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Felipe Ángeles rodeado de tapatíos Juan José Doñán[1]
Las volteretas de la vida pusieron a un exalumno del Seminario Conciliar de Guadalajara, Manuel M. Diéguez, en el duro oficio que aquí se narra, Botón de lo que acaece cuando la guerra reemplaza al diálogo y la moral se convierte, según la frase cínica, “en un árbol que da moras”. Aquí se aborda una felonía no pequeña en la historia de México a cien años de haber pasado.[2]
En el Consejo de Guerra “extraordinario” que se llevó a cabo en el Teatro de los Héroes de Chihuahua, entre el 24 y la madrugada del 26 de noviembre de 1919, para juzgar al general Felipe Ángeles y las dos personas que lo acompañaban en el momento de su captura, participaron dos tapatíos así como un joven originario de Tequila, quienes tuvieron una intervención relevante en ese célebre juicio sumario que quedó recogida en varios testimonios históricos, comenzando por la versión taquigráfica del extenso interrogatorio, y también en la espléndida recreación literaria que la escritora Elena Garro hizo del caso en su obra teatral Felipe Ángeles (1967). El elenco de esos connotados jaliscienses estuvo integrado, en primer lugar, por el general Manuel M. Diéguez, a la sazón jefe militar de la plaza y cuyas fuerzas tomaron preso al estratega hidalguense el 17 de noviembre de 1919, luego de haber sido delatado por un oficial de bajo rango llamado Félix Salas que, a la manera de Judas, había fingido adhesión al general Ángeles para finalmente acabar vendiéndolo para cobrar la recompensa de 6 mil pesos que ofrecía el gobierno de Venustiano Carranza. El segundo tapatío que participó en el caso fue el abogado y coronel Alfonso Gómez Luna, defensor de oficio y quien en esa condición encabezó al binomio de juristas que alegó la inocencia de sus defendidos. El tercer jalisciense fue el también abogado e igualmente con un alto rango militar, Víctores Prieto, agente del Ministerio Público y a quien le correspondió cumplir el papel de fiscal del caso. Pero hubo otro hijo de Jalisco que, pocos años atrás, había estado muy cerca de Felipe Ángeles como parte de su Estado Mayor durante la exitosísima campaña de triunfos que la División del Norte obtuvo en 1914 en las batallas de Torreón, San Pedro de las Colinas, Paredón, Saltillo y Zacatecas. El nombre de este cuarto jalisciense, cuya vida estuvo ligada durante un tiempo a la del general Ángeles, fue Julio Prieto Rodríguez, originario de Guadalajara, quien cursó la carrera de ingeniero civil en la Escuela Nacional de Ingenieros y que, como muchos otros jóvenes profesionista de ese momento, se fue a la revolufia, en la cual alcanzó el grado de “Capitán Primero de Estado Mayor” a la edad de 24 años.
1. Justicia poética
De todos ellos, Diéguez era el más fogueado y el de mayor edad, pues ya tenía 45 años y lo mismo había participado en muchas de las campañas del Ejército Constitucionalista que había ocupado cargos civiles de relevancia, como la presidencia municipal de Cananea y posteriormente la gubernatura de los estados de Jalisco y Sinaloa. En el momento en que su vida se cruzó con la de Felipe Ángeles se encontraba al frente de la Jefatura Militar del estado de Chihuahua y, más allá de la opinión que en lo personal hubiera podido tener de su colega caído en desgracia, pesaba sobre su propia voluntad la consigna de sus superiores, comenzando por la del presidente Venustiano Carranza, para eliminar “legalmente” al famoso estratega de batallas tan célebres como la de Zacatecas. Pero no sólo Carranza quería la eliminación de Ángeles, sino también el ya para entonces aspirante a la presidencia república, Álvaro Obregón, quien envió un telegrama a Diéguez en el que a la letra le decía: “Lo borraré a Ud. del número de mis amigos si hace alguna gestión en favor del general Ángeles”.