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Relación de los sucesos de la Provincia de México desde el día 25 de junio de 1767

 

Francisco Xavier Clavigero, S.I.[1]

 

Al cumplirse 250 años de la expulsión de la Compañía de Jesús, suceso que aceleró la descomposición de la soberanía española en ultramar y a la postre alentó el proceso emancipatorio de los dominios del Nuevo Mundo, una de sus víctimas, maestro en el colegio jesuítico de Guadalajara al tiempo de estos hechos que narra y hoy en día considerado como el más “ilustre constructor de la nación mexicana”, da fe, en un testimonio hasta hace poco inédito, de su crudelísima experiencia.[2]

 

Antes de que la Corte de España descargara sobre la Compañía el terrible golpe que meditaba, la vimos practicar algunas extraordinarias demostraciones que no nos dejaron duda de la grande fermentación que había entre los ministros reales. La primera fue la cédula de diezmos. Desde el año de 1750 había impuesto perpetuo silencio sobre esta causa el piadoso monarca Fernando vi, habiéndose celebrado entre Su Majestad y la Compañía una solemne transacción por la cual se obligaba la Compañía a pagar desde aquel año en adelante uno de treinta a las iglesias. A pesar de la solemnidad de la transacción y de la expresa orden de Su Majestad, luego que se tuvo noticia de la muerte de este Rey volvieron las iglesias de indios a mover el pleito y después de varios debates fulminó el rey Carlos iii una cédula igualmente injuriosa a la memoria de su difunto hermano que al cuerpo de la Compañía, por la cual anulaba la dicha transacción como hecha a fuerza de engaños de nuestra parte y sin intervención de la parte de las iglesias, y reducía el pleito al estado en que se hallaba antes de la transacción. Poco tiempo después se delató al Consejo el Breve en que nuestro Santísimo Padre Clemente xiii renueva y confirma las gracias, indulgencias, y privilegios concedidos a la Compañía por sus antecesores, sobre lo cual dieron los fiscales del Consejo un parecer poco respetuoso a la Silla Apostólica y sumamente denigrativo de la Compañía, reprobando los privilegios que se nos concedían en beneficio de las almas como exorbitantes y derogatorios de la jurisdicción de los señores obispos, de los inquisidores y de los párrocos, siendo así que no contenían sino las mismas facultades que varias veces y especialmente nueve años antes habían sido aprobadas por el Consejo y sostenidas de la autoridad Real, acusándonos sobre levísimos indicios de que pretendíamos usar de los privilegios sin obtener antes el pase del Consejo, tratándonos conforme al estilo de la Francia de autores de moral relajada y pretendiendo que debíamos estar más sujetos al Rey que a la Iglesia por haber sido antes vasallos que sacerdotes. Conformes al parecer fiscal fueron las providencias que tomó el Consejo de mandar recoger todos los ejemplares del Breve para que no pasase a Indias, de obligar a nuestros procuradores a declarar con juramento el número de ejemplares que habían recibido y dónde paraban, y de prevenir a los obispos para que no nos permitiesen usar de las facultades que se nos concedían en el Breve.

            Estos documentos que llegaban a nuestras manos, las noticias que iban al reino en todas las embarcaciones del mal estado de nuestros negocios en la Corte, la infinita soldadesca que inundó el reino con grave perjuicio de la religión y de las costumbres y la provisión de los obispados y de los empleos de virrey y visitador en personas enemigas de la Compañía nos hizo creer que estaba ya para reventar la mina que sabíamos tenían dispuesta los franceses en España, y que era ya inminente nuestra ruina, aunque eran muy diferentes los pareceres sobre el modo de ejecutarla.

            Estos sustos en que vivíamos nosotros y nuestros afectos se agravaron el mes de junio del año de 767, cuando vimos levar nuevas tropas en varias ciudades del reino y salir de México para ellas varios oficiales con pliego cerrado y orden de no abrirlo hasta el día 24 por la mañana, 24 horas antes de la ejecución.

            En México se mandó hacer revista de la tropa, y para deslumbrar al público se hizo marchar en la procesión del Corpus, por el justo y bien fundado temor que se tenía de una general sublevación. Por el extraordinario amor que profesaba todo el reino a la Compañía, determinaron tomar cuantas precauciones fueran posibles, y se manejó el negocio con tanto secreto que ni los más íntimos privados del Virrey pudieron penetrarlo, de suerte que aun los despachos que se dieron a los Comisarios se formaron por el mismo Virrey, su sobrino y el Visitador, que eran los únicos depositarios del secreto, sin intervención de otra persona. Finalmente, la noche del día 24 se pusieron en México sobre las armas cinco mil hombres, quienes se apostaron en las esquinas de las casas y fueron poco a poco y con el mayor silencio acordonando nuestras casas para impedir la entrada y salida a cuantos la intentasen en las inmediaciones.

            El día 25 del dicho mes de junio, cuando comenzaba el crepúsculo de la mañana, hizo el Visitador llamar a la puerta de nuestro Colegio Máximo de San Pedro y San Pablo y, con el pretexto de buscar un reo que decía haberse refugiado allí, entró con unos 200 hombres de tropa que inmediatamente se repartieron por el colegio ocupando las escaleras, puertas y tránsitos. Pasó luego al aposento del Rector y le dijo que mandase a son de campana juntar su comunidad para intimarle un decreto del Rey. Juntose la comunidad en una capilla interior dedicada a Nuestro Padre San Ignacio y allí, después de hacer varias protestas de su sentimiento, les leyó el mismo Visitador el real decreto de 27 de febrero del mismo año, en que mandaba salir de todos sus dominios a los jesuitas por motivos reservados en su real pecho, protestando la obligación en que se hallaba como señor natural de mirar por la paz y tranquilidad de sus reinos. Sin embargo del excesivo dolor que causó en los ánimos un golpe tan fuerte y tan repentino, manifestaron todos una gran tranquilidad en sus semblantes, lo cual llenó de admiración y asombro al Visitador, como lo confesó él mismo a varias personas. Preguntó a los Padres qué decían al real decreto, y respondiendo que se hallaban prontos a obedecer las órdenes de Su Majestad, pasaron a firmar el auto de obedecimiento el Padre Provincial y algunos de los profesos más antiguos.

            Concluido este acto, pidió a todos las llaves de sus aposentos y arcas y pasó a reconocerlos, embargando todos los libros y manuscritos, aun los más cortos y despreciables, que hacía conducir a la librería común, y concediéndoles conforme a la orden del Rey que sacasen la ropa necesaria para el viaje. Despojados ya los aposentos, en que en vez del dinero y armas que pensaba hallar el Visitador encontró con bastante confusión suya cilicios, disciplinas y semejantes instrumentos de penitencia, dio libertad a los padres para salir de la capilla a los tránsitos y aposentos y mandó retirar la mayor parte de la tropa por no reconocerla necesaria, habiendo experimentado tanta docilidad y mansedumbre en los nuestros.

