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El gran Nayar
Jean Meyer[1]

 

Una saeta clavada en el proyecto hegemónico del trono español

hasta el siglo xviii en lo que hoy es México

fue el distanciamiento que existía entre las culturas sedentarizadas

establecidas en los pliegues más recónditos de la Sierra Madre Occidental,

que sin identificarse con los pueblos nómadas de Aridoamérica

se mantenían insumisas a dicha soberanía a comienzos de dicha centuria.

Cuanto y qué hicieron hasta el tiempo de su extrañamiento

en tal recodo del obispado de Guadalajara los religiosos de la Compañía de Jesús

es la materia que aquí analiza un conocedor absoluto del tema.[2]

 

 

Los jesuitas trataban de inventar un modelo de evangelización adaptado a cada circunstancia. ¿Cuáles eran los alcances y limitaciones de ese impulso? Una mirada penetrante al caso nayarita nos permite percibir la complejidad de la empresa cuando era realizada en el marco de un proyecto imperial y bajo la protección de una Corona. Por otra parte, ¿cómo garantizar el respeto a las creencias extrañas mientras continuaba en vigor la tendencia a percibirlas como expresiones idolátricas? La fórmula de la misión china, basada en el reconocimiento de la grandeza ajena, podía difícilmente funcionar ante esas sociedades exiguas y vulnerables; sin embargo, esta reducción septentrional cautivó la inteligencia y el corazón de unos hombres de alta cultura que dejaron ahí una presencia todavía viva.

 

El momento y el lugar

 

El siglo xviii, aunque breve, fue un siglo glorioso para la Compañía de Jesús en México. Misiones relativamente antiguas y otras nuevas florecieron en California (1697), Coahuila, Sonora, la Tarahumara y Nayarit (1722), justo cuando llegaban a su clímax las misiones del hemisferio sur, pero cuando la Compañía perdía en Roma la larga batalla de los ritos chinos y malabares.

En el siglo xviii, los jesuitas llevaron a cabo en el Gran Nayar otro “rudo ensayo” para lograr la transición de la idolatría al catolicismo. No cabe duda que se pueden encontrar elementos utópicos en esa tentativa religiosa, a la vez social, económica, demográfica y tecnológica: en efecto, las misiones todas empezaron con una revolución en el hábitat, una redistribución y concentración de la población en sitios escogidos, tanto para desarraigar a los nayaritas de sus implantaciones anteriores (o sea borrar su geografía religiosa) como para crear un nuevo tipo de hombre, ciertamente cristiano, más agricultor, más sedentario, más pueblerino, es decir, agrupado en unidades demográficas mayores y en familias monógamas; todo ello con fines educativos y de policía (en el sentido mayúsculo de la palabra).

No parece haber sido la intención de los jesuitas hacer de este hombre nuevo un hombre hispánico. Tal estrategia era, por lo menos, revolucionaria, aunque los recién dominados nayaritas ya hubiesen incorporado muchas novedades tecnológicas y culturales a lo largo de los dos siglos de contacto con el mundo novohispano circunvecino.

 No todos los jesuitas actuaron de la misma manera a lo largo de los años comprendidos entre 1722 y 1767; en esas diferencias intervinieron las personalidades de cada uno, pero también el tiempo: impaciencia y paciencia, esperanza y desaliento, pesimismo y coraje. En general, no dejaron de perseguir su meta de transformar a los nayaritas en buenos cristianos; todo lo demás eran medios para conseguir lo deseado.

Hombres de acción, hombres de campo, capaces de aguantar situaciones extremosas,[3] formados para adaptar las enseñanzas teológicas a las realidades concretas –¿será esto un elemento de su famoso “laxismo”?–, no tardaron en toparse con las mismas autoridad es que les habían entregado “la reducción y pacificación”, que no conquista, del Gran Nayar: siete misioneros, 25 soldados y 5000 (¿o más?) indios. Los jesuitas del Siglo de las Luces, al perseguir la conversión de los indios, no quisieron entregar una mano de obra dócil a los misioneros y a los colonos, tampoco permitirles a esos “vecinos” el acceso al Gran Nayar, a sus tierras, pastos, bosques y posibles minas. Poco a poco, el Estado les retiró su apoyo y se identificó, a través de sus funcionarios, con los intereses de mineros y colonos. Vemos a los comandantes adquirir ranchos y minas, y molestarse porque los misioneros no les dejaban sacar cuadrillas de trabajadores.[4] Eso explica las críticas muy severas y hasta violentas, para no decir subversivas,[5] que los jesuitas expresan en su correspondencia interna:

