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Adalberto Navarro Sánchez, el hombre, el personaje

Fernando Carlos Vevia Romero

 

Desde muy joven, Navarro Sánchez definió su vocación como cultor de las bellas letras, en especial de la poesía, bibliófilo y maestro. Fue por eso editor, impresor, librero y encuadernador y decidido impulsor del ingenio de muchas generaciones de estudiosos. También fue catedrático fundador de la Escuela Normal Superior de Jalisco y Secretario de la Casa de la Cultura Jalisciense. De todo ello da cuenta el texto que sigue.[1]

 

Muchos recordarán al Maestro Navarro Sánchez por su obra poética. Ciertamente merece dedicarle un capítulo especial y lo vamos a hacer el día de hoy. Pero hay también otros aspectos de su personalidad que merecen ser recordados, especialmente con motivo del cincuentenario de esta Facultad de Letras, hoy llamada Departamento de Letras. No vamos a realizar un análisis psicológico de su personalidad, para el que no estamos cualificados; tampoco un análisis más sociológico que resaltara su importancia como mentor de muchas generaciones de estudiantes; cualquiera de ellos podrá hacerlo con toda propiedad. 

Quisiera compartir con ustedes algunos de los recuerdos que guardo del Maestro Adalberto Navarro Sánchez. Desde el momento en que recién llegado, a principios de 1975, para formar parte de los profesores de la Maestría en Letras que había fundado don Adalberto Navarro en septiembre de 1974, me presentó ante el Doctor Amado Ruiz Sánchez, afamado médico de Guadalajara, entonces director de la que se llamaba Escuela de Graduados, que agrupaba los posgrados entonces existentes en la Universidad de Guadalajara. Cuando murió años más tarde el Doctor Amado Ruiz Sánchez, me contó el Maestro Navarro que había sido uno de esos médicos humanistas que honran a su profesión. Había dejado varias cajas de escritos que pudo ver el Maestro Navarro Sánchez. Gracias a él pudo surgir también la Maestría en Letras.

Quizás el recuerdo más espontáneo que me viene a la memoria es el  encuentro con el Maestro en alguna de las librerías del centro de Guadalajara, o llegando a la Pastelería Francesa, que estaba en la calle de Morelos y tenía tres o cuatro mesitas para tomar café. Allí nos reuníamos los sábados para tratar las cuestiones de la Maestría. Entregar y recibir trabajos de los alumnos, planear próximas actividades y comentar los libros de reciente lectura. Abría su portafolios y sacaba alguna novedad interesante.

Nunca le vi sin su portafolios. Era una cartera de piel, pero una piel mansa, sumisa y humilde. No era una de esas carteras que apenas se pueden abrir, construidas de un cuero duro, altivo y soberbio, que nos hiere la mano cada vez que metemos o sacamos un libro. La cartera de libros de Adalberto estaba domada, ligeramente abatida, consciente de su larga historia. Era la cartera de un amante de los libros, y en cualquier momento podía ser abierta para recibir un ejemplar oliendo a imprenta, o una última edición apenas llegada a las librerías de Guadalajara. Según decía el maestro Jesús Reyes Heroles, los amantes de los libros pronto se transformaban en bibliófilos y podían llegar a bibliómanos; es decir, los dominados por la adicción a la lectura. La cartera de Navarro Sánchez gozaba silenciosamente su papel de cómplice de ese bibliómano que fue don Adalberto.

Podía también abrirse la cartera para guardar celosamente  el trabajo de un alumno o los apuntes para una de sus clases, y su trabajo no cesaba ni en invierno ni en verano, con las clases de la Universidad de Arizona, que celebraba sus cursos en Guadalajara.

Quizás uno de los momentos más gloriosos de la cartera, en la que se hinchaba levemente de sano orgullo, era cuando transportaba los originales para un nuevo número de la Revista Et caetera, ¡y eso lo hizo durante cuarenta años! ¡La revista  literaria de más larga vida en la República mexicana!