            Al mismo tiempo que pasaba esto en el Colegio Máximo, se practicaba lo mismo en la Profesa, en los colegios de San Andrés y San Gregorio y en el Seminario de San Ildefonso por varios comisarios reales escoltados de bastante tropa. En la Profesa, después de leído el decreto, dijo misa uno de los Padres y comulgó a toda la comunidad. En la Casa de Ejercicios anexa al Colegio de San Andrés había un número considerable de ejercitantes y actualmente se hallaban en oración cuando el Director llegó a intimarles que se fuesen a sus casas. En el Seminario de San Ildefonso, que como dije en la antecedente relación constaba de unos 300 jóvenes, a todos se les mandó ir a sus casas, deshaciendo en un momento aquel taller de hombres grandes que había sido el fruto de casi dos siglos de trabajo. Mientras pasaban estas cosas en lo interior de nuestros colegios, se hallaba aquella gran ciudad en la mayor consternación. Siendo tan populosa como la mayor del mundo, se percibía un profundo silencio por todas partes, porque la gente se encerró en sus casas para abandonarse al llanto. Enmudecieron las campanas, se cerraron las tiendas y no se permitía andar embozados ni acompañados por las calles. No creo que mostraría más triste semblante, ni haría mayores demostraciones de dolor la corte de Egipto aquel funestísimo día en que amanecieron muertos todos sus primogénitos por la espada del ángel exterminador.

            Una de las providencias más esenciales que se tomaron de parte de los ministros reales fue la de prohibir a los nuestros toda especie de comunicación con los de fuera. Sin embargo, fueron tales las industrias de nuestros afectos que algunos lograron la entrada en nuestros colegios. Nuestros seminaristas no acertaban a separarse de sus maestros ni pudieron los jueces sin gran trabajo obligarlos a ir a sus casas.

 

***

 

No creo que hubo casa religiosa en la ciudad que no diera un público testimonio de su dolor. De todos los monasterios se levantaban tristes clamores al cielo. El Reverendísimo Comisario General de San Francisco ofreció al señor Virrey mantener a sus expensas doscientos jesuitas por tal de que quedasen en el reino. El Reverendísimo Provincial de los Dominicanos hizo una tierna y patética exhortación a sus súbditos y les mandó hacer oraciones y penitencias por la causa de la Compañía. Las almas religiosas presentaban al trono del Altísimo las más fervorosas oraciones y ofrecían para obtener su misericordia los más dolorosos sacrificios. Ni los hombres más indiferentes y más insensibles a las calamidades de sus hermanos nos rehusaron el tributo de sus lágrimas, y si la fatal sentencia del Rey Católico hubiera dado lugar a algún partido, no dudo que los mexicanos hubieran rescatado a los jesuitas a peso de oro.

            Pero no se vieron mayores espectáculos de dolor que cuando a los dos días comenzaron a salir de México los jesuitas para el puerto de la Veracruz. No bien vieron los mexicanos los coches a las puertas de nuestros colegios, cuando el mismo dolor que antes los había encerrado en sus casas los hizo salir de ellas. Acudieron atropados a las calles por donde debían pasar, hacían resonar el aire con sus clamores y a pesar de la multitud de soldados que embarazaban el acceso, se arrojaban intrépidos a los coches y en voces que apenas permitía articular el sentimiento, decían: “¡Infelices nosotros que nos llevan a nuestros Padres y con ellos la fe y la religión! ¿Adónde acudiremos ahora para el remedio de nuestras almas? ¿Quién nos predicará la Doctrina Cristiana? ¿Quién instruirá a nuestros hijos? ¿Quién nos auxiliará en nuestra muerte?” Algunos se deseaban la muerte por no ver semejante desgracia. Otros (aun de los mismos soldados) fulminaban a gritos maldiciones contra el Rey y sus ministros.      

Estas demostraciones fueron mayores en los miserables indios, quienes al ver partir a los padres de San Gregorio, que tanto les habían servido y con tan grande desinterés, significaron con expresiones tan tiernas su dolor que obligaron a los nuestros a corresponderles con amargas lágrimas. Desta suerte acompañó el pueblo a los Padres hasta la villa y celebre santuario de la Madona de Guadalupe, distante una legua de la ciudad. Aquí fue donde innumerables personas de uno y otro sexo de las más distinguidas de México, olvidadas de la circunspección que exigía su carácter y su sexo, y desatendidos los respectos del Visitador, que se hallaba presente, y el temor de los soldados, se arrojaron intrépidas a los nuestros, unas a abrazarlos, otras a besarles por muestra de veneración la ropa, y todas a presentar el tributo de su llanto.

            El mismo día 25 de junio y casi a la misma hora que en México se efectuó el arresto en casi todos los colegios de la Provincia; pero en algunos fue más rigurosa la ejecución e intervinieron algunas circunstancias particulares. En Guadalajara, una de las ciudades más amantes de los jesuitas, luego que en el aposento del Rector se leyó el real decreto, se intimó a los Padres la orden de no hablar una palabra ni entre sí ni con los de fuera y de no moverse de los asientos que se les había señalado. Y en este silencio e inmovilidad se mantuvieron por espacio de diecinueve horas, hasta que una hora antes de la medianoche los condujeron con muchos soldados a una pieza común, en donde los guardaron aquella noche bajo de llave y guardias dobles. En el tiempo en que estuvieron en el aposento del Rector, aun para las necesidades naturales les ponían guardia de vista; ni permitió el comisario que volviesen a sus aposentos a acabarse de vestir los que por la prisa que les dieron fueron medio desnudos a oír el real decreto. El día siguiente, después de haber conseguido a costa de mucho trabajo que se les permitiese llevar un poco de ropa, como hora y media o dos horas antes del mediodía los sacaron por las calles públicas de la ciudad con grande aparato de terror para ponerlos en el camino del puerto. La plebe atropada en las bocacalles daba quejas clamorosas al cielo, mientras la gente principal de la ciudad, encerrada en sus casas por no ser testigos de tan lastimoso espectáculo, se abandonaba al llanto. Casi con el mismo rigor se ejecutó el arresto en Zacatecas y en Valladolid, en donde ni la ropa de cama les permitía sacar el Comisario.

            En San Luis de la Paz fue menester que los mismos jesuitas contuvieran a los indios, que estaban resueltos a defenderlos aunque fuera a costa de su propia vida. En Pátzcuaro ofrecieron al Rector diez mil hombres para defensa de los Padres y fue necesario que los mismos Padres les disuadieran de tan desatinado proyecto; y a no haber salido secretamente y sin ser vistos, hubiera habido una terrible sublevación que acaso no podría contener toda la soldadesca del reino, porque al movimiento de los de Pátzcuaro se hubiera levantado toda la sierra de Michoacán.

            En Guanajuato, que es ciudad de más de 70 000 habitantes y el más célebre real de minas de la Nueva España, luego que llegó a noticia de la plebe que se trataba de extrañar a los jesuitas, se puso en armas para defenderlos. Las compañías milicianas salieron a contener la sedición; pero después de un fuerte combate, en que hubo sus muertos y heridos, se refugiaron los milicianos en las Casas Reales y desde el terrado comenzaron a hacer fuego a la plebe, de la cual cayeron muertos, según me aseguraron, hasta el número de ochenta. La plebe, reconociendo poco ventajoso para la defensa el sitio en que se hallaba, se apoderó de una eminencia que dominaba a las casas Reales, desde donde arrojó tal tempestad de piedras contra los milicianos que los desbarató y obligó a esconderse en las piezas más retiradas y escusadas de las casas. Victoriosa, la plebe amenazaba ejecutar los mayores desordenes en la ciudad. De los ciudadanos, unos se ausentaron temiendo ser envueltos en la tempestad, y otros se encerraron en las casas llenos de consternación. Los regulares y eclesiásticos seculares salieron a predicar por las calles y a exhortar la plebe a dejar las armas y retirarse a sus casas; pero cada vez iba a más el alboroto, tanto, que si el Comisario real y el Alcalde Mayor no hubieran salido disfrazados de la ciudad, hubieran sido víctimas del furor popular. Por último recurso imploró el Cabildo secular el auxilio de los mismos jesuitas. Salieron éstos del colegio y a poca diligencia sosegaron a los sediciosos, asegurándoles que allí quedarían para servirles. Ellos, para asegurar más a sus jesuitas, dejando solamente tres en el colegio, se llevaron a los demás, y los repartieron por las minas, en donde los trataron con magnificencia los días que allí los tuvieron. Pero después, a instancias de los mismos Padres, y persuadidos a que ya no se trataba más de viaje, los volvieron al colegio. Los Padres dispusieron salir de la ciudad disfrazados, de noche, y por caminos escusados para no ser conocidos de la gente. Así lo practicaron, no sin grave peligro, en una noche obscura y lluviosa por un camino impracticable, y pasaron a la villa de San Miguel el Grande a presentarse al Comisario real, que allí les esperaba.

