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Séneca: un filósofo moral amable

 

Fernando Carlos Vevia Romero[1]

 

El paradigma de la filosofía estoica, coetáneo al nacimiento del cristianismo,

nos ha legado en su obra escrita ese anhelo hondo y legítimo

de la época que el Apóstol de los Gentiles denomina “la plenitud de los tiempos”,

esto es, la madurez del humanismo clásico al tiempo de fundirse

en la marisma del cristianismo de la primera generación.

De ello ofrece un análisis un perito en esa temática.

 

En la mitad del siglo pasado, es decir, como hacia 1950, existían todavía en varios países de Europa bachilleratos que basaban su educación en los clásicos griegos y latinos. Rebuscando en los recuerdos suben hasta la conciencia ciertos nombres que ya no nos dicen casi nada, porque quizás no supimos valorarlos entonces. Uno de ellos el de Séneca, nacido en Córdoba, España, unos 25 años antes de Cristo.

            Se nos decía de él entre otras cosas, que quizás había conocido a San Pablo, y se hablaba de unas supuestas cartas que habrían intercambiado entre sí. El presbítero y doctor Elorduy, del País Vasco, profesor en la Universidad de Deusto, andaba en el centro de la polémica. Como a Sócrates, a Séneca se le conminó a que se diera muerte, en este caso por órdenes del que fue su alumno, Nerón.

            Ahora ha vuelto hasta nosotros y veo en mis manos un par de obras suyas: Tratados filosóficos y Cartas a Lucilo. Los primeros tienen, entre otras excelentes virtudes, la de su brevedad. Están escritos para ser entendidos, no para lucir sus conocimientos ante los colegas. Pero lo curioso es que tienen una relación muy estrecha con lo que venimos leyendo en los periódicos desde hace algún tiempo.

            Al leer los periódicos nos hiere los ojos la abundancia con que los escritores se dejan llevar por el malhumor, la irritación y hasta la ira violenta. Leamos unas muestras: “el antiguo régimen cacareaba la mentada doctrina como…” “México no mete las narices en los asuntos de otras naciones...” “Nada más que cuando yo digo esto va, ¡esto va! ¡Me canso ganso”. Desde la suavidad va creciendo la ira hasta tonos intolerables, sobre todo en las redes sociales. Es algo ampliamente reconocido.

            Séneca escribió tres ensayos sobre el tema de la ira. En el primero de ellos, con absoluta paz y tranquilidad, considera necesario oponerse a la teoría de Aristóteles sobre la ira, lo cual hace a Séneca más simpático ante nuestros ojos. Por cierto, la cortesía y buenas maneras que exhibe Séneca cuando va en contra de la opinión de algún autor nos hacen prometernos a nosotros mismos imitarle lo más posible en esa actitud, amable pero justa. Lo mejor es resistirse a los primeros amagos de la cólera, reflexiona el filósofo, evitando el desliz más pequeño, pues una vez desatada es muy difícil dominarla. Séneca investigó durante mucho tiempo cuáles son las causas de la ira, qué puede hacerse ante ella. Aquellos tiempos no eran muy tranquilos, si es que alguno ha pensado eso alguna vez. Comparados con ellos, los nuestros son en general mucho más comedidos. El gran mal de la ira es que no atiende a razones. Con gritos de furor se encarniza contra el hombre al que persigue despiadadamente, colmándolo de injurias, de sarcasmos y de maldiciones.

            Por qué y para qué gastar el tiempo en este tipo de filosofía moral, se preguntará alguno. Pues para conocer la ira, responde Séneca. Si es un reflejo automático, no podremos hacer nada, sino dejarnos llevar. Pero todo acto de ira demuestra que lleva dentro en su núcleo una razón de ser, como lo demuestra la respuesta que da el iracundo a la pregunta “¿por qué está usted tan enojado? “Porque Fulano me hizo, esto y esto”. Entonces hay esperanza de hacerle ver razones.

            Aquí pueden plantearse los que reflexionen sobre este tema una serie de preguntas verdaderamente serias. Leamos las respuestas que da el propio Séneca:

 

Los que derraman a torrentes la sangre de los hombres, los que en la carnicería están como en su elemento, los Apolodoro, los Falaris, los que degüellan a sus semejantes sin que éstos les hayan hecho la menor injuria, ¿están coléricos, dominados por la ira? No, eso ya no es ira, es la barbarie, pues hace el mal sin que se le haya ofendido y consentiría la ofensa con tal de darse el gusto de hacer mal […].

El hombre cruel no muestra jamás las apariencias de un hombre irritado, sino que sonríe, aplaude, se embriaga de alegría con los horribles actos que él toma por pasatiempos [cita el caso de Aníbal]. Voleso, procónsul en Asia, después de haber hecho decapitar 300 hombres, se paseaba entre los cadáveres como si hubiera realizado la obra más gloriosa.

 

            Desgraciadamente los catálogos de este tipo de seres, que se podrían llamar ficto-humanos, porque tienen apariencias externas humanas pero son productos del embrollo de su adn en algún momento de su desarrollo cerebral, siguen añadiendo páginas y más páginas desde el tiempo de Séneca hasta el nuestro. Pero la reflexión que produce en la limpia mente de Séneca es muy certera. Si el sabio se ha de enfadar por todas las acciones reprensibles, si ha de conmoverse por todos los crímenes, si ha de entristecerse por todos los actos vergonzosos, no habrá nadie más desgraciado que él. Toda su vida será una sucesión de arrebatos y de pesadumbres: ¿podrá dar un paso por el mundo sin tropezar en un escándalo? ¿Podrá salir de su casa en algún tiempo sin encontrarse con una multitud de avaros, de perversos, de impúdicos, muy satisfechos con sus vicios? La política, la religión, las relaciones familiares, las amistades… ¿para qué entrar en detalles?, se pregunta el filósofo, y termina la enumeración que hace con el culpable absuelto gracias a los artificios de un defensor hábil, página que aparece en las enumeraciones de cualquier persona que reflexiona sobre el siglo xxi.

            Es más, también en otras dos enumeraciones que Séneca establece le sentiríamos plenamente moderno, junto a nosotros. Reposadamente, pero afilada su palabra como cuchillo, hace la siguiente reflexión:

 

Lo mismo en el Foro, donde tantos hombres se aglomeran, que en el Campo de Marte, que en el Circo, donde se junta la mayor parte del pueblo, tened por seguro que son tantos los vicios como las personas. Todas esas togas cubren a enemigos mortales, dispuestos a matarse unos a otros por el interés más mínimo.

 

Me parece esta proposición tan aterradora como verdadera. En este tema de la crítica de los vicios los seres humanos trazamos una raya y quedamos nosotros en el lado de acá, y los “malos” del otro lado. Pero no es que las gentes estén formando bandas o cuadrillas de profesionales, sino que en su vivir diario cada uno está en peligro de hacer el mal. Vale la pena la cita, algo extendida, de las palabras de Séneca sobre este asunto:

 

Ya no es en efecto cuestión de algunas violaciones de la ley, individuales y en escaso número, sino que está en todas partes, como signo de que la raza humana ha llegado a confundir las nociones del bien y del mal.

No puede fiarse el huésped de su huésped, ni el suegro de su yerno; es raro entre hermanos el cariño. El marido piensa en deshacerse de la esposa; ésta de aquél. Las terribles madrastras preparan sus venenos. El hijo cuenta los años de su padre.

Y esto no es más que una parte mínima del cuadro; ¡qué de horrores pudieran añadirse! Dos campos enemigos en el mismo pueblo; el padre jurando defender lo que ha jurado el hijo derribar; la patria ardiendo, incendiada por las propias manos de sus hijos; los caminos infestados de salteadores; las prisiones atestadas, los proscritos en aumento, la ruina de los ciudadanos tramada en los consejos secretos; gobiernos desastrosos; por todas partes, en fin, raptos, violaciones y bárbaro desenfreno.

 

            Séneca va aceptando las cuestiones y preguntas que pueden alzarse de la lectura de su obra. Con paz y ánimo sereno, en el libro tercero afronta la tarea más difícil: cómo acabar con la ira, o al menos ponerle un freno o siquiera reprimir sus ataques. De nuevo reprueba la teoría de Aristóteles de que era necesaria la ira como “aguijón de la virtud”. Recuerda las nefandas figuras de la historia romana por su crueldad, tal vez esperando que esos horribles recuerdos calmaran la ira de algunos.

            Hay aspectos psicológicos profundos en el origen y la manifestación de la ira. No se puede pensar que la solución sea tomar una tacita de manzanilla en ayunas, o algún otro remedio de abuelitas junto al fuego. Pero sí es la ocasión de recordar que entra en el plan de una buena educación de niños y jóvenes la formación del carácter. Con respecto a la formación en instituciones de la Iglesia, parece que después del Concilio Vaticano ii disminuyeron las vocaciones de religiosos dedicados a la enseñanza. Ahora que han pasado tantos años podemos comprobar la diferencia que va entre un hombre o mujer formado en esas instituciones y los que no lo fueron. Es increíblemente beneficioso para la sociedad; no es que salga de las aulas una especie de robots idiotizados sometidos a la voluntad del clero. Salen hombres y mujeres con la misma carga de pasiones, deseos y problemas personales que los demás, pero con un marco de referencia para su comportamiento personal y social. A riesgo de parecer que agito en la mano, como vendedor de pócimas, un frasco que promete la curación de todas las enfermedades, sólo manifiesto mi profundo convencimiento de la bondad de una buena educación, y como a veces tengo que oir como católico quejas contra la educación católica, aprovecho esta ocasión de manifestar mi apoyo.

            Y mientras los psicólogos y sociólogos elaboran estrategias para disminuir esa plaga, hay algo que todos podemos hacer y con gran éxito. Dejemos que lo diga Séneca:

 

Mientras estemos entre los hombres, respetemos a la humanidad; no seamos para nadie un objeto de temor o peligro: daños, prejuicios, emboscadas, apóstrofes injuriosos, todo eso es despreciable; seamos bastante grandes, para sufrir esas pequeñas molestias. En un abrir y cerrar de ojos, como suele decirse, nos sorprenderá la muerte.



[1] Maestro  Emérito  de  la  Universidad  de  Guadalajara,  licenciado  en  Filosofía  por  la  Universidad de  Comillas,  licenciado  en  Filosofía  y  Letras  por  la  Universidad  Complutense  de  Madrid,  doctor  en  Filosofía  por  la  Universidad  de  Comillas después  de  cuatro  años  de  posgrado  en  la  Universidad  de  Deusto en  las  mismas  disciplinas.  Profesor,  investigador y  traductor. Este Boletín agradece su colaboración con este artículo inédito suyo.



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