[3] Y como éste ya estaba condenado desde antes de que se instalara el Consejo de Guerra, el juicio sumarísimo no pasó de ser un montaje legaloide –que para colmo y casi como mofa se llevó a cabo en un escenario teatral–, un montaje en el que ni el acusado ni sus brillantes abogados defensores podían revertir la anticipada sentencia condenatoria. En algún momento posterior, durante los cuatro años y cinco meses que le restaban de vida –sobre todo después del asesinato de Carranza, la madruga el 21 de mayo de 1920, y luego de haberse distanciado para siempre de los caudillos sonorenses, contra los que se acabó rebelando cuando a finales de 1923 decidió unirse a la Rebelión Delahuertista– Diéguez bien pudo haber dicho en su descargo, con relación al caso Felipe Ángeles, aquello de que “quien es mandado no es culpado”. Sin embargo, más allá de la disciplina militar, está antes el honor ídem y la calidad humana, a los que el divisionario tapatío acabó faltando, máxime cuando aceptó –o dispuso por su cuenta– y con no poca sevicia que el general Felipe Ángeles fuese fusilado con balas expansivas, con el fin evidente de que su cuerpo quedara desfigurado. El final de Manuel M. Diéguez no fue menos cruento –aunque sin el halo de grandeza que rodeó el juicio y la muerte de Felipe Ángeles– y no ha faltado quien haya visto en ello un acto de justicia poética. Cuando Diéguez se sumó a la rebelión delahuertista, hacia finales de 1923, el entonces presidente Álvaro Obregón decidió “borrarlo” pero no sólo de la lista de sus amigos, sino de la faz de la tierra. Así, tan pronto como se le informó de la captura del divisionario jalisciense, dio la orden de que al susodicho se le sometiera a un “juicio militar sumario”, el cual lo encontró culpable de “rebelión” (el mismo delito del que cuatro años y medio atrás había sido imputado Felipe Ángeles) y lo condenó a la pena capital. El general Manuel Macario Diéguez fue fusilado, en las afueras de Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, el 20 de abril de 1924. Tal vez por ello, Elena Garro puso en boca de su personaje del General Diéguez un parlamento de aires premonitorios que el revolucionario tapatío dirige al General Gavira, presidente del Consejo de Guerra Extraordinario contra Felipe Ángeles: “Pero, ¿no comprende, general, que el crimen de matar a Ángeles justificará muchos otros asesinatos en el futuro? El mío, el de usted, el de Carranza…”[4]
2. Yo era entonces muy joven
También pesaba sobre el joven abogado Vítores Prieto Llamas (para entonces apenas tenía 24 años), designado para fungir como fiscal del caso, la consigna de pedir y justificar “legalmente” a toda costa la condena a muerte de Felipe Ángeles. Muy ligado políticamente al general Manuel M. Diéguez, con el que había venido colaborando desde que éste se hizo cargo del gobierno de Jalisco en 1914, al nativo de Tequila le correspondió la poco heroica tarea de acusar al general Felipe Ángeles de “rebeldía” contra el gobierno, y de “formular la requisitoria de Ley” correspondiente pidiendo para el procesado “una pena ejemplar” por el delito de haberse “apartado de la senda patriótica empezada bajo la inspiración del Maestro de la Democracia, Don Francisco I. Madero, para ir a someterse con su espada, con su escudo, con su intelectualidad y con sus gloriosas preseas al bandolero feroz [Francisco Villa] que como centauro ebrio pisotea todavía nuestra institución”.[5] Ironías del destino, pues apenas ocho meses después a Víctores Prieto se le vería posando, muy sonriente, al lado de ese “bandolero feroz” y de ese “centauro ebrio” en la toma fotográfica del 23 de julio de 1920, la cual da testimonio de la rendición de Villa, luego de que éste firmara los Tratados de Sabinas, documento que había sido redactado por el mismo abogado jalisciense. A diferencia de lo que le ocurrió a su primer mentor político, Víctores Prieto pudo sobrevivir a la persecución desatada por Obregón en contra del delahuertismo al conseguir escapar a los Estados Unidos, de donde regresaría pocos años después para reintegrarse a la administración pública, tanto en el ámbito federal como en el local. Para ello contó con un nuevo padrinazgo político, para variar de otro paisano suyo: Silvano Barba González, quien, en su calidad de secretario de Gobernación durante la presidencia de