 

Los capitanes de ella (vuelvo a decir), olvidados o haciéndose olvidadizos del fin primario a que el Rey nuestro señor les tiene puesta la espada en la mano, en vez de emplearla en servicio de las dos Majestades derribando ídolos al lado de los padres misioneros, se han dado tal maña que han hecho de la espada garabato, conque a título de Capitanes, y agarran a los soldados la mayor parte de los sueldos y agarran a los indios lo que pueden; agarran a los españoles lo que se les antoja, y porque a nosotros no tienen qué agarrarnos, nos agarran de la sotana y la desgarran. Porque nos miran como fiscales de sus acciones y como a los únicos de quienes se debe recelar; por eso no dejan piedra por mover en contra de nosotros: incitan a los indios para que formen quejas supuestas contra sus padres misioneros; los Capitanes mismos fingen otras que les salen a la cara (como en esta carta habrá reflejado Vuestra Reverencia) y mientras dura esta música desconcertada, está boyante la idolatría: bailan los indios en las barrancas sus mitotes gentílicos, a los que asiste muchas veces el diablo visiblemente, como los mismos idólatras han declarado.[6]

 

Quizá valga la pena mencionar como factor de la inconformidad, además de la autonomía tradicional, el reclutamiento cosmopolita (el P. Jacomo Doye, el P. Bartolomé Wolf y en otras partes los padres Pfefferkorn, Link, Nentwig, Neumann y tantos germanos, checos, húngaros).

El Gran Nayar se encontraba en la frontera de las altas culturas prehispánicas, agrícolas y urbanas. Era como un baluarte de rústico “desorden”. Sus tribus, algo nómadas y bastante bélicas, siguieron amenazando las campiñas vecinas hasta 1722, cuando los jesuitas enfrentaron el reto mayor, ya conocido en otras partes, de transformar a esos hombres bárbaros pero perfectibles. Los obstáculos eran muchos: además de la geografía, del clima y de las plagas, la dificultad de lenguas múltiples y la capacidad proteica de resistencia de pueblos tan desconfiados como valientes.

Los jesuitas se lanzaron a la obra gigantesca de enseñarles a vivir en una sociedad agrícola, de pueblos, con una casa para cada familia, lo que implicaba destruir los clanes y dividirlos en familias mononucleares y monogámicas y agrupar a esas familias en pueblos. Esa labor era una parte esencial de su proyecto religioso.

Se toca aquí una parte para nosotros más espectacular: la extirpación de las idolatrías, porque nos es culturalmente, psicológicamente alejada, difícil de entender, poco “racional” para la “racionalidad” de nuestras mentalidades. Pero insisto, la otra parte fue también revolucionaria y, posiblemente, en su tiempo más espectacular, más asombrosa para los nayaritas.

 

El método

 

En su época, Miguel Caldera, el famoso “Capitán mestizo”, puso fin a la guerra chichimeca con una política de conciliación que combinaba amnistía, sobornos y evangelización, lo que Powell llamó con tino un “cristianismo de granos”. Parece que en aquel entonces los jesuitas criticaron su manera blanda de convertir a los chichimecas; por lo menos eso se puede leer en Alegre, Francisco de Florencia y Andrés Pérez de Rivas.

Más de un siglo después, los indios fronterizos recordaban al “Capitán mestizo”' y los jesuitas, sin perder sus afanes apostólicos. Habían aprendido algo de su método.