            En San Luis Potosí, cuando salían los Padres de la ciudad se amotinó el pueblo y acometiendo a los conductores y soldados, los pusieron en fuga, cortaron los tirantes de los coches y llevaron a los Padres al convento de los Padres mercedarios, en donde los depositaron por espacio de dos horas, y de allí, cargándolos sobre sus hombros, los llevaron al colegio, donde les hicieron entrar con repique de campanas. Allí se mantuvieron ejerciendo sus ministerios hasta que, parte por las instancias de los mismos Padres, y parte por temor del Visitador, que a la noticia del tumulto se puso en camino para aquella ciudad con algunas compañías de tropa reglada, se disipó la sedición, que formaban, según consta del proceso, diez mil hombres. Llegado el Visitador, dio luego providencia para que saliesen los Padres, y habiendo hecho la causa a los sediciosos, condenó a la horca a treinta y tantos, desterró a los presidios unos quinientos y destruyó y sembró de sal un pueblo vecino. Así del Potosí como de Guanajuato sacaron los Padres testimonio autentico de no haber influido de manera alguna en los alborotos, antes haberlos contenido y sosegado con su prudencia.

            En la villa de León pensaron también levantarse para defender a los Padres, y si éstos no lo hubieran embarazado, acaso habría algún tumulto de funestas consecuencias por la facilidad de unirse con los sediciosos de Guanajuato. De suerte que los que se dicen perturbadores de la tranquilidad pública contuvieron por lo menos cinco fatales sediciones. Aun en México, Puebla y otras ciudades, los mismos soldados se ofrecían a los Padres y prometían defenderlos. Las señoras de la villa de León, aunque muy ajenas de pensar en retener a los Padres por una vía de tanta iniquidad como la de una sedición, decían públicamente que si el motivo de una providencia tan injusta y tan perjudicial al reino era la codicia de los bienes temporales de la Compañía, se contentase el Rey con llevarse las haciendas, y les dejase a los Padres, que ellas se obligaban a mantenerlos con sus agujas. Lo mismo decían en otros lugares.

            En las misiones, los mismos Padres, llamados por cartas de sus superiores, se fueron a entregar a los comisarios, que de otra suerte no podría efectuarse el arresto sin derramar mucha sangre por la resistencia que hubieran hecho los indios. Lo mismo sucedió en muchas haciendas, de donde fueron los administradores y capellanes a presentarse a los colegios. Siendo tantos los jesuitas de la Provincia y tan repartidos, el reino tan vasto y tan grande la oportunidad de escaparse, no hubo más de uno (y ése conocido por loco en toda la Provincia) que con la fuga se sustrajera de la común calamidad.

            Asombró a los más indiferentes y desafectos la uniformidad con que obraron los jesuitas, y la paciencia y resignación con que toleraron un golpe tan injusto y tan terrible. Algunos hacían el paralelo de nuestro arresto con el de Jesucristo, y decían que desde la crucifixión del Hombre-Dios hasta entonces no había habido causa más inicua. Otros nos aclamaban mártires y solicitaban alguna de nuestras cosas por reliquia. Otros referían no sé qué prodigios en testimonio de nuestra inocencia, y de hecho no faltó uno u otro entre tantos suficientemente autorizado para merecer nuestra creencia, como el sudar sangre una estatua de Jesucristo sepultado en Santiago Papasquiaro, que era una de las misiones que se entregaron al obispo de Durango el año de 52, y el desprenderse en Puebla una imagen de Nuestro Padre San Ignacio con movimiento preternatural y herir malamente a una mujer al tiempo que hablaba mal de los jesuitas, que dentro de pocos días murió humillada, reconociendo su culpa y glorificando a Dios que tan piadosamente le había corregido. Las Carmelitas Descalzas del convento nuevo de México, que son muy observantes y singularmente afectas a la Compañía y devotas de San Luis Gonzaga, la noche del día 21 de junio, cuatro días antes de nuestro arresto, estando la noche muy obscura por los densos nublados de la atmosfera, vieron repentinamente rasgarse las nubes y manifestarse en el aire una grande y luminosa palma salpicada de estrellas tan brillantes que iluminaron todo el convento. De este fenómeno fueron testigos oculares todas las religiosas, quienes se persuadieron de que aquella era demostración que hacía el Cielo en favor de la atribulada Compañía, aunque no entendieron lo que pronosticaba. De los dichos tres sucesos el primero consta por carta del Cura de Santiago Papasquiaro al Obispo de Durango, a quien también envió unos lienzos con que se había enjugado el sudor de la estatua, que vieron los Padres de Durango, y se trataba de autenticar en toda forma el prodigio. El segundo consta por deposición del mismo médico que asistió a la enferma, que es hombre muy hábil en su arte, fino crítico y de ejemplar virtud, que lo refirió a varios Padres, de cuya boca lo he sabido. El mismo médico trataba de que secretamente se autenticara, pero el caso fue público en la Puebla y lo escribieron varias personas. El tercero lo supe principalmente por un jesuita grave y fidedigno, a quien lo refirieron las religiosas al día siguiente de haber visto el fenómeno y después por cartas de las mismas religiosas escritas a mí y a otras personas.

            Entre los comisarios reales hubo algunos moderados y otros demasiadamente severos. En casi todos los colegios robaron a su satisfacción y a vista de los mismos jesuitas. En algunos colegios fueron considerables y cuantiosas estas rapiñas, no respetando ni a las alhajas de las iglesias. Casi en ninguno de los colegios se observó la orden real de dejar a los jesuitas su peculio, y en algunos apenas se les permitió sacar la ropa muy necesaria. Muchos comisarios no permitían a los Padres decir ni oír misa, diciendo que los reos de Estado estaban escusados de uno y otro. Tampoco se observó en muchas partes el orden de permitirles los libros de devoción. Fue tan indiscreta la severidad de los comisarios en punto de papeles, que ni los títulos de órdenes permitían sacar, y hubo quienes quitaron a los Padres su confesión general. No satisfechos con la severidad que ejercían en los jesuitas de la Compañía militante, pasó su osadía a ultrajar a los de la Compañía triunfante. El comisario de Zacatecas quitó al Seminario el nombre de San Luis Gonzaga y le puso otro, cuyo ejemplo imitaron, según me han dicho, otros comisarios. En varios lugares desnudaron a las señoras de la ropa de la Compañía que traían por devoción a Nuestro Santo Padre o alguno otro de nuestros santos y por orden del Rey se quitaron cuantas cartas de hermandad habían concedido nuestros superiores.

