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El milagro y la sacralización del espacio

Fabián Acosta Rico[1]

Si creer o ser testigos de milagros en la era posmoderna se opone a los postulados de la sociedad industrial, el renacimiento de lo sagrado que hoy en día prolifera se torna un desafío que el autor de este artículo analiza tanto desde el punto de vista de quien afirma haberse sido beneficiado con él como del efecto de dicho testimonio entre quienes le dan crédito

 

Introducción

 

En la sociedad antigua la esfera o dimensión sacra terminó siendo, al filo del nacimiento de las grandes civilizaciones, el eje vertebrador del consenso social. El milagro, entendido como suspensión inexplicable de las leyes naturales luego de haber invocado las potencias sobrenaturales, era moneda corriente en civilizaciones ya en marcha hace miles de años, como la china, la egipcia, la hindú y la sumeria, maduras mucho antes de la irrupción del cristianismo en la historia.

Buscando una explicación a un comportamiento tan extendido, nuestro tiempo acuñó la categoría antropológica del homo religiosus,[2] hoy en día plenamente aceptada entre los estudiosos de las ciencias humanas. Por otro lado, la perspectiva y comprensión de la espacialidad sagrada, del numen o de la epifanía tremenda de lo divino, para decirlo con Rudolf Otto, lo milagroso, es un viejo conocido de las conciencias de pensamiento no secular y no por ello premodernas.[3]

Así como la existencia de un ámbito sagrado implica a fortiori la irrupción santificadora (o sacralizadora) de una segunda naturaleza, la realización del milagro, desde el plano del psiquismo, puede adjudicarse a la intención mitopoyética[4] de un grupo. Empero, queriendo este artículo observar la repercusión que tal fenómeno alcanza en quien desde su cosmovisión lo valida y atestigua como real y tangible, coloquémonos de la manera más objetiva posible ante el dato duro de un suceso que no tiene explicación lógica para las ciencias empíricas y adjudicado a una intervención divina.

Para alcanzar tal objetividad no es necesario regatear el rango religiosus como nota distintiva del homo, ni reducir el tema del milagro a los efectos o reacciones que produce en la psique humana, en el rango de los efectos de una sugestión o manipulación psicológica (colectiva o individual), o como síntoma de una patología mental generalizada; tampoco, incluso, a eso que Otto, en su intento por descubrir el origen de todas las mitologías y religiones, llama asombro religioso ante lo numinoso o divino:

 

De este sentimiento y de sus primeras explosiones en el ánimo del hombre primitivo ha salido toda la evolución histórica de la religión. En él echan sus raíces lo mismo los demonios que los dioses y todas las demás creaciones de la «percepción mitológica» (Wundt) y de la fantasía que materializa y da cuerpo a esos entes. Cuando no se le reconoce por factor primero e impulso fundamental específico que no se deriva de otros, todas las explicaciones del origen de la religión por el animismo, la magia o la psicología popular quedan condenadas de antemano al error y dejan escapar la verdadera esencia del problema.[5]

 

Que en sus palabras es como decir que el estremecimiento ante la irrupción de lo santo o de lo numinoso rebasa la comprensión del hombre natural (o profano, diría Eliade); no es este estremecimiento un miedo ordinario, sino más bien un desconcierto o asombra ante algo distinto –lo milagroso– que trasgrede o contrasta o, si se prefiere, está en contrapunto con la realidad profana, a la manera de una naturaleza extraña o ajena (espiritual y trascendente); una naturaleza olvidada por el hombre profano o natural, que el milagro, en su calidad de misterio tremendo o epifanía asombrosa o incluso terrible, le obliga a recordar.[6]

C.S. Lewis advierte que la idea de una diversidad de naturalezas (o al menos dos: una inmanente o material y la otra trascendente o espiritual) debe

 

ser cuidadosamente diferenciada de lo que comúnmente es denominado pluralidad de mundos, es decir, diferentes sistemas solares o diferentes galaxias, universos islas que existan anchamente separadas en partes diversas de un único espacio y tiempo.[7]

 

Siguiendo la lógica de estos razonamientos, esta segunda naturaleza auto-destierra algo de sí misma y lo domicilia en la realidad profana; este desprendimiento numinoso cobra presencia fenoménica, u obtiene visibilidad y comprensión, en un hierofanía o manifestación sagrada; esta hierofanía literalmente puede ser cualquier objeto, lugar, símbolo: una piedra (como la Kaaba) o una montaña (el monte Sinaí) o un río (el Ganges).

