidad de crearla?

De ella enamorado, o mejor dicho, enamorada ella de él, levantó esta fábrica soberbia, este refugio de menesterosos, el humilde dominico Fray Antonio Alcalde, obispo de Guadalajara. Era español, pero no de la raza de los conquistadores, sino de la raza de los misioneros. Pasó de la diócesis de Yucatán a la de Guadalajara, como si el dolor lo hubiera llamado con un grito de súplica. Corría a la sazón el año de 1786, ¡año del hambre! Perdidas por las tempranas heladas del año anterior todas las sementeras de maíz, los pobres carecían por completo de alimento. El señor Alcalde gastó durante ese año, sólo en maíz para los pobres, la suma de ciento diez mil pesos.

Sus manos siempre estuvieron llenas de limosnas, y sus labios de consuelos. Edificó el Santuario de Guadalupe, el colegio para niñas pobres llamado El Beaterio; empedró calles, construyó caminos, y erogando sumas cuantiosísimas protegió principalmente la instrucción pública. El 6 de agosto de 1792 –año en que terminó la construcción del hospital –el anciano Pastor cerró los ojos y se fue con los suyos. La fortuna que dejó aquel millonario de los otros, entre muebles, ropas, alhajas episcopales, subía a doscientos sesenta y dos pesos, y veintiocho centavos… ¡Que lo perdonen los pobres! ¡No tuvo tiempo ya de dárselos! Dejó también una bandeja de plata… ¡Que también le perdonen ese lujo! Era la que presentaba a Dios cuando le pedía para los hambrientos y desnudos.

El cuerpo de fray Antonio Alcalde duerme en el presbiterio del Santuario de Guadalupe; su memoria vive en todos los espíritus. Y cuentan los que de cosas místicas entienden que el alma de fray Antonio no quiso entrar al cielo: ¡no hubiera sido dichoso entre dichosos! Está invisible en el Hospital de Belén. ¡Ése es su templo!

 

El Hospicio

 

 

En ninguna parte de la República son tan ricos los pobres como en Guadalajara. Allí cuentan no con asilos en que los acoja la caridad, disculpándose de no darles sino exigua limosna; cuentan con palacios como este monumento del Hospicio. Sin mucho aventurar, puede bien aseverarse que no existe en toda América un establecimiento de beneficencia de tan colosales proporciones como éste. La planta del edificio, en forma de paralelogramo, ocupa una extensión de 185 metros de longitud por 170 de latitud. Está dividido en dos departamentos: el de varones y el de mujeres. Veintitrés son sus patios, cercados por hermosos corredores de orden toscano y con lindos jardines en el centro. De estos corredores, el que sigue a la iglesia mide 68 metros de poniente a oriente y 54 de sur a norte. Obra maestra arquitectónica es, sin duda, la atrevida cúpula del templo, levantada por el señor Gómez Ibarra. Pertenece al orden jónico, y su altura desde el pavimento hasta la clave es de 34 metros. El anillo inferior está del suelo a la distancia de dieciocho. Como remate, en la parte exterior erige gallardamente una estatua de la Misericordia, de cinco metros de altura

¡Oh, la Misericordia está allí dominando la ciudad, como ojeando sus posesiones, como empinada y erecta sobre los otros edificios, para que el viajero, al divisarla desde el valle, pueda exclamar: he allí la ciudad de la misericordia! No está en la actitud de quien se apercibe a alzar el vuelo, a manera de esos ángeles que suelen verse encima de las torres y que parecen impacientes, ansiosos de arrancarse y desprenderse para huir: está posada como un ave gigantesca que, desde la copa del árbol, cuida el nido. Está arriba, para poder dar al obispo don Juan Ruiz de Cabañas, fundador del Hospicio, nuevas de sus hijos; pero no volará, porque el amor, la más fuerte de todas las raíces, la detiene.