 

***

 

Pero cuanto más se desahogaba la indignación del Rey y el furor de sus ministros contra la Compañía, tanto mayores pruebas daba el público de su afecto y devoción. Desde luego que se publicó el arresto se comenzaron a hacer en todo el reino fervorosas oraciones, devotas procesiones y grandes austeridades, especialmente en los monasterios. Yo soy testigo de un público y solemne novenario que se hizo al Sagrado Corazón de Jesús por nuestra restitución en la villa de León con inmenso concurso de pueblo, y de otro igualmente solemne que se hizo por el mismo fin en Xalapa, donde jamás había habido establecimiento de jesuitas. Supimos de México por cartas de las mismas religiosas que en todos los conventos se hacía perpetua oración por nuestra causa, de suerte que ni de día ni de noche faltaba una o dos religiosas en el coro, sucediéndose unas a otras a velar al Santísimo Sacramento e implorar la misericordia del Señor. De un monasterio numeroso de México supimos que hicieron voto a Dios de oír nueve mil misas por nuestra causa, y cumplido ofrecieron de nuevo otras tantas. De otras personas tuvimos noticia que hicieron al mismo intento otros votos bien arduos. El día 31 de julio, habiendo precedido la noche antecedente una bella iluminación y fuegos artificiales, se hizo a Nuestro Padre San Ignacio solemne fiesta en los más de los monasterios de religiosas y en otras iglesias de México, y en algunas con panegírico, siendo así que cuando nosotros estábamos en la ciudad apenas se le hacía fiesta en cinco templos. Lo mismo sucedió en la Puebla, asistiendo en todas partes un gran concurso de pueblo. En algunos monasterios de la Puebla hicieron procesiones de penitencia por los claustros interiores para mover a Dios a proteger nuestra causa. En uno de dichos monasterios presentaron las religiosas un memorial al Eterno Padre concebido en las más tiernas deprecaciones por la restitución de los jesuitas, ofreciendo practicar a ese fin no sé qué obsequios. Este memorial, que no pudimos leer sin lágrimas, estaba ya firmado cuando lo leímos de setecientas y tantas personas, a las cuales se iban agregando otras de nuevo. El señor Obispo, noticioso de semejantes demostraciones, prohibió a todas las religiosas el hacer públicas plegarias por los jesuitas, y no satisfecho con eso, publicó algún tiempo después una Pastoral llena de malignidad, en la cual después de gastar mucho papel en probar la obediencia que deben los vasallos a su Soberano, procura con varias calumnias justificar la conducta del Rey y sus ministros, reproduce algunas quimeras rancias, y avanza que nuestra desgracia era justo castigo de lo que dice haber hecho los jesuitas el siglo pasado contra el señor Palafox.         

            Pareció muy mal esta Pastoral a cuantos no tenían el corazón corrompido, y mucho más cuando vieron que en vez de repartirse los ejemplares gratuitamente por la diócesis, se vendían a peso fuerte en la Puebla. Parecieron luego muchas cartas y sátiras contra la dicha Pastoral. Y lo mismo sucedió con la del señor Arzobispo de México, quien además de la Pastoral que escribió contra el Probabilismo, en que sin nombrarnos nos tira algunos golpes, cuatro días después de nuestro arresto predicó en la Catedral el panegírico de San Pedro, que todo se redujo a exhortar a sus feligreses a una obediencia ciega a las órdenes del Rey, sobre lo cual le hicieron algunos versos satíricos y le representaron en un pasquín arrodillado delante del Rey con las espaldas vueltas a la Iglesia. No se portó así el señor Obispo de Valladolid, quien no solamente mostró el mayor dolor de nuestra desgracia, sino que secretamente socorrió a los jesuitas de aquel colegio.

            Entre tanto que corría tan varia fortuna en las ciudades la memoria de los jesuitas, seguían éstos su viaje al puerto. El tiempo era el más importuno, por estar ya muy entradas las aguas, los caminos estaban muy malos y los ríos crecidos. Fueron muchos los trabajos de este viaje, especialmente para los que tuvieron que andar, como hubo algunos, seiscientas leguas de tierra hasta el puerto. Caminaban a discreción de los conductores y casi siempre con una buena escolta de soldados. En todos los lugares por donde pasaban salían los pueblos bañados en lágrimas testificando la inocencia de los jesuitas, lamentando su propia desgracia y pidiendo venganza al Cielo.

Concluido el viaje (de que no se dispensaron sino los decrépitos y enfermos deplorados; y los procuradores hasta dar cuenta de los colegios a los Comisarios Reales, pues aun los ciegos, dementes, y tullidos vinieron, unos hasta Italia y otros a España), fueron distribuidos los padres en varios conventos y casas de Veracruz y Xalapa, en donde se mantuvieron tres o cuatro meses presos y encerrados bajo la custodia de un gran número de soldados e inhibidos de toda comunicación verbal y epistolar con los de fuera, no exceptuando a los propios padres y hermanos. Las guardias no solamente custodiaban las puertas y ventanas exteriores de las casas, sino aun las interiores, de tal suerte que en una temporada no se permitió a los padres de una sala comunicar con los de otra dentro de una misma casa. Las más de las habitaciones estaban llenas de pulgas. Vivían los Padres amontonados, sin más distancia de una a otra cama que de dos o tres palmos. La comida por lo común escasa, mal sazonada y servida con desaseo. Aun para las necesidades naturales tenían mucho que sufrir por falta de providencia. Al principio no se les permitía la Misa, pero habiendo hecho los Padres ocurso al señor Virrey y este escrito al obispo de la Puebla, de cuya diócesis son aquellos dos lugares, se les concedió erigir altar, aunque no era posible satisfacer a la devoción del gran número de sacerdotes que había en las casas.

 

***

 

La dilación del embarque fue en parte favorable a los jesuitas, porque así hubo tiempo para que de varios lugares se les subministrasen abundantes limosnas para vestirse y proveerse de lo necesario para una navegación tan dilatada, sin las cuales hubiera perecido la mayor parte de la Provincia, pero en parte también fue muy perjudicial, porque el malísimo temperamento de Veracruz, junto con la pesadumbre y opresión de los ánimos, ocasionó graves enfermedades a los más de los Padres y la muerte a treinta y tantos, entre los cuales fueron dos que habían sido Provinciales y algunos otros muy recomendables por su virtud y sus prendas. Estas muertes y enfermedades agravaron cuanto no es imaginable nuestra pesadumbre.

            El día 25 de octubre salieron del puerto de la Veracruz siete embarcaciones y a bordo de ellas doscientos y tantos jesuitas de los que habían sido depositados en el mismo puerto y en Xalapa. En diciembre salió otro número considerable. En la primera navegación hasta La Habana, que es de solas trescientas leguas, murieron doce, parte de la pesadumbre y parte de la inedia, y muchísimos llegaron tan malos a La Habana que fue menester desembarcarlos prontamente. En el espacio de dos meses estuvo poblado de jesuitas enfermos el hospital de los betlemitas de aquella ciudad. No fueron allí mal asistidos en su enfermedad, pero sí tratados con tanto rigor que ni se les permitía el consuelo de visitar al Santísimo Sacramento por una tribuna de la iglesia o de pasear un rato a la huerta. Estaban reducidos a pocas piezas, de donde no se les permitía salir jamás, ni que entrase a verlos alguna persona de fuera. Bastó que un Marqués diese por compasión un polvo de tabaco a los padres el día que los llevaron enfermos al hospital, para que luego fuese delatado al Gobernador, aun habiendo tenido la precaución de no hablarles. En este hospital murieron nueve o diez. Los enterraban de noche, a puerta cerrada, y con un solo responso, muy al contrario de lo que sucedió poco tiempo antes en México, pues habiendo muerto un joven jesuita que poco hacia había salido del noviciado y por enfermo había sido trasportado de Tepotzotlán al hospital de los betlemitas de aquella ciudad, fue enterrado con extraordinaria magnificencia y con asistencia de la mayor parte de la nobleza mexicana y con positiva aprobación del señor Virrey.