 

1.    La secularización del espacio y del tiempo

 

Recluir el ámbito de lo sagrado en el interior del templo o los actos de piedad en la intimidad del hogar fue una de las batallas emprendidas en la civilización occidental desde las últimas décadas del siglo XVIII. La urgencia de secularizar el tiempo respecto de cualquier manifestación de lo divino fue un proceso que alcanza un giro inesperado cuando el esfuerzo racional de filósofos de la talla de Nietzsche y Heidegger arremetan contra la metafísica y toda pretensión de alcanzar una verdad última. Del choque cultural de estas ideas derivó una des-ontologización que en sentido estricto significó una pérdida de sentido y finalidad en el derrotero humano; lo real pasó a verse como absurdo, dado que su existencia ya no obedecía al plan cósmico de un Dios creador (un gran arquitecto del universo); lo dado (el mundo, el universo) era la consecuencia de hechos evolutivamente afortunados.

El descrédito de la metafísica, junto con la anunciada muerte de Dios (o de la idea del dios-razón de la Ilustración francesa), dio al traste con todos los esencialismos y volvió necia la intención de defender cualquier dogmatismo y exclusivismo religioso (“mi religión es la única verdadera”).[8] En contraparte, “el ocaso de los ídolos” nietzcheano abrió la puerta a un relativismo religioso y a una fe débil (desdogmatizada) que confirieron al milagro, paradójicamente, una oportunidad para entrar en el juego del proselitismo religioso, en calidad de inestimable instrumento de conversión y de legitimación de un sinfín de neorreligiones, todo ello, sin duda, desde una perspectiva muy rebajada y utilitarista.

En un mundo donde el escepticismo, epistémico o pragmático, ya no reconoce ningún pilar ontológico sosteniendo el peso de una justificación que dé sentido al arbitrario existir, fruto del azaroso evolucionar de los seres, el milagro irrumpe como un desacato al cientificismo, el cual se ufana de seguir calificándolo como un episodio estrambótico, tal vez teñido de fines mercantiles y propagandísticos derivados de alguna neoespiritualidad o neorreligiosidad que, a su manera, atropella los dogmas racionales y positivistas que, dicho sea de paso, reaccionan ante la modernidad postsecular con renovada radicalización y fundamentalismo de cuño religioso.[9]

La religiosidad radical o fanática poco demanda o requiere de los milagros. Sus principios inconmovibles le brindan, en la lealtad y fidelidad de sus creyentes, la consecución de lo que los guardianes de la ortodoxia y de la palabra revelada les dictan.

Para Vattimo el fundamentalismo religioso asume inercialmente una actitud contestataria ante la modernidad; le echa en cara, en una larga lista de reproches, muchos de sus fracasos y promesas incumplidas; desde la atalaya, el púlpito, el foro de televisión, le recrimina por el sobrecalentamiento global y la crisis ecológica, la sentencia culpable de los genocidios postcoloniales en África y le reprocha el relajamiento moral y la falta de solidaridad entre los individuos; en sus críticas hay una reafirmación en un Dios trascendente que evidencia nuestra miseria humana y que tiene aún una gran aparición pendiente, una apocalíptica y punitiva.[10]

Vattimo coloca la diana de sus críticas únicamente en la corrientes apocalípticas o catastrofistas cristianas; pero sus apreciaciones pueden sin problema generalizarse a otros fundamentalismo religiosos que igual esperan ese gran “milagro” (quizá presidido por algunos signos o advertencias sobrenaturales) que en su calidad escatológica conllevará la devastación, purificación y renovación del mundo. Los hombres de un solo libro concentran su fe en los milagros en esta única y trágica epifanía.

Formas más moderadas de religiosidad tampoco se fían del todo de los milagros; un buen ejemplo lo da la Iglesia católica, que, ante cualquier hecho supuestamente milagroso, despliega todo un protocolo en búsqueda de pruebas que lo refuten o avalen. La fe sustentada en los milagros suele prescindir de la teología y en algunos casos la liturgia y el ritual se simplifican a la sola rememoración del hecho milagroso o la veneración o incluso adoración del instrumento epifánico o hierofánico que vehiculó el milagro.

