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Memorias de un misionero en la Baja California. 1918

(Tercera parte)

 

Leopoldo Gálvez Díaz1

 

Cuatro décadas después de lo que aquí se narra, un testigo de los hechos,

entonces joven seminarista, da cuenta de algunas de sus peripecias en la expedición encabezada por el grupo de misioneros de la Arquidiócesis de Guadalajara que provisionalmente se hizo cargo de la cura de almas de la Baja California,

en tiempos de persecución religiosa en México.

 

Arranca la misión bajacaliforniana

 

A mediados de octubre [de 1918] salimos de La Paz. Dejamos esa ciudad ya saliendo el tiempo de aguas, con placidez de alma y cuerpo, es decir, con felices pronósticos de tiempo y vida, después del ciclón de septiembre,2 todavía verdeando los pastizales de los vallecillos. El trabajo de misión que traíamos fijo decía que tocaríamos en primer término La Soledad, por las laderas orientales de la amada península, más acá o más allá del lugar aquel donde el conquistador Cortés, con gesto mohíno, quitándose la gorra la arrojó con despreció mientras mascullaba: “¡Calida fornax! ¡Calida fornax! (horno caliente). Ya sea que don Hernando supiera de leyendas o que de propósito lo haya dicho ahora por ponerle nombre a esta tierra, así dicen las historias: que se quejó Cortés del calor ambiente.3

            Nos iba guiando por los vericuetos un vaquero del rumbo que nos recomendara Jesusita Belloc, nuestra bienhechora, como del país y experto del campo, hombre jovial y conocedor, servicial e ingenuo, que nos divertía con sus charlas amenas y ponderaciones exageradas de las glorias y gestas de su tierra amada, exaltando sin medida las sorprendentes bellezas del desierto porque él no había leído nunca lo que dijeron antes los misioneros ni lo que uno iba confirmando con sus propios ojos: “roca viva, peña desnuda y crucificada, coronada de espinas” (fray Junípero Serra, OFM); “tierra de miseria, digan lo que digan los que no la han visto” (fray Francisco Palau, OFM); “montón de piedras sin caminos y sin agua, con sombra sólo en las cuevas, y breñales y espinas por todas partes” (Juan Jacobo Baegert, SI).4

            ¿Qué diremos los mexicanitos en comisión? (1918), y vaya que yo no andaba entonces tan enterado ni tan pesimista, por eso se me hacía aquello bueno; claro, con carne asada y rojas pitayas que por allí asomaban en los vallezuelos.

 

La Soledad5

 

De veras “soledad” sin exageración, paisaje agreste y rudo por todos lados, entre dos grandes azules: allá arriba, el cielo, abajo, el mar y en medio, pavorosa, La Soledad. Y me entró el desconsuelo después de ver aquello. Diez o doce vecinos en total, rústicos, toscos sin comparación, devotos pueriles, buenos cristianos que nomás nos miraban como santos raros. Allí comimos como alimento de lujo orejones de guayaba y algo de leche. Y ya que los viejitos oyeron misa y les soplamos algo su fe católica, seguimos adelante.

 

San Luis6

 

