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La diócesis de Guadalajara frente al embate liberal.

Tres protestas de monseñor Espinosa y Dávalos, 1855, 1857 y 1859

 

 Manuel Olimón Nolasco1

 

El texto que sigue analiza, desde la perspectiva del último obispo y primer arzobispo de Guadalajara, la amenaza que afrontó la cultura mexicana al tiempo de la secularización de la sociedad, defendida a capa y espada por el grupo político según el cual al Estado correspondía ejercer su hegemonía sobre la misma: dejar desarticulado un proceso civilizatorio de cuño humanístico, mucha andadura y sobradamente probado, por otro que confería al Estado el rango de árbitro y rector supremo de la vida social2

 

 

1.- Tiempos recios

 

Santa Teresa de Ávila, a propósito de la azarosa época en que transcurrió su vida, dijo: “tiempos recios éstos que nos tocaron vivir...” Y si con tino calificó con sonoro adjetivo esos difíciles tiempos, los que hace alrededor de 150 años vivieron los mexicanos no pueden ser calificados de mejor manera que llamándolos también recios.

            La razón que nos ha reunido en este lugar y ocasión es hacer memoria reflexiva en torno al sesquicentenario de un hecho que podría ser considerado como sólo la emisión de un documento del Papa Pío ix en que el obispado de Guadalajara, sufragáneo del arzobispado de México desde el siglo xvi, pasó a ser sede archiepiscopal y a constituirse a su alrededor una nueva provincia eclesiástica. Sin embargo, la evaluación más cuidadosa que nos permite el elevado número de estudios históricos sobre esa época nos ayuda a ver el acierto pastoral de esa medida, a causa de la flexibilidad que planteó para atender las necesidades de la población católica y, dentro de ella, de los pobres y los indígenas, lastimados en su modo de vida tradicional por la implantación del liberalismo, y de la mayor cercanía de los obispos entre sí para afrontar en conjunto los retos que las situaciones “recias” y su peso presentaban casi a diario y que afectaban tanto el modo de vida externo de la Iglesia como, sobre todo, la conciencia de los católicos y de los propios obispos.

            El Concilio de Trento, en su programa de reforma, dejó clara la figura y misión de los obispos. Despojados de la pesada indumentaria medieval que los hacía personajes para los que la recaudación de impuestos, la guerra y una multitud de ocupaciones seculares eran diario quehacer y los habían separado de la grey, tuvieron como lineamientos rectores la residencia en su única diócesis, la obligación de la visita pastoral para conocer al pueblo encomendado, la convocación periódica a reuniones dentro de la provincia eclesiástica para tratar asuntos comunes y su pertenencia a la Iglesia universal regida por el Romano Pontífice, no meramente simbólica sino expresada en la legislación canónica con sus consecuencias doctrinales y disciplinares.

            El paso del liberalismo teórico al práctico en las naciones de raíces católicas, tanto en Europa como en América, produjo una honda crisis en el estilo de vida de los pueblos que planteó cuestiones que afectaban la doctrina sobre la potestad civil y su jurisdicción, sobre la independencia e inmunidad de la Iglesia, el delicadísimo asunto del juramento religioso para acatar las leyes civiles y la intangibilidad de los bienes comunitarios, es decir, su lugar fuera del área del comercio y por ello calificados como “de manos muertas” o no desamortizables en principio.

            Este paso, desde luego, hizo ver la necesidad de tomas de posición estudiadas en común y puestas en común en la palestra pública de los episcopados, del recurso a la Santa Sede lo más expedito y efectivo que se pudiera y del diálogo con las autoridades civiles en la medida que esto fuera posible. Para ello, la creación de nuevas instancias como son las provincias eclesiásticas apareció como necesidad apremiante.

            En México estos años fueron de especial dramatismo por varias causas. Las señalo de modo somero: el liberalismo de Estado surgió de una revolución en el sentido clásico y no necesariamente bélico, y tuvo su expresión en el Plan de Ayutla reformado en Acapulco de 1854. En él se declaró que “las instituciones liberales son las únicas que convienen al país con exclusión absoluta de cualesquiera otras”,3 y para conseguirlo se convocaría un Congreso Constituyente. Éste, con cierto atraso debido a la complejidad del caso, de la fragmentación regional de la autoridad y de la misma dificultad de las comunicaciones, se convocó para 1856, y en su convocatoria se excluyeron los representantes del clero (que habían sido activos participantes tanto en el congreso de Cádiz de 1812 como en el mexicano de 1824) y sólo estuvieron presentes en realidad liberales radicales y moderados. Mientras tanto, los ministros en torno a los presidentes Juan Álvarez e Ignacio Comonfort, avanzaron hacia las “instituciones liberales” por medio de leyes y decretos que tocaron la relación con la Iglesia en puntos fundamentales. Por un periodo largo, en el que se agregaron tristemente una guerra civil, la intervención francesa y el azaroso Segundo Imperio, la implantación del liberalismo fue una meta que, no sin sufrimientos y división entre mexicanos, se logró, aunque con serios defectos y distancia del México “real”.