Para un cientificismo cuyos dados van cargados por el soplo tahúr del subjetivismo y el relativismo, las esporádicas e inconexas experiencias (sobrenaturales o milagrosas) que, según sean interpretadas, validarían la existencia de un “algo más”, no demuestran en realidad nada ni aventajan ninguna reconciliación entre fe y razón.

En una sociedad sobreinformada y aturdida por el pregonar incansable de corifeos de la ciencia y tecnología que, desde sus virtuales atalayas, no cesan de predicar cada pequeño avance o progreso del ingenio humano, el milagro pasa inadvertido en esta confusión de novedades y de consecuentes y constantes sobresaltos vivenciados por audiencias a cuyos ojos la globalización tatuó la leyenda “sorpréndeme”.

La sorpresa es una reacción emocional pasajera y buena para dar entretenimiento y, la más de las veces, eficaz contra los efectos colaterales de la monotonía. El milagro, entendido en una literalidad demasiado profana, es la interrupción de ciertas regularidades que marcan un orden de repetición causal fiable en la naturaleza, entendida ésta como esa realidad común que, como humanidad, compartimos con el resto de las especies. Cuando la otra realidad, la cultural, yuxtapone a lo dado, la naturaleza, nuevos significados, o aplicando todo su invasivo poder le agrega, con su músculo tecnológico, inéditas cualidades o valores a las cosas, obra o ejecuta así el ingenio humano su muy particular “magia” o “milagro”, haciendo posible lo imposible, que lo arbitrario cobre sentido y lo caótico, orden. Para el filósofo alemán Fichte, la salvaje y virgen naturaleza, en su prístina crueldad, en su inocente brutalidad, irá siendo domada y amansada por la razón humana; seguirá el compás de una evolución traducida en progreso y prosperidad. El filósofo lo asevera con estas palabras de su obra El destino del hombre:

 

La naturaleza debe adoptar un estado en el que se pueda prever y esperar su evolución regular; en el que su fuerza mantenga invariablemente una relación determinada con el poder que ésta destina a dominarla: poder humano.[11]

 

La humanización de natura, el bosque convertido en parque, la laguna en presa; la idea teísta de un Deus creador ya no tiene cabida, es anulada por el anhelo humano de poseer para sí la tierra; como sostiene Fichte, la voluntad y el ingenio humano han logrado, paulatinamente, doblegar la mostrenca resistencia de natura.[12] En esta constante histórica, marcada por el progreso tecnológico, el ir superando metas y retos cómo el de escalar los cielos o palpar el lecho oceánico dejan de ser novedad; la capacidad de asombro pierde musculo; es decir, como humanidad nos acostumbramos al espectáculo dado por las máquinas voladoras, imaginadas por Divinice, surcando los cielos de Dubai y escuchamos, sin mayores celebraciones, el llanto de parto del Universo, registrado por los radiotelescopios; de tal suerte que ante un milagro de clásica hechura, es decir, sin intervención humana alguna, éste pasa inadvertido o no logra llamar la atención de públicos sobreexpuestos a las sorpresas de los artificios tecnológicos.

Los efectos especiales dan cabida en las películas de ficción a milagros que son únicamente simulación, artificio (trucados, creados por finalidades simplemente estéticas o lúdicas); los ilusionistas, cuyo prototipo no es otro que el Mago de Oz, juegan a ser verdaderos encantadores y brujos; carecen de poder y mensaje y no tienen otra intención que suscitar el asombro, causar admiración o, como el personaje de Frank Baum Lyman, embolsarse la credulidad del público para ganar notoriedad y fama.[13]

La profanación del milagro, su plagio y reinvención secular, puede ser obra de la ciencia o de la “ciencia ficción”. En ambos casos el milagro queda reducido al asombro o a la utilidad, esto es, a sus formas estéticas o utilitaristas.

Si antes de la sobretecnologización del mundo el milagro o lo sobrenatural desafiaban el conocimiento científico, ahora, dadas esas dos formas de plagio, salta a la vista el doble reto de confrontarse con la ciencia y medirse con los asombros y novedades de la tecnología, por un lado, y por el otro, distinguirlo de la ficción y de la fantasía producida de forma mecánica por el cinematógrafo y los medios electrónicos.

