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La familia, lugar de evangelización

José-Román Flecha Andrés[1]

 

En secuencia con el texto ya comenzado en el número anterior a éste, se esbozan ahora a grandes rasgos la preeminencia que tiene la familia en el proceso evangelizador.

 

2. La familia, una “iglesia doméstica”

 

Hoy es bien conocida la expresión conciliar que define a la familia como “iglesia doméstica”.[2] En este contexto, su misión no puede ser diferente de la misión de la Iglesia que evangeliza, celebra y sirve. Sobre ese esquema se desarrollan las reflexiones que siguen.

Ya Pío xii había tenido ocasión de afirmar que “la familia es una verdadera célula de la Iglesia”. Pero sería en el Concilio Vaticano ii donde se había de consolidar aquella categoría. El Concilio estudió la familia en íntima vinculación con el sacramento del matrimonio, “que es imagen y participación de la alianza de amor entre Cristo y la Iglesia”, según explica la carta a los Efesios (5,32).

Además, recordó el Concilio que la familia cristiana “manifestará a todos la presencia viva del Salvador en el mundo y la auténtica naturaleza de la Iglesia, ya por el amor, la generosa fecundidad, la unidad y fidelidad de los esposos, ya por la cooperación amorosa de todos sus miembros” (gs 48).[3]

En la constitución Lumen Gentium, al exponer el ejercicio del sacerdocio común de los fieles a través de los distintos sacramentos, el Concilio ofrece una profunda reflexión sobre el matrimonio. Por él, los cónyuges cristianos significan y participan del misterio de unidad y de amor fecundo entre Cristo y la comunidad eclesial, a la vez que se ayudan mutuamente en la misión santificadora de la conyugalidad y en la misión procreadora y santificadora. Pues bien, es en ese contexto en el que el Concilio pasa a referirse más explícitamente a la familia:

 

De este consorcio procede la familia, en la que nacen nuevos ciudadanos de la sociedad humana, quienes, por la gracia del Espíritu Santo, quedan constituidos en el bautismo como hijos de Dios, que perpetuarán a través del tiempo el Pueblo de Dios. En esta especie de Iglesia doméstica, los padres deben ser para sus hijos los primeros predicadores de la fe mediante la palabra y el ejemplo, y deben fomentar la vocación de cada uno, pero con cuidado especial la vocación sagrada (lg 11).

 

a.    Una categoría con historia

 

La calificación de “Iglesia doméstica” aplicada a la familia puede parecer novedosa, cuando en realidad es honda y ricamente tradicional. Un día en que San Agustín se sentía especialmente rendido por la fatiga y en que pretendía que otros obispos presentes le ayudasen en la tarea de la predicación, se excusa por la brevedad de su sermón y exhorta a los padres de familia a continuar su propia misión en el hogar:

 

Haced nuestras veces en vuestras casas. Al obispo se le llama así (episcopus) por su condición de superintendente; porque lleva la vigilancia. Cada cual, pues, en su casa, si es cabeza de familia, debe hacer allí el oficio episcopal, viendo qué doctrina profesan los suyos (...) A vuestros pequeños no los dejéis de la mano; contribuid con todo esmero a la salvación de vuestro hogar.[4]

 

La misma idea retorna en otra ocasión, en la que el Santo se refiere al premio prometido por Jesús a los que le siguen. Explica él que ese premio prometido es aplicable no sólo a los obispos y presbíteros, sino también a los padres y madres de familia:

 

Vosotros podéis servir también a Cristo viviendo bien, haciendo limosnas, enseñando su nombre y su doctrina a los que pudiereis, haciendo que todos los padres de familia sepan que por este nombre deben amar a la familia con afecto paternal. Por el amor de Cristo y de la vida eterna, avise, enseñe, exhorte, corrija, sea benevolente y mantenga la disciplina entre todos los suyos ejerciendo en su casa este oficio eclesiástico y en cierto modo episcopal, sirviendo a Cristo para estar con Él eternamente.[5]

 

            En los sucesivos borradores previos del esquema conciliar se incluía, entre otras, una preciosa referencia a los sermones de San Juan Crisóstomo, quien invita a sus fieles a que conviertan su casa en una iglesia. Poco más adelante el mismo Juan Crisóstomo da cuenta del eco que sus palabras suscitaron en los oyentes: “Cuando ayer os dije: Que cada uno de vosotros convierta su casa en una iglesia, aclamasteis a grandes voces y disteis signos del placer con que aquellas palabras os inundaron”.[6]

            Así pues, tanto en oriente como en occidente la identificación de la familia con la Iglesia era un tópico recurrente y fecundo. Así lo subraya San Juan Pablo ii en la Carta a las Familias, para manifestar a continuación que desea que su contenido permanezca siempre vivo y actual.[7]

 

            b. Sentido de esta categoría

 

Una imagen que debía resultar tan obvia y necesaria ha pasado durante largo tiempo inadvertida tanto para la teología como para la acción pastoral. A causa de una excesiva insistencia en los aspectos jurídicos relacionados con el matrimonio, se ha descuidado la presencia de la gracia en la comunión familiar. Y se ha olvidado que, de forma análoga a la comunidad eclesial, la familia cristiana constituye una mediación de gracia y de santidad. En un momento en que la Iglesia ha redescubierto la esencia y la virtualidad de las realidades sacramentales, esta categoría es especialmente relevante.

Si la Iglesia entera puede ser concebida como una familia y como tal ha de comportarse (lg 6), también la familia puede ser concebida como una pequeña iglesia. Ambas realidades encuentran en esta relación una mutua clarificación de su ser y de sus tareas.