            Los obispos, tomando en cuenta que la calidad de “nación católica” manifiesta en la constitución de 1824 respecto a la República mexicana, y de que esta condición, al incluir el adjetivo “romana”, pedía naturalmente el acuerdo con la Santa Sede para algún cambio sustancial, expusieron esa situación de fondo y, por consiguiente, basados en principios de derecho público eclesiástico manifestaron su inconformidad y su desobediencia civil bajo la forma de advertencias al pueblo católico e incluso sanciones canónicas. Sabían que el propio Concilio de Trento les impedía aceptar acuerdos con el gobierno nacional o los gobiernos locales en este tipo de asuntos sin el beneplácito de Roma bajo pena de excomunión.

            En diversos momentos he tocado estos temas, a partir de que en 1985 se me encomendó, en compañía del doctor Alfonso Alcalá Alvarado, MSpS, la edición de los documentos colectivos del episcopado mexicano entre 1859 y 1875.4 En algunos congresos, tanto celebrados en México como en otros países, me he referido, por ejemplo, al contenido de algunos de los documentos citados,5 al tema del liberalismo como “reto a la conciencia católica”,6 la reacción católica a las “leyes de reforma”,7 y mi tesis para el doctorado en historia cubrió la polémica jurídica entre Monseñor Clemente de Jesús Munguía, obispo de Michoacán, y algunos prominentes liberales en la etapa de implantación del liberalismo de Estado entre 1854 y fines de 1857.

  En esta ocasión tendré como material de base solamente algunos documentos públicos de don Pedro Espinosa y Dávalos, quien fue obispo y primer arzobispo de Guadalajara entre 1854 y 1866.

 

2.- Antes del Congreso Constituyente: hacia las “instituciones liberales”

 

El 22 de noviembre de 1855 fue emitida la Ley sobre administración de justicia, más conocida como Ley Juárez por el nombre de quien la firmó en su carácter de ministro de Justicia y Negocios Eclesiásticos. El mismo ministro hizo llegar al obispo tapatío y sin duda a los demás prelados mexicanos dos ejemplares de la ley anexos a un oficio del día 24. Esa ley, en algunos de sus artículos (concretamente los 42 y 44 “generales” y el 4° “adicional” o transitorio) suprimía, aunque con algunas salvedades mínimas (como la posibilidad de ver causas de clérigos “mientras se expide una ley que arregle este punto”), la jurisdicción de los tribunales eclesiásticos sobre “asuntos civiles”, entre los cuales, a la manera de la legislación que se había gestado poco antes en el Reino de Cerdeña, se encontraban los relativos a la familia y sus distintos aspectos: registro de nacimientos, patria potestad, legitimidad, adopción, matrimonio, herencias y legados. El fuero eclesiástico sería renunciable por el sujeto sin intervención de las autoridades eclesiásticas y “los asuntos civiles y las causas criminales que estuviesen en trámite tanto en los tribunales militares como eclesiásticos, pasarían a los jueces ordinarios respectivos”.

            Es conocida la protesta razonada del arzobispo de México don Lázaro de la Garza a esta ley, y ocupa un número importante de páginas en la Defensa eclesiástica en el obispado de Michoacán de Monseñor Munguía la polémica que sostuvo con el ministro Juárez, que terminó después de que éste no abandonó su postura intransigente en cuanto al diálogo con la Santa Sede con una frase autoritaria del ministro en la evasiva respuesta al michoacano:

 

Fácil sería desvanecer aun con las mismas doctrinas que cita Vuestra Señoría Ilustrísima, los fundamentos en que apoya sus protestas, si dada la ley, que el Gobierno considera justa y conveniente a los intereses de la sociedad, fuera conveniente a su decoro y dignidad entrar en discusión con algunos de sus súbditos sobre el cumplimiento o desobedecimiento de ella.8

 

Don Clemente reviró a Juárez con argumentación estrictamente jurídica, pero éste, desde su postura de representante de la “supremacía” del gobierno sobre sus “súbditos”, guardó a partir de ahí silencio perpetuo en estos asuntos en cuanto a la relación con el episcopado se refiere.

