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Anacleto González Flores

 

Efraín González Luna / Nicolás Valdés Huerta1

 

En el marco del aniversario 90 del martirio de Anacleto González Flores (1888-1927), el más destacado de los líderes católicos jaliscienses, asesinado el 1º de abril de 1927 y cuyos restos se veneran en el Santuario de Guadalupe de Guadalajara, se publica íntegra una semblanza moral suya compuesta tres años después de su trágica muerte por un testigo de lo que aquí se cuenta, no menos que de la fama santidad que acompañaron a la misma.2

 

Advertencia del editor: entre el prólogo que Efraín González Luna compuso en 1930 para la antología de artículos periodísticos de González Flores intitulada El plebiscito de los mártires y la que dio a luz el presbítero Nicolás Valdés Huerta hacia 1960, hay enjundiosas diferencias, toda vez que la mitad del texto que aquí se publica no aparece en la primera versión, suprimida, probablemente, por un meticuloso censor eclesiástico orillado a suprimir todo lo que pudiera dar al gobierno de entonces, a las órdenes del así llamado Jefe Máximo de la Revolución Mexicana, Plutarco Elías Calles, una excusa para dar una vuelta de tuerca más a las durísimas condiciones en las que se daban en ese momento las relaciones Iglesia – Estado. A la vuelta de tres décadas, no siendo ya políticamente calamitoso, incorrecto darlo a la luz. En razón a lo dicho, quede claro que el texto fuera de corchetes corresponde al prólogo de 1930. Ahora bien, en 1961 se publicó una segunda edición del Plebiscito…, a la que se le suprimió incluso la versión “rasurada” del prólogo de don Efraín, que en vida y con el deseo de respaldar la labor divulgativa del padre, lo dio a la luz en este impreso, que felizmente se rescata.

 

***

Una aureola de santidad unge ya su memoria, como ungió la veneración popular su cuerpo destrozado y sangriento. [Los humildes ponen instinto o gracia especial para rastrear lo sobrenatural, y durante su vida se sometían al prestigio superior que irradiaban su persona y sus obras, y a su muerte los sobrecogió la sagrada presencia de algo que lo humano no puede explicar ni contener]. Un destino extraordinario condujo sus pasos por caminos de ejemplar elevación hasta una muerte heroica [pero tal vez lo mejor y más maravilloso de su historia comienza ahora].

            [Es insólito e inexplicable humanamente]. Sólo una vocación dilectísima es clave de su vida.

Su infancia está rodeada de un medio sin tradición, sin horizontes, sin nada que trascienda de mediocridad muy limitada. Ni la intensa pulsación de la religiosidad, ni la audacia y la energía en la acción, ni el anhelo intelectual, ni la apostólica generosidad pudieron tener allí un punto de partida o siquiera un punto de apoyo. Todo lo empujaba a una modesta y estéril obscuridad. La pobreza que él amó siempre –a pesar de haber sido duramente pobre y de que pudo dejar de serlo sin grandes esfuerzos– le impuso en la adolescencia el yugo bendito del oficio manual. [Luego, músico ínfimo de su pueblo natal, encontró en éste, que generalmente no deja de ser un oficio para elevarse a un arte, ocasión para vislumbrar el mundo de la belleza con atisbos que nunca olvidó y que probablemente sí fueron el germen de su constante devoción estética].

Tampoco pudo su época suscitarlo. Producto lamentable ésta de inercias, abyecciones y errores seculares, la generación que con él llegó a la juventud sin antepasados sociales, sin jefes, sin programas, sin espada y sin bandera, encontró planteado el problema de su posición ante la vida pública en este dilema desolador: doblegarse o abstenerse].

Pero una dación directa de Dios lo había dotado de una dinámica riqueza personal. [En el drama de la vocación y del destino, Dios y el hombre son protagonistas únicos. El medio social y todo lo externo son solamente escenario y coadyuvantes].