En la reducción –que no conquista– del Nayar, después de la manifestación de fuerza inicial (1722), se utilizaron métodos no violentos, pero siempre teniendo a la mano algunos soldados, por lo menos.[7]

Mota Padilla (1724) escribió que en el Nayar, “albergue de la gentilidad [era] difícil la reducción por la predicación, porque no eran sólo los indios gentiles sino apóstatas, y por eso más obstinados”. Concluyó que “sólo lo conquistado con mano fuerte se conserva “, y “que con mano fuerte se le haga a la gentilidad rebelde doblar la cerviz y oír dicha predicación”.

Thomas de Solchaga, S.J. había señalado, en 1716, el obstáculo que significaron los apóstatas, quienes “para conservar la libertad de conciencia, los inducen a que no se conviertan”.

Después de la breve campaña militar de 1722, la destrucción de los objetos, su cristianización o su sustitución apareció como una primera etapa, pronta y fácil. Resultó después que se trataba de una empresa nunca terminada, de un asunto recurrente al cual se le podía dar más o menos importancia según las circunstancias, según los temperamentos alarmistas u optimistas de los padres.

Simbólicamente, la toma de la Mesa del Nayar fue acompañada de la destrucción por fuego del “adoratorio del Sol y algunos idolillos más”, así como de “un cuero manchado de sangre en que sacrificaban a los niños matando una criatura cada mes para darle de comer al sol”.[8] Empezó en seguida la congregación de la población y la fundación de pueblos y se bautizó a la gente.

El P. Antonio Arias, sj, después de quemar “todos sus encantos y jacales”, mandó a México el esqueleto del Gran Nayar, “el indio grande por quien se dirigían por arte diabólico”', y la piedra del Sol, “a quien tenían por su dios”.

En México, el provisor de naturales del Arzobispo de México intentó un proceso al ídolo del Gran Nayar (1722-1723), al término del cual el esqueleto resultó condenado y quemado el primero de enero de 1723.

 

Declaramos por ídolos el esqueleto e imagen del Sol grabado en el vaso marmórico, por indebidos los paramentos de su adorno y por falsos y prohibidos los cultos y sacrificios con que le solemnizaban [...] y para que los nayaritas permanezcan en la sagrada religión de nuestra Santa Fe Católica y no peligren reincidiendo en la idolatría en que el demonio los tenía engañados por medio de este esqueleto de su Hueitlacal en quien les hablaba para que le ofreciesen por víctima la inocente vertida sangre de muchos niños...[9]

 

Al principio reinó el optimismo. Según el P. Arias “los muchachos son docilísimos, ¡así fueran los viejos!”. El levantamiento de enero de 1724 fue atribuido por los jesuitas a la codicia de los soldados; protestaron contra la represión, apelaron a la clemencia del virrey y le presentaron las “justas quejas de los indios” de once pueblos, “casi todos bautizados”.

Oficialmente siguió la euforia: en 1729, cuando el Arzobispo de Guadalajara, Gómez de Cervantes, visitó las misiones, la crónica jesuítica le hace exclamar: “Dios sabe el consuelo que ha tenido mi corazón, viendo a estos indios más adelantados en la fe, aun no teniendo siete años de su conversión, que muchos pueblos cristianos con casi 200 años de reducidos”.[10] Pero si la “nación nayarítica es dóci1 y cariñosa”, si manifiesta “veneración y amor a los misioneros”, los apóstatas son malos, se queja el P. Cristóbal Lauria. Denuncia también muy duramente la calamidad de los soldados y apunta que “los naturales pasan la mayor parte del año en las barrancas, en borracheras, en idolatrías y otras maldades”.

En 1729 y en 1730 los misioneros organizaron varias expediciones para descubrir y quemar “adoratorios falsos”, “más de 60 gentílicos adoratorios, poco a poco señalados por medio de los indios más fieles”. En marzo de 1730 el P. José de Ortega, buen conocedor del idioma cora, denunciaba “los progresos de la idolatría”. En noviembre se felicitó de haber quemado con sus colegas “los pajizos adoratorios que el demonio con sus embustes tenía como hipoteca de la ruina total de los nayaritas”. El P. García señaló entonces que los indios fronterizos (es decir los no pertenecientes a las misiones) de San Diego le “tienen odio porque nunca les he consentido sus maldades” y que “tienen adoratorio”.