“De allí de San Luis escribe su merced”, me había dicho el mozo, jovialísimo. A San Luis me lo pintaba ese vale como lugar a propósito para sentarse uno a meditar y escribir impresiones o para dar noticias. “Figúrese nomás, por aquí pasa cada dos o tres meses el correo terrestre que va hasta Ensenada y puede cualquiera escribir sus razones”. Y como que aquello me sabía mejor que La Soledad, como apurar aguas frescas de piña o de limón, de menos. Pero como llegamos acá de noche, no me dieron helados sino cafecito al tiempo, y queriendo ver más amanecí en San Luis, donde me saludó el desencanto, la mera tristeza de alma, la vulgar desesperanza, porque aquello no era ningún pueblo, como aseguraban, sino un paraje apenas, de obligación en cualquier camino, no digamos de viajeros que en la Baja California atraviesan el desierto. Y le observé ahora al Padre Presidente [don Pedro Rodríguez]: “Faltan habitantes. Es lo principal, ¿no le parece a usted?” Yo venía filoso y con ganas de usarme. Yo, repetidor de religión, bien podría servir para sembrar ideas, y más si apretábamos a leerles algo y rezar las novenas. Yo, hombrecito de escuela y todavía joven, con el don del habla, con uniforme eclesiástico, y sin campo apenas dónde trabajar. A ver, a ver, ¿a quiénes fuimos enviados? ¿Cuáles catecúmenos nos aguardan? ¿Para cuándo seremos los monacillos? Y me sentí solo y con desconsuelo. Dos o tres vaquitas flacas, que divisamos en los corrales, no me hicieron mucha gracia. Y las estampillas del Correo Nacional, que alguno vendía en la casa, tampoco decían progreso ni riqueza, ni importancia alguna ¿Cuál presentación física? ¿Qué categoría civil? ¿Cuáles grados económicos, ni que masa humana que esto valga? Y seguía yo descorazonándome.

            Allá en La Soledad, bueno, su mismo nombre me lo decía y me preparaba el alma, pero, ¿aquí? San Luis me dejó helado y hasta me dio coraje con el vaquero aquel, y hasta quise protestar con él, contra sus noticias hueras de Baja California y contra los aspavientos que hacía de todo: de la geografía vívida, de sus leguas, de sus rumbos, de sus meses, en fin. Quise consolarme un poco recontando la gente, desandando mis impresiones de golpe, pero en las pruebas me dio igual.

Y así fue aquello y dizque así es todavía (1959). En alguna ocasión que visité al señor obispo doctor don Alfredo Galindo Mendoza, ordinario actual de la Baja California, después de su consagración episcopal (1949), me lo dijo más claro: “Es alarmante, padre, la despoblación del sur, así como es alarmante la congestión de habitantes en el estado norte. Piense usted, en San Lucas quieren padre, si su reverencia fuera por allá se lo daría, pero ¿qué le digo? Son tan pocos y tan pobres esos vecinos que casi casi no lo mantienen, y debido a eso yo creo que la Santa Sede dispuso este año de 1958 que Baja California se quedara reducida a su categoría a simple Prefectura Apostólica, encomendada a los Padres Misioneros de Verona”.7

 

San José del Romerillo (Romerillal)8

 

Con esos dos nombres lo conocen allá. En este lugar cambié algo de impresiones. Mis recuerdos con buenos. Mejores no en cuanto a importancia o población, sino en cuanto a la calidad de sus dueños, los agricultores allí establecidos, que vivían más desahogados y eran cordialísimos en su trato social. Allí había una mata de buenos colonos, cuyo patriarca era el señor don Manuel Álvarez, con sus hijos y nietos, benefactores positivos del desierto californiano. Fue para mí glorioso contemplar los milpales y comer elotes, beber leche fresca de vacas con vida, y se me hizo riqueza oír discos fonográficos y pasear a caballo. Me parecieron galas inmerecidas, sensación de salud y riqueza en marcha. Recuerdo que el frío nos molestaría un poquito y pretextando algo, el aniversario de mi santo patrón, por ejemplo, me ofrecieron como regalo un abrigo de lana de veinte pesos. En Romerillal hubo padrinazgos y comuniones de gala, cultivo de buenas amistades y despedidas tristes al fin de todo. Yo no era padrecito todavía, y no sabía sino prometer oraciones al tiempo por si fuera algo.

            En este punto del camino nos dejó el mozo que venía de La Paz y ocupó su lugar Domingo, sirviente de don Manuel Álvarez, no tan sapiente y echador como el otro. Los colegiales tuvimos tiempo de hacer los ejercicios espirituales y ocuparnos de cosas menudas, como hacer las hostias y remendarnos.

