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Anacleto González Flores, un católico comprometido (primera parte)

Juan Pablo Torres Pimentel1

 

A instancias de la Comisión Diocesana de Causas de Canonización de Guadalajara,

el autor compuso en el año 2005 una semblanza hasta hoy inédita que ofrece datos nuevos en relación con lo que ya se conoce del esforzado líder católico, hoy beato.

 

 

México padece persecución con motivo de la fe. Los cristianos no tienen el consuelo que dan los sacramentos ni el alivio que prestan los pastores, pero México, por la boca de sus mártires que proclaman la realeza de Cristo, afirma la existencia de un Dios que en estos momentos solemnes dice a sus verdugos, dice a sus enemigos: “El Dios de otro tiempo vive y os aguarda”. Mártires les llamamos, sin prevenir el Juicio de la Iglesia.

Barcelona, abril de 1928

Crisanto de la Torre

 

 

1.    La captura

 

Guadalajara, viernes 1º de abril de 1927. Aún no cantan los gallos. Pronto serán las 6 de la mañana en el populoso barrio del Santuario. La casa de la familia Vargas González, en las confluencias del antiguo camino al pueblo de indios de Mezquitán y la calle de Herrera y Cairo, junto con la botica El Tepeyac, anexa a la finca y de su propiedad, se halla sitiada por elementos de la policía secreta y agentes de la gendarmería local, bajo el mando del temible Atanasio Jarero, que con toda discreción han montado un complejo operativo para tomar por asalto la vivienda y aplastar la resistencia que pudieran afrontar. Sin darse por enterados, los moradores de la casa duermen profundamente.

Jarero golpea el vidrio de una de las ventanas, protegida por gruesos barrotes. Los de la casa creen que es un cliente que requiere de urgencia una medicina: “Una inyección de aceite alcanforado”, dice una voz. Los de dentro vacilan. Los postigos siguen sin abrir. Momentos después, con formas menos sutiles, los sitiadores azotan la puerta y la duda se vuelve certeza: la gente del gobierno ha descubierto el escondite del principal caudillo de la resistencia católica en Jalisco, el abogado Anacleto González Flores, a quien la gente identifica como el Maistro Cleto.

Los agentes de la secreta han acordonado la vivienda, las azoteas y las casas limítrofes. En vano González Flores corre al patio de la casa para intentar evadirse. No hay escapatoria. Los cañones de los rifles Winchester apuntan hacia todo lo se mueva en la casa, ocupada en ese momento por cinco mujeres (incluyendo una niña de apenas ocho años) y otros tantos varones, todos inermes.

González Flores oculto en el hueco de un escritorio destruye algunos documentos comprometedores para su causa antes de caer en manos de los ocupantes.

En la redada se hacen dos grupos, con los varones y con las mujeres. A Anacleto y los hermanos Jorge, Ramón y Florentino Vargas González, así como al mozo de la familia, Bernardino Vega, se les confina en un calabozo de los separos de la policía, en la Presidencia Municipal. Allí se encuentran con otro reo que como ellos ha sido capturado por asalto y sin orden de cateo. Se trata de Luis Padilla Gómez, presidente de la Asociación Católica de la Juventud Mexicana en Guadalajara y secretario de la Unión Popular, que es como decir el segundo en rango después de Anacleto.

Apenas lo permiten las luces del día, a todos se les traslada al Cuartel Colorado, sede en Jalisco de la Jefatura de Operaciones Militares,2 a cargo del general Jesús María Ferreira, quien personalmente interroga a los reos, acusándolos de soliviantar a los rebeldes contra el gobierno. Les exige que le revelen dónde se ubicaban sus centros de acopio, los recursos para sostener la resistencia católica, los nombres de otros cabecillas y, sobre todo, dónde se encuentra el Arzobispo de Guadalajara, Francisco Orozco y Jiménez, apodado entre sus malquerientes el Chamula, en alusión a su paso de una década al frente del obispado de San Cristóbal de las Casas, Chiapas, donde hizo causa común con los indios y se malquistó con los liberales.

El interrogatorio de Anacleto se aderezó con un refinado suplicio cuando las preguntas y las amenazas sólo produjeron silencio. Ni los golpes le hacen romper su mutismo, ni siquiera se queja. Su carne sufre pero su voluntad no se dobla. Lo estéril de sus esfuerzos enardece a los verdugos, que duplican su saña: suspenden a su víctima de los pulgares hasta descoyuntarle las falanges causándole un sufrimiento atroz. No satisfechos con eso, le desuellan las plantas de los pies.

El que no implora piedad para consigo mismo la invoca al cielo a favor de los que le acompañan. Y alcanza a ser escuchado, pues los milites se ensañan nada más con él.

El tiempo se vuelve eterno para los prisioneros, para el General Ferreira y para los tapatíos que en el transcurso de la mañana se enteran de estos hechos. Los verdugos descuelgan al Maistro y de un violento culatazo le desencajan el hombro; excitados por la indefensión de su víctima, le propinan golpes en el rostro y en el cuerpo. No se trata ya de arrancar una confesión forzada, sino de mostrar ese aspecto negro de la naturaleza humana, la crueldad.

Después del mediodía se dispone la ejecución, según lo pidió el presidente Plutarco Elías Calles. Anacleto, Luis Padilla y los Vargas, menos Florentino el señor Vega, son conducidos al paredón, en el campo de tiro del cuartel. Anacleto pide como gracia ser el último en morir; quiere alentar a sus compañeros en tan difícil trance. Algunos biógrafos reconstruyen lo que en esas circunstancias pudo decir Anacleto. Sin duda habló y lo hizo como él sabía, reconfortando a sus compañeros de suplicio y aludiendo a la pervivencia del alma y a la vida futura.

Después de que recitaron el acto de contrición se fusiló a los hermanos Vargas y a Luis Padilla. La muerte para González Flores llegará paso a paso. La tortura sigue; Ferreira pregunta y Anacleto calla; a una orden del milite despechado, un esbirro hunde en la espalda del mártir la bayoneta calada de su rifle. Ferreira quería informes, pero lo único que obtiene son estas palabras, que si no son textuales, sí forman parte de la personalidad de González Flores y como suyas han pasado a la posteridad: “General, perdono a usted de todo corazón; muy pronto nos veremos ante el tribunal divino, el mismo Juez que me va a juzgar será su Juez; entonces tendrá usted un intercesor en mí con Dios...3 Yo muero… pero Dios no muere”.4

Los cadáveres fueron conducidos a uno de los patios de la Presidencia Municipal, el de la sección médica, donde los recogieron sus deudos para ofrecerles esa noche los respetos debidos. A la mañana siguiente, una multitud incontable compuesta por miles y miles de personas formará tres cortejos que confluyen en el cementerio municipal de Mezquitán, impresionante plebiscito de duelo por los muertos y repudió a los verdugos.



1 Egresado de la licenciatura en historia de la Universidad de Guadalajara; trabaja en el Archivo Histórico de Jalisco.

2 Se trata del antiguo claustro del convento de Santa María de Gracia. Hoy funciona como Escuela de Artes Plásticas.

3 Cf. Jean Meyer, Anacleto González Flores: el hombre que quiso ser el Gandhi mexicano, Guadalajara, Gobierno de Jalisco, Secretaría de Cultura, 2002, p. 26. La fuente original es el opúsculo In memoriam, publicado en la ciudad de México en 1928.

4 Cf. María Teresa Vázquez, Anacleto González Flores, un espíritu encendido, Guadalajara, Asociación Pro-cultura Occidental, 1998, p. 31.



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