No obstante, la sobrevaloración o las altas expectativas cifradas en la ciencia-tecnología como panacea o solución a toda dificultad, retro o problema, le ofrece al milagro una oportunidad de notoriedad en la frustración o decepción de aquellos que no se ven salvados o redimidos por la “diosa razón”.

Cuando el milagro logra lo que no pudo la tecnología, entonces su triunfo le da una efímera o breve notoriedad, victoria que dura tanto como tardan en sucumbir el asombro y la atención ganada por los testigos ante la distracción o demandada de algún otro suceso portentoso.

 

 

2.    Para entender el milagro

 

Más allá de las formas utilitaristas y estéticas, las más fáciles de reproducir artificiosamente, el milagro despierta menos la curiosidad de nadie o le confiere facultades extraordinarias al que ha servido como transmisor de él si se le presenta como una posible solución a los problemas cotidianos de la especie humana. En las tradiciones ascéticas hindús, el empleo de las facultades mágicas o milagrosas obtenidas gracias al yoga –las siddhis– se considera un verdadero obstáculo para alcanzar un estado de conciencia de verdadera iluminación o conocimiento (samaddhi); es decir, el asceta renunciante que alcanza poderes milagrosos mediante la renuncia debe asumirlos como niveles de perfección que, a la manera de signos, le dan la posibilidad de alcanzar un estado superior, pero que también se vuelven obstáculos que lo desvían de su proceso a la liberación y la inmortalidad.[14]

Quien se entrega al poder mágico o milagroso corre el riesgo de quedar cautivo o o poseído por él; el yogui que sucumbe a la tentación, dice Eliade, podrá ser un brujo, pero nunca un hombre sabio.[15] Traducido lo anterior a los términos de la religiosidad occidental y teísta, los signos externos de los milagros que los hacen asombrosos y salvadores en términos de los necesidades mundanas pueden desviar a quien los acoge como ciertos de la verdadera finalidad del hecho sobrenatural.

Desde la óptica cristiana, tal y cómo lo comenta Juan Manuel de Prada en su introducción a El hombre eterno de Chesterton, la renuencia de Jesús a realizar milagros se sitúa en la modestia del hombre sabio que no congenia con el exhibicionismo del prestidigitador o diablero.

En su historia sagrada, el catolicismo se ha empeñado en apuntalar que Jesucristo sólo empleaba sus poderes taumatúrgicos obligado por las circunstancias, nunca por el afán de notoriedad que le hubiera dado de inmediato la fama de hacedor de milagros, como el mago Simón del libro de los Hechos de los Apóstoles.[16] A sabiendas que la fascinación de las habilidades sobrenaturales podía distraer o autosabotear su enseñanza, el protagonista de los Evangelios, según Chesterton, mantuvo la discreción incluso para el milagro fundante de la cristiandad misma: su resurrección.[17]

Una fenomenología apegada al contexto cristiano da al milagro el rango de epifanía, esto es, de manifestación de lo divino que desconecta brevemente nuestra entender de las cosas profanas y direcciona la conciencia a los asuntos y mensajes del cielo. Desde tal óptica, el milagro no es un fin en sí mismo, sino un medio, de tal suerte que más allá de ser una intervención celestial directa como remedio de ciertos problemas o dolencias, se vuelve una señal del interés que el hombre sí tiene ante la divinidad.

Absurdo sería plantearnos hoy en día una organización social dependiente para todas sus necesidades de la mediación sobrenatural, y a ello ha contribuido, precisamente, la esencia no utilitarista del auxilio divino que desde su cuna desarrolló el cristianismo, según el cual lo divino puede venir en su ayuda y aun hacer descender pan del cielo para saciar su hambre, pero una vez distribuidos los peces y panes milagrosamente obtenidos, la Palabra, la predicación y el mensaje sacian otro apetito que sostiene un rango de vida más allá del somático. Jesús da pruebas, a través de signos milagrosos, de su condición de Hijo de Dios, pero sólo como preámbulo a su verdadero interés: que su Palabra sea acogida y eche raíces en sus oyentes.

