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Al señor cura don Antonio Curiel

José Sotelo González [1]

 

Se rescata un testimonio literario que pinta la fama de santidad con la que murió un virtuoso párroco de la Arquidiócesis de Guadalajara, del que extrañamente los custodios naturales de su memoria, los párrocos de Jamay, no han promovido su causa de canonización, pese a los abundantes elementos que han tenido para ello.[2]

 

Contexto necesario

 

A partir de 1914 el Estado Mexicano asumió una actitud de hostilidad permanente contra la Iglesia católica. Dicha postura radical alcanzó su cima de 1926 a 1929 y mantuvo y hasta incrementó su rigor otros diez años, de modo que en todo ese lapso se puede afirmar que los clérigos en el ejercicio de su ministerio fueron cribados en la Cruz.

A partir de 1940 una tácita reconciliación la tensión entre la Iglesia y el Estado permitió a los obispos implementar actividades pastorales emergentes y hasta entonces no atendidas con la debida diligencia, en especial lo relativo a la paz social.

Como genial gestor de en esa labor destaca el tapatío José Garibi Rivera, vi arzobispo de Guadalajara, quien durante un largo gobierno episcopal, que va de 1936 a 1969, sobresalió como artífice y aun promotor de la armonía y de la concordia en todos los estratos del pueblo del pueblo de Jalisco.

Ahora bien, eso fue posible, en gran medida, no sólo a su tacto para conducir su Iglesia particular con mano firme y decidida, sino también al trabajo abnegado y eficaz de un presbiterio de sólida virtud y gran conciencia de su ministerio, sobre el cual recayó, entre las tareas más urgentes, depurar, luego de muchos años de acoso, clandestinidad o disimulo, la religiosidad popular del pueblo llano, encauzándola a fundamentos de evangelización integral, sobre todo en lo tocante a la recepción de los sacramentos.

Muchos eclesiásticos que vivieron en carne propia la persecución religiosa se empeñaron en esta tarea: reconstruir sus comunidades mediante lazos de invisibles paternidad en el Espíritu. Entre estos reconstructores o padres en la fe para los fieles puestos bajo su cuidado destaca el benemérito párroco de Jamay, don Antonio Curiel Ramírez (*Ameca, 1878 - + Jamay, 1956).

Varón santo, bondadoso, de infatigable celo apostólico, se ordenó presbítero para el clero de Guadalajara el 23 de julio de 1905. Fue vicario parroquial de Bolaños y El Salto antes de serlo de Jamay, pueblo asentado en la ciénaga de Chapala, a donde arribó justo al tiempo de comenzar la persecución religiosa, en 1914.

Los 42 años restantes de su vida los pasará en ese lugar, donde su limpieza de corazón, humilde simplicidad y apego a su ministerio conquistó la voluntad de los feligreses.

En tiempos de persecución religiosa el Estado puso precio a su vida y en dos ocasiones escapó de una muerte casi segura. En una de ellas, a principios de 1927, terrible experiencia, se ocultó tres días en el cieno del lago; en otra, en octubre del mismo año, usó una tamanda[3] de lirios, en la que fue remolcado unos 12 kilómetros por dos pescadores.

Se exilió en Chicago, Estados Unidos algunos meses, al cabo de los cuales regresó a su parroquia, consagrándose desde entonces a evangelizar la educación y la cultura, en lo cual tuvo un apoyo grandísimo en la profesora Bernardina Fierros al frente de una escuela particular de la que surgieron copiosas vocaciones a la vida consagrada, profesionistas y buenos cristianos.

Amado por sus feligreses hasta el fin de su vida, apodado el santo de Jamay, su recuerdo y sepulcro son objeto de particular veneración hasta el presente.

De todo ello dan cuenta los versos que siguen, compuesto al tiempo de su sentido deceso.

 

 


Bajo la sombra de la cruz cristiana

tu sacro cuerpo del dolor descansa,

escuchando el tañir de la campana

que repica en salmos tu fiel bonanza.

 

Hoy que no vemos tu blanca cabeza

voltear a la mansión de las estrellas,

venimos a la tumba con tristeza

a confesarte penas y querellas.

 

Creación del Redentor omnipotente,

tu mano nos bendijo aquí en la tierra,

y hoy nos brindas la luz resplandeciente

desde esa cripta que a tu cuerpo encierra.

 

Fundido en el crisol del juicio recto,

tu corazón forjado de dulzura

tendió su mano hacia lo más perfecto

y bendijo a Jamay con su ternura.

 

Una y mil veces caminar te vimos

hacia el rincón del pobrecito enfermo

y en tu misión piadosa comprendimos

que eras reflejo del Señor eterno.

 

Nos donaste la parte de tu herencia

socorriendo y perdonando al infeliz,

deshaciendo el pecado con clemencia,

convirtiendo en blanco lo que fuera gris.

 

Las viejas torres, las ruinas sombrías

testigos fueron de tus sufrimientos

donde dejaste tus mejores días

confesando a Dios tus presentimientos.

 

Ya no canta tu amado campanario

las prosas bellas del Creador del cielo,

al verle ante la Virgen del Rosario

amarla eterna, con tu fuerte celo.

Desbordando la dicha en tus mejillas

deshojabas de tu alma la alegría

al verte postrado de rodillas

a solas platicando con María.

 

La Virgencita, que a Jamay lo ama,

ella la flor con su perfume inciensa

y en el pecho del creyente inflama

la luz divina de tu sacra ausencia.

 

Fue toda la ventura de tu alma

volar con Dios al infinito cielo,

bajar con Él y bendecir con calma

al rebaño que en ti busca consuelo.

 

Tu inefable pasión de Señor Cura

fue el espléndido sol del firmamento

y viendo lo que es hoy tu sepultura

me inspira en oración tu pensamiento.

 

Mayo 25 de 1956



[1] Contador público nativo de Jamay (1930-2014), laboró en Ocotlán, en la empresa Celanese Mexicana, s.a. durante 35 años, hasta su jubilación. Casó con Aurora Esqueda Ávila.

[2] El texto aquí publicado y hasta hoy inédito, lo hizo llegar a este Boletín la señora Minerva Sotelo Esqueda, hija del autor, que lo dio a la luz en edición privada dos meses después de la muerte de don Antonio Curiel.

[3] Cieno que se acumula en la ribera de un lago y cubierto de lirios, puede segmentarse y flotar.



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