Desde niño se le conocía [por una apodíctica denominación que ahora adquiere sentido profético:3 el Maestro. Nació de su nativa y precoz aptitud didáctica, de su congénita virtud de autoridad [de la inusitada seriedad con que desde entonces contempló la vida y sintió la solemne trascendencia del comercio espiritual]. En la pequeña escuela de primeras letras era el suplente obligado en las momentáneas ausencias del maestro y su fiel auxiliar [El “bautizo” pueril se produjo espontánea e indeleblemente. Pero después el mote se trocó en cariñoso homenaje y hoy es, literalmente, un título glorioso. Más tarde, probablemente en el humilde seminario auxiliar de San Juan, sin dejar de ser El Maestro comenzó a ser El Monje. La austeridad de su noble juventud le valía un segundo nombre tan descriptivo de su fisonomía espiritual como el primero. La república estudiantil, como el pueblo de los sabios refranes, troquela hallazgos psicológicos en fórmulas magistrales, aparentemente productos de ligereza y banalidad]. Quienes le conocimos íntimamente podemos testificar la pureza cándida y viril de su conducta en todos los aspectos de la vida. No recordamos el menor desfallecimiento ni la menor desviación. Era una consumada realización de sus ideas morales, un bello ejemplar católico de intachable integridad. [En esta alianza plena y viviente de la fe y la vida, de doctrina que se pregona, reside la mayor fuerza de proselitismo y de influencia personal de los conductores de hombres]. No padeció la dolencia lacerante que anula tantas capacidades y frustra obras brillantes de posibilidad casi realizada [:la antinomia mortal entre el hombre y sus actos, que debilita y desautoriza a quienes la sufren ante sí mismos y ante los demás, que paraliza toda actividad, mata toda iniciativa y hiela todo entusiasmo]. Él tuvo en grado extraordinario la vocación y la aptitud para un apostolado prestigioso y ardiente, y encontró en sí mismo y en su vida ejecutores dóciles de su ideal. En estas condiciones, la obra que realizara tenía que ser, como fue, continua, profunda, fuerte y, en suma, ejemplar.

Debajo de su brillante actividad exterior hay una labor oculta, no por más desconocida menos fecunda que aquélla]. Su fuerza privilegiada de gravitación espiritual atrajo siempre a cuantos de cerca le rodeaban en las situaciones más disímbolas. Nadie escapó indemne de la inagotable radiación de su hoguera interior. Modeló el alma de muchos para siempre. Marcó a otros direcciones fundamentales que no dejarán de rectificar rumbos torcidos. [¡Cuántos le deben, además de adquisiciones morales inapreciables, lo mejor de su formación intelectual y su orientación precisa en la vida individual y social!] Sobre todos influyó poderosamente y dejó huellas imborrables. [Este magisterio privado y como subyacente no es la más pasajera ni menos importante de sus obras].

Aunque su vida toda está compuesta sobre un ritmo heroico, se formaría de él una representación incompleta quien creyera que nunca abandonó la sublime rigidez del gesto épico. Era alegre con alegría sana y robusta, sin intermitencias ni exageraciones. En el seno de su familia, la satisfacción afectuosa y jovial fluía abundantemente. [En la ACJM, en los centros obreros, en todas las organizaciones sociales de que formara parte era el constante iniciador de toda manifestación de regocijo y de él arrancan ciertas prácticas de buen humor ya tradicionales. Nada tan pintoresco como su vida de estudiante. Era el alma de una especie de pequeña comunidad de muchachos procedentes de varias poblaciones de Jalisco, todos estudiando diversas disciplinas en Guadalajara y viviendo pobremente en una mísera casita que se hizo legendaria como centro de intachable y bulliciosa alegría, de vida bohemia y cristiana al mismo tiempo]. El anecdotario o la historia de su alegría sería interminable [Basta recordar que la última congruencia de todos los elementos naturales y sobrenaturales que en él confluían alimentó un perenne manantial de satisfacción interior que no dejó de brotar armónico y jocundo en todas las múltiples situaciones4 de su grandeza y de su heroísmo, y selló, como unción impalpable y prefigura de la deslumbrante gloria sin fin, cada momento del mártir sonriente.

