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Salvatierra y el arte de gobernar

María Palomar[1]

 

Se analiza en este artículo la portentosa visión que tuvo, no obstante su total abandono a la Providencia, quien echó las bases para garantizar con un fondo piadoso el proceso civilizatorio de las Californias, en un proyecto que violentamente dejado por los jesuitas, retomarán luego los dominicos y los franciscanos, al tiempo de abrir las misiones de la Baja California Norte y de la Alta California, respectivamente

 

La viabilidad y permanencia de las empresas misioneras de la Compañía de Jesús fue para el Padre Juan María de Salvatierra una preocupación constante. Para disponer de los recursos indispensables se requería de poder: la capacidad de decidir, de actuar y de negociar. Convencer a los superiores y los subordinados, a los benefactores y a los gobernantes fue parte de su formidable tarea.

            No debe haber sido fácil montar el entramado financiero y administrativo que implicaba acometer la exploración, pacificación y evangelización de las Californias, sobre todo para garantizar después la sustentabilidad del esfuerzo misionero y civilizador en un horizonte temporal sin límites previsibles. Sin embargo, Salvatierra fue capaz de conseguir antes de salir rumbo a las misiones una base económica que solventara cuando menos los esfuerzos iniciales. Originalmente los fondos provinieron de benefactores privados como el conde de Miravalle, el marqués de Buenavista, don Pedro Gil de la Sierpe, don Juan Caballero y Osio, distintas congregaciones activas en los colegios jesuitas y otras personas y corporaciones de las audiencias de México y Guadalajara. La historia de esos bienes, que llegaron a ser cuantiosos y que fueron sabiamente invertidos y consolidados en el llamado Fondo Piadoso de las Californias, es muy interesante y sólo llega a su desenlace más de doscientos cincuenta años después, en la segunda mitad del siglo xx.[2]

            Pero las misiones eran a la vez una empresa del Rey, cuya honra iba de por medio en una tentativa más por conquistar para España territorios que habían sido impenetrables desde el siglo xvi. Sin embargo, la Corona, en la persona de sus funcionarios en la Nueva España, se mostró más bien cicatera y remisa en su apoyo a la iniciativa de la Compañía de Jesús, a tal grado que llevaría al Padre Salvatierra a recurrir a argumentos extremos para doblar las resistencias burocráticas a propósito de las sumas destinadas por la Corona a las misiones y que los funcionarios novohispanos se empeñaban en no ministrar. 

*

Cuando el Padre Salvatierra llegó a California hacia finales de la década de 1690 lo hizo no sólo como cabeza de la misión evangelizadora, sino también como suprema autoridad temporal de las regiones por conquistar:

 

Salvatierra exigió que en las Californias el gobernador militar se sometiera al superior religioso: “tener a su mando y disposición todo el presidio de los soldados con su cabo, con potestad de removerlos cuando no procediesen bien”. Pero también supo delegar esta autoridad religiosa al gobernador militar, según las circunstancias, cuando era necesario —como informa Venegas— para facilitar el ejercicio de la justicia. Así, Salvatierra estableció una separación inteligente entre el poder civil y el religioso.[3]

 

            Lejos de buscar honores u oficios, Salvatierra no tenía más preocupación que sus misiones. La capacidad de maniobra que daba el poder no tenía más fin que la mayor gloria de Dios.

*

Hacia finales de 1704 el Padre Salvatierra debió viajar a México, llamado por el Virrey, en busca de los recursos prometidos pero no entregados por la Corona. El fatigoso, inacabable viaje desde la península hasta la capital lo emprendió luego de una temporada en que la empresa misionera había atravesado por estrecheces y amenazas extremas, difícilmente imaginables en la corte virreinal.

            En la Historia de la Compañía de Jesús en Nueva España, Francisco Xavier Alegre explica la situación: se habían recibido de España varias Reales Cédulas referentes al trabajo de la Compañía,

 

la última, al Excelentísimo señor Virrey duque de Alburquerque, ya Virrey desde el año de 1702, tomando varias providencias para la conservación y progresos de la colonia, mandaba que sobre los seis mil pesos señalados en 17 de julio de 1701 se le diesen otros siete mil en las reales cajas de Guadalajara, y a los misioneros jesuitas se les dé la misma limosna que en Sinaloa y Sonora, y que se formase una junta de personas inteligentes y misioneros para establecer un presidio. La noticia de estas cédulas llenó de gozo al Padre Juan Manuel Basaldúa, que a principios de febrero había venido de California a Guadalajara. Pasó prontamente a México; pero el Virrey, aun obtenida favorable respuesta del Fiscal, no quiso resolver cosa alguna, remitiéndose a la junta general, para la cual había ya mandado citar a los Padres Juan María Salvatierra y Francisco Piccolo.[4]