Lázaro Cárdenas, lo nombró Oficial Mayor de esa alta dependencia federal, y cuando el mismo Barba González ocupó la gubernatura de Jalisco (1939-1943) no sólo designó a Víctores Prieto como Secretario General de Gobierno, sino que dispuso también que, en ausencia suya, ocupara el cargo de “Gobernador Constitucional Interino del Estado Libre y Soberano de Jalisco”,[6] lo que sucedió en más de una ocasión. La vida fue generosa con Víctores Prieto, pues murió en Guadalajara en 1973, cuando se acercaba a la edad de ochenta años, gozando del aprecio de la sociedad tapatía y con la fama de haber sido un político respetable y un servidor público decente, pero sobre quien, sin embargo, aparecía de vez en cuando la sombra de haber sido copartícipe en el torcido proceso que condenó a muerte al general Felipe Ángeles. Ante ello y sin rehuir su responsabilidad en el caso, Víctores Prieto solía decir, con aire de contrición, “yo era entonces muy joven”.[7]
3. Tener la razón, pero no el poder A diferencia de los 40 años que Elena Garro le asigna a su personaje del abogado Gómez Luna –quien tanto en la ficción teatral como en la realidad histórica fungió como defensor de oficio de Felipe Ángeles–, en realidad apenas había cumplido los treinta, aun cuando ya para entonces había tenido una notable carrera como litigante y también como funcionario público. Como a muchos otros jóvenes profesionales de aquellos turbulentos años, tanto la caída del porfiriato como el movimiento revolucionario lo llevaron por caminos insospechados. Cuando en las elecciones locales de 1912 el novelista José López Portillo y Rojas fue electo gobernador de Jalisco, nombró a Gómez Luna como su secretario particular. En ese momento sólo tenía 23 años y acababa de graduarse de la Escuela de Jurisprudencia de Guadalajara. Al igual que muchos otros funcionarios públicos jaliscienses de ese momento, el cuartelazo huertista de febrero de 1913 lo dejó indirectamente sin chamba, luego de la obligada separación del gobierno estatal de López Portillo y Rojas, quien fue reemplazado en el cargo por el general José María Mier. Pero los vientos de la revolufia llevaron a Gómez Luna hasta Chihuahua, donde en 1915 ya se desempeñaba como juez de primera instancia durante la administración villista en aquel estado. Tampoco fue mal visto por los seguidores de los caudillos sonorenses, de tal manera que se le nombró defensor de oficio en la misma entidad chihuahuense, función que desempeñó con algo más que profesionalismo en el Consejo de Guerra extraordinario contra Felipe Ángeles. Sus intervenciones a favor de la causa de su defendido fueron por demás brillantes, alegando no sólo razones jurídicas sino trayendo al caso argumentos tanto de índole filosófica como de carácter civilizatorio y humano. Sostuvo que ninguno de los delitos que se le imputaban a su defendido había podido ser probado en el juicio y que, por lo tanto, todos los participantes en él estaban ante un caso cabalmente establecido por los jurisconsultos clásicos: “lo que no existe en el proceso no existe en el mundo”.[8] En cuanto a la imputación más grave contra Ángeles (el presunto delito de “rebeldía”), Gómez Luna arguyó que al no haber podido ser acreditada y demostrada por la parte acusadora, lo único que procedía en justicia era la liberación del detenido, pues “donde la duda existe, la absolución se impone”.[9] Pero en lo que más insistió fue en la improcedencia del juicio militar en contra del ciudadano Felipe Ángeles, ya que éste había sido dado de baja en dos ocasiones de las Fuerzas Armadas: a finales de 1913, cuando el gobierno de usurpación de Victoriano Huerta lo había declarado, a través de un comunicado oficial del ministro de Guerra y Marina Aureliano Blanquet “indigno” de pertenecer al Ejército Federal, y cuatro años más tarde, cuando la facción constitucionalista hizo lo propio, de manera que a partir de entonces hasta el presidente Venustiano Carranza, lo mismo que Manuel M. Diéguez, se refería a él como “el exgeneral Felipe Ángeles”.