Un hospicio, en las ciudades pobres, tiene mucho de basurero. Es el carro desvencijado en que la humanidad arroja sus desperdicios y sus estorbos. El viejo parece en ellos un mueble roto; el cojo, una silla a la que falta un pie; la ciega, un espejo estrellado; el niño, una manzanita podrida. No se cuida de que el polvo no entre, porque no merecen tan nimio escrúpulo esos harapos, esos restos de trajes ya mordidos por los gusanos, como las ropas de las momias desenterradas. Al ver las canas sucias, los semblantes rosos, las bocas grises de los asilados, se duda de si el polvo en la calle sube de los patios, se alza de los ladrillos, baja de las vigas, o se desprende de esos cuerpos que lo esparcen al mover como brota en nubes la polilla de los palos viejos. Allí el hombre no sirve. La sociedad lo arrincona como en desván de vejestorios, como el baúl donde se guardan, por respeto a los abuelos, reliquias inútiles. Cada uno de los asilados huele a humedad de vida, a moho físico. Se cree que algún trapero lo cogió con su gancho por la barba y lo llevó allí en su gran zurrón, no para hacer papel, como con los guiñapos de vestido, sino huesos.

La comida que se les da es otra basura. Las cacerolas de la cocina como pringosos receptáculos que reciben las sobras de nuestros platos. La carne es pellejo; la verdura, rabos y hojas desabridas. Nosotros comemos la gallina, semejan perros a la entrada de una fonda de suburbio.

El pobre así inspira lástimas, pero no cariños; se le tira la moneda, pero no se le da en la mano, por asco. No es hombre como nosotros. La miseria, tal como hacían algunas brujas según los cuentos, lo han convertido en animal, en bestia. Tenemos los colmillos de esa vieja, porque puede morder; o la baba del chocho, porque puede envenenar. La caridad nos acerca a esos cuerpos, pero el olfato nos aleja; la vista quiere esconderse y el tacto se echa para atrás. Todos tienen no el aspecto de indigentes, sino de presidiarios. La vida los condenó por crímenes ocultos; purgan delitos que no conocemos, y, en esas prisiones, no se les alivia, no se les consuela, se les tolera. Están como arrumbados y escondidos para que el bueno y el sano no miren estos objetos repugnantes. Las voces de las viejas suenan a campanas rajadas que doblan. Y al pasar revista a esos miserables andrajosos, se sienten deseos de decir al anciano: ¡acaba! Al joven: ¡fúgate! Al niño: ¡muere!

La vida es en ellos una enfermedad, ¿para qué prolongarla? ¡Que rompa el alma esas crisálidas y se vaya! ¿Por qué hemos de ser carceleros? ¿Por qué hemos de asir el sufrimiento por la orilla del manto y suplicarle que se quede un rato más?

¡Cuán diverso de estos asilos tétricos es el Hospicio de Guadalajara! Desde luego, el aseo asombra. No lo observé sólo cuando fuimos en comitiva oficial a visitar el establecimiento. Temí que nos hubieran engañado y volví, sin anuncio previo, días después. ¡Es increíble con verdad esta limpieza! El olor que se percibe en comedores y dormitorios es el olor de las flores y las plantas, cultivadas con esmero en los veintitrés patios. Y ¡qué caras las de los asilados! No tienen ese olor a cigarro, ni esas arrugas de hojas de tabaco, ni esas miradas que se están durmiendo y caen, sin fuerzas, al suelo. Esos pobres son socarrones y se mofan de nosotros.