 

San Javier9

 

Este pueblo tuvo fama como misión “de tabla”, es decir, de primera,10 y yo venía prometiéndome algo mejor que San José Romerillal. “Merecerá más la pena, será más importante vernos allá”, pero fue desastroso llegar y verla. Hallamos aquello en franco abandono. Su florecimiento misionero y su grandeza novohispana, así como su habitual novedad que gozaría cuando fue dependiente, se le fue con los años, y le queda el nombre para el recuerdo. La población de San Javier era de chinos paganos, recién venidos del Asia huyendo del hambre y en busca de espacio.11

            Antes de arribar a San Javier topamos por esa vereda con algunas ruinas cristianas: una capilla, apenitas al aire y al sol californiano, que pediría compasión al caminante ocasional, y como las ruinas, sean las que sean, causaban curiosidad a las gentes y las ruinas católicas más a los cristianos y a los sacerdotes, me detuve allí un momento, me bajé del caballo para bendecirme y pensar en ello. Las cosas viejas y las cosas muertas dan sentimientos. Las ruinas nos dicen algo, nos amonestan a los sanos actuales y nos apuntan allá; como que nos platican y nos conmueven. Aquí estuvieron, antaño, otros misioneros. Tal vez los dominicos, nos dijo Domingo (él decía que esa misión fue la Santa Cruz o Santo Domingo, por algo lo diría), y por no ser menos, nos dejaron estas ruinas de adobe a sus continuadores. Besé el nicho del santo óleo, me subí al caballo y galopando alcancé a los compañeros. “No se demore, padrecito”, me gritó Domingo.

            Ya en San Javier me impresionó la iglesia, construida de piedra y dotada a lo rico. Mucha mano de obra en su construcción, templo magnificente en plena sierra escabrosa, pero pobre iglesia olvidada y oculta de la cristiandad. Como moneda de oro caída en el arroyo y que nadie recogió nunca. Su retablo central me dio idea de Aranzazú en Guadalajara y de aquella fe sincera del barroco, representada en oro e iconos de santos.

            ¿Pero qué hacían allí los chinos del cuento? Los chinos de San Javier vinieron de Asia central como braceros a San Francisco, California, y pareciéndoles aquello algo de veras horrible como explotación humana, huyeron de por allá buscando mejor ambiente. Eso fue a principios del siglo. Y llegaron hasta acá, quedándose a trabajar, felices, a cuidar, nomás eso, con tesón y admirable cariño el viejo olivar jesuítico y el acueducto desportillado, a ver si producían olivas, a ver si duraban más para su beneficio.

            Por allí nos enseñaron de reliquia una india guaycura ya centenaria, y fue la única que vimos, huraña ella y ya sin luz, que nos miró azorada.

            Y fue algo obsesionante y pueril que me pasó a mí con el templo aquel de San Javier: hubiera querido arrancarlo de cuajo y llevármelo conmigo a cualquier aldea de Jalisco para darle ocupación decente. Y me atormentaba lo que dijeron en sus Relaciones los viejos misioneros bajacalifornianos: “tierra crucificada y coronada de espinas”, tierra sedienta de agua aunque la abracen dos mares, tierra con hambre de amores y aunque yo vaya queriéndola. ¡Baja California la pobre, la inmerecida, la siempre olvidada! ¿Quién volverá a redimirte y a entronizarte en el corazón?

 

Loreto12

 

La vieja capital del territorio y el primer pueblito que nosotros tocamos. Pueblito de pescadores a la orilla del mar, figura del mar Cantábrico en el solar de la raza, pero nomás estampa, sólo figura. Costa benéfica en México, pero no en Mazatlán, ni en Acapulco, ni en Veracruz. Ribera del Mar Pacífico, pero no en Río de Janeiro, ni en Montevideo. No en Mónaco ni en la Riviera. Plaza generosa de California, pero de la California pobre.