En esta tónica, aun cuando para el cristianismo la directa intervención divina salve de la muerte o ponga fin a una dolencia, el hecho sobrenatural, más allá de despertar el asombro en quienes tienen noticia de él, rebasando las fronteras del mero psicologismo, se objetiva en un propósito superior al simple remedio de las necesidades y los desafíos de la existencia mundana para insertarse en la historia de la salvación, a semejanza de los hechos de la vida pública de Cristo encaminados a un fin superior: engastar en su divinidad, de la que son reflejo, acciones tales como devolver la vista a los ciegos, saciar el hambre de una multitud o volver a la vida a los muertos, a modo de surco abierto por ese arado para que en él caiga la semilla de su Palabra, de su mensaje de esperanza. Su muerte en cruz, sostiene la fe cristiana desde el principio, testifica el punto axial de este contenido: el mensaje es el propósito último del milagro; sin él, el hecho sobrenatural se reduce a una testificación asombrosa pero pasajera e irrelevante, como si no pasara de ser un acto de prestidigitación.[18]

Inmersa como está la civilización Occidental en una sociedad secular donde Dios pareciera ausente tras el derrumbe del dogma y de la revelación como directrices totales de la vida social, y dado el desprestigio que se cierne sobre las iglesias y religiones, la irrupción del milagro o la plasmación de lo sobrenatural en algún acontecimiento rompe momentáneamente la regularidad del espacio profano, señala y a la vez advierte acerca de un punto de encuentro o de reconexión con lo divino.

El milagro opera entonces como un instrumento de advertencia y no de asombro; convoca y predispone la atención antes de la revelación o del mensaje. El lugar donde se produjo el milagro cobra importancia en función de él y, en un sentido más estrictamente teológico, del mensaje que conlleva y que le es consustancial. Cuando el milagro impacta la necesidad o responde a una plegaria, la mayoría de las veces pone en marcha la transformación del individuo; la poca o mucha fe comprometida muta en certeza y la voluntad del individuo buscará retornar al lugar de encuentro o de locución con lo divino. En el ánimo de retornar están comprometidos, en lo particular o en conjunto, móviles como el agradecimiento, la conveniencia de estar al amparo de las fuerzas de lo alto o la expectativa de volver a atestiguar la fractura o discontinuidad de la realidad profana. Esta fractura da esperanza, alienta y refuerza la certeza acerca de una existencia trasmundana.

A diferencia de los artilugios de la tecnología, el carácter irrepetible del milagro y su singularidad hacen que el lugar de su exposición o manifestación quede marcado; el milagro marca lo tocado; el cuerpo o la tierra quedan señalados objetiva y subjetivamente. Objetivamente porque la espacialidad o la corporeidad, con deslinde de otras posibles, resultaron o merecieron la elección de lo divino, en su providencial o redentora intención de manifestarse a través de un acto epifánico que da origen a lo sagrado, entendido éste como una formalización de lo divino.

La otra marcación, la subjetiva, viene obligada por la humana necesidad o la intención de trascender la realidad profana, en la inteligencia de que la especialidad (montaña, templo, lago, santuario) o la parte corporal sacralizados por el milagro operaran, para efectos de esta intención, como portales (en un sentido simbólico o fáctico) hacia la añorada realidad trascedente; cada uno en su particular vía y salida, ya sea por lo alto (el lugar) o lo profundo (la parte del cuerpo). Es decir, el estigma o la marca del cuerpo invitan al fiel a mirar hacia dentro en un acto de introspección que revele la presencia del Espíritu en él; por su parte, el lugar santo, la montaña o la catedral invita al testigo a dirigir la mirada al Cielo con dirección al ojo de Dios.

 

3.    La parte o el lugar sacralizados por el milagro

 

La objetivación espacial de la presencia de lo divino dentro de un contexto de profanidad y secularización como el nuestro bien parece una trasgresión a la regularidad mundana, toda vez que los santuarios y lugares naturales intervenidos por un suceso portentoso reactivan la praxis religiosa en grado superlativo, prueba de lo cual son las peregrinaciones.

El lugar elegido o señalado por lo divino a través del milagro pasa a ser el ágora donde la teofanía tuvo lugar, y recae sobre él, como en los santuarios de los viejos oráculos, la esperanza de que vuelva a ser para el devoto, a modo de puente, un sitio de contacto con lo sobrenatural, y aun cuando esto no suceda, una ratificación del primer y original coloquio, epifanía fundacional de un suceso capaz de impregnar un ámbito con la proyección de lo divino, al grado de revertir en términos axiológicos el carácter profano que antes tuvo por otro de extensa sacralidad.

