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Fray Antonio Alcalde en el ideario liberal decimonónico

Manuel Orozco y Berra[1]

 

Lo que se dice en el Diccionario de Historia y de Geografía de 1855, de quien además de obispo de Guadalajara fuera su mayor benefactor, condensa el ideario del eclesiástico en la mente de los intelectuales afiliados al liberalismo ilustrado del siglo xix, del que el religioso dominico pudo ser considerado todo un paradigma,

según los términos en los que se redactó esta ficha biográfica[2]

 

 

Alcalde. (Ilustrísimo señor don fray Antonio): obispo de Yucatán y de Guadalajara. Nació en Cigales, pueblo inmediato a Valladolid de España, el día 15 de marzo de 1701; sus padres fueron don José Alcalde y doña Isabel Barriga, de escasa suerte y de linaje humilde, pero dotados de virtudes eminentes que transmitieron a su hijo y que más tarde formaron el más precioso de sus ornamentos.

            El señor Alcalde, oscuro por su cuna y por su posición poco ventajosa en la sociedad, quiso permanecer siempre oculto al mundo, adoptando la vida monástica; a la edad de diez y siete años tomó el hábito de la orden de Santo Domingo en el convento de San Pablo de Valladolid, hizo con grande aprovechamiento todos los estudios propios de la carrera que adoptó, profesó y recibió las sagradas órdenes, y después de haber enseñado la filosofía y la teología escolástica desde el año de 727 hasta el de 753, fue tal la exactitud con que había observado las reglas del instituto en todo el tiempo, que pasó luego al convento de Valverde, cerca de Madrid, en clase de superior.

            Allí vivió tranquilo y retirado algunos años hasta que tuvo lugar ese suceso importantísimo en la vida del señor Alcalde, que ha llegado a ser tan familiar como suelen serlo algunos pasajes de los hombres grandes, y que vino a enseñar el tesoro de bienes que el señor Alcalde encerraba para la humanidad. Cazando un día el rey Carlos iii en las cercanías de Madrid, quiso descansar un rato en el convento de Valverde, y sorprendió al prior en su habitación, y al ver el semblante humilde y venerable del religioso, y su ajuar compuesto de una tarima, un cilicio colgado en la pared, algunas imágenes y una mesa con un tintero y una calavera, es fama que experimentó el monarca una impresión tan profunda, que pocos días después tratándose de proveer la mitra de Yucatán que estaba vacante, dijo a su ministro: “nombre usted al fraile de la calavera precisamente”.

            Cuando esto pasaba, ya la edad del señor Alcalde era avanzada, y su natural modestia le hacía creerse débil para llevar la carga pesada del episcopado; lo renunció una vez, y sólo dócil a las órdenes de su superior que le mandaba acatar los decretos de la Providencia, abandonó para siempre su patria, se trasladó al Nuevo Mundo, se consagró en Cartagena el día 8 de mayo de 1763, y tomado posesión de la mitra a que debía ser promovido el día 1º de agosto del mismo año, comenzó una vida que en contraste con la que había llevado en su juventud y en la edad viril ha sido toda pública, toda del dominio de la historia.

            El señor Alcalde, dotado de gran capacidad, comprendió desde luego el vasto campo que se presentaba a su beneficencia; comenzó a desarrollar su anhelo por los progresos de un país que apenas empezaba a disfrutar los beneficios de la civilización; comenzó a manifestar su amor a la difusión de los conocimientos y la caridad ardiente hacia sus semejantes que lo dominaba; y en sólo seis años que ocupó la cátedra de Yucatán, visitó dos veces toda la península, aun los puntos más remotos e insalubres: en todas partes enseñó la religión y la moral con la predicación y con el ejemplo, reformó las iglesias, promovió el culto, empleó grandes sumas en número a los miserables, dotó varias camas en el hospital de San Juan de Dios para sacerdotes enfermos, y además de sus oficios episcopales atendió muy eficazmente a la instrucción de la juventud, al grado de crear y dotar con su propio peculio una cátedra de teología moral en el seminario, cuyas constituciones modificó en algunos puntos.

            Grandes eran las esperanzas que la Iglesia de Yucatán fundaba en su prelado, muchos los bienes que esperaba del gobierno del Señor Alcalde, cuando llamado a la celebración del cuarto concilio mexicano que presidió el Ilustrísimo Señor Lorenzana, se despidió de su diócesis para no volver más a ella; porque concluidas las tareas del concilio en que tuvo una parte tan activa, fue trasladado a regir la iglesia de Guadalajara en 1771.