            Su desastre físico me causó tristeza. Su ser ruinoso. Otra vez me dio un patatús en el alma: mecha que parpadea, caña seca en la vereda, y nosotros frente a ella, para arrimarle algún favor postrero. ¿Qué no dice el Evangelio lo de no romper la caña resquebrajada ni apagar el pabilo humeante si aún resuella el semivivo?

            ¡Loreto de mis recuerdos! ¡Loreto de las buenas memorias! ¡Loreto de los hechos heroicos! ¡Loreto mío, del alma! ¿Qué sino malo te aflige?

            Los habitantes de Loreto eran entonces sólo refugiados del norte, revoltijo sin tino de todos los países de la tierra, gambusinos y vaqueros, peones, cholos del Perú, aventureros afortunados, buzos naturales, algún letrado europeo. Los loretanos de cepa, la hidalguía nativa, se había ido ausentando de su propia tierra, empujados por el paro y la desesperanza, a Sonora o a los Estados Unidos, quedando sólo los peones arrimados por empresarios de otras épocas: peruanos, chinos, holandeses y alemanes.

            La iglesia la encontramos destapada y cayéndose –el padre oficiaba la misa en una dependencia–-, de campanil borracho y tirlanguiento. Y el rancio sabor a España, ya sin sal y sin ajos.

            Loreto para mí significó mucho, puede ser que más, quién sabe si todo: un momento crucial: lo que he cantado, lo que he reído, lo que he llorado. Loreto me recuerda la vida del hombre en la tierra. Allí conocí al Creador de lo que existe. Sus buenos hijos, su algo divino y celestial. En Loreto aleteó mi alma como pajarillo que abandona por vez primera el nido. En Loreto sentí el amor, me enseñé a querer, me puse a pensar, esto es, a ensayar pensamientos y pasarlos a letras de molde; allí conocí la responsabilidad, conocí a las mujeres, su letra, su modo de expresarse y sus arrumacos tentadores. En Loreto supe comer las almejas y la lisa. Aquí comenzaron mis “alergias”, hasta hice novias (no sabía y no hallaba cómo decirlo).

            Tener la novia, decía yo, nomás tenerla in mente, no era ningún pecado. Yo era hombre. La mujer que al varón completa tenía qué inquietarme, de contado, esa vez o cuando fuera, y no obstante el atuendo de aspirante al estado eclesiástico, y aunque uno vaya tirándole a algo de sabor célibe o profesión mística, el noviazgo viril va imponiéndose. El impulso varonil se viene encima naturalmente. La vocación vendrá enseguida, como impuesta por las conveniencias de índole moral y las persuasiones religiosas de carácter sobrenatural. La conquista del alma para la vida eterna, el dominio de sí mismo, la mortificación como medida clave de castigo a ver si se libra uno de la esclavitud animal y nos dan como premio el cielo. Y el hombre siempre es hombre dondequiera que se halle.

            En Baja California me atrapó a mí el suceso –événement macabre, dicen los franceses– ¡A eso no fuimos los seminaristas! Pero ahí estaba el hombre… En Baja California hallamos el arca abierta y llena de perlas riquísimas, lo que se llama joyas, el oro legítimo de las costas americanas, sus bonitas mujeres, como alhajas preciosas que despiertan la codicia de los hombres, y “donde el arca está abierta, hasta el más justo peca”.

            Y sucedió lo que tenía que pasar, aquí o allá y entonces: la juventud que saluda, o sea, el concurso ideal de la virilidad, el aletear de las almas, el noviazgo humano, que a todos nos rezuma con dulzura santa si supimos comprenderlo, manejarlo y valorarlo como se debe. “El hombre incompleto todavía, que busca completarse naturalmente” y que no es malo (Constancio C. Vigil). Vino a verme el amor.

