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Hombre del Renacimiento

Alberto Gómez Barbosa[1]

 

Este texto evoca, en el marco de un acto que tuvo lugar el 6 de junio del año en curso en que se impuso a la sala de música de cámara del Palacio de la Cultura y la Comunicación (palcco) de Zapopan el nombre de Monseñor José Ruiz Medrano, la figura y el legado de este eclesiástico tapatío esencialmente ligado al quehacer cultural en Jalisco en el siglo xx.[2]

 

Esta noche se impondrá a la sala de música de cámara del centro cultural palcco el nombre del Canónigo José Ruiz Medrano. Nada más justo.

Hombre de muy vasta cultura, interesado profundamente por las humanidades: latinista, teólogo, musicólogo, compositor y director de música coral, orador de gran finura y con esa estatura espiritual de quienes en su tránsito por la vida “nada humano les es ajeno”, Monseñor Ruiz Medrano fue apasionado del deporte, especialmente del futbol, al que dedicó mucho de su tiempo como espectador, pero también y por consejo de Manuel J. Yerena, rector del Seminario de San José y luego Obispo de Huejutla, como pastor de los deportistas.

Llegó a ser directivo del Atlas, el club de sus amores; aportó ideas que secundó Alberto Alvo, como la creación de la escuela de futbol rojinegra y la construcción del Estadio Jalisco, logrando, con sus buenos oficios, la unión de todos los clubes tapatíos con ese propósito.

Perteneció a la brillante generación de humanistas católicos que tanto destacaron desde los años 30 a los 60 del pasado siglo, entre ellos los hermanos Méndez Plancarte, Gabriel y Alfonso, el Padre Ángel María Garibay y el Padre Octaviano Valdez en la ciudad de México; en esta ciudad, el grupo de amigos que reunía José Arriola Adame: Efraín González Luna, Antonio Gómez Robledo, Luis Barragán, Alfonso Gutiérrez Hermosillo, Ignacio Díaz Morales y el Padre José Ruiz Medrano, entre otros, que publicaron la revista Bandera de Provincias y hacían traducciones de textos de Claudel, Greene y más.

Monseñor Ruiz Medrano nació en el barrio del Santuario el 8 de septiembre de 1903. Cursó la primaria en la escuela del profesor Atilano Zavala y en 1917, apenas cumplidos 14 años, ingresó al Seminario Conciliar. En 1921 fue enviado a Roma a estudiar Teología; estuvo en el Colegio Pío Latino y en la Pontificia Universidad Gregoriana, y en 1927 recibió las órdenes sacerdotales y el doctorado en Teología. Regresó a Guadalajara en 1928, en plena persecución religiosa.

A partir de 1931 y hasta su fallecimiento fue catedrático del Seminario Diocesano y desde 1948 de la Universidad de Guadalajara.

En el Seminario impartió Teología, Oratoria Sagrada, Literatura, Cultura Humanística y Latín; en la Universidad, Literatura y Estética. Quienes fueron sus discípulos lo recuerdan como un maestro muy ameno, informado y culto.

En la música, fundó y dirigió la Schola Cantorum del Seminario y el coro de la Escuela Superior de Música Sacra. Fue compositor de obras para coros, entre las que destacan In Monte Oliveti, Veni Creator Spiritus y un juguetito musical muy aplaudido: Aserrín, aserrán.

Fue un gran orador. En el púlpito pronunció 1 500 sermones que dejó, por fortuna, escritos, y entre sus discursos más celebres está el que pronunció en el Cuarto Centenario de la fundación del Obispado, “Brindis por Guadalajara”.

Murió joven, de 64 años, y quizá como él hubiera querido. La mañana del domingo 14 de mayo de 1967 se encontraba, como era su costumbre, en el palco del Arzobispado en el Estadio Jalisco, presenciando el juego entre su querido Atlas y el Toluca. El marcador señalaba, para su satisfacción, 2-1 en favor de los rojinegros cuando le vino un infarto que lo llevó al Señor.

Amante de Guadalajara y muy entregado a ella, nos dejó en uno de sus discursos una bellísima declaración de amor a la ciudad:

 

¡Guadalajara, aunque todo cambie, no cambies tú! Guadalajara, aunque todo se vaya, quédanos tú. Sé siempre tú, ¡Guadalajara maternal y fecunda, Guadalajara brava, como ese jinete de Santiago el de las batallas; Guadalajara criolla, Guadalajara inconfundible, como las torres imponderables de tu catedral!

 

            Un tapatío brillante, no cabe duda.



[1] Fotógrafo y escritor (Yurécuaro, 1936), con más de cincuenta exposiciones individuales en todo el mundo (ciudad de México, Nueva York, La Habana, Kioto, San José de Costa Rica, Miami), ha ilustrado más de treinta libros y ha escrito algunos más.

[2] Este Boletín agradece al autor de este texto, divulgado en su sección “Aquella perla…”, en el periódico tapatío Mural del 6 de junio del 2018, su autorización para publicarlo en este medio.



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