[10] Pero como éste había sido condenado de antemano y el Consejo de Guerra extraordinario en su contra no había sido concebido para impartir justicia, sino para tratar de cubrir con un velo de “legalidad” lo que a todas luces era y sigue siendo históricamente un crimen de Estado, de nada sirvió la memorable defensa que llevó a cabo el abogado tapatío Alfonso Gómez Luna con la colaboración de un colega suyo llamado Alberto López Hermosa (hubo un tercer abogado, Pascual del Avellano, amigo personal de Felipe Ángeles, que éste había designado para que formara parte también de su defensa, pero a lo cual se opuso el general Gabriel Gavira, presidente del Consejo de Guerra, quien negó la autorización para que el litigante asumiera esa responsabilidad). El 26 de noviembre de 2019 se cumplieron cien años del crimen de Estado que le quitó la vida a Felipe Ángeles, crimen en el que fueron coparticipes dos jaliscienses (Manuel M. Diéguez y Víctores Prieto) y el cual no pudo ni podía evitar un tercer hijo de Jalisco (Alfonso Gómez Luna), pues no obstante tener la razón, en la realidad política mexicana de ese momento no tenía el poder para hacerlo. A diferencia de su paisano Víctores Prieto, antagonista suyo en el juicio, Alfonso Gómez Luna tuvo una vida relativamente corta, empleos burocráticos más bien modestos dentro del Poder Judicial y sin la oportunidad de reintegrarse a la vida política de Jalisco, ya que murió en la ciudad de México en 1936, a la edad de 46 años, cuando se desempeñaba como director del Archivo del Supremo Tribunal del Juzgado del Distrito Federal, al momento en que su paisano Víctores Prieto despachaba, como ya quedó apuntado, en la primera oficina de la Oficialía Mayor de la Secretaría de Gobernación. No está por demás decir que esos tres hijos del solar jalisciense cuyas vidas se cruzaron con la de Felipe Ángeles en la hora postrera de éste acabaron convertidos en personajes relevantes de una de las obras maestras del teatro mexicano: Felipe Ángeles, de Elena Garro. Pero como dice el lugar común, ésa es otra historia.
4. Desencanto de la Revolución
Muy distinto es el caso del ingeniero Julio Prieto García (1890-1962), quien en sus mocedades tuvo la suerte de vivir, bajo las órdenes directas de Felipe Ángeles, los días victoriosos de la lucha en contra del gobierno de usurpación de Victoriano Huerta. En una extensa carta que el 20 de agosto de 1914 remitió desde la ciudad de Chihuahua a “Mis muy queridos papacitos”, Prieto García relata sus recientes andanzas militares con la División del Norte como parte del Estado Mayor del general Ángeles. Aun cuando en esa carta hace un repaso de los distintas distintos hechos de armas en los que acababa de participar o de ser testigo privilegiado (Torreón, Paredón, San Pedro de las Colonias, Saltillo…), la mayor parte de la misiva se refiere a la batalla de Zacatecas, de la que hace un relato pormenorizado de distintos momentos, como la brillante idea de emplazar los cañones de la División del Norte aprovechando las sombras de la noche (idea de Felipe Ángeles), a fin de evitar de ese modo que fueran blanco fácil de la poderosa artillería enemiga: “desde la Bufa y el Grillo [las fuerzas huertistas] nos arrojaron muchos cañonazos muy bien dirigidos, por lo que se decidió que la artillería se emplazara en la noche, pues de día nos hubieran hecho pedazos”.[11] En la misma carta el joven oficial tapatío parece compartir el resentimiento que sus superiores le tenían ya para entonces a Venustiano Carranza, el Primer Jefe de la Revolución Constitucionalista, quien pocos días antes no sólo había intentado destituir a Francisco Villa del mando de la División del Norte sino que desautorizó al resto de los generales que formaban parte de ésta, entre ellos a Felipe Ángeles, a fin de que las tropas villistas no fueran a tomar la difícil y estratégica plaza de Zacatecas ni tratasen después de avanzar hacia el centro del país, negándoles para esto tanto parque y pertrechos como el necesario carbón para los trenes. Por lo anterior, Julio Prieto García les dice a sus padres que Carranza tenía “celos” por los triunfos militares de Villa y que éste, luego de la clamorosa victoria en Zacatecas, “determinó que nos retiráramos para Chihuahua [en lugar de avanzar a Aguascalientes, hacia donde había huido lo que había quedado de las derrotadas tropas huertistas], para demostrarle a ese viejo idiota que no ambicionamos otra cosa más que el cumplimiento de los principios revolucionarios. […] Ya en la próxima les contaré con detalles las imbecilidades de Carranza y lo impolítico que ha sido con todos los que lo rodean. Así como lo rajón que es para cumplir sus compromisos”.