            Dos muchachas loretanas me fascinaron el alma. Dos jóvenes de ese pueblo me cautivaron de veras con sus gracias físicas. Romana Lagos y Rosalina Davis (¿por qué Romana y por qué Rosa?). Cuando acudí al correo a depositar una carta y hallé en la oficina para despacharme a la señorita Romana, le entregué otro mensaje telepático de mi propio afecto; pero esta Romana se hizo la importante y me dejó ahí nomás. Bien por la patria y a ver qué sigue.

            Vino el tiempo navideño, con sus jolgorios cristianos y sus villancicos benditos por el Niño Jesús, y se reunieron a festejar las posadas los jubilosos niños y las gentes cándidas de las aldeas marianas. Dígase también las amables porteñas de Loreto. Los seminaristas se peinaron un poco y aparecieron en las funciones como de gala. Allí estaba Rosalina cantando las letrillas del tiempo natalicio, y apareció a mi fantasía doblemente graciosa, bonita, merecedora: “caído se le ha un clavel / hoy a la aurora del seno. / ¡Qué glorioso que está el heno / porque ha caído sobre él!” Y acabó aquello como en las novelas y como en los cantares:  “Tú (precioso), ave de paso / Yo amapola del camino / (Deja – déjate – déjame) Pásate”.

            Rosalina me hizo creer no nomás de mentiritas, no nomás ahí, de pasada. Era un tesoro esa chica. Yo tenía planes con ella y hasta rezaba por ella. Tenía un decir literario, más que buena profesora, más que mujer del montón, más que lo que uno quisiera y su especialidad la letra francesa, de modo que yo, el soldadito de ayer y el rancherito de antier, el oficial de petate que podría apellidarme, hasta me sentí orgulloso de verme convertido en caballero del México del siglo xx.

            Juntar y poseer una perla, perla de California y arcoíris de Loreto, se me hacía de veras conquista y riqueza. Cuando el desacuerdo vino yo me puse mohíno. La inyección de valor, aisladora y eficaz en sí, no me hizo bien y sufrí mucho, realidades en camino que uno ignora, que mortifican al cabo y que uno, de propósito, desearía ignorarlas, doledoras realidades que nos alcanzan en la vida y nos dejan heridas, pero de menos fue un adiós a tiempo, suave desapego al fin, sin jalones ni riesgos de cuidado, sin rastros de sangre que indican pendientes graves, algo preparado por Dios mismo, romántico, de buenas, entre amigos leales, amable. Oportuna despedida.

 



1 Sacerdote del clero de Guadalajara, nació en Jiquilpan en 1891 y se ordenó presbítero en 1921. Compuso estas memorias en 1959.

2 Uno de los más potentes y desastrosos ciclones que han tocado el sur de la península californiana fue el ciclón que golpeó sudcalifornia del 15 al 17 de septiembre de 1918, en el que quedó destruido el pueblo de San José del Cabo, incluyendo su templo, y del que se registraron 25 muertos. El huracán comenzó a golpear San José del Cabo con toda su furia durante la tarde del día 16 de septiembre. En la madrugada se enfiló sobre tierra hacia La Paz, donde todos los barcos anclados en la bahía fueron volados sobre la playa y sufrieron daños graves o de ruina total (NdelE).

3 Esta versión llegó a ser muy popular pero no es histórica. Sí, en cambio, que la palabra California –que alude a una región compuesta por el territorio del actual estado de California más la totalidad o parte de Nevada, Utah, Arizona y Wyoming y la mexicana península de California– procede del nombre de Califia, regente de un paraíso ficticio dominado por amazonas negras, según lo cuentan Las hazañas de Esplandián (1510), de Garci Rodríguez de Montalvo. El nombre se le impuso durante la expedición encabezada por dos lugartenientes de Hernán Cortes, Diego de Becerra y Fortún Jiménez, que denominaron isla de California al extremo inferior de la península al tiempo de desembarcar en ella en 1533 (NdelE).