Están allí por gusto, porque la casa es muy hermosa; usan trajes humildes, para estar en carácter, porque representan una comedia ensayada en honor nuestro; pero bajo esos vestidos han de traer lujosos atavíos, como esos limosneros que veía de niño en las comedias de magia, y cuyos harapos se filtran de repente por el escotillón dejando ver el jubón de seda y el calzón de terciopelo. Se ríen -¡qué bien se oye la risa en un hospicio!-, nos miran sin rencor, no sólo afables sino con cierta mirada vanidosa que se parece a la de la señora de una casa cuando hace los honores de ella, observando satisfecha cómo cautivan a sus visitantes los primores y las riquezas que les muestra. ¿Qué, no hay teatro en ese hospicio? ¿Cada cuándo abre sus salones esta casa? ¡Hipócritas! Ya barrunto que en las noches de luna salen todos a pasear por los jardines, a los acordes de la música, y que hay novios que se sientan en las bancas de hierro, no lejos de los viejecitos que les cuidan sonriendo. Porque esos ancianos son padres… Los viejos de otros asilos no lo son, no pueden serlo, no queremos que lo sean… ¡Qué monstruosidad si lo fueran! Pero éstos sí, son padres y están contentos de sus hijos. Aquel que miro cerca de la fuente y contento de su desayuno, de su misa, de su taza de leche, de su vaso de agua fresca, mira muy tiernamente a aquella viejecita del pañolón, muy aliñada y coqueta. ¡Anda, viejo verde! ¡Tú eres viudo y quieres volverte a casar!

La vejez tiene aquí el aspecto de esa vejez que desea vivir; y, en las mujeres, el de la que aún desea agradar. ¡Qué hermoso ruido el que se escucha en algunos de los salones! ¡El ruido del trabajo, el ruido del estudio, el movimiento de esas dos alas con que se sube a Dios! Allí los talleres; allá brazos desnudos amasando la harina para hacer el pan; acullá la imprenta; una joven de ojos rasgados inclinada sobre la piedra litográfica; un niño parado de puntas, trazando en el pizarrón cifras con gis; esta chicuela vivaracha bordando; aquel arrapiezo repitiendo, con la cara alta, su lección de gramática; esferas terrestres, muestras de dibujo, pupitres limpios sin manchas de tinta, gradas repletas de chiquillos que se ponen de pie cuando yo entro, cual movidos por pitas, y cuyas fisonomías, por lo movibles y regocijadas, parecen tener delante un teatro de Guignol; telares en que se traman los géneros que han de vestir los asilados; grandes armarios distribuidos en hileras y que encierran la ropa, oliendo a limpio; un callejón, un pasaje irreprochable, con sus filas de aguamaniles, con palanganas de latón con esmalte de porcelana y sus cubos azules llenos de agua; las maestras muy aseadas, muy respetuosas, presidiendo en la cátedra, y la directora pasando satisfecha por los corredores, y saludada por los gritos cariñosos de los pillastrones que, sin duda, no echan de menos a la madre.

La cocina es a manera de un templo, con su bóveda, con sus nichos cerrados por cristales o alambrados, y en cuyas tablas se pavonean, como cursis vestidas de domingo, las zanahorias, las lechugas, muy chillantes pero muy sanas y frescotas. En las ollazas y cacerolas, todo huele bien; el arroz está muy amarillo y esponjado, como pidiendo pollo, la carne luce sangre y la chorrea, que para eso la guardan en esos aparadores siempre ventilados; el horno tiene un trajín de infierno en noche de carnaval, y no hay grasa en el hierro del brasero, y son muy blancas las manos que aplanan las costillas y mondan la verdura.