***

Su religión fue el motor universal de su obra interior y externa; su religión entrañablemente conocida y amada. La estudiaba sin cesar, paciente y concienzudamente, en todos sus aspectos y consecuencias, y cada día le trajo un nuevo motivo de certidumbre, de admiración y de amor. [Difícilmente se encontrará quien, como él, haya verificado en todas las latitudes del universo y del espíritu la verdad y la eficiencia de la fe]. No retrocedía ante las disciplinas más ingratas ni desmayó un momento en la tensión febril y ansiosa del conocimiento religioso que alimentaba su vida interior e iluminaba sus empresas. En medio del rudo trabajo que le exigía la atención del pan cotidiano y sobre el agotante esfuerzo apostólico que no abandonó un solo día, se echaba a cuestas labores desalentadoras para cualquier voluntad de temple ordinario [: penetración de ciencias para él extrañas y rebeldes, conocimiento bastante de idiomas cuando lo exigía la substancial comprensión de un problema o simplemente la información sobre determinada novedad ideológica o artística relacionada con la vida religiosa. El estudio metódico y profundo acrecentaba, sin apresuramientos superficiales, una cultura que, al fructificar, habría enriquecido sólidamente nuestro exiguo patrimonio intelectual]. La muerte lo arrancó a sus libros y no es infundado suponer que, al aceptar a plena conciencia el supremo sacrificio [contempló dentro de él, con tantos otros vínculos sagrados que lo ataban a la vida, el irreparable desgarramiento de la predilecta labor tejida hilo a hilo en los mejores años de su juventud].

Y al conocimiento unía el amor; no el descuidado amor de tantos que se familiarizan con el olvido frecuente y la deslealtad recóndita, o confesaba [5] reconciliando la dura regla religiosa con excepciones cómodas; sino el amor práctico, absoluto y total que satura todo el ser y es norma y sentido universal en cada instante, cada episodio y cada matiz de la vida y de la muerte; el amor que exige y recibe la entrega más completa y los sacrificios más dolorosos, no sólo sin resistencia y sin reservas, sino con entusiasmo y convicción.

Ésta es la fuente maravillosa de su energía sobrehumana. Bebió de ella sin cesar, con varonil y edificante piedad]. No conoció el respeto humano, o lo venció con victoria temprana y decisiva. Todo él era oración atenta y cálida. Nunca se interrumpió el diálogo deslumbrante entre Dios y él; nunca dejó su alma de estar tendida al infinito en perpetuo dar y recibir. [Esta fraternidad de la oblación humana con la merced divina tenía que culminar en el epílogo de la mayor exaltación espiritual que pueda realizarse aquí abajo: la fraternidad de la palma y la sangre]. Era frecuente sorprenderlo, en medio del trabajo, de la conversación, del estudio, perdido en instantáneas y solemnes contemplaciones de algo distante y grande que no podía ser sino sobrenatural. La última vez o una de las últimas, que, ya acosado por la muerte, pudo ver a sus hijos, consumió la hora breve y ansiada en enseñarlos a rezar. En sus últimos días pasaba largo tiempo apartado en reconcentrada oración, presintiendo tal vez la gran entrevista. Y murió rezando. Las manos de su cadáver tenían los dedos en cruz. Los sacramentos le eran fuentes vivas de purificación y de fortaleza, no remotas maravillas a que accediera de tarde en tarde por exigencia incomprendida del mandamiento eclesiástico. La Eucaristía era positivamente su pan sagrado y necesario de cada día. [Alguien de su familia recibió de él esta pregunta formulada con extraña fogosidad y acento desconocido: “¿Te das cuenta de lo esencial y delicioso que es amar a Dios con toda el alma?” Era una involuntaria revelación de sus raíces más profundas, un incontenible y fugaz desnudamiento de su tesoro interior.