            En esta iglesia permaneció un tiempo más dilatado y fue más marcada su benéfica influencia en la carrera de ese pueblo que como Yucatán, se hallaba en un estado lamentable de atraso y de ignorancia. El señor Alcalde, en Guadalajara como en su antigua diócesis, además de los oficios pastorales que llenaba un celo asombroso, dirigía sus miradas al bien público y trató de mejorar en primer lugar la instrucción de la juventud, que no podía ser más imperfecta; estableció dos escuelas para hombres ampliamente dotadas, en las que estimulaba poderosamente los afanes de los profesores y de los alumnos con recompensas y con premios; dotó tres cátedras en el colegio de San Juan, aumentó el número de las que había en el seminario, aumentó sus rentas, y mantuvo constantemente en ambos colegios un gran número de estudiantes pobres. A la Universidad le proporcionó buenos catedráticos, le donó sesenta mil pesos, consiguió de la corona que se le aplicasen los bienes de temporalidades de la extinguida Compañía de Jesús, y con tan poderoso impulso la puso en un estado floreciente y la hizo útil para el cultivo de las ciencias.

            La educación del bello sexo mereció muy particularmente la atención del señor Alcalde; comprendió cuánto influye en el bien de las sociedades la cultura y la moralidad de las mujeres, que forman los corazones de los niños, y para generalizarlas creó una escuela que estuvo al principio encargada a unas beatas pobres que formaban una especie de comunidad monástica, y después trasladada con las beatas a un edificio espacioso, y dotada con la renta de noventa y una casas edificadas por cuenta y por los cuidados del señor Alcalde, es hasta hoy un asilo seguro para las niñas huérfanas y desamparadas, que allí aprenden a leer, escribir y cuantos adornos son propios de su sexo, como se aprenden en el Colegio de San Diego, que también debió mejoras importantes al señor Alcalde.

            No sólo promovía el culto exhortando a los rectores de las iglesias para que avivaran la piedad de sus feligreses y aumentaran las prácticas religiosas, sino repartiendo grandes sumas a los conventos de su diócesis y aun a los de fuera, dotando a las iglesias más pobres y edificando templos a sus propias expensas; el santuario de Nuestra Señora de Guadalupe, que es uno de los más grandes de Guadalajara, fue levantado desde sus cimientos por el obispo, que también concluyó el convento de Capuchinas, el de Jesús María, y la parroquia de Mexicaltzingo.

            A los desgraciados siempre les tendió su mano benéfica; la viuda, el huérfano, todo aquel que le hacía confidente de sus infortunios, se apartaba del obispo con el remedio de su necesidad y consolado. Cuando Guadalajara se vio asolada por el hambre y la peste el año de 86, solo la previsión y la caridad ilimitada de su prelado pudieron disminuir los horrores de tan cruzados azotes; repartió grandes sumas en las poblaciones comarcanas y prestó 1000 000 pesos al municipio de la capital, para que haciendo un grande acopio anticipado de víveres, el pueblo pudiera conseguirlos a precios bajos durante la penuria. Para la clase más miserable estableció en los cuarteles de la ciudad grandes depósitos de granos y dos cocinas, donde se alimentaba gratis a los pobres, y para contrariar los efectos de la peste, puso hospitales en San Juan de Dios, el Hospicio y el colegio de San Juan, y aumentó el número de camas del de Betlem, haciendo enfermerías aun en las celdas de las religiosas.

            El año del hambre, esa época de amargura y de tristísimos recuerdos para Guadalajara, como para todos los pueblos, acabó de descubrir el mérito inapreciable del señor Alcalde, que caminando por las calles a pie lloroso, buscaba al moribundo en su lecho sucio y repugnante para consolarlo, para llevarle medicinas y abrigos, para servirle personalmente; en tanto que en lo privado socorría a aquellas personas para quienes su presencia pudiera ser nulificante, y el pan de la limosna más amargo. Esa época bastaría para conservar ilesa la memoria de la caridad que distinguía al señor Alcalde, aun cuando no la hubiera perpetuado en el magnífico hospital que fundó.