¿Y el comedor de los niños...? ¡Oh, ésa es una miniatura de Adrien Mary! La mesa baja, que sentados ellos les da al pecho; platos y vasos de metal, pero no de ese que guarda pegado el olor de un alimento y lo mezcla con el de otro y por fin huele a cárcel; platos y vasos grises o azules, pero muy tersos y lustrosos, no cacarizos y opacos; y, bordeando las mesas, hileras de cabecitas, de caras risueñas, con ojos que descansan de la escuela y espían por el jardín, con carrillos de de buen apetito; con dientes buenos para morder; con labios que salpican arroz. Entre los platos, multitud de deditos parecidos a picos de pollo disputándose granos de maíz; y abajo, cubiertos por la tabla de la mesa, pies calzados que no pueden estarse quietos, botincitos que se hacen amigos, que riñen y se reconcilian entre sí, que golpean el suelo para llamar la fruta porque quieren irse… ¡Oh, qué bien hace al alma oír en un hospicio gritos de niño que parecen estallidos de cohetes y mirar chicuelines que no están tristes, ni entecos; que atraviesan, que vuelcan el vaso, que derraman la salsa, que refunfuñan cuando las cuidadoras los regañan; que se rellenan la boca de pan, como si atracaran de garbanzos una cerbatana; que se levantan con las mejillas rojas, con la mirada viva, mordiendo un hueso de durazno; que, al levantarse, dejan caer de sus delantales una lluvia de migajas; que corren y se esparcen como vuelan los gorriones cuando cimbran el árbol en que anidan, y que comen, que juegan, que no preguntan todavía por sus padres, que son niños!

            Los vi, otra vez, haciendo ejercicios gimnásticos y entonando un canto coral. Esos brazos se levantan, esas piernas se alzan: ¡tienen fuerza, no son de un enfermo! Los más chicos aprenden cantando sus lecciones y contestan a una cuando les pregunto. Sus pupilas están vivas, y parecen decir: ¡Sí, señor, está en casa la señora! (la señora es la inteligencia). Y les enseña por los métodos modernos. Cuando crezcan, en el mismo Hospicio aprenderán matemáticas, gramática, idiomas extranjeros, geografía, astronomía, música, un oficio con el que puedan ya ganar la subsistencia.

El departamento de los expósitos enternece. ¡Qué joyita el guardarropa, cuyos armarios rebosan fallas muy encarrujadas y muy blancas, pañales nuevos y zapatitos de estambre azul! Los niños duermen en sus verdes cunas de madera con colchones de lana cubiertas por cortinas blancas. Al lado, de pie o sentada, está la nodriza que ora los mece, ora canta, ora entreabre la cortina para ver si están dormidos. Algunos van en brazos de sus nanas, curioseando todo sin enterarse de nada. Éste, modorro, tiene los ojos abiertos, pero no quiere salir del nido y sólo manotea, como espantando alas de ángel. ¡Son los hijos del Obispo Cabañas, cuyo nombre llevan, y de esa madre que los guarece bajo sus alas, desde el remate de la cúpula, y que se llama la Misericordia!

Entre niños, mujeres, jóvenes y ancianos se ven muchos rostros bonitos, y pocos, muy pocos tristes, casi todos alegres. Aquí hay lágrimas, muchas lágrimas, pero en los ojos de los que visitamos conmovidos el Hospicio.

La iglesia está en el centro, como en su casa, muy contenta, como rodeada de sus polluelos. Es de arquitectura elegantísima, de orden dórico, y su planta es la de una cruz griega. En el centro del crucero está el altar. Y allí, junto a una cancela, el retrato del santo Obispo don Juan Cruz Ruiz de Cabañas, quien emprendió en 1803 la construcción de este egregio monumento. El primer arquitecto director de la obra fue don José Gutiérrez,  y quien hubo de terminarla tras larga interrupción ocasionada por la guerra de independencia, don Manuel Gómez Ibarra.

¡Dichoso el santo Obispo de quien hablan sin duda en esta casa viejos y mozos, niños y mujeres, cuando murmuran al despertar, y al entregarse al sueño estas palabras: Padre nuestro, que estás en los cielos!

 



[1] Manuel Gutiérrez Nájera ​ (1859-1895) poeta, escritor y ensayista, fue el máximo representante del modernismo literario en México.

[2] Tomado de la antología de Juan B. Iguíniz, Guadalajara a través de los tiempos. Relatos y descripciones de viajeros y escritores desde el siglo xvi hasta nuestros días, t.ii, 1873-1948, Ayuntamiento de Guadalajara, 1989-1992, pp. 68-75.



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