            Los demás padres que habían llegado a La Habana parte se mantenían a bordo de las embarcaciones y parte en una casa de campo vecina a la ciudad, en donde llegó a lo sumo el rigor. No se les permitía tintero ni papel, ni hablar aun con los negros que les servían. Éstos entraban a barrer y a servir la mesa desnudos, por temor de que llevaran a los Padres alguna carta de la ciudad o avío de escribir. Cuando entraban los barberos, se les ponía centinela de vista para que no hablasen una sola palabra con los padres. Una compañía entera de soldados había de guardia en aquella casa. Se hizo allí registro de los baúles y quitaron cuantos libros y papeles encontraron en ellos, no perdonando a la Biblia, ni al librito de nuestras reglas, ni a los papeles privados de la propia conciencia. Llegó a tal exceso la escrupulosa severidad de aquellos hombres en punto de papeles, que habiendo sabido el Gobernador que alguno de los Padres quería retener el papel blanco para servirse en las necesidades naturales, él mismo se dedicó a cortar en pedazos una cantidad de papel de estraza y la envió a los padres. Tanto quiso humillarse aquel Teniente General de los Ejércitos del Rey Católico, siendo por otra parte tanto su melindre y pulidez, que diariamente gastaba varias horas en peinarse y aderezarse al tocador.

            De La Habana fueron saliendo sucesivamente según se proporcionaban las embarcaciones. El tiempo no podía ser peor, pues era en lo más riguroso del invierno, en que están muy alterados aquellos mares. Las más de las embarcaciones eran incomodas y bromosas; el trato en casi todas fue muy malo. Los alimentos se reducían ordinariamente a bizcocho más duro que una piedra, negro y agusanado, carne salada y alguna miniestra mal sazonada. Conforme a la comida, o peor, era la cama. Todos dormían apiñados en los entrepuentes, donde eran incomodados de los puercos y de las ratas y robados de los marineros, y cuando llovía se les inundaban de agua los catres. Casi todos sufrieron grandes tempestades y se vieron en graves peligros. La fragata nombrada el Bizarro, en que venía nuestro noviciado, varó en un banco de arena, se le rompió el timón y estuvo a punto de perecer. La fragata San Zenón, a cuyo bordo venían catorce jesuitas, salió de La Habana haciendo tanta agua que ciertamente hubiera perecido en el canal de Bahamas si Dios con amorosa providencia no hubiera impedido con vientos contrarios que entrase en él. Volvió a La Habana a rehacerse y una noche un fuerte viento la iba a estrellar contra lo costas; pero ya a distancia de un tiro de fusil de la tierra cambió el viento, y la echó mar a fuera. Después, en el golfo que llaman de las Yeguas, se vio casi sumergida de una furiosa tempestad, que arrojaba montes de agua dentro de la embarcación, por lo cual se vieron precisados a echar al agua una parte considerable de la carga. Sobre estos trabajos tuvieron también una plaga de gusanos que se apoderaron de los baúles y les destrozaron la ropa, y tanta escasez de víveres que si hubiera durado un poco más la navegación hubieran perecido de hambre. La urca nombrada la Bizarra, en que venía nuestro Provincial, fue herida de dos rayos, que les mataron parte del ganado que traían para su manutención, y uno de ellos abrasó el palo mayor, desarboló la embarcación y corrió cerca de la Santa Bárbara, con evidente peligro de encender la pólvora, y en el puerto de Tavira escapó milagrosamente de fracasar en un escollo con asombro de toda la ciudad. La urca San Juan estuvo para varar en el banco que llaman Arenas Gordas, cerca de Cádiz, y perdió dos anclas. Pero quiso Dios que entre tantos peligros, tribulaciones y miserias no muriera más de uno, que tiempo había estaba enfermo. Los demás llegaron felizmente a España, aunque algunos con más de cien días de navegación desde La Habana y otros habiéndose embarcado en aquel puerto no bien convalecientes de su enfermedad.

            Llegados a la bahía de Cádiz fueron llevados al puerto de Santa María (en donde hubo nuevo registro de baúles) y repartidos en el hospicio que tenían allí nuestras Provincias de Indias, en uno u otro convento y en algunas casas. En estas cárceles se mantuvieron siempre custodiados de la tropa e inhibidos de toda comunicación. En el hospicio no cabían los cuatrocientos que allí había y fue menester que en los tránsitos formasen chozas de esteras. Vivíamos allí entre enemigos que observaban atentamente cuanto hacíamos o hablábamos para calumniarnos. Nos delataron al Gobernador de que hacíamos los Ejercicios espirituales de Nuestro Padre San Ignacio y de que en la Misa solíamos decir la oración contra persecutores Ecclesiæ, etcétera. Allí se nos hizo un interrogatorio jurídico de nuestros padres, patria y ocupaciones que habíamos tenido en la religión. Los empleos de intendentes de víveres y ropa de los jesuitas se pusieron en almoneda y se confirieron a quien ofreció alimentarnos y vestirnos con menores expensas del Real Erario. Ya con esto se deja entender cuál era nuestra comida y cuál la ropa que se nos dio.

Los novicios fueron llevados a Jerez de la Frontera y depositados en conventos de religiosos poco afectos a la Compañía para que los tentaran. Ya en nuestro noviciado de Tepotzotlán se había practicado la orden real de separar a los novicios de los demás para que libremente resolviesen o volver a sus casas sin la ropa de la Compañía o seguir a los jesuitas sin pensión. Allí salieron cinco. En Xalapa fueron tales las sugestiones, engaños, y violencias que usaron de los parientes con anuencia y cooperación del Comisario real que salieron otros once. Los demás fueron haciendo sus votos en Xalapa, Veracruz, y en la navegación, según iban cumpliendo el tiempo de probación. Los pocos que restaban cuando llegaron a España fueron, como ya dije, llevados a Jerez. No serían creíbles los despropósitos y necedades que aquellos religiosos les decían para apartarlos de su vocación si no los hubiéramos sabido por uno de los novicios que con heroica constancia resistió a tan furiosos asaltos. Les querían persuadir a que estaban excomulgados porque se resistían a cumplir la voluntad del Rey, por obstinarse en seguir una religión reprobada, y casi anatematizada ya de todo el mundo; no les permitían tratar con las personas de fuera ni entre sí porque no se alentaran recíprocamente a la constancia; les amenazaban con la indignación real si persistían en su ánimo de seguir la religión, y por el contrario, les prometían conveniencias temporales, la gracia del Rey y el pronto regreso a sus patrias si abandonaban a la Compañía. Decíanles que si querían seguir a los jesuitas, había de ser con la condición de que habían de hacer el viaje a Italia a pie, sin viático, y con orden que se publicaría en todas partes para que no se les suministrase limosna alguna, y que llegados a Francia serían allí desde luego presos y encerrados en calabozos. Con estas y otras especies que incesantemente les sugerían aquellos necios religiosos obligaron a dos o tres, según se nos dijo, a tomar el hábito en la misma religión de los importunos y poco religiosos consejeros. De dos supimos que se mantenían constantes, y de uno de ellos que le obligaron a hacer una renuncia solemne de la protección real, a la cual añadió él espontáneamente el voto de seguir a la Compañía en cualquiera fortuna. Esta constancia asombró a nuestros enemigos. Después oímos decir que les habían quitado violentamente la ropa; fue cierto, pero esta voz creo que fue falsa.