 

Así pues, lo que ocurría era que el Virrey se resistía a cumplir las órdenes reales y a lo largo de tres años se inventó enredos burocráticos clásicos, tales como formar comisiones y convocar a juntas. En su descargo hay que decir, no obstante, que España se hallaba enfrascada en la Guerra de Sucesión (1701-1713), lo cual hacía previsibles exacciones extraordinarias al erario novohispano para contribuir al gasto bélico.

*

Pero la vida le iba a jugar una mala pasada al Padre Salvatierra en el curso de ese viaje, según cuenta Alegre:

 

Caminando de Guadalajara a México, recibió noticia de la muerte del Padre Visitador Manuel Piñeiro, y cómo, abierto el segundo pliego casu mortis, se hallaba nombrado Provincial de esta Provincia. Esta novedad trastornaba de un golpe todas las ideas del Padre Salvatierra: prosiguió su camino apresuradamente, resuelto a sacudir aquella carga luego que llegase a México, no dudando que condescenderían con su dictamen los Padres consultores, y que lo aprobaría el Padre General. Llegó a México, y aunque representó a dichos consultores con toda la viveza y energía que le dictaba su humildad y su celo muchas y poderosas razones para descargarse del gobierno, no tuvo otra respuesta sino que a la misma misión de California estaban mejor que aceptase un oficio, con cuya autoridad y carácter podía atender más bien a su subsistencia y fomento. Hubo de obedecer; pero con la protesta de renunciar cuanto antes al Padre General para que le aliviase de aquel peso, como lo consiguió efectivamente; aunque no tan breve como deseaba.[5]

           

El Padre Salvatierra se vio, pues, obligado a desempeñar el puesto de Prepósito de la Provincia; y sí: efectivamente tal dignidad, y el estar en la ciudad de México, le sirvió para “atender a la subsistencia y fomento” de sus misiones, pues no tardó en enzarzarse en un pleito abierto con el Virrey, del cual salió vencedor. Y también fue cierto que renunció al provincialato en cuanto pudo hacerlo (en septiembre de 1706, sin cumplir los tres años que tradicionalmente se desempeña el encargo) para volver a sus amadas tierras californianas.

            Ese pleito de 1705 con el duque de Alburquerque (que a la postre tendrá relación con el viaje que, si no causó la muerte del padre Salvatierra, cuando menos la aceleró) ilustra cómo, dentro del juego normal de intereses y prioridades entre las instituciones, la Compañía de Jesús se tendría que enfrentar a los sucesivos virreyes en un pulso abierto para hacerlos desembolsar “las limosnas del Rey para las misiones”. Fue notable ese estira y afloja por hacer efectiva la entrega de los recursos oficialmente destinados por la Real Hacienda, y representó a lo largo de décadas un motivo constante de tensiones y roces.

            La Compañía tenía, entre otros, el argumento poderosísimo de la sangre derramada de sus numerosos mártires caídos en las misiones de la Tarahumara y otros territorios norteños, hechos bien conocidos por la opinión pública que, conmovida, sin duda admiraba y apoyaba el trabajo de los jesuitas. Pero ahora no bastaba, y entonces  

 

[El Provincial Salvatierra] resolvió juntar una consulta extraordinaria de todos los padres profesos más autorizados que había en México. Propúsoles las necesidades de las misiones, los gravísimos empeños contraídos por la provincia en los años antecedentes, las diligencias practicadas, y su ningún efecto. Pidió que Sus Reverencias le alumbraran si hallaban modo de proveer algún remedio, y si no, que dijesen si convenía renunciar las misiones, y que se entregasen a clérigos seculares. Éste era el único recurso en que consintieron los más de los votos, y conforme a este dictamen se procedió a formar el escrito de renuncia que firmaron todos y autorizó en toda forma el Padre Secretario. Juntamente con la presentación de este escrito envió el Padre Provincial cartas a todos los rectorados de misiones, previniendo que estuviesen prontos para entregarlas a la primera orden, con todos sus frutos, labores, bienes y aperos de casa e iglesia, como se supo después por carta del Gobernador del Parral al señor Virrey.[6]

           

            Ante la amenaza de los jesuitas de abandonar sus misiones, el Virrey se vio forzado a ceder.  Este episodio muestra la capacidad de la Compañía de Jesús para hacer valer sus posturas echando mano, de ser necesario, de recursos contundentes. Sin duda se trató de un ejercicio perfectamente calculado, donde –hay que tenerlo muy presente– ambas partes alegaban defender los intereses de la Corona. El Padre Salvatierra había escrito al Virrey:

 

yo juzgo que en exhibir las limosnas de los misioneros, y conservar a Su Majestad tantas provincias como le han dado los misioneros jesuitas, y en mirar por la salvación de tantas almas, tan no se falta a la fidelidad debida a nuestro Rey (que Dios guarde), que antes se cumple con sus más estrechas y declaradas órdenes, y se da a su Corona más firme apoyo que con cuantos tesoros puedan llevar las flotas.[7]

           

            Por su parte, el argumento del duque de Alburquerque para no soltar los recursos normalmente destinados a las misiones era que

 

en las circunstancias en que actualmente se hallaba la Corona, mal asegurada aún sobre la cabeza del joven Rey Felipe v, parecía lícito y decoroso excusar a Su Majestad cualquier otros gastos por piadosos que fuesen, por tal de sufragar a los inmensos costos de una guerra tan porfiada.[8] Esta fidelidad era el motivo que alegaba el señor Virrey para no poner en ejecución así la paga de los seis mil pesos de la California, como las del resto de las misiones.[9]

           

            Si la Compañía se arriesgó a llevar hasta ese punto su enfrentamiento con la máxima autoridad del reino fue porque sabía que a la postre tenía las mayores probabilidades de ganar: tanto en Madrid como en Roma contaba con apoyos poderosos y disponía del respaldo incondicional de un importante sector de la población novohispana. Quizá no esté de más recordar que el Provincial Juan María de Salvatierra, además de haber prestado insignes servicios a la Corona –los cuales hace valer en todo momento en la disputa–, pertenecía a la familia de los Visconti, duques de Milán.

            Sin embargo, este mano a mano resultó en un triunfo muy relativo de la Compañía, pues el Virrey Alburquerque se sintió tan agraviado por la pugnacidad jesuita que, poseído de un “vivísimo resentimiento”, únicamente fue entregando para las misiones los seis mil pesos anuales que había aprobado su predecesor, Ortega y Montañés, y por más que el rey Felipe V “dispuso repetidamente que esta limosna se elevase a trece mil pesos anuales”, Alburquerque se las arregló para nunca acatar esas órdenes.[10] Como cualquier burocracia, la virreinal tenía sus formas de contrariar a sus opositores. No se puede más que concluir que hasta 1710, cuando Alburquerque dejó el gobierno de la Nueva España, los jesuitas tuvieron en él más un obstáculo que un apoyo.

             En cuanto al siguiente Virrey, el duque de Linares, informa la Historia de Alegre:

 

Desde el tiempo de su antecesor había llegado a México una cédula del Rey, despachada en 20 de julio de 1708, en que se mandaba apretadamente pagar a la California la cantidad de trece mil pesos concedidos por las antecedentes cédulas, y proceder luego sin dilación a la junta, determinada también desde mucho antes. Esta cédula se ocultó cuidadosamente, de modo que no tuvieron de ella noticia alguna los jesuitas de Nueva España. El duque de Linares, aunque muy afecto a la Compañía y a la apostólica empresa de la California, como manifestó después con el tiempo, sin embargo, no pudo sufragar en calidad de virrey a las grandes necesidades que padecía aquella colonia.[11]

           

La acotación que hace el historiador con las palabras subrayadas de “en calidad de virrey” posiblemente se deba a que el duque de Linares fue, aunque sólo a título personal, benefactor de las misiones: les dio durante su gobierno once mil pesos de su peculio, y les dejó cinco mil en su testamento.[12]

            El sucesor de Linares, el marqués de Valero, llegó en 1716 con instrucciones precisas del Rey para poner en ejecución sus órdenes de apoyar las misiones:

 