La cartera de don Adalberto a veces se ponía los moños: a saber, cuando portaba  con plena conciencia de su importancia oficios y documentos relevantes de la Universidad de Guadalajara. Ella asistió a todas las reuniones celebradas, a todas las desesperanzas, las idas y venidas, las decepciones y los sustos, los gozos y las realidades de la creación de la Facultad de Letras.

Todo eso llevaba la cartera de don Adalberto con fidelidad y competencia. Pero hubo una cosa que no pudo llevar: los sueños y los proyectos de su dueño. Tres días antes de morir me dijo esta frase: “¡Ahora que tenía yo tantos proyectos!” Se refería con toda probabilidad a su sueño de abrir el Doctorado en Letras que diera  continuidad al proyecto que él inició también y perdura hasta el día de hoy: la Maestría en Letras que, con pequeñas variaciones en el nombre, sigue hasta el día de hoy.

Para ese proyecto me invitó en septiembre de 1974, aunque no pude llegar hasta diciembre de ese mismo año. Tuve la suerte de acompañar a don Adalberto y su cartera de libros en muchos momentos inolvidables. Aquella mañana transparente de Guadalajara  caminábamos junto al Auditorio Salvador Allende y me hizo señas de detenerme para esperar a un señor que venía caminando de frente: “Maestro, tengo el gusto de presentarle a Juan Rulfo, el mejor escritor jalisciense”. Fue tal el impacto que recibí, que no recuerdo las frases que se intercambiaron, que fueron breves, porque el gran escritor tenía cierta prisa.

O también recuerdo aquella conferencia, quizás en 1976, organizada por don Adalberto, que tuvo lugar en el edificio de la calle de Juan Álvarez y Liceo que durante un tiempo acogió a la Maestría en Letras. Nada menos que de Rodolfo Usigli, el gran patriarca del teatro mexicano del siglo XX, quien había estado muy enfermo, y que nos abrió los ojos al mundo teatral en que él vivía. Como recuerdo de ese día y en homenaje al gran dramaturgo hice años más tarde mi libro La sociedad mexicana en el teatro de Rodolfo Usigli.

Fue también el Maestro Navarro Sánchez el que me permitió conocer a ese extraordinario escritor, a veces no tan comprendido por algunos, que fue Agustín Yáñez. Habían construido en el Centro de la Amistad Internacional, que está entre Eulogio Parra y Manuel Acuña, una biblioteca dedicada al autor de Al filo del agua. Hubo discursos, especialmente el del Maestro Navarro, haciendo el elogio de Agustín Yáñez. Después habló el escritor. Me impresionó su conocimiento de las letras europeas del siglo xix y comienzos del xx  y su lucidez en torno a los problemas de la novela.

En alguna otra ocasión me había platicado el Maestro Navarro acerca de sus contactos con los Contemporáneos en la ciudad de México. Me llevó a conocer su imprenta, en la esquina de Prisciliano Sánchez  y Galeana, y fue allí donde recordó sus esfuerzos por lograr el contacto con los escritores de la ciudad de México. Luego me contó sus problemas para convencer a las autoridades de Hacienda de que la revista Et caetera no era un negocio, sino un esfuerzo muy penoso para su bolsillo.

Recordar a un amigo, siempre lleva por un sendero en el que al final hay tristeza. Así me han ido llevando los recuerdos a su casa: me veo avanzando “por ese oscuro corredor tan mío”, como dijo en uno de sus versos más logrados, hasta llegar a su cuarto de enfermo. Estaba con él el Doctor Jesús Gómez Acebo, su amigo y confesor de confianza. Allí, rodeado, sostenido y amparado por sus fieles amigos los libros. Nunca dio sensación de tener miedo o estar preocupado.

Ahora que tengo más años que los que él tenía cuando murió, me doy cuenta de que falleció joven. Había nacido el 23 de abril de 1918 y murió el 4 de julio de 1987. Tenía 69 años. Simplemente se fue con su fiel cartera de la mano, para seguir con sus proyectos en otros mundos.

Guadalajara, Jalisco, 14 de febrero del 2007



[1] Este Boletín agradece al doctor Vevia su permiso para publicar un texto suyo hasta hoy inédito.



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