No solamente los novicios, sino aun los escolares y profesos fueron tentados con promesas lisonjeras. Los mismos comisarios soltaron la voz de que el Rey prometía su protección a los que dejasen la ropa de la Compañía, que les restituiría a su patria y les nombraría para algunas prebendas; pero en más de trescientos mexicanos solamente un sacerdote, un estudiante y cuatro coadjutores desertaron, quienes en breve se desengañaron de la falacia de semejantes promesas, porque dentro de poco tiempo los embarcaron para el Mediterráneo como a todos los demás, y hasta ahora se hallan en Italia, acaso con mayores trabajos que los otros que se han mantenido constantes.

 

***

 

El día 15 de junio se hicieron a la vela para el Mediterráneo diez embarcaciones con más de mil jesuitas, entre los que verdaderamente lo eran y los desertores. Los extranjeros, que desde que llegaron al puerto de Santa María habían sido separados de los demás, lo fueron también en la navegación. Lo mismo hicieron con los americanos respecto de los europeos, no sé por qué motivo. Dos de las embarcaciones traían a bordo más de cuatrocientos jesuitas. Fue mucho lo que tuvimos que sufrir por la incomodidad que ocasionaba la multitud y por la diversidad de modales de los extranjeros a quienes pertenecían las embarcaciones; pero es preciso confesar que menos mal nos fue entre los suecos luteranos e ingleses calvinistas que entre los españoles preciados de católicos. Mas humanidad, amor y respeto nos mostraron los enemigos de la Iglesia romana en quienes es hereditario el odio de los papistas, que nuestros nacionales que tantos beneficios habían recibido de la Compañía. En la navegación hasta Ayacio, puerto de Córcega, no tuvimos más de una corta borrasca en el golfo de León; pero se nos escaseó mucho el viento, y como el tiempo era el más ardiente del año fueron insufribles los calores, especialmente en los entrepuentes, por la multitud e inmediación de los cuerpos, pues no había más distancia entre una y otra cama que el grueso de una tabla, lo cual obligaba a muchos a pasar las noches al sereno sobre la cubierta de las embarcaciones.

Llegamos a la bahía de Ayacio el día 9 de julio, en donde tuvimos el consuelo de ver a nuestros hermanos, y después de un año de tan dura prisión logramos la libertad de saltar en tierra, ver la ciudad, pasear la campiña y decir misa (lo que no habíamos conseguido en toda la navegación del Mediterráneo por expresa prohibición del Vicario General de la Marina de España, llegando a tanto el rigor de uno de los capellanes seculares que ni quería dar la comunión a los nuestros que iban en su embarcación si antes no se confesaban con él). Pero duró poco el consuelo, porque a los cuatro o cinco días nos intimaron orden de no saltar en tierra, y así volvimos a la prisión del navío. Deseábamos quedar en aquella ciudad por acabar de salir de la tiránica potestad de los españoles, aunque temíamos igualmente el genio zafio y bronco de los corsos que la maligna liviandad de los franceses; pero a los diez días de entrados en aquella bahía levamos anclas y salimos al mar, y por habernos soplado desde luego viento contrario, fuimos a anclar a la isla Asinaria, en frente de la Cerdeña, en donde esperamos viento favorable para seguir nuestra derrota. El viaje de Ayacio a San Florencio se hace regularmente en uno o dos días, pero nosotros apenas pudimos hacerlo en diez, parte por los vientos contrarios y parte por las calmas.

Llegados a la bahía de San Florencio, determinó el comandante español del convoy que nuestros equipajes se transportasen en barquillos a La Bastia y que nosotros desembarcásemos en San Florencio para pasar por tierra a aquella capital, pero no se pudo efectuar el proyecto porque el día antecedente a la ejecución comenzaron las correrías entre corsos y franceses. Se tomaron algunos barcos para el transporte, y no pudiendo el comandante acomodar como quería el equipaje de ochocientos hombres (que tantos éramos los destinados a La Bastia) en el corto buque de los barcos fletados, montó en cólera, amenazó echar al agua nuestro equipaje, nos trató de ladrones, diciendo que habíamos saqueado los colegios y hurtado lo que ya era del Rey: que ésa era la causa de traer tan numeroso equipaje, siendo así que era menos de lo que el Rey nos permitía, y que lo que traíamos por la mayor parte era lo que nos habían dado nuestros parientes y afectos, pasado todo por repetidos registros en La Habana y el puerto de Santa María. Finalmente, después de hartar de oprobios a nuestro Provincial y a todo el cuerpo de jesuitas, nos dejó en las embarcaciones con víveres tan escasos que sería imposible subsistir una semana con ellos; nos hizo desbaratar los catres, por lo cual nos vimos precisados a pasar las noches vestidos sobre la cubierta de los navíos. Ese día tan memorable fue el 31 de julio, día de Nuestro Padre San Ignacio, que ha sido uno de los más amargos que hemos pasado desde nuestro arresto.

Así por redimirse de semejantes vejaciones como porque quedasen más desahogadas las embarcaciones, determinaron algunos de los jesuitas fletar barquillos de su cuenta para transportarse a La Bastia, y se hicieron a la vela en ellos la tarde del día primero de agosto. Navegaron prósperamente aquella noche, pero al día siguiente no les permitió doblar el cabo Corso un viento fuerte y contrario que comenzó a soplar al rayar el día, por lo cual se vieron precisados a mantenerse anclados todo el día 2 en una rinconada de la costa. A la noche, el patrón de uno de los barcos, en que iban nueve jesuitas, de cuyo número era yo, o por temor de alguna adversidad en aquella playa, que decía ser muy sospechosa, o, lo que es más cierto, por impaciencia en la demora del viaje, se hizo a la vela con viento fuerte y mar alborotado. Además del peligro en que nos vimos de que la violencia del viento o la magnitud de las olas trastornasen el barco, dimos contra un escollo en que ciertamente se hubiera hecho pedazos el barco si por ir entonces inmediato a la tierra no fuera con menor violencia. Allegóse a esta desgracia la de habernos hecho fuego un castillo de los corsos, la primera vez sin bala para obligarnos a declarar, y después, creyéndonos enemigos, con bala, que no pasó muy distante de nosotros. Al día siguiente, después de varios sustos que nos dieron las terribles fogadas de viento que embestían al barco, como a las ocho de la mañana, hallándonos una milla distantes de tierra y tres de La Bastia, sobre sesenta brazas de agua, nos asaltó una fogada tan fuerte que venció la vela y trastornó el barco, cayendo al mar los nueve jesuitas, los cuatro marineros y todo el equipaje. El barco quedó con la quilla vuelta al horizonte, pero apenas descubría sobre el agua una ligera parte del costado de estribor. Desde que salimos del reino sabíamos que algunos jesuitas mexicanos padecerían naufragio y se salvarían por intercesión de la Virgen de Guadalupe, celebérrima Patrona del Reino de México. De hecho en aquel horroroso lance y funesto espectáculo de la muerte en que íbamos ya a ser tragados del mar, todos invocamos con suplicas y votos a nuestra amabilísima Protectora sin acordarnos de tal vaticinio. Apenas dos de los nueve sabían nadar y aunque supieran todos poco les podría valer estando el mar tan embravecido.