[12] Tal vez en este último punto el claridoso ingeniero aludía al hecho de que en un primer comento (17 de octubre de 1913) Carranza le había ofrecido a Felipe Ángeles la Secretaría de Guerra y Marina, cuando acaba de integrarse al movimiento revolucionario constitucionalista que desconocía y combatía a Huerta, y a la hora de la verdad sólo le dio el nombramiento de subsecretario, el cual terminaría también por retirarle ocho meses después (21 de junio de 1914) en la antevíspera de la Batalla de Zacatecas, y para colmo mediante un comunicado público con el evidente propósito de humillarlo: “de Ángeles, que es un hombre recto en toda la extensión de la palabra, ha dicho en público las peores groserías y calumnias; en una palabra, Carranza es un viejo ridículo que siempre está de pose y que quiere que todos sean carrancistas incondicionales”.[13] En los meses siguientes, el joven tapatío atestiguaría cómo la astucia política, las armas “incondicionales” a Carranza y aun la diosa Fortuna terminaron inclinándose a favor de ese “viejo ridículo” y sus aliados. Atestiguaría también la disolución de la División del Norte, la nueva reconversión de Villa en guerrillero y cómo su admirado jefe Felipe Ángeles tomó el camino de exilio estadounidense (14 de junio de 1915), del que regresaría dos años y medio después para al poco tiempo ser víctima de una traición y de la venganza extrema del carrancismo. Decepcionado del derrotero que había tomado la Revolución mexicana, al igual que muchos otros jóvenes idealistas que lograron sobrevivir a la revolufia, Julio Prieto García, cuyo nombre no figura en el tomo correspondiente a Jalisco del Diccionario histórico y biográfico de la Revolución mexicana (1991), se dedicó a ejercer discretamente su profesión de ingeniero y a formar una familia en la capital del país, donde murió a los 72 años de edad el 22 de diciembre de 1962. Los anteriores fueron los tapatíos que rodearon al general Felipe Ángeles, de quien se puede decir que tal vez su desgracia fue haber sido un hombre demasiado decente y civilizado en el México de su tiempo, un país en el que prosperaron los sátrapas, los venales, los logreros y los acomodaticios. [1] Maestro en letras por la Universidad de Guadalajara, escritor con una larga experiencia en la crónica y el ensayo; entre sus obras publicadas destacan Antología del cuento cristero (1993), El occidente de México cuenta (1995), Jalisco: tierra del tequila (1998), Oblatos-Colonias: andanzas tapatías (2001) y Juan Rulfo ante la critica (2003). [2] Este Boletín agradece al autor su licencia para publicar en sus páginas un artículo que vio la luz el 2 de diciembre del 2019 en la publicación electrónica Partidero. [3] Alfonso Taracena, La verdadera Revolución mexicana, sexta etapa (1918-1920), Jus, México, 1961, p. 168. [4] Elena Garro, Felipe Ángeles, Cóatl, Guadalajara, 1967, p. 7. [5] Federico Cervantes, Felipe Ángeles y la Revolución de 1913, edición del autor, México, 1942, p. 310. [6] El Estado de Jalisco. Periódico Oficial del Gobierno, tomo cxlvi, núm.38, Guadalajara, 1940, p. 279. [7] Testimonio verbal de Salvador Cárdenas Navarro (que escuchó el que esto escribe), quien en más de una ocasión interrogó a Víctores Prieto sobre el particular. [8] Adolfo Gilly (comp.), Felipe Ángeles en la Revolución, México, Era, 2016, p. 188. [9] Ibid. [10] Alfonso Taracena, op. cit., p. 165. [11] Julio Prieto García, “Carta desde el frente de guerra”, revista Relatos e Historias en México, núm. 15, México, noviembre de 2009, p. 30. [12] Ibid. [13] Ibíd., p. 31. |