            Convencido de los muchos inconvenientes que ofrecía el hospital de Betlem, situado en el centro de la población, donde hoy es la plaza de Venegas, y reducido a un pequeño terreno, donde apenas pudieran caber las oficinas más indispensables, pidió licencia para construir otro en escala más amplia, y con todas las reglas del arte conocidas hasta entonces, y en 26de febrero de 787 se comenzó esa fábrica, que concluida a los cuatro años, ha sido el asilo de mil enfermos, que con la asistencia que allí se les ha prodigado, han recobrado la salud; ha sido la morada de muchísimos dementes, a quienes se prodigan los más exquisitos cuidados y es un monumento de la caridad de su fundador.

La ciudad de Guadalajara ganó mucho con esta obra, con los grandes templos que edificó, con las diez y seis manzanas de casas que hizo construir en el barrio pobre del Santuario para habitaciones de la gente pobre, con las otras muchas repartidas en la ciudad, con cuyas rentas dotó a las iglesias y a los establecimientos de beneficencia; es notable que un pastor tan dedicado al bien de las almas, y a practicar las virtudes más sublimes, tuviera tan presente las mejoras materiales de la población, que empleara más de once mil pesos en la reparación de las calles y caminos, y seiscientos cada año para conservar en buen estado las cárceles.

Al pie de este artículo ponemos una nota tomada del libro de gobierno del señor Alcalde, que aunque incompleta porque nunca asentó todas las cantidades invertidas en objetos de beneficencia, manifiesta cuál era el destino de las cuantiosas rentas episcopales; el señor Alcalde nunca se consideró sino como un administrador que debía dar estrecha cuenta de ellas, y no empleaba en uso propio sino lo muy preciso para subsistir; su cama era una zalea a raíz del suelo con una tarima de cabecera, su abrigo una frazada, sus alimentos tan frugales como los exigen los estatutos monásticos de su orden en su fuerza primitiva, sus vestidos interiores eran de la manta ordinaria que se fabricaba en el país desde aquellos tiempos, en los exteriores jamás llevó lujo alguno, jamás usó alhajas de valor de plata u oro, andaba siempre a pie, y sólo para salir de la ciudad, o cuando en el interior necesitaba andar mucho, montaba en un coche viejo y maltratado; en fin , el hombre que levantaba suntuosos edificios, que gastaba cantidades inmensas en auxiliar a sus semejantes, a su muerte tenía sólo doscientos sesenta y dos pesos, dos reales, en el valor total de sus bienes.

Mucho debió Guadalajara a este pastor eminente en el periodo de su pontificado, valió para aquella población más que el transcurso de un siglo, por los adelantos que en él tuvo; con razón la historia de sus virtudes ha pasado de padres a hijos, y su nombre no se pronuncia por los habitantes de su diócesis sino con una tierna veneración.

El señor Alcalde, abatido ya por las tareas del año del hambre, acabó su carrera en el mundo el día 6 de agosto de 1792; su muerte fue fervorosa y santa, sus restos descansan en el lado izquierdo del presbiterio del santuario de Nuestra Señora de Guadalupe, y allí su efigie representándolo en actitud de orar conserva fresca su memoria en los que visitan el templo, y arranca las lágrimas que cada día riegan su tumba.

La premura del tiempo, que no nos ha permitido encontrar datos inéditos aún relativos a la vida del señor Alcalde, nos ha sido muy sensible; pero convencidos de que el mérito de esta obra no consiste sólo en la novedad, sino en presentar reunidas noticias sobre las vastas materias que abraza, no hemos dudado escribir esta biografía, que al fin hará figurar al ilustre prelado al lado de los hombres más grandes que han existido.

 

[Reseña de algunas de sus donaciones:]

·      En la fábrica del hospital de Belén, 265 168

·      En la del beaterio, dotación de la escuela y el capellán, y construcción de las casas que le donó 90 440

·      En la parroquia de Guadalupe y de 158 casas que le donó, 240 835

·      En dotaciones a catedrales y parroquias pobres: 27 115

·      En id a conventos pobres de religiosas 10 700

·      En id a las Capuchinas y Jesús María, para su fábrica y manutención 41 626

·      En id a otros conventos de religiosas: 4 450

·      En objetos piadosos como misas, aniversarios, etcétera: 44 000

Suma 704 234



[1] Oriundo de la ciudad de México (1816 – 1881) y discípulo de José Fernando Ramírez, al lado de Joaquín García Icazbalceta se le considera uno de los historiadores más importantes de México en el siglo xix. Fue miembro de la Academia Mexicana de la Lengua.

[2] Orozco y Berra, Manuel, [Coord.] Apéndice al Diccionario de Historia y  de Geografía, t. i, viii de la obra, Imprenta de J.M. Andrade y F. Escalante, México, 1855.



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