El habitante, el vecino del lugar sagrado, sufragará, de quererlo, muchos privilegios y distinciones morales y simbólicas a cuenta de la transformación y revaloración del ahora santuario o sitio del milagro. De ser receptivo a las implicaciones teológicas y emocionales del milagro, o mejor aún el haberlo atestiguado con ojos creyentes, esto bastará para animarlo o quizás obligarlo a entregarse, por móviles internos o externos, a una praxis religiosa consecuente con la distinción o bendición del cielo.[19]

De ser el caso, la elección del lugar afecta o retribuye a los lugareños; el índice de Dios, al apuntar a un templo o casa de oración, también señala, obviamente, a sus moradores. Dentro de su contexto religioso, el sitio de proyección de lo divino fungirá como lugar axial o centro, y sus habitantes podrán acreditarse como los primeros en ser bendecidos o agraciados. Muchos sentirán la necesidad emocional, volitiva, espiritual… de testificar la distinción del cielo. El milagro reencuentra al hombre con lo divino, es preámbulo para que Dios hable o dé su mensaje; el lugar elegido para la epifanía (o lugar hierofánico) queda estigmatizado o marcado por el cielo como puerta o centro, y sus habitantes, a su vez, son bendecidos (o si se prefiere distinguidos) por la elección providencial o redentora; en consecuencia, en su calidad de guardianes y posibles testigos del milagro, tendrán ante el concierto de los no privilegiados y de los incrédulos la necesidad de divulgar o de ser congruentes con el don de Dios, reactivando o intensificando su praxis religiosa testimonial.

Cabe preguntarse hasta dónde el milagro expande numinosamente su influencia sacralizadora del espacio. El lugar de recepción de las Tablas de la Ley, el Monte Sinaí, quedó bendecido por la epifanía y la revelación, lo que le granjeó su incorporación al mapamundi de los lugares sagrados; pero sus alrededores no. ¿Quién o qué determinó el acotamiento del lugar hierofánico? ¿Acaso los testigos? Claro que no. La subjetividad suele ser caprichosa, veleidosa y poco fiel en sus apreciaciones. Si entendemos con Mircea Eliade que el homo religioso observa y comprende el mundo desde dos perspectivas, una semántica y la otra simbólica; o, si se prefiere, distingue entre lo profano y lo sagrado; entonces, cuando un lugar se convierte en el continente de la manifestación numinosa retoma sus significaciones simbólico-sagradas; su resignificación lo definirá, le dará forma (la forma de lo simbólico-sagrado), la cual le marcará límites o alcances espaciales; el lago donde, cuenta la leyenda, Viviana mora y cuida de la regia espada de Arturo no incluye en su economía espacial, por definición profana o sagrada, los ríos o veneros que lo alimentan.

Sin embargo, el sentido de proximidad del lugar hierofánico sí será, en cambio, un dato bajo el control de la subjetividad y sobre todo de la fe. La proximidad, en un sentido llamémoslo reflejante, participará de la numinosidad del lugar hierofánico por un esfuerzo de apropiación, legítimo o arbitrario, administrado por la subjetividad; es decir, el creyente cercano o vecino del lugar hierofánico podrá intentar convencer acerca de la sacralización derivativa o extendida de la tierra que él pisa o donde mora. En este caso, la sacralización del espacio deja de ser objetiva en términos teológicos y axiológicos y se vuelve un acto de convencimiento válido desde las prerrogativas de la fe de quien afirma o pregona y de quien escucha y asienta. La aparición de la Virgen de Guadalupe sacralizó el monte del Tepeyac donde tuvo lugar la epifanía mariana; pero también, por un sentido extensivo de proximidad, para muchos creyentes todo México y sus habitantes están marcados hierofánicamente y en consecuencia comprometidos, como afirma el ideólogo cristero Miguel Palomar y Vizcarra, a testificar el mensaje guadalupano defendiendo la nación y al continente de la expansión del protestantismo anglosajón.[20]

 

***

 

Con lo expuesto queda claro que el milagro marca un antes y un después en el tiempo: un antes profano de incredulidad o fe laxa o relajada y un después de certeza teológica o incluso mística para unos pocos privilegiados o escogidos.