La gran Iglesia no puede comprenderse ni funcionar como una sociedad cultural o económica, ajena a vinculaciones afectivas. Pero tampoco la familia puede concebirse ni actuar, en el mundo de la fe, como si fuera una estructura cerrada y autoabastecida, ajena a la misión eclesial.

En los decenios anteriores se llevó a cabo un primer paso muy significativo al proceder de una concepción “institucionalista” de la familia a una concepción más “personalista”. De una visión de la familia como institución para el bien de la especie, la teología y la pastoral pasaron lentamente a una visión de la familia como una vocación de personas.

Esta concepción ha aportado múltiples riquezas, pero también ha dejado al descubierto algunas limitaciones. El descubrimiento de las dimensiones personalistas, con ser muy fecundo, tiene el peligro de encerrar la fe y el comportamiento de los cristianos en un ambiente de relaciones marcadas por el sello de la satisfacción y de la mutua contemplación. La familia cerrada sobre sí misma ha de convertirse en una comunidad abierta a la percepción de las necesidades sociales y comprometida con su solución. Precisamente el descubrimiento de la familia como “iglesia doméstica” podría ayudar a concebir la familia como una comunidad abierta.[8]

            - La familia, como la Iglesia, no puede considerarse como un fin en sí misma, sino que nace orientada hacia el mundo al que ha de servir.

            - La familia, como la Iglesia, nace y vive para ser signo y sacramento del Reinado de Dios y de su Señorío sobre toda realidad humana.

            - La familia, como la Iglesia, ha de vivir atenta al Espíritu que invita y renueva, que desarraiga y orienta a los creyentes.

La reflexión sobre la naturaleza de la Iglesia ayudará, en consecuencia, a redescubrir la verdadera naturaleza de la familia que los cristianos han sido llamados a construir. Una mirada a la Iglesia puede ayudar a los cristianos a descubrir qué es lo especifico del “casarse por la Iglesia”, qué significa amarse en el Señor, qué comporta fundar esta otra iglesia doméstica.

Es así como la familia cristiana se descubrirá a sí misma como una comunidad que vive de la Palabra de Dios y para el anuncio de la Palabra de Dios. Como una comunidad que celebra las maravillas de Dios y consagra el mundo concreto del esfuerzo humano. Como una comunidad que se adiestra para el servicio, en la unidad y la caridad.

De este modo, esa pequeña comunidad responde a la triple función eclesial y al ministerio de Cristo maestro y profeta, mediador y sacerdote, rey y pastor. Esa referencia a la “triple función” del Mesías, que tanta importancia adquirió en el Concilio Vaticano ii (cf. lg 10-12; po 1), estaría llamada a ejercer una notable influencia en el Magisterio posterior, especialmente por lo que se refiere a la misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo.[9]

 



[1] Profesor emérito de Teología Moral de la Universidad Pontificia de Salamanca.

[2] A veces se advierte contra un peligro de “eclesiastización” de la familia que la podría privar de su íntima laicidad: cf. G. Angelini, “La Chiesa e la famiglia”, en A. Caprioli - L. Vaccaro, Chiesa e Famiglia in Europa, Brescia, 1995, 77-138. También alerta contra el posible abuso de esta categoría N. Mette, “La familia en el magisterio oficial de la Iglesia”, en  Concilium  269 (1995) 683-686.

[3] Véase sobre este tema J.R.Flecha, “Aportación del Vaticano II a la teología del matrimonio”, en N. Silanes (ed.), Misterio Trinitario y familia humana,  Salamanca, Secretariado Trinitario, 1995, 169-193; E. Carbonell, “Familia cristiana”, en V. M. Pedrosa (ed.),  Nuevo Diccionario de Catequética, I, Madrid 1999, 940-950; A. Sarmiento, “El designio de Dios sobre el matrimonio y la familia. El matrimonio como vocación”, en la obra editada por la Subcomisión Episcopal para la Familia y la Defensa de la Vida, Los retos de la pastoral familiar hoy, Madrid 1999, 28-68.

[4] Cf. S. Agustín Serm. 94 pl 38 580-581: trad. A. del Fueyo, Obras de San Agustín, x, Madrid, 1952, 385.

[5] S. Agustín, Tratados sobre el evangelio de San Juan, 51, 13: pl 36, 1768: trad. de V. Rabanal, Obras de San Agustín, xiv, Madrid, 1957, 259.

[6] S. J. Crisóstomo, In Gen. Hom 2,3: pg 53,31; In Gen. Serm. 6, 2; 7,1:  pg 54, 607-608. Para él, la casa es “una pequeña iglesia”:  In Eph. hom.  20,6: pg 62, 143. También San Clemente de Alejandría definía a la familia como una pequeña “casa de Dios”:  Strom.  3, 10: PG 8, 169.

[7]  San Juan Pablo ii, Carta a las Familias  Gratissimam sane  (2.2.1994) 3.

[8] La idea de la “familia abierta” a la sociedad recurre una y otra vez en la exhortación Familiaris consortio: 64c, 66c, 69b, 85c, 86n. Estas ideas se encuentran ampliadas en J.R. Flecha, “Familia feliz - familia comprometida”, en la obra editada por la Delegación Diocesana de Pastoral Familiar de Madrid, Familia creyente  y mundo actual, Madrid, 1982, 45-56.

[9] Cf. Juan Pablo ii, Redemptor hominis (4.3.1979) 19-21; Familiaris consortio (22.11.1981) 49-64; Christifideles laici  (30.12.1988) 14.



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