Nos asimos, como Dios nos ayudó, del bordo del barco y nos subimos a la parte descubierta de su costado, en donde nos mantuvimos largo rato absolviéndonos, ayudándonos a bien morir y clamando a Dios, hasta que vimos venir hacia nosotros una barca de Liorna que oportunamente nos socorrió y recibió a bordo. Sucesivamente fueron llegando otros barcos despachados de La Bastia a nuestro socorro, que recogieron la mayor parte del equipaje; pero se perdió, o hurtaron (que es lo más verosímil), una cajita, en que iba la pensión real y limosnas pertenecientes a varios padres, que nunca se pudo hallar por diligencias que se hicieron. Nosotros, empapados de agua, tiritando del frío y turbados del susto, fuimos luego conducidos a La Bastia, en donde hallamos tan poca caridad que no hubo quien se moviera a suministrarnos algún alimento ni a prestarnos alguna ropa. Uno de los compañeros llegó medio muerto por la mucha agua que había bebido en el naufragio, y entretanto que a nosotros nos llevaron a la casa que nos señalaron, él quedó en una iglesia, abandonado de todo el mundo, hasta que un piadoso caballero de los principales de la ciudad, movido a compasión, le acogió en su casa y allí le asistieron con mucha caridad hasta que sanó. Los demás nos hallamos sin cama en que dormir y sin ropa que mudarnos, y así hubimos de esperar a que se nos secase en el cuerpo la ropa misma del naufragio. En los días siguientes fueron llegando a La Bastia los demás jesuitas, a quienes fue repartiendo como quiso el Comisario real de España, que era un genovés casi del mismo calibre que el comandante del convoy. Los jesuitas extranjeros fueron conducidos a Massa para que de allí se transportasen a sus Provincias, y los desertores a Liorna para que solicitasen sus dimisorias.

En La Bastia nos dieron bastante que merecer los corsos con su insaciable codicia y su iracundia clamorosa y los franceses con frecuentes insultos. Con el motivo de satisfacer al Comisario real de España los gastos erogados en el ganado, harinas y demás víveres que nos tenía prevenidos nos obligó a comprar a él solamente, y mandaron por bando público que nadie nos vendiese carne. El Comisario nos precisaba a tomársela a mayor precio del corriente y muchas veces muy mala. También se nos prohibió el comprar verdura en las huertas. Para decir misa nos era preciso pagar algo. Nosotros mismos comprábamos y cargábamos los víveres a nuestras casas y nos empleábamos en los más viles ministerios. Veíamos no sin ternura o abatidos al empleo de la cocina o cargando por las calles la verdura y la carne a unos hombres respetables por su nacimiento, por su edad, por su carácter, por sus letras, por su virtud y por los empleos obtenidos en la religión.

Antes de que cumpliéramos un mes en La Bastia se nos intimó orden de parte del comandante francés de salir de la Córcega y embarcarnos precipitadamente en varias pequeñas embarcaciones de los mismos franceses. Nos hicimos a la vela la tarde del día 30 de agosto. En las embarcaciones veníamos tan estrechos que, no habiendo lugar para todas las camas, fue menester que se alternasen para dormir. Los alimentos se reducían a una galleta, un poco de arroz y un pedazo de carne salada, y muchos días se les daba la ración cruda y no se les suministraba leña ni se les permitía usar del fogón para cocerla. A estos trabajos se añadían los desprecios e injurias con que frecuentemente y de balde les mortificaban los oficiales y marineros franceses.

 

***

 

Llegamos a Puerto-Fino (del Genovesado) el 1º de septiembre, en donde nos mantuvimos once o doce días inhibidos de saltar en tierra y sufriendo, además de las dichas incomodidades, las que nos ocasionaron las lluvias casi continuas de aquellos días. No es posible ponderar las hambres, la incomodidad y las aflicciones que en este tiempo se padecieron, especialmente por la incertidumbre del destino. Aquí fue donde con pretexto de costear nuestro transporte nos quitaron cinco pesos fuertes a cada uno, amenazando embargarnos toda la ropa si no nos aveníamos a exhibirlos, con lo cual nos dejaron arruinados. El barco en que venía nuestro Provincial fue a dar a Génova, en donde se mantuvo algunos días sin que la Republica le permitiese tocar la tierra, en cuyo tiempo dos malos hombres vistiéndose de nuestra ropa y fingiéndose jesuitas indianos necesitados de dinero, llegaron a pedirlo a un mercader, dejándole empeñado o vendido un racimo de uvas que parecían de oro, siendo de otra materia mucho menos apreciable. Engañado el mercader entregó el dinero, el cual pretendió depositar en poder de nuestro Provincial el principal de los ladrones. No quiso el Provincial condescender, aun ignorando lo que pasaba, y luego fue descubierto el engaño y arrestados los delincuentes. Otros padres, temerosos del mal trato de los franceses, se escaparon a Puerto-Venere, esperando a ver el paradero de nuestras cosas, pero fueron despedidos de allí por la Republica de Génova, y saliendo del puerto en un esquife, los obligó un temporal a refugiarse en la isla Palmaria, en donde pasaron gravísimos trabajos hasta que a no cortas expensas lograron transportarse a Civita-Vecchia, para pasar de allí a su destino.

Nosotros pasamos de Puerto-Fino a Sestri de Levante, en donde nos esperaba un comisario francés para entender en nuestro alojamiento, y en la disposición de nuestro viaje.

Nos obligaron a acomodar en un baúl la ropa de tres, quedando lo restante en aquel puerto para ser de allí conducido a nuestra costa. No satisfecha con esa providencia la economía del francés, nos señaló una bestia de silla para tres, con lo cual nos precisó a viajar a pie. Casi todos hicieron alguna parte del camino a pie y algunos casi todo. Al salir de Sestri, una piadosa señora de Génova nos dio a todos tres panes, y ésta es la única limosna que se ha hecho al común de los jesuitas desde que salimos de América. Digo al común de los jesuitas porque a algunos particulares se han hecho otras limosnas, aunque muy cortas. De Sestri hasta Fornovo hay unas 60 millas de camino áspero, doble y montuoso, lo cual agravó considerablemente nuestras penalidades, pero no hubo cosa que tanto nos diera que merecer como el genio bárbaro e insolente de la canalla genovesa, en la cual no faltaron quienes tuvieran el atrevimiento de poner las manos en algunos de los nuestros. En Varesi comimos de cuenta del dinero exhibido en Puerto-Fino, y nos hicieron dormir en el pavimento de una Iglesia. En Burgo-Taro (lugar poco considerable de los estados de Parma) se nos dieron ocho pesos para costear el viaje desde la raya de Parma en adelante, pero nos embargaron el equipaje y nos negaron las bestias de carga, precisándonos a sacar una poca de ropa, la indispensablemente necesaria para el viaje, y prometiendo enviarnos prontamente los baúles. En los Estados de Parma se trató bien a los primeros y mal a los que venimos después, porque en Fornovo el comisario ducal nos quitó los ocho pesos que nos habían dado en Burgo-Taro, nos obligó a mantenernos a nuestras expensas, nos arrojó con violencia y malas palabras del lugar, y sin compasión de los viejos ni de los enfermos, muy de mañana nos precisó a viajar a pie las 12 millas que hay de Fornovo a San Lázaro. A pie veníamos en número de más de 60 cuando nos alcanzó en el camino el Duque de Parma, que volvía de una casa de campo; pero ni a Su Alteza Real ni a alguno de sus ministros les merecimos un afecto de humanidad. En San Lázaro se nos dio de comer a nuestras expensas. Nosotros, por salir breve de tierra de enemigos, aun habiendo llegado allí cerca del mediodía bastantemente fatigados, salimos después de comer para Regio, ciudad grande del Modenés. Aquí pensábamos descansar un día, pero habiendo llegado por la noche, nos obligó el Gobernador a salir al otro día por la mañana, numerándonos en la puerta de la ciudad por el temor de que no quedase en ella. Esta violencia no se practicó con todos los jesuitas que pasaron por allí, sino solamente con los que llegamos el día 26 de septiembre. Ésta se originó de que habiendo regresado de Bolonia a aquella ciudad en solicitud de su equipaje un padre de otra Provincia, un hombre maligno inspiró al Gobernador la sospecha de ser aquel padre espía enviado de Su Santidad. En Módena un piadoso caballero aprontó carruaje para conducir a la mayor parte de los padres hasta Castel-Franco.