            Voy a detenerme ahora en la “enérgica protesta” de Monseñor Espinosa a propósito de la citada ley, fechada en Guadalajara el 7 de diciembre de 1855.9 En primer lugar, insistió en el descargo de su conciencia como pastor de la Iglesia y en que todo arreglo que quisiera hacerse en cuanto al fuero eclesiástico sólo podía realizarse con la autoridad suprema de la Iglesia, en obediencia a los cánones de Trento y a la misma calidad, no derogada en acuerdo alguno, de México como nación católica.

            En cuanto a los artículos mencionados, afirmó:

 

En ellos] se contienen algunas disposiciones relativas al fuero eclesiástico por las que no me es posible pasar sin faltar a mis deberes más sagrados. La conciencia me obliga a manifestarle a Vuestra Excelencia y suplicarle se sirva hacerlo presente al supremo gobierno de la nación [es decir, al presidente Juan Álvarez, llamado por Monseñor Munguía “venerable anciano”], a quien protesto toda mi consideración y respeto.10

 

El prelado se remonta a los siglos que siguieron a las cruentas persecuciones en el Imperio romano y a la libertad para la Iglesia durante ellos: “Nada extraño era –afirmó– que abundasen en esos sentimientos que inspira la misma naturaleza y que tuvieron los príncipes paganos respecto de los ministros del culto idolátrico”. Y sin mencionarla, pero teniendo sin duda en cuenta la proclividad de Martín Lutero hacia la alianza con los soberanos temporales, expone:

 

La inmunidad que había gozado el clero católico en las naciones que profesaban la única verdadera religión, no solamente en los gobiernos monárquicos sino también en las repúblicas, fue una de las cosas que Lutero se propuso combatir con el objeto de aniquilar, si posible fuera, el catolicismo: por eso quería que los príncipes revocasen la libertad dada a las personas y cosas eclesiásticas.

 

Y continúa:

 

y como por desgracia los falsos principios del protestantismo no han dejado de introducirse a lo menos en parte en algunos pueblos católicos, se ha debilitado en ellos el amor y respeto a la verdadera Iglesia de Jesucristo y por consiguiente se ha ido restringiendo poco a poco la inmunidad hasta acabar con ella.11

 

Hace referencia, dirigiéndose de modo personal al ministro Juárez, a la difusión, arreciada en “los últimos tres meses”, de escritos de subido tono anticlerical, que le parece que tienen por objeto “que imitemos cuanto se ha hecho y se hace contra la Iglesia en otras partes”.12Expone que le parecería “agravio a la religiosidad del Excmo. Señor Presidente... suponerlo... por un momento capaz de miras tan siniestras y tan ajenas de un corazón cristiano”, pero también consigna “que no llevará a mal el que se le haga presente lo que... Trento” dejó dicho a los príncipes en cuanto a que en los lugares bajo su autoridad “[se] pueda celebrar devotamente el culto divino y permanecer los prelados y demás clérigos en sus residencias y ministerios, con quietud y sin obstáculos con fruto y edificación del pueblo”.13

            Don Pedro continúa su protesta contestando a la objeción –sin duda difundida en los escritos que ha mencionado– acerca de la incompatibilidad del fuero eclesiástico y el sistema republicano, pues “[en] Génova, Venecia, Lucca, Ragusa y otras repúblicas cristianas mantuvo esta clase [el clero] sus inmunidades, [lo que] manifiesta no ser éstas incompatibles con un Estado democrático”. Cita a modo de refuerzo el comentario de un escritor “nada sospechoso”, miembro de la corriente de liberalismo católico como discípulo de Lammenais y propagandista de “la Iglesia libre en el Estado libre”, Charles René de Montalembert, a propósito de “la igualdad ante la ley” proclamada como principio a partir de la revolución francesa,

 

comentando a Montesquieu: no se ha de buscar una igualdad extremada, absoluta y por consiguiente quimérica, sino aquel feliz equilibrio que hace a todos los ciudadanos igualmente sometidos a la ley e igualmente interesados en observarlas.14

 

            Después de presentar esa argumentación, el obispo de Guadalajara expone al ministro la necesidad de acudir a la Santa Sede en caso que el gobierno considere necesario o conveniente revisar el estatuto del fuero eclesiástico en el entramado jurídico de México:

 

Si... no obstante lo dicho se quiere privar al clero del fuero que constantemente ha gozado desde la erección de estas diócesis, espero de la religiosidad del Excmo. Sr. Presidente, de su amor y respeto a nuestra común madre la Santa Iglesia católica, que se servirá pasar este asunto a nuestro Santísimo Padre, con quien deberá acordarse lo que convenga.15

 