Unos días después, al volver de una cremación, la tropa fue víctima de una emboscada: todos los soldados resultaron heridos, pero los asaltantes, tecoalmes de San Pedro lzcatan, sufrieron las bajas. Ortega comentó el 12 de diciembre de 1730: “Saltó aquella chispa que yo temía [...] porque el demonio experimenta cada día más ultrajes en la destrucción de sus pajizos adoratorios”: a paso acelerado destruyeron “ídolos” en Santa Teresa, Dolores, El Rosario, San Pedro... o sea en todas partes.

Cuando Ortega menciona al diablo no parece hacerlo de manera retórica, parece convencido. Claro, para él y sus colegas los ídolos tienen una existencia puramente material y pueden destruirse; pero teme la eficacia simbólica que tienen para los indios. Por eso se toman la molestia de buscarlos para destruirlos, por eso la “extirpación es indispensable”, por eso persiguen con tanta obstinación a los “señores ídolos”, esqueletos, en sus cuevas.[11] A su manera toman en cuenta la realidad del “otro” y en serio la “verdad del gentil”.

 

Conclusiones

 

En sus misiones nayaritas, los jesuitas volvieron a encontrarse con la existencia de un “prójimo” radicalmente diferente, más diferente de ellos que el judío, el musulmán, el chino incluso. No se trataba de expulsarlo, como en otras épocas se hizo con los judíos o los moros; tampoco lo podían proclamar “anatema” como hizo Israel con Canaán; tenían que convertir a su fe cristiana al indio, sujeto libre y protegido por la ley. Al igual que dos siglos antes, “la conquista espiritual” se realizó y encontró sus límites. Con una diferencia: dos siglos habían pasado y en el noroeste de México los jesuitas habían aprendido mucho de culturas que no tenían nada que ver con las civilizaciones del Altiplano. Sus “adoratorios pajizos” distaban mucho del Templo Mayor. ¿Cómo civilizar y cristianizar a la vez a esos “bárbaros”? Una vez más, ¿cómo conciliar el pasado prehispánico con el catolicismo?

En el Nayar los jesuitas triunfaron sobre una tierra hostil, considerada inconquistable, y de hecho inconquistada durante dos siglos. Por lo mismo, se sintieron favorecidos por el Cielo y no desmayaron en una labor de Sísifo. El optimismo de los primeros años no acabó en desilusión. Siguieron en su voluntad de convertir a los naturales; fueron servidores de los intereses del rey de España mientras no se les exigió dar prioridad a la explotación de los recursos naturales y del trabajo de los indios. Se negaron a castellanizarlos y a permitir la entrada de los no indios a las misiones. Paradójicamente, a 23 años de la expulsión de los jesuitas, el joven oficial Calleja propondría como solución, precisamente, la castellanización y la mezcla biológica, con la instalación de familias españolas en cada misión.

            “La inquebrantable confianza de los misioneros descansaba posiblemente en su conocimiento de la gente, de su idioma, del país, y en lo que llamaremos una verdadera vocación. Pocos hombres (seis o siete a la vez) pasaron casi toda su vida en el noroeste y entre diez y 30 años en el Nayar: Francisco X. González, Bartholomé Wolf, Francisco de Isasi, José García, Jacomo Doyce (en 1714 en la Tarahumara, y de 1729 hasta su muerte en 1749 en el Nayar), Joaquín de Pozo. José Rincón, José Ortega, realizaron lo que hoy en día se llama una “enorme inversión personal”. Todos ellos hablaban mexicano y cora (por no mencionar las lenguas de las Pimerías, de la Tarahumara, etcétera).

Una excepción es el P. José de Abarca (1750), quien duró poco en Guaynamota. Se quejaba de “las fieras y [de] los indios brutos a ellas semejantes”. Pidieron su relevo y comentaron que “no tiene genio para indios, no ha podido a prender ni un vocablo”.