Se había forjado una voluntad tenaz e inconmovible, aferrada en la ejecución, incapaz de volubilidad o desaliento, superior e indiferente a los obstáculos y a la magnitud de los sacrificios necesarios. [La cultivó directa y deliberadamente, imponiéndose una disciplina rigurosa en lo habitual y empeño para contar consigo mismo en los grandes esfuerzos y en las contingencias inusitadas]. Convencido de que el carácter es la base primordial de las personalidades construyó la suya cimentándola en un carácter que resistió la suprema prueba: el martirio. Elaborado un propósito, no descansaba hasta verlo realizado. [La continuidad es la característica de su acción en todos los órdenes. Fecundo en iniciativas, no abandonaba, sin embargo, la tarea comenzada para aplicarse a otra. Fue fiel a sus obras hasta el fin, con fidelidad escrupulosa y sin que languideciera su participación en ellas.] Como inició tarde sus estudios, a los treinta años iba en la mitad de su carrera profesional. [El absurdo monopolio escolar le salió al paso y anuló de una estúpida plumada, todos sus exámenes, desde el principio de la enseñanza secundaria]. Sufría entonces una indigencia verdaderamente cruel, el extremo de la pobreza. Para no cortar sus estudios, había tenido que aceptar una ocupación modestísima [y absolutamente iliteraria] que apenas le permitía comer. La ruina de sus esfuerzos de muchos años y la urgencia de la necesidad económica, unidas a la madurez de la edad, parecían imponer la renuncia de la profesión liberal y la elección de otro género de vida. El golpe era demasiado duro para optar por la más dura de las soluciones. Sin embargo, no dudó un momento. Al día siguiente comenzó a estudiar de nuevo las clases cursadas hacía muchos años; y paso a paso, en una repetición aplicada, [minuciosa, concienzuda], empleó de nuevo varios años en recorrer el [viejo] camino, hasta concluir, siempre con exámenes brillantes, el programa que se había trazado. [Cuando se escriba su historia, serán innumerables los rasgos como éste].

El convencimiento total, la energía sin cesar operante y el copioso socorro de la fuerza divina le permitieron afrontar una borrasca en medio de una etapa histórica que se resume en un desenfrenado asalto contra toda la estructura religiosa y social de México. Hechos de magnitud exigían una contradicción radical, un choque que el salvajismo imperante que no podían producir sino violencia y sangre]. Él presentó su pecho al brutal martillero con tranquila entereza desde la juventud. [Con la madurez, creció el vigor de su resistencia y pudo soportar sacrificios cada vez mayores]. Desde luego renunció al bienestar económico, fácil de lograr para su capacidad y su prestigio con tal que hubiera consentido en una relativa inhibición de su esfuerzo social, en una cierta moderación de su apasionada sed apostólica. [Pero tenía estrangulado todo cálculo, abominaba de los medios tonos y seguía un camino categórico con decisión integral]. No podía resignarse al abandono del paso más difícil porque entrañara cualquier responsabilidad, mucho menos porque se tradujera para él en sacrificio y menos todavía si éste era de índole económica. [Citaba con fruición la fórmula adoptada por Papini para definir el oro: “el excremento del diablo”. Alguien le representaba la enormidad de la carga que pesaba sobre él mismo y sobre su familia y el peligro de la indigencia absoluta. Cortó la observación con réplica aplastante: él y los suyos vivían para salvarse y no pensaba que para lograrlo necesitaran llevar un cheque en la mano]. Era tan escrupuloso en su desinterés que, materialmente acosado por la miseria, después de varios meses de abandono forzado de su trabajo, rechazaba todo auxilio por el prurito de no retirar de su acción religiosa y social el más insignificante resultado material. [Renunció también a 1a tranquilidad y el descanso. Se creía cuando contrajo matrimonio, que restringiría el tiempo y la actividad dedicados a sus obras. No sucedió así ni un día; no abandonó ninguno de los capítulos de su programa habitual].

