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Bosquejo biográfico del coronel don Luis M. Rivera

2ª parte

 

Concluyen estos apuntes biográficos de un curioso de la historia local que dio a la luz, impresos, muchos datos relevantes para el conocimiento del pasado, el queretano Luis Rivera MacGregor (1874-1935), escritos por un miembro de la Sociedad de Geografía y Estadística de Guadalajara, de la que él formó parte.[1]

 

Al encargarse de la Secretaría de Guerra y Marina el General de División don Bernardo Reyes, se estableció en la República el cuerpo de voluntarios, llamado la Reserva, que despertó el entusiasmo en los paisanos amantes de su patria, ya que dicha institución tendía a prevenir una no improbable lucha con los Estados Unidos del Norte. Aquí en Guadalajara se encargó de la instrucción militar del cuerpo de voluntarios, primero, el coronel Landa, y después el capitán don Luis M. Rivera, que, al decir de los peritos en achaques milicianos, lo hizo perfectamente bien, tanto en las clases especulativas en el ex convento de las Capuchinas como en las prácticas en la Alameda.

            Al desparecer la Reserva por órdenes de la Cancillería Norteamericana, el Capitán Rivera quedó comisionado en la Zona Militar con cabecera en Guadalajara, sin dejar de pertenecer al servicio activo del ejército el regimiento que reemplazó al 8º.

            Al iniciarse la Revolución de 1910, el señor don Luis M. Rivera fue comisionado para abatir los primeros brotes de ella en el estado de Coahuila, donde el periodista don Juan Sarabia sostenía el juego de la oposición con sus candentes artículos y viriles discursos.

            Por este tiempo ya había contraído matrimonio con la señora Carmen Magallón, de cuyo enlace hubo diez hijos, seis hombres y cuatro mujeres; dos de los primeros sostenían a la numerosa familia al morir el talentoso historiador.

            El capitán Rivera dejó de pertenecer al Ejército Federal en el Gobierno del señor Madero y pasó con el grado de Teniente Coronel al ponerse al frente de la gendarmería de Guadalajara, en sustitución del de igual grado don Manuel Ruiz. En este puesto lo sorprendió la entrada de las fuerzas constitucionalistas en el estado de Jalisco al mando del señor Obregón.

            En la madrugada del 8 de julio de 1914 el General Mier, Comandante Militar y Gobernador de Jalisco, evacuó la plaza de Guadalajara en medio de la expectación de los tapatíos, después de mandar apagar la luz eléctrica en todos los sectores de la ciudad y de tomar fondos del Banco de Jalisco.

            El Teniente Coronel Rivera, al frente de la gendarmería, siguió a Mier y, al sucumbir éste en reñido combate con fuerzas del General don Manuel M. Diéguez, que le dieron alcance en la hacienda del Castillo, a pocos kilómetros de Guadalajara, mi biografiado abandonó al grueso de la columna federal que se internó en la sierra michoacana para reconcentrarse en la capital de la República y se dirigió al litoral de la laguna de Chapala, desde donde se puso a disposición del General Diéguez, rindiéndose con las fuerzas a su mando,

            Rivera fue traído en calidad de prisionero a la ciudad tapatía e internado en la Penitenciaría del Estado, donde después de algunos meses fue llevado a un Consejo de Guerra, que lo absolvió.

            Obtenida su libertad y su licenciamiento de las filas, el señor Rivera se dedicó al comercio para el sostenimiento de su esposa e hijos habidos hasta entonces, mas conociendo el Gobierno de la Revolución los datos mentales que caracterizaban al exmilitar que nos viene ocupando, le confiaron el importante cargo de Archivero del H. Ayuntamiento de Guadalajara, que puso en orden y utilizó desentrañando las valiosas riquezas que encerraban los documentos coloniales, que publicó en la Gaceta Municipal que fundó y dirigió en su primera época.

            En la administración del señor profesor don Basilio Badillo desempeñó el puesto de inspector de policía el año de 1921; en este cargo, evocando las leyes de Reforma que prohíben el uso del traje talar en la vía pública, mandó a aprehender al señor Obispo Orozco y Jiménez, que ya en presencia del señor Rivera le demostró que en el interior del coche en que transitaba por las calles citadinas se consideraba como la continuación del domicilio, cosa que convenció al señor inspector, dejando en libertad al prelado.

            Pocos días después de este incidente don Luis pasó como director de la Biblioteca Pública, donde gestionó ante el señor Badillo la devolución de varios documentos pertenecientes al Archivo Eclesiástico, haciendo la entrega al señor secretario del Cabildo Metropolitano, presbítero Lorenzo Altamirano.

             El encargo de director de la Biblioteca lo desempeñó en dos épocas distintas, no siendo yo el indicado para decir si en él cumplió o no su cometido. De la Biblioteca pasó como catedrático de Historia Patria, Historia General y de Geografía de Jalisco a la Escuela Preparatoria por varios años. Cesado como profesor del referido plantel, el señor don Luis se consagró de lleno a sus actividades periodísticas, colaborando en varios diarios y revistas tapatías, sin desatender a una obra que tenía en preparación en relación con la Historia de Jalisco.

            El historiógrafo, cuya muerte fue muy sentida por el elemento intelectual de toda la República, no perdió el habitual buen humor que le acompañó desde su vida de colegio hasta el día de su muerte, acaecida el día 20 de noviembre retro próximo, a las 19 horas cuarenta y cinco minutos de la tarde, en su residencia cerca del Teatro Degollado y en los momentos en que iniciaba la Velada en Honor de don Francisco I. Madero.

            Era don Luis Rivera un hombre de fácil palabra; de estatura regular, de movimientos marciales; llevaba siempre debajo del brazo sus libros inseparables, llenos de arcanas riquezas históricas. Hombres como él, si no fuese ley común de la humanidad, sería de desear que su existencia se prolongara más, pero no pudiendo sustraerse de la inexorable ley de la naturaleza, un acceso de disnea o fatiga de la respiración lo hizo morir rodeado de su esposa y de la mayor parte de sus hijos, bajando después al sepulcro, donde Dios en su infinita misericordia le concederá la inmortalidad…

            Algún tiempo antes de sucumbir se le veía con frecuencia en el templo de la Merced. Estas manifestaciones de religiosidad muchos las tomaban como consecuencia de su estancia en la Casa de Salud de Zapopan, donde estuvo internado en una corta temporada confortando su cerebro agotado por las ingentes labores de su investigación científica. Nosotros no respondemos de la veracidad de tal opinión ni tampoco le restamos valor alguno, ya que está de por medio el aforismo clásico et unusquisquae in suo sensu abundet.[2]

            Antes de concluir repetiré que, si tuvo defectos y debilidades como hombre de arcilla, hecho de limo de la tierra, y que muchos de los que le sobreviven recuerdan algunas acciones del desaparecido en contra de los sentimientos religiosos del pueblo tapatío, todo lo borra la misericordia para el que bajó al sepulcro y nos dejó una estela luminosa en sus afanes y desvelos, enseñándonos el camino que lleva a la vida.

            No queda otro deber que tributarle nuestra admiración y una piadosa plegaria por descanso sempiterno de su alma…



[1] El texto mecanografiado de donde se tomó esta información está en el fondo ‘Eucario López Jiménez’, de la Biblioteca del Seminario Mayor de Guadalajara. Cf. Boletín de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística. Junta Auxiliar Jalisciense, 1935, p. 30.

[2] Y cada uno en su propia mente.



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