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Memorias de un misionero en la Baja California. 1918

(7ª parte)

Leopoldo Gálvez Díaz[1]

 

Como epílogo de la experiencia que compartió hace exactamente un siglo, el autor de estos apuntes incluye dos tópicos que forman parte de la identidad cristiana en la Baja California: la escasa e inestable evangelización, el influjo grandísimo que sí tuvieron en ella, desde mediados del siglo xix, las logias masónicas, de acendrado anticlericalismo, y la escasez de presbiterio. De la opinión popular al respecto, tal y como la recogió en su tiempo, nos ofrece el doliente testimonio que sigue.

 

La impresión de los bajacalifornianos en torno a los misioneros

 

Pasó el período de la peste española.[2] Nos dispusimos al regreso, y no sin pendientes de la vida futura. San Ignacio[3] fue el pueblo grande de los colonizadores españoles, capital de las misiones serranas, el placer gordo de la Baja California.

Y ya que aquí hablamos de Baja California, dejo registro de la opinión genuina de sus habitantes, los californianos, pobrecitos y sabios, y de lo que allá se dice de los ministros sagrados:

–No creemos que el clero se interese mucho por nosotros. Toda la vida, los misioneros van y vienen, sin continuidad ni abnegación cristiana. No hay cariño a esta familia. Poco y pocos querrían vivir por acá, es la verdad; éstas son puras pobrezas y soledades. Por eso, los masones exploran la tierra. Por eso por acá nomás arraigan los masones. Por eso los masones hasta dedican templos. Por eso, señores, hasta se ufanan de ello.

 –Los padres jesuitas trabajaron algo cuando el Patronato Real, cuando acá hubo indios primitivos, cuando se juntó a todo eso el esfuerzo personal de todos. Celo misionero y ejercicio físico de todos los colonos, soldados, seglares y religiosos de las diversas órdenes, y puede aún verse en San Javier, en Loreto, en La Paz, en San Ignacio. Los franciscanos duraron poco, como de tránsito, obsesionados más bien por marcharse a establecer allá arriba, en la Alta California, y peor, y peor, llevándose a los pocos indios que allí quedaban.[4]

–Que fue un desastre y vino a resultar desde ya todo lo que antes se hizo en la tierra. Luego vinieron los padres dominicos, ya sin celo apostólico ni muchos arrestos físicos y poco tiempo ante sí; apenas, si acaso, para formarse juicio de tales misiones.[5]

–Más acá, el clero concubinario, que se ocuparía más bien de sus mancebas y, usted piense, nos dieron el mate.[6] De 1875 a 78 residió en Baja California un señor obispo joven, fraile carmelita de Puebla, llamado así: fray Ramón Moreno y Castañeda (Obispo de Eumenia), que vivió con mujeres casi en público y dejó descendencia.[7]

–Luego, los misioneros italianos, a causa de lo lejos que quedaban los superiores y el hombre más cerca.[8] Pero ¡no por eso!



[1] Presbítero del clero de Guadalajara, nació en Jiquilpan en 1891 y se ordenó en 1921. Compuso estas memorias en 1959. Las notas del autor se señalan específicamente; las demás son de la redacción de este Boletín.

[2] La epidemia de 1918, también conocida como la gran epidemia de gripe, la gran gripe, la gripe española o como aquí la llama el escritor, fue una pandemia de inusitada gravedad que afectó no sólo a niños y ancianos sino también a muchas personas jóvenes y saludables, y que se extendió incluso a los animales domésticos. Se le considera la pandemia más devastadora de la historia humana, ya que en un solo año murieron por su causa entre 20 y 40 millones de personas, particularmente infantes.

[3] San Ignacio, hoy delegación del municipio de Mulegé, en Baja California Sur, a 74 kilómetros al oeste de Santa Rosalía, originalmente fue un asentamiento de indios cochimíes conocido como Kadakaamán. Los misioneros jesuitas lo transformaron en un pueblo de visita y en 1728 en la Misión de San Ignacio de Kadakaamán, que fundó el padre Juan Bautista Luyando. Asentada en un fértil oasis en medio del desierto, le bañan las aguas del río San Ignacio y abunda en palmas datileras. El establecimiento de la misión hizo prosperar la agricultura y llegó a ser la misión modelo, y su templo el más destacado y mejor conservado entre las antiguas misiones jesuíticas. Comenzó su obra material el jesuita Fernando Consag en 1733; la concluyó, en 1786, el dominico fray Juan Crisóstomo Gómez.

[4] En efecto, los franciscanos atendieron las misiones de la Baja California a raíz de la expulsión de los jesuitas en 1767, y las entregaron a los dominicos en 1773 para concentrarse en la Alta California, partiendo de la misión de San Diego de Alcalá, fundada por San Junípero Serra en 1769. En 1841 el jefe político Luis del Castillo decretó la abolición de las misiones bajacalifornianas, salvo las ubicadas en la frontera, partiendo del supuesto de que al no haber ya neófitos, la misión carecía de sentido, y que su existencia la sostenían artificialmente los dominicos para aprovechar la tierra en usufructo, por la que además de los diezmos y las primicias recibían un sínodo de 600 pesos.

[5] Este juicio, aunque se hizo voz común entre la gente, como lo recoge el testigo, además de severo es infundado. A diferencia de los jesuitas, que sí tenían el control sobre los soldados, los dominicos nunca lo tuvieron, y sí numerosos conflictos con ellos. Así, las misiones dominicas nunca fueron bien apoyadas, como sí lo habían sido las jesuitas. Los dominicos emprendieron con entusiasmo su trabajo misional en la Baja California creando en 1774 la misión de Nuestra Señora del Santísimo Rosario de Viñadaco. Presidía las misiones fray Vicente Mora, o.p., que al lado de su correligionario fray Francisco Galisteo la erigió con indios cochimí en el paraje denominado por éstos Viñadaco. De esa misión se desprendieron los poblados de Santa Rosa, Santo Tomas, El Rosario, Socorro, Cava, Fiel, Domingo, Macopá y Agustín, como visitas. El padre Galisteo introdujo la agricultura y la ganadería y pronto tuvo extensos cultivos de maíz, frijol, lenteja, trigo, cebada, higo y viñedos y hasta llegó a producir un excelente vino. Comenzó la crianza de ovejas, cerdos, caballos, mulas y burros. Varias epidemias diezmaron la población entre 1777 y 1824. Los dominicos también fundaron los pueblos de Santo Domingo, San Vicente y Santo Tomás y construyeron los templos de Santa Gertrudis y San Borja, asentamientos fundados por los jesuitas.

[6] Al crearse la diócesis de las Californias, en 1840, se segregó de la de Sonora el territorio que nos interesa. Sin embargo, cuando la frontera norte de México se recorrió hacia el sur, como consecuencia de la guerra con los Estados Unidos y el Tratado Gadsden, el gobierno mexicano solicitó a la Santa Sede que Baja California no dependiera en lo espiritual de un prelado extranjero. Eso empujó al Papa Pío ix a erigir el Vicariato Apostólico, con jurisdicción sujeta al Arzobispo de México, y designar vicario a Francisco Escalante y Moreno, párroco hermosillense que en junio de 1854 se trasladó a la península.

[7] Fray Ramón María de San José Moreno y Castañeda, o.c.d. (1839-1890), no era de Puebla, sino de Guadalajara. Siendo un fraile muy joven debió abandonar México y residir en España al tiempo de la exclaustración de las congregaciones religiosas. Allá se le presentó, cuando sólo contaba con 34 años de edad, para el Vicariato Apostólico de la Baja California, donde apenas pudo residir por la animadversión que le dedicaron los miembros de las logias masónicas, según afirma en las Cartas Pastorales que escribió al respecto. En la segunda, por ejemplo, comienza diciendo: “Al contemplar las tropelías y arbitrariedades que se han hecho contra nuestra persona por el gobierno del territorio, de acuerdo y concierto con muchos de los masones y varios enemigos gratuitos nuestros, que complacidos nos vieron encarcelados, maltratados, vejados, y por último desterrados; al ver que en todo se ha procedido de la manera más injusta y antilegal, no podemos menos, amados hijos en Jesucristo, que protestar solemnemente ante Dios y el mundo entero contra el gobierno de la Baja California, al que por haber servido de instrumento a la logia de La Paz, le decimos: hoec est hora vestra, et potestas tenebrarum, sí, esta es vuestra hora y el poder de las tinieblas de la masonería” (cf. Segunda carta pastoral que el Ilmo. y Remo. Sr. Dr. D. fray Ramón María de S. José, obispo de Eumenia y Vicario Apostólico de la Baja California, dirige a sus diocesanos con motivo de su destierro, San Francisco California, Imprenta de P. J. Thomas, 1876, pp. 3-4). Fray Ramón fue transferido como Obispo de Chiapas en 1879, pero a la vuelta de tres años fue removido de esa sede, haciéndosele titular de Augustopolis in Phrygia. Murió el 27 de mayo de 1890, a la edad de 50 años.

[8] Al serle imposible al Obispo de Sonora atender las necesidades del Vicariato Apostólico de Baja California, renunció a su administración en 1894, de modo que la Santa Sede asignó esa circunscripción, en enero del siguiente año, a la Sagrada Congregación de Propaganda Fide, que en noviembre de 1895 la encomendó a los misioneros del Colegio de San Pedro y San Pablo, que se hicieron cargo de la administración espiritual de ese lugar hasta que los desterró el gobierno, en 1917. En total arribaron a la península trece misioneros italianos, encabezados por don Luis Petinelli y don Giovanni Rossi.



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