Igual ocurre en la esfera subjetiva. Hay un hito en la vida de la persona que experimentó el milagro si es, obviamente, receptivo a la experiencia numinosa, o si ésta resulta lo bastante impactante para él y los que le den crédito.

La cura providencial de un desahuciado, asimilada por quienes la atestiguan, pasa a ser un segundo nacimiento, un volver a la vida que transformó no sólo el aspecto somático del beneficiado por el milagro, sino también su textura íntima espiritual.

Pero el milagro, dijimos, sacraliza también el espacio donde tuvo lugar, que pasa a convertirse de un sitio anodino a un continente numinoso donde acaeció la epifanía o manifestación sagrada de lo divino y donde puede renovarse el portento en beneficio de sus devotos.

 



[1] Doctor en Ciencias Sociales, jefe del Departamento de Investigación y Divulgación del Archivo Histórico de Jalisco, es miembro del Departamento de Estudios Históricos de la Arquidiócesis de Guadalajara y del Centro de Estudios Religión y Sociedad. Este Boletín agradece a su autor la cesión de este artículo hasta ahora inédito.

[2] Sobre el homo religiosus, Mircea Eliade escribe: “Cualquiera que sea el contexto histórico en que esté inmerso, el homo religiosus cree siempre que existe una realidad absoluta, lo sagrado, que trasciende este mundo, pero que se manifiesta en él y, por eso mismo, lo santifica y lo hace real. Cree que la vida tiene un origen sagrado y que la existencia humana actualiza todas sus potencialidades en la medida en que es religiosa; es decir, en la medida en que participa de la realidad. Los dioses han creado al hombre y al mundo, los héroes civilizadores han terminado la Creación, y la historia de todas estas obras divinas y semidivinas se conserva en los mitos. Al reactualizar la historia sagrada, al imitar el comportamiento divino, el hombre se instala y se mantiene junto a los dioses, es decir, en lo real y significativo” (Cf. Mircea Eliade, Yoga, libertad e inmortalidad, Fondo de Cultura Económica, 1996, p. 130).

[3] Desde mis propias categorías de análisis subdivido entre niveles epistémico y ontológicos la realidad, en la intención de entender la cosmovisión del homo religioso: está, por un lado, el nivel inferior o carente de toda referencia a lo religioso y a lo trascendente es lo que llama Eliade la realidad profana. Siguiendo las ideas del historiador rumano: la realidad reincorporada por el mito o el rito (o más bien ambos) a su centro primordial o divino la denominamos sagrada; existe un tercer nivel, aún más trascendente, que rompe la continuidad de lo natural; uno sólo traslucido por el milagro, cuya manifestación suscita el estupor, el asombro o incluso el terror del homo religioso, es “aquello que escapa a nuestros «conceptos», porque trasciende todas las categorías de nuestro pensamiento. No sólo las rebasa, no sólo las hace ineficaces, sino que, en ocasiones, parece ponerse en contraposición con ellas y derogarlas y desbaratarlas. Entonces este aspecto del numen, además de incomprensible, se convierte en paradójico; porque no está ya por encima de toda razón, sino que parece ir contra la razón. La forma extrema de esto es la que llamamos antinomia, que es aún más que la paradoja” (cf. Rudolf Otto, Lo santo. Lo racional y lo racional en la idea de Dios, Madrid, Alianza Editorial, 1996, p. 34).

[4] En el rango de las posibilidades lógicas, se da este nombre, adoptado por Umberto Eco en su obra Arte y belleza en la estética medieval, a la producción de historias sobre superhéroes.

[5] R. Otto, op. cit., p. 16.

[6] La visión naturalista y que por tanto ignora la importancia o incluso la existencia del milagro la encontramos en autores como María Corbí. Desde una perspectiva totalmente contraria a la de Otto, Corbí sostiene, como otros pensadores, que la religión tiene un origen o procedencia totalmente naturalista, ergo, no es fruto de la contemplación de ningún hecho supranatural; más que el asombro son la necesidad y la praxis más prosaica o utilitarista las fuentes de la religión y los mitos; la mitología debía establecer la interpretación del medio, la motivación para actuar en él, mediante las diversas formas de trabajo…” (cf. María Corbí, Hacia una espiritualidad laica: sin creencias, sin religiones, sin dioses, Barcelona, Herder, 2007, p. 21). En la obra de Corbí no hay una sola mención de los milagros, y dada su perspectiva naturalista no tendría por qué haberla; no necesita mencionar hecho milagroso alguno, epifánico o numinoso, para explicar la religión, desde el encuadre de la necesidad y de la inmanencia, ignorando así que hasta nuestros días la manifestación objetiva de lo divino, entiéndase el milagro como tal, sigue siendo un elemento que consolida o refuerza de manera más eficaz el núcleo creencial o conjunto de ideas y valores religiosos o espirituales que definen la identidad y fidelidad de un creyente.

[7] C. S. Lewis, Los milagros, Nueva York, Edición Rayo, 2006, p. 20.

[8] La fe débil de la que habla Vattimo debe ser entendida como libre de dogmatismo; más viva y menos racionalizada; los orígenes de esta fe, hija del pensamiento débil, emancipado de la metafísica, se explican en la ruta que ha seguido la filosofía occidental contemporánea; o como lo explica el propio Vattimo, en creer que se cree, deviene una parte de un esfuerzo mucho mayor que habla no sólo de la muerte de Dios, sino también del fin de la metafísica y del fin dela verdad… su noción de pensamiento débil puede ayudar a las teologías de la muerte de Dios a comprender mejor sus orígenes en la filosofía de Nietzsche y Heidegger; y en el más amplio contexto del fin de la metafísica.

[9] Defino como escepticismo pragmático al sostenido por aquellos creyentes que, afectados por la “muerte de Dios” o secular destierro de los ámbitos públicos (sociales, políticos, económicos, académicos) se conducen en su día a día con una total indiferencia y despreocupación respecto de los temas de la fe y la religión; sus creencias son un apartado en su conciencia que sólo activan en ámbitos y momentos muy acotados, como los templos y una ocasional oración. El resto del tiempo viven y resuelven sus problemas de la manera más secular: ante un problema o incluso duda acudirán a la ciencia y la tecnología; ni Dios, ni menos la asistencia providencial y menos los milagros serán para ellos una alternativa a considerar. Este tipo de creyente cree; pero su creencia incide muy poco en su existencia. El escepticismo epistémico es del tipo ilustrado (filosófico o cientificista); deriva del estudio y convencimiento de las tesis que ponen en duda la existencia de una segunda naturaleza; descalifica toda visión o postura teísta, trascendentalista o incluso gnóstica; este escepticismo puede derivar en una cosmovisión del tipo agnóstico, es decir, que declara inaccesible al entendimiento humano todo conocimiento de lo divino y de lo que trasciende la experiencia.

[10] Gianni Vattimo, Creer que se cree, Barcelona, Paidós, 1996.

[11] Johann Gottlieb Fichte, El destino del hombre, Salamanca, Ediciones Sígueme, 2011, p. 142.

[12] Fichte, op. cit. p. 141.

[13] Nos referimos a la obra El Mago de Oz, cuya versión al castellano fue publicada por Alfaguara, Madrid, 1985.

[14] Cf. M. Eliade, op. cit., p. 96.

[15] Ibid., p. 94.

[16] 8, 9-24.

[17] G. K. Chesterton, El hombre eterno, Madrid, Ediciones Cristiandad, 2005, p. 56.

[18] Xavier Léon-Dufour, “Estructura y función del relato de milagro”, en Los milagros de Jesús, Madrid, Cristiandad, 1986, p. 302 ss.

[19] Por praxis religiosa habrá de entenderse no sólo como la ejecución o participación en los ritos de una determina creencia; el concepto abarcará también el hecho de profesar, es decir, de portar una creencia y sostenerla a través de una constante ejercicio de auto-convencimiento que conlleva poner a prueba la fe, ante una serie de desmentidos empíricos y refutaciones de la Ciencia acerca de la validez de lo Sagrado y la existencia de lo Divino. La praxis religiosa implica desde los actos más ostensibles y testimónieles del creyente: como el inmolarse por sus creencias; hasta los menos perceptibles como el musitar una oración o pensar en la divinidad amada.

[20] El caso ejemplar mexicano, México, Jus, 1966, p. 131.



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