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Manuel Olimón (1944-2018)

Jean Meyer[1]

 

En el marco del tránsito a la vida eterna de uno de los colaboradores de este Boletín se publica una semblanza suya, de la respetada y docta pluma de un académico que expresa sus sentimientos personales en torno al recién fallecido eclesiástico

 

Conocí al joven seminarista en 1969, en Tepic, en casa de su madre doña Berta Nolasco de Olimón. Yo venía a entrevistar a la luchadora católica de los años de la Cristiada, él venía a despedirse, a recibir la tan importante bendición materna antes de irse a Roma, a la Universidad Gregoriana. Manuel tuvo como padre al general revolucionario Jorge Olimón, presidente municipal de Compostela en 1930. El general no se opuso al deseo de su hijo de entrar al seminario de Tepic en 1964, donde se encontraba ya Carlos Aguiar, su amigo, el futuro Cardenal Arzobispo de México. Luego pasó al seminario de Montezuma, Nuevo México, antes de ir a Roma para conseguir una licenciatura en historia de la Iglesia. Años después sacaría un doctorado de historia en la Universidad Iberoamericana.

            Regresamos a México, Manuel y yo, casi al mismo tiempo, después de nuestros exilios, voluntario, involuntario. Nos hicimos amigos por nuestro común interés por la historia de la Iglesia en México y en el mundo, por la historia de su querido Nayarit. Ordenado en 1973, fue destacado por su diócesis a la ciudad de México; orientó buena parte de su ministerio sacerdotal a la investigación histórica y al cuidado del patrimonio cultural y artístico de la Iglesia. En 1982 participó en la fundación de la Universidad Pontificia de México, en la cual enseñó hasta 2003, cuando el Arzobispo de México, Norberto Rivera, lo despidió a consecuencia de su enfrentamiento a propósito de Juan Diego. La Universidad Iberoamericana lo invitó hasta su regreso a la diócesis de Tepic en calidad de cura párroco, primero en Jala, después en la ciudad de Tepic, hasta su muerte el 2 de agosto de 2018. Tuvo una vida muy activa, muy llena, en todos los ámbitos eclesiásticos y sociales, tanto en el ambiente enrarecido de las elites como en las parroquias donde adquirió “el olor a ovejas”.

            Nuestra amistad se consolidó en los años 1990, a la hora de la reforma de la Constitución, del establecimiento de relaciones diplomáticas entre México y la Santa Sede, de las visitas de Juan Pablo ii. Bajo la batuta de Gutiérrez Vivó (otra víctima de la intolerancia), cubrimos las visitas papales y demás acontecimientos sociorreligiosos, en compañía de Roberto Blancarte y Bernardo Barranco. Compartimos espacio en periódicos y revistas. Siempre generoso, presentaba oralmente y por escrito mis libros. Cuando la Universidad Autónoma de Nayarit me hizo el honor de un doctorado, Manuel pronunció el discurso de recepción. Luego entró en la Academia de la Historia. Historiador, publicó por lo menos catorce libros y un sinfín de artículos; dejó varios textos por publicar, entre los cuales está una gruesa historia de la Iglesia católica en México. En nuestro último encuentro, en la Fiesta de las Letras de Tepic, me comentaba que su obra preferida era su Servidor fiel. Biografía del cardenal Adolfo Suárez Rivera. Pero son notables los tres tomos de documentos que publicó sobre el conflicto religioso: Diplomacia insólita, Paz a medias, Confrontación extrema.

            Manuel fue un fiel servidor de México y de la Iglesia. Asesor de la Conferencia Episcopal, publicaba artículos influyentes en El Universal y El Economista; consultor de la Comisión Pontificia de los Bienes Culturales, fue director de la Comisión Nacional de Arte Sacro y Patrimonio Cultural; miembro del Consejo Directivo del Instituto Mexicano de Doctrina Social de la Iglesia (imdosoc), fundado por don Lorenzo Servitje, y escribía en su revista Signos; miembro de la Confraternidad Judeo-cristiana en compañía del Rabino Marcelo Rittner y de Monseñor Aguiar, estaba amistosamente relacionado con Tribuna Israelita.

            En un artículo publicado recientemente en Signos, Manuel nos llamaba a “ser a la vez oyentes atentos de la Palabra y anunciadores convencidos de que esa Palabra es viva y eficaz y toma expresiones y formas de muchas facetas”, y a pensar “en que es posible restaurar lo que se ha deteriorado… restaurar lo decaído en la humanidad que peregrina en el mundo de hoy… insistiendo en que esa tarea no es tanto devolverle la dignidad a las obras de arte, sino al ser humano”. Al final del mismo texto señala, sin amargura, que “he sido invitado en no pocas ocasiones a celebrar, o por lo menos a conmemorar, hechos más o menos felices, aunque a veces sólo para algunos, y a seguir consignas políticas o autoritarias. He preferido llevar adelante en estas horas la honestidad intelectual que no se asusta con la verdad e intenta seguir un camino de purificación de la memoria…”

            ¿A qué alude con su discreción de siempre? Al “dolor existencial” (palabras del P. Mario Ángel Flores Ramos) que le causó su valiente honestidad, en 2002, a la hora de la polémica sobre la existencia histórica del anteriormente beatificado Juan Diego. Un beato no necesita de tal comprobación; un santo, sí. El historiador Olimón afirmaba que “la aparición de la Virgen de Guadalupe y la historicidad de Juan Diego son asuntos totalmente distintos”, de modo que la acusación que lanzaron contra él de ser un antiaparicionista, un enemigo de la Virgen de Guadalupe, no dejaba de ser calumniosa. Por eso publicó en 2002 La búsqueda de Juan Diego, en la editorial Plaza y Janés, la cual editó al mismo tiempo el libro totalmente opuesto, Juan Diego. El águila que habla, del Cardenal Norberto Rivera, Arzobispo de México. Los ataques en su contra no doblegaron a Manuel. No se rindió y pagó un precio caro. Tuvo que abandonar su querida Universidad Pontificia y otras funciones; honra a la Iberoamericana haberle dado refugio, antes de que pasara a ser un sencillo curé de campagne, a la Bernanos.

            Lo consolaba que David Brading, el gran historiador inglés, católico, especialista de nuestra historia, haya apreciado y subrayado el valor histórico de La búsqueda. Su elección a la Academia de la Historia reconoció que no tenía por qué haber conflicto entre la fe y la ciencia.

            Carlos Card. Aguiar declaró: “Me uno en oración por el eterno descanso de mi querido amigo, compañero y hermano sacerdote Manuel Olimón Nolasco y agradezco a Dios su vida en favor de la Diócesis de Tepic y de la Iglesia”.



[1] Historiador francés naturalizado mexicano, especialista en investigaciones y obras relacionadas con la Guerra Cristera, la historia de Nayarit y la Revolución mexicana. Este Boletín agradece su inmediata disposición para redactar esta semblanza.



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