Tras señalar ese camino, cerrado a la ideología regalista o de “supremacía” del gobierno civil y a la concepción estrecha de que la Santa Sede era “un poder extranjero”, propio de los liberales radicales mexicanos que dominaban el gabinete de Álvarez, Espinosa argumentó la “naturalidad” del privilegio del fuero, sostenido por los cánones y muchas leyes civiles “por exigirlo así la honra de la fe” e insistió en que no dudaba de que el supremo jefe de la nación “se convencerá de lo que llevo expuesto y acordará previamente este punto con la Santa Sede”. No obstante, advierte hacia el final de su misiva que en caso de que se insista en la permanencia de los artículos objetados de la citada ley, “el obispo de Guadalajara, en unión de su cabildo y de todo el clero de la diócesis, ratifica de la manera más solemne que hacerse deba la protesta que el 27 del próximo pasado hizo el Ilmo. Sr. Arzobispo por sí y a nombre de todos sus sufragáneos, contra los citados artículos”. Con palabras extremadamente claras declara “nula y de ningún momento” cualquier acción en relación con la renuncia al fuero “ya sea en lo civil ya en lo criminal aun cuando lo jure y sea la renuncia de grado o por fuerza... [y] quedará por lo mismo sujeto el que lo haga a las penas que la Iglesia impone a los contraventores”.16

            Por último, explica con amplitud a Juárez la motivación de fondo de su protesta, suplicándole la haga llegar al “Excmo. Sr. Presidente de la República”:  

 

Cumplo con un imprescindible deber de conciencia: mi silencio sería un crimen a los ojos de Dios que me ha de juzgar: no puedo ni debo callar cuando se trata de los derechos de la Iglesia, de unos privilegios que, cualquiera que sea su origen, han sido acordados a una sociedad soberana e independiente y por lo mismo son de una esfera muy eminente y no están sujetos a las comunes reglas de los privilegios.17

 

            No he podido saber si el ministro de justicia dio respuesta a la carta del Monseñor Espinosa, ni tampoco si ella contenía los términos autoritarios de la enviada a Munguía. Lo que sí se sabe es que el ambiente en la ciudad de Guadalajara se había enrarecido a causa de ciertos desórdenes promovidos por miembros del partido liberal en los que se habían gritado “mueras” al Papa y el clero. El obispo tapatío levantó la voz frente a esos gritos por medio de una carta pastoral fechada el 20 de septiembre de 1855, dos meses antes de la promulgación de la “ley Juárez”. De modo dramático comentó las consecuencias de las exclamaciones escuchadas en las calles:

 

Muera el Papa. ¿No os parece, amados hijos, escuchar el grito desenfrenado de los judíos cuando a la vista del divino Salvador exclamaban: ¡Crucifícalo, crucifícalo!?... Muera el Papa: ¿Y qué será de las ovejas sin su pastor, de los hijos sin su padre, de los fieles todos sin el representante del Hijo de Dios?... Muera el clero; ¿qué mal os ha hecho?: haberos instruido en la doctrina de Jesucristo, haberos administrado los santos sacramentos, servido en vuestras necesidades, consolado en vuestras desgracias, abrigado en los hospitales...

 

En el clímax de su peroración, se ofrece como víctima. “Muera el clero: no, hijos míos, no mueran todos: baste el sacrificio y muerte de uno solo y la sangre y la muerte del Prelado aplaque la indignación del Señor”.18

            Espinosa cuida, hacia el fin de su carta pastoral, evitar que su intervención fuera tomada como partidista, dado que buena parte de la exaltación anticlerical se debía a los triunfos liberales y a la opinión bastante común que identificaba al clero con el partido conservador:

 

A un prelado no toca entrar en cuestiones políticas... levantaremos la voz para combatir las malas doctrinas y conservar ileso el sagrado depósito que se nos ha encomendado: éste es el deber del obispo, deber muy estrecho y de cuyo cumplimiento se nos ha de tomar cuenta en el tribunal divino.19

 

            En la diócesis de Guadalajara, pues, de alguna manera era esperado un golpe contra el sacerdocio católico. La primera forma fue la Ley sobre administración de justicia de noviembre de 1855. Las solicitudes episcopales al ministro Juárez en el sentido de acudir a la Santa Sede siguiendo los protocolos del Derecho internacional caerían en el vacío, pues a instancias de Melchor Ocampo, Guillermo Prieto y Benito Juárez, el presidente interino Juan Álvarez pidió el cierre de la legación mexicana en Roma al ministro Manuel Larráinzar, por considerarla “inútil”, lo cual tuvo lugar el 21 de diciembre.20

 

 