Vivió bajo una constante y cruel hostilidad de los poderes antirreligiosos. Puede afirmarse que no conoció día sin sobresalto. Las puertas de la prisión se abrieron para él muchas veces, pero cuando salía de la cárcel continuaba, sin desviarse un punto, la marcha heroica que llevaba al entrar. No podía ignorar que a cada paso le acechaba la muerte. Varias veces y desde hacía muchos años se le había acercado; pero no la esquivó ni pudo el temor de ella frustrar su vocación. La idea del sacrificio de su vida con seguridad le era familiar. [Uno de los lemas que dio a la última y más importante de sus obras fue éste: “Reina de los Mártires, ruega por nosotros”].

La variedad de sus actividades es pasmosa. Sintetizándolas, pueden comprenderse en esta fórmula: la juventud, el pueblo y la libertad].

La juventud era su campo preferido. Trabajaba en ella y por ella desde antes que llegara a su conocimiento la existencia de la ACJM, en círculos de estudios que fundó y animó con certera visión de su importancia, [con exacto conocimiento de su mecanismo y con fervorosa esperanza en sus resultados. De suerte que la ACJM lo encontró insuperablemente preparado y al ingresar en ella con las obras que de él dependían fue su cimiento más caracterizado y eficaz. Por once años le consagró la fidelidad más entusiasta y asidua]. Era su obra predilecta, su base de operaciones y semillero de sus amistades más caras [y de sus colaboradores más decididos. La consideraba como una ampliación de su familia; en su oratorio contrajo matrimonio y su pequeño primogénito era ya puntual concurrente a las reuniones dominicales hasta el momento de la proscripción. Aparte de su abundante labor general en la Asociación, sostuvo por muchos años un círculo de oratoria y periodismo en que especializaba su vocación didáctica y que produjo numerosos propagandistas y abundantes frutos].

Los obreros no tendrán nunca un amigo mejor. Abrazó su causa como propia y fue su mentor más constante y su más abnegado defensor]. Conocedor profundo de la cuestión social, abogó sin cesar por la organización corporativa del trabajo dentro de los principios cristianos [y a él se debe en primer término el brillante movimiento social que empezaba a tener entre nosotros una robusta realización práctica y que la persecución aplastó cruelmente. Dios no permitirá que la fecunda semilla se extinga. No hay obrero católico que, habiéndolo conocido, no lo considere como un fraternal compañero. Unos meses antes de su muerte, amenazado ya por ella, no pudo abstenerse de abandonar su retiro para intervenir personalmente en cierto caso obrero. Obtuvo en beneficio de sus representados una solución favorable, pero fue inmediatamente encarcelado. Milagrosamente recuperó la libertad, una libertad bien precaria, para seguir luchando y sufriendo medio año más. El divino Misereor super tumbam no dejó de resonar jamás en su conciencia y fue divisa comprendida y seguida con amor].

En cuanto a la libertad religiosa, fue su preocupación constante y el gran amor de su vida. [Como García Moreno, cuya historia conocía página por página, merecía el título de “Vengador y Mártir del Derecho Cristiano”. La posición monstruosamente inicua en que ha estado colocada la Iglesia en México desde la Reforma, y que hoy se pierde en aquellas simas de la barbarie y del absurdo a donde las palabras no pueden bajar y aun el pensamiento se desvanece, le sublevaba como la más cruel injuria a la justicia, le hería como sangrienta mutilación personal, y nunca dejó de sentirlo, de decirlo y de obrar en consecuencia. Además de esta cuestión de justicia, palpaba la necesidad y la urgencia de desatar las únicas manos que en México pueden dar una solución a los pavorosos problemas nacionales, porque son las que dieron la vida y la civilización a la Patria: las de la Iglesia. Dios, la Justicia y la Patria se confundían para él con la causa de la libertad. Se entusiasmaba por ella con devoción aún romántica y le conquistó múltiples paladines]. Se transfiguraba en sus discursos de libertad llegando al máximo de conmovida y enérgica expresión; y nunca, cualquiera que fuese el tema de sus expresiones verbales o de sus escritos, nunca dejaba de flotar sobre ellos, con presencia inexorable, el gran dolor de la servidumbre y el gran deber de la libertad. Al ver venir para la Iglesia la más grave de sus pruebas en la tribuna, en la prensa, en las organizaciones sociales, siempre y en todas partes], se consagró en cuerpo y alma a fundar y extender una organización popular orientada especialmente a la defensa de la libertad religiosa.

En un país encadenado y donde tantos sólo saben aceptar u olvidar cadenas, él no concibió ante ellas más actitud posible que la de quebrantarlas]. Cuando la persecución llegara al desenfreno más abyecto, su amor a la libertad religiosa había de llegar al heroísmo y al martirio. Así fue. Murió por el derecho. Por el derecho de la Iglesia a la vida y a la libertad.

E[fraín]. G[onzález]. L[una].

 

La misión de Anacleto González Flores6

 

Habida cuenta de la magna obra que realizó, puede aplicársele la alabanza de la Sagrada Escritura: consummatus in brevi, explevit tempora multa (alcanzando en breve la perfección, llenó largos años).7 Cuarenta años escasos –nació el 13 de julio de 1888 en Tepatitlán, Jalisco, y murió asesinado en el Cuartel Colorado de la capital del mismo estado el 1º de abril de 1927– le fueron suficientes, con la ayuda de la gracia divina, para la obra de su santificación personal y para el admirable cumplimiento de su extraordinaria misión providencial ante México en general y ante Jalisco en particular. ¿Qué misión?

            Su misión fue semejante a la del profeta Ezequiel: restituir la vida y el espíritu, por mandato de Dios, a una multitud de huesos áridos. Concretamente, en el caso de Anacleto, resucitar en el pueblo, después de haber sido él “resucitado” (significado de su nombre), el genuino espíritu cristiano de lucha necesario para contrarrestar la inmensa conjuración de los enemigos de Dios, para defender su propia fe y el libre ejercicio de sus derechos.

A Anacleto le tocó ser en el campo seglar, de parte de Dios, una voz amonestadora: bien pudiera haber respondido como Juan Bautista cuando le preguntaron quién era: “soy la voz del que clama en el desierto”. Él, en el prólogo de su pequeña pero profunda obra La cuestión religiosa en Jalisco, refiriéndose a la lucha sostenida por los católicos jaliscienses en la segunda mitad de 1918, dice:

 

Una palabra atrevida cruzó serenamente los ámbitos, despertó los alientos dormidos de los esclavos, se transformó en huracán de indignación al tocar el alma del pueblo, y sostenida por los brazos robustos de las muchedumbres, se trocó en la majestad imperturbable de la opinión que se levanta cargada de ira santa, e hirió en la mitad del corazón a los profanadores de la libertad.

 

Eso fue Anacleto: una voz, una palabra (de ahí su auténtica calidad de orador) destinada por Dios a denunciar el ya largo “pasado de ignominia” de los católicos mexicanos, acobardados a la caída del partido conservador y recluidos en el interior de los templos y de los hogares, abandonando “todas las vías abiertas de la vida pública a todos los errores”: en lugar de haber estado en todas partes, especialmente allí donde hicieron su aparición los portaestandartes del mal, nos encastillamos en nuestras iglesias y en nuestros hogares.

 

Y les hemos dejado a ellos la escuela, la prensa, el libro, la cátedra en todos los establecimientos de enseñanza, les hemos dejado todas las rutas de la vida pública, y no han encontrado una oposición seria y fuerte por los caminos por donde han llevado la bandera de la guerra contra Dios.

Y tenemos necesidad urgentísima de que nuestros baluartes se alcen dentro y fuera de nuestros hogares, para que cada corazón, cada alma, nos encuentre en plena vía pública para conservar los principios que hemos sembrado en lo íntimo de las conciencias, dentro del santuario del hogar y del templo.

           

            Con índice de fuego denunció igualmente “en el pasado ignominioso” y en el presente la existencia y la presencia de “un sistema, una serie de ideas, un pensamiento” dirigidos a “arrancar de las entrañas de la sociedad, las tesis salvadoras del Evangelio”, principalmente a través de la escuela laica:

 

Entre el sol de las almas, que es Dios, y el niño, aparece el maestro laico como espesa sombra. La escuela laica arranca, atrofia, debilita el fondo de la combatividad natural del alma humana. Hace espíritus neutros que no sirven más que para formar ejércitos de parias y de multitudes que todos los días barren los audaces sin ningún esfuerzo. La escuela laica es la escuela del miedo, porque el niño y el joven aprenden, aunque los profesores sean santos, a buscar la sombra para hablar de Dios, a ocultarse a las miradas escrutadoras del Gobierno al referirse a Dios; a temblar cuando, en la explicación lógica de la historia y la naturaleza, sea necesario inclinarse ante Dios, Señor de la vida y aliento de hombres y pueblos.

           

Anacleto González Flores, voz conminatoria y alentadora del México católico, fue acallado, después de intensos y fecundos años de magisterio que, con la bendición de Dios, cooperaron a realizar el milagro de poner en pie el católico pueblo de Jalisco y lanzarlo, en unión de muchos miles de mexicanos, a la Gesta Cristera, maravillosa manifestación de la fe, de la cual él mismo escribió en la noche que inmediatamente precedió a su muerte: “el espectáculo que ofrecen los defensores de la Iglesia es sencillamente sublime. El cielo lo bendice, el mundo lo admira, el infierno lo ve lleno de rabia y asombro; los verdugos tiemblan”.

            Matando a Anacleto, se le acalló. Mejor dicho, se pretendió acallarlo. Pero en vano, porque por su sangre, como la de Abel, dice san Pablo, “muerto ya habla todavía”.8

Pbro. N[icolás]. V[aldés] [Huerta].



1 Nació en Autlán de la Grana, Jalisco, en 1898. Abogado y notable humanista, fue socio fundador de la filial tapatía de la Asociación Católica de la Juventud Mexicana (ACJM), en 1916, y su segundo presidente. También fue militante fundador del Partido Acción Nacional (PAN), en 1939, de cuyo Consejo Nacional formó parte. Fue el primer candidato del PAN a la Presidencia de la República (1952).

2 Uno y otro textos se han tomado de un impreso sin fecha publicado por don Nicolás Valdés bajo sus iniciales.

3 En el prólogo de 1930 aquí aparece la palabra “como”.

4 En la versión de 1930 se  lee en esta parte “Júbilo divino, gemelo de su austeridad y de su energía”.

5 Falta la palabra de enlace en el texto original.

6 Nicolás Valdés Huerta, el autor de los párrafos que siguen, nació en el municipio de Totatiche, Jalisco, en 1907. Militó en la resistencia activa católica entre 1926 y 29. Hizo estudios eclesiásticos en el Seminario Conciliar de Guadalajara y en la Universidad Gregoriana de Roma. Ordenado presbítero en 1942, tuvo por destinos ministeriales las parroquias de Nochistlán, Bolaños, Cocula y Lagos. Fue director espiritual en el Seminario Mayor de Guadalajara. Al lado de Aurelio Acevedo dio vida al periódico cristero David. Murió en 1982. Cf. Jesús Jiménez López, “Don Nicolás Valdés Huerta”, en Estudios Históricos, Guadalajara, núms. 23 y 24 (1982), 91-108.

7 Sab. 4, 13

8 Heb. 11, 4.



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