Llegados a Bolonia y alojados en las hosterías que están fuera de la ciudad, fuimos distribuidos en varios lugares, quedando la mayor parte en aquella Legacia, donde hasta ahora lo han pasado mal, y pasando unos noventa a la Legacia de Ferrara, que ciertamente han sido los más bien librados, aunque a unos y a otros ha sido común la desgracia de la falta de ropa, por haber quedado el equipaje en Sestri y Burgo-Taro, por lo cual nos vimos precisados a hacer nuevos gastos en adquirir la ropa necesaria para el invierno. El equipaje de Sestri no vino hasta el mes de diciembre; el de Burgo-Taro, después de mil arbitrios que se han tomado, de reiteradas suplicas a la corte de Parma y de gastar más dinero de lo que él vale, después de cuatro meses que han corrido desde que salimos de aquel lugar, hasta hoy (27 de enero de 69) aún no parece, ni tenemos noticia de cuándo llegará a nuestro poder.

En todo nuestro viaje por la Italia hemos experimentado muy poca caridad. Aun viéndonos viajar a pie, mal vestidos y muy necesitados, tan lejos estaba esta gente de moverse a compasión que todos conspiraban a quitarnos cuanto teníamos. En los mesones y hosterías nos exigían mucho dinero por una poca y mal sazonada comida. Así en lo que hemos necesitado comprar, como en todo lo demás, siempre que podían nos engañaban, especialmente en el trueque de moneda. Pero lo que se nos ha hecho más sensible ha sido el sumo despego que hemos observado en los jesuitas italianos. Cuando llegamos náufragos a La Bastia no les merecimos a los jesuitas de aquel colegio la más ligera atención. Lo mismo hemos experimentado en los del continente de la Italia, quienes en vez de compadecerse de nuestra pobreza, se avergonzaban; y en vez de acudir a nuestro alivio, ya que no con limosnas, con su consejo y dirección, huían de nosotros, o temiendo contagiarse con nuestra comunicación o ser importunados con nuestros lamentos. No solamente han huido de nosotros sino que también nos han molestado con las continuas delaciones que han hecho contra nosotros a nuestro Padre General. Esta falta de caridad nos ha sido más sensible por venir de una tierra donde se ejercitan los mayores oficios de caridad aun con los más viles delincuentes y de una Provincia que supo cercenar de sus propios alimentos por socorrer a los portugueses desterrados a la Italia.

De los padres de la Provincia que estaban anticipadamente en Ayacio sabemos que de Córcega fueron conducidos a Génova y depositados en el Lazareto, donde toleraron gravísimas incomodidades. Después se transportaron a la Legacia de Bolonia.

Se hallan actualmente en Italia como cuatrocientos de la Provincia. Los restantes se hallan en el puerto de Santa María, a excepción de los misioneros de Sonora, quienes por junio del año de 68 aún se mantenían por allá. Acaso el levantamiento que sabemos ha habido en aquellas Provincias habrá impedido a los padres la salida, o el Virrey los habrá detenido para que las sosieguen. De California supimos que habiendo tentado por dos o tres veces ir a aquella península al arresto de los misioneros en barcos hechos a ese fin, no pudieron conseguirlo y estuvieron a punto de perecer. Pero ya tenemos noticia de que desde julio están en el puerto de Santa María dichos misioneros y que los religiosos de Propaganda que habían ido en su lugar a la California se volvieron a México diciendo que aquellas tierras eran inhabitables y que el Rey había hecho mucho favor a los jesuitas en sacarlos de aquel espantoso destierro, de lo cual se infiere que aquel floreciente cristianismo formado a costa de tantos afanes y sudores queda ya sin pastores, lo mismo creemos de las demás Misiones por las noticias que hemos tenido.

Por lo que mira al destino que se dio a nuestras casas, sabemos que el famoso seminario de San Ildefonso se destinó a cuartel de soldados, la Casa Profesa a estudio público, aunque con poca felicidad, pues de algunos meses aún era corto el número de los estudiantes, siendo antes más de quinientos los que estaban a dirección de los jesuitas en México. El templo de la Casa Profesa se concedió a los padres del Oratorio de San Felipe Neri mientras reedifican el suyo, arruinado con el temblor de tierra de 9 de abril de 68. El Colegio Máximo parece que se destinaba a hospital. Las más de nuestras iglesias y colegios se mantenían cerrados; después de muchos meses nuestras haciendas se administraban de cuenta del Rey con notable menoscabo. La plata toda de nuestros templos se llevaba, según se nos dijo, a la Casa de la Moneda para acuñarse. El estado del Reino después de nuestra salida nos lo pintan todas las cartas con los más tristes colores, así por lo que mira a los estudios como por la falta de ministerios, poca frecuencia de Sacramentos, etcétera.

Los muertos de la Provincia desde nuestro arresto son ya unos ochenta. Los desertores, poco más de veinte.

Enero 27 de [1]769

 



[1] Jesuita ilustrado novohispano (Veracruz, 1731 - Bolonia, 1787) muy conocido por sus investigaciones historiográficas, especialmente la Historia antigua de México, que le hace pionero del indigenismo americano. Su vida tiene dos etapas cuyo punto de quiebre es el que aquí narra: la expulsión de los jesuitas de la Nueva España en 1767. Él salió del Colegio de Santo Tomás de Guadalajara, como se conmemora en una placa sobre el dintel de la puerta norte de la antigua iglesia de ese nombre, que daba a la cercenada capilla de Loreto.

[2] El Boletín agradece la oportunidad de publicar este texto al R.P. Arturo Reynoso, SI, autor de la presente transcripción, y a Artes de México, donde se publicó originalmente (número 104, diciembre de 2011, Los jesuitas y la construcción de la nación mexicana). Las fuentes del Padre Reynoso fueron, además del original manuscrito (DeGolyer Library, Manuscript Collection, A1980.0053c), las transcripciones de Charles E. Ronan, SI, resguardada en Loyola University de Chicago, y de David Rex Galindo, en la DeGolyer Library de la Southern Methodist University de Dallas. Para facilitar la lectura del texto se actualizaron la ortografía y los signos de puntuación; también se separaron las partes en las que se halla dividido el texto (N. del E.).    



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