Frustradas ya muchas cédulas que había expedido Su Majestad, aun entre los embarazos de la guerra, para el amparo y fomento de las Californias, cuando pudo ya victorioso de sus enemigos restituirse a la corte, tornó de nuevo a reproducir los encargos que había hecho sobre aquella conquista. Y como no se hallase en el Consejo de Indias razón alguna de no haberse ejecutado sus Reales Órdenes, mandó despachar nueva y más apretada cédula sobre esto, en 29 de enero del año de 1716. Encomendó su ejecución con muy apretados encargos al marqués de Valero, que venía por Virrey de la Nueva España, y Su Excelencia, cuando llegó a este reino, comunicó con el Padre Provincial Gaspar Rodero el encargo que traía de Su Majestad sobre las Californias, pidiéndole que, para tomar mejor informe de las cosas de aquella conquista, hiciese llamar a México al Padre Juan María de Salvatierra, con cuyo consejo y dirección se resolvería lo más conveniente en junta general. Así lo cumplió luego el Padre Provincial, escribiéndole al Padre Juan María esta noticia, y ordenándole que viniese a México a tratar sobre este negocio con el señor Virrey.[13]

 

Fue en el curso de ese viaje, emprendido con el fin de luchar una vez más por los recursos para las misiones, cuando agotado por el esfuerzo y muy enfermo ya del “mal de piedra” que le aquejaba de tiempo atrás, el titánico Salvatierra murió en Guadalajara el 17 de julio de 1717.

*

Continuaría el estira y afloja por los dineros, pues relata Alegre que el padre Juan Antonio de Oviedo, en su misión como procurador de la Provincia en Madrid, en 1718, consiguió una nueva cédula del Rey, expedida el 5 de agosto, para que se pagase de inmediato a los jesuitas lo que se les adeudaba de la limosna real para las misiones...[14]

            Es fácil concluir que las relaciones entre la Compañía de Jesús y la administración virreinal no fueron completamente tersas por estos años. Podemos suponer que el regateo de la burocracia de los recursos que estaba obligada a proveer para una empresa que sin duda era a la mayor gloria de Dios tanto como a la del Rey de España provocaba un escozor constante en la Compañía. También se puede imaginar que, como en toda interacción entre actores políticos, la rispidez de fondo no era siempre evidente; que los virreyes y sus funcionarios por lo general alegaban amablemente mil y un pretextos y se mostraban consternados (como buenos burócratas) de verse impedidos para remediar una situación a todas luces injusta, etc., etc. Como es costumbre entre los políticos, sin duda se intercambiaban cortesías y favores en otros terrenos, y se evitaba lo más posible abordar el tema que era la manzana de la discordia salvo cuando resultaba absolutamente indispensable. Ambos bandos sabían perfectamente que sus opuestos mandaban sin cesar a Madrid o a Roma quejas y reclamos, pero no era cosa de echarse de enemigos abiertos y permanentes a los contrarios: la más elemental noción de la negociación indica que la vida cotidiana no puede funcionar con posturas irreductibles o contaminando todos los ámbitos con un conflicto (piénsese en el caso Palafox), y así es muy fácil imaginar que los virreyes hayan corrido toda suerte de cortesías a los padres jesuitas, y éstos sin duda hayan correspondido de igual manera.



[1] Traductora, Maestra por la Universidad del Claustro de Sor Juana y El Colegio de Jalisco, con amplia trayectoria en el servicio público y diplomático. Forma parte del Departamento de Estudios Históricos de la Arquidiócesis de Guadalajara.

[2] Antonio Gómez Robledo, “El Fondo Piadoso de las Californias”, en México y el arbitraje internacional, segunda edición, México, Porrúa, 1994.

[3] Vid. J. Jesús Gómez Fregoso, SJ, introducción a la vida del P. Salvatierra por el P. Venegas (El apóstol mariano, representado en la vida admirable del venerable padre Juan María de Salvatierra...), en este mismo número. 

[4] Francisco Xavier Alegre, SJ, Historia de la Compañía de Jesús en Nueva España, t. III, México, Imprenta de J.M. Lara, 1841 p. 138 (versión digital en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2006).

[5] Ibid., pp. 139-140.

[6] Ibid., pp. 141-142.

[7] Idem.

[8] La Guerra de Sucesión había comenzado tres años antes.

[9] Alegre, op. cit., t. III, pp. 141-142.  

[10] Alfonso René Gutiérrez, Edición crítica de la Vida del V.P. Juan María de Salvatierra, de César Felipe Doria, SJ, México, Conaculta/Fonca del Noroeste, 1997, p. 225.

[11] Alegre, op. cit., t. III, pp. 157-158.

[12] A.R. Gutiérrez, op. cit., pp. 220-221.

[13] M. Venegas, El Apóstol..., párr. 444-445, citado en A.R. Gutiérrez, op. cit., p. 227.

[14] Alegre, op. cit., t. III, p. 180.



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