Ortega, nacido en Tlaxcala en 1700 y que “creyendo que había de tener la gloria de morir entre mis indios, hijos de mis dulces trabajos”, moriría en un puerto español tras la expulsión, llegó al Nayar casi al principio. En 1729 había publicado ya un vocabulario cora. Se quedó más de 20 años y firmaba “su indio Ortega”. En sus cartas abundan las expresiones como: “indios hay, y eso basta para vivir alegre”. En 1745, cuando un visitador quiso desplazarlo de su querido Jesús María, se defendió en los términos de la acusación presentada por el visitador según la cual “los padres pegan al corazón a sus indios”:

 

Pues yo digo de mí escribe Ortega que me anden quitando porque esponiéndome con indios los meto dentro de mi corazón. Acuérdome que el venerable P. Zapa, que murió en San Gregorio, suplicándole a la Virgen que hablaba con el padre, y que por esto le tienen especial veneración los padres de San Gregorio, que le manifestara su gusto y lo que quería de él, le respondió la Santa: “que te aindies”.

 

¿Qué juicio podemos emitir sobre la obra de aquellos hombres? ¿Su empresa fue noble o ilegítima? ¿Utópica o realista? ¿Mala o buena? ¿Tiene caso hacer esas preguntas? ¿Se vale? Nuestros misioneros enfrentaron las grandes preguntas que plantearían más adelante las ciencias sociales, preguntas que nos seguimos planteando y que son las de la antropología, en el sentido más amplio, que va de la teología a la política, que incluye la inserción del hombre en el cosmos, las relaciones entre individuo y colectividad, el orden social, la cultura, etcétera. Perseguían la salvación de las almas y abrazaron todo eso.

Podemos denunciar la dimensión destructora de su empresa (y también denunciar la misma dimensión en los internados indigenistas del siglo xx). Yo no uso los términos “etnocidio cultural”, pero se entiende lo que condenan. Ahora bien, esos “energúmenos demoledores” si bien destruyeron mucho, también salvaron mucho. Sus informes, sus descripciones, nos dejan una aportación documental inmensa. Se apasionaron por el adversario, lo estudiaron y en buena parte lo entendieron mejor que nosotros. Hicieron labor de arqueólogos, etnólogos y lingüistas y sus escritos pueden aportar mucho a esas disciplinas.

Me gustaría comparar la posición de la Compañía frente a esos indios y su posición frente a los indios de la India y a los chinos. Claro, los jesuitas admiraban las altas civilizaciones china e india, por eso se hicieron chinos con los chinos y respetaron sus costumbres, para mayor indignación de muchos cristianos europeos (1715, 1742), mientras que en el Nayar no podían admirar nada sino al indio como criatura de Dios. Se lanzaron al “rudo ensayo” y algunos quisieron a ese prójimo hasta “aindiarse”.



[1] Doctor en historia, fundó el Instituto de Estudios Mexicanos en Francia y ha sido director del Centro de Estudios Mexicanos y Centroamericanos e investigador del cide. Es autor de La cristiada (1973-1975), Historia de la Revolución mexicana. 1924-1929 (1978), Nayarit (1983), El Gran Nayar. Colección de documentos para la historia de Nayarit iii (1989) e Historia de los cristianos en América Latina (1989), entre otros títulos.

[2] Artículo publicado en Artes de México, núm. 65, Año 2003, pp.57-63, que en realidad es un extracto la introducción que el historiador hizo al libro Visita de las misiones del Nayarit. 1768-1769, de Antonio Bugarín, cemca/ini, 1993. Este Boletín agradece al doctor Meyer su inmediata disposición para que se publicara de nuevo en estas páginas.

[3] Meyer, El Gran Nayar, cap. xiii, “La vida cotidiana”.

[4] Meyer, id., pp. 164-181.

[5] Meyer, id., p. 181.

[6] Meyer, id., p. 173.

[7] Matías de la Mota Padilla, citado por Meyer, op. cit., pp. 15, 17 y 19.

[8] Ibíd., pp. 33-36.

[9] Id., Capítulo iv, autos publicados por Roberto Moreno de los Arcos (Tlalocan, unam, 1985, pp. 377-447).

[10] Citado por Meyer, op. cit., p. 44.

[11] Ibíd., pp. 61-62.



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