4 Cf. Gerardo Decorme, La obra de los jesuitas mexicanos durante la época colonial, 1572-1767, vol. 2, Las misiones, México, 1941, Antigua Librería Robredo de J. Porrúa e Hijos, p. 542.

5 Ranchería del municipio de La Paz, con 15 habitantes (2010), a 382 metros de altitud.

6 Ranchería del municipio de La Paz, con 16 habitantes (2010), a 177 metros de altitud.

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7 Se refiere a los misioneros combonianos. En ese año de 1958, la Santa Sede separó la Baja California Sur de la diócesis de Tijuana reduciéndola a Prefectura Apostólica; quedó al frente de ella monseñor Juan Luis Giordani Nana, MCCJ (1906-2001) como titular en funciones de obispo. Los misioneros combonianos del Corazón de Jesús se hicieron cargo de la Prefectura a partir de 1959. En 1962 fundaron el Seminario del Corazón de Jesús. En 1975 se ordenó el primer presbítero de ese clero. Al año siguiente se creó el Vicariato Apostólico de la Baja California y se nombró obispo a don Gilberto Balbuena Sánchez. La diócesis se erigió en 1988 (NdelE).

8 Situada en el municipio de Los Cabos, a 240 metros de altitud, hoy en día cuenta con 4 habitantes (2010).

9 La misión se fundó en 1699. En 1744 Miguel del Barco, SJ, dirigió la construcción de la llamada “joya de las misiones de Baja California”, de esmerado gusto barroco. La Misión de San Francisco Javier es la que mejor conserva el aspecto jesuítico de estas fundaciones.

10 Se daba el nombre de “funciones de tabla” a las solemnidades de la Iglesia a las que era precisa la asistencia de los funcionarios civiles y eclesiásticos.

11 A finales de siglo XIX llegaron inmigrantes chinos a la Baja California con la intención de cruzar a los Estados Unidos. Un número importante, al no lograrlo, se estableció en Mexicali; otros, chinos y rusos, se trasladaron al Valle de Guadalupe, en el municipio de Ensenada. De la zona rural de China salieron la mayoría de los emigrantes que arribaron a México, especialmente a Baja California. Los barcos que atracaban en Mazatlán, La Paz, Ensenada y Guaymas venían de Cantón y Hong Kong con cientos de chinos, en su mayoría eran varones. Por otro lado, para impulsar la extensión de los ferrocarriles de México y el Suroeste de los Estados Unidos se contrató a miles de inmigrantes chinos para trabajar a marchas forzadas en la colocación de rieles y la construcción de estaciones ferroviarias. Esto casi coincidió con el desarrollo agrícola de Mexicali, que requería de mano de obra y los mexicanos ahí no eran suficientes para proporcionarla, por este motivo, de 1910 a 1920 se facilitó la entrada de asiáticos a trabajar en esta región. En 1917, siendo gobernador de Sonora Plutarco Elías Calles, se recluyó en la penitenciaría de Hermosillo a más de 300 chinos sólo por serlo. Allí fueron torturados y aun asesinados por las políticas nacionalistas y racistas entonces en boga [NdelE].

12 Nuestra Señora de Loreto Conchó fue la misión cabeza y madre de las misiones de la Alta y la Baja California, fundada por los jesuitas en el territorio monguí, en la región denominada Conchó, el 25 de octubre de 1697, frente al mar de Cortés. El padre Juan María Salvatierra encabezaba al grupo compuesto por un español, un portugués, un mexicano, un maltés, un siciliano, un mulato peruano y tres nativos del altiplano mexicano, religiosos algunos y artesanos los otros. A la fundación de Loreto siguieron otras misiones en la península de Baja California. Luego de la expulsión de los jesuitas la misión quedó en manos de frailes franciscanos; desde allí partió fray Junípero Serra para evangelizar la Alta California. En 1773 la Misión fue confiada a la Orden de Predicadores a partir de octubre. Apenas en 1992 la antigua capital de las Californias alcanzó el rango de cabecera municipal.



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