3.- Ante el proyecto del artículo 15 de la Constitución liberal

 

El 16 de junio de 1856 se dio a conocer el proyecto de artículo (el número 15) que hacía mención de la libertad de cultos en el que se incluía, por razones históricas y sociológicas, al modo del concordato napoleónico de 1801, la protección del catolicismo, pues

 

habiendo sido la religión exclusiva del pueblo mexicano la católica, apostólica, romana, el Congreso de la Unión cuidará por medio de leyes justas y prudentes, de protegerla en cuanto no se perjudiquen los intereses del pueblo ni los derechos de la soberanía nacional.21

 

No se requiere demasiado esfuerzo para imaginar las discusiones que se originaron a propósito de la redacción y la orientación del proyecto anunciado. La prensa, dividida ya entonces según la orientación de los partidos políticos, se llenó de líneas encontradas y también de rumores y hasta abiertas calumnias. El presidente Comonfort y la mayoría de los diputados se encontraron en un clima de incertidumbre y nerviosismo. Llegaron a la sede del Congreso muchas solicitudes, algunas amparadas por cientos de firmas, para que no se aprobara el citado artículo.

            Destacan entre tales escritos dos: la “Representación que las señoras mejicanas elevaron al congreso constituyente pidiendo no se establezca en la república la tolerancia de cultos”, que contiene trece páginas de firmas femeninas, entre las que se entreveraron algunas exclamaciones como “¡Viva la religión!”, “¡Viva Dios!”:  

 

Si alguna vez la débil voz de la mujer debe resonar en medio de la augusta asamblea nacional, es sin duda cuando se trata de un asunto vital y gravísimo, que atañe muy particularmente a su sexo...Es pues [a] la mujer a quien corresponde zanjar los cimientos de la vida civil y religiosa del ciudadano...22

 

Una más, con doce páginas de firmas de varones, entre los que se encuentran buen número de empleados y directivos de dependencias gubernamentales, profesionales y sacerdotes, argumenta “contra el art. 15 del proyecto de constitución sobre tolerancia religiosa”. La segunda se encuentra fechada en la ciudad de México el 29 de junio, y puede presumirse que la de las señoras se haya firmado ese mismo día.23

            Veamos ahora el documento que el obispo de Guadalajara, el cabildo eclesiástico y una representación del clero firmó el 6 de agosto de 1856 y que fue enviado al Congreso Constituyente.24 Al modo de los textos dirigidos a los Congresos Constituyentes que, como el de Cádiz, concentran la soberanía, el documento usa como vocativo inicial el mayestático “Señor”. Después de destacar que “[en manos de Vuestra Soberanía] están hoy los destinos de México”, se indica que se expondrán “las razones por las cuales, a nuestro juicio, no se debe sancionar como base fundamental del Estado el artículo 15 del proyecto de constitución”.25 Usando el singular, manifiesta tener el prelado en su

 

alma un sentimiento penoso, un motivo de temor y un deber sagrado de apelar a la prudente y previsora política de Vuestra Soberanía y al conocimiento que tiene de la nación que representa, para que aquéllas (la conservación de la fe y la seguridad del rebaño) se conserven con la libertad que hasta aquí, es decir, sin los estorbos y escándalos de las sectas.26

 

La argumentación de esta carta insiste sobre todo en la paz social y el orden público, y asume que el cuidado en común entre el gobierno y los obispos de esos valores, sin apertura a otras visiones de la sociedad de procedencia religiosa cismática, sólo se garantiza con la unidad en materia religiosa.

            El documento continúa con una mirada a la “guía del Evangelio y la antorcha de la religión”, los “hábitos y tradiciones” de la nación mexicana que podrán ser medios para “su felicidad en el porvenir”,  

 

porque en una época que se siente más que nunca la necesidad de constituir el orden social sobre bases sólidas, deben tenerse presentes y respetarse las leyes emanadas de la divinidad que son realmente las que han civilizado y salvado al mundo... Esas leyes nos enseñan que la fe es el fundamento de toda la vida cristiana, la luz que excluye todos los errores y el motivo que determina las virtudes privadas y públicas que se deben practicar.

Del principio de la fe resultan las costumbres que la Iglesia ha colocado bajo la salvaguarda de su disciplina, y la experiencia de otros países pone de manifiesto tanto la relajación de ellas provenida de las falsas creencias, como la mayor dificultad que tienen los Pastores para el buen gobierno de las almas... que siempre redunda en beneficio de la sociedad. ¿Por qué, pues, no se ha de respetar la libertad de la disciplina y su mejor ejercicio cuando la misma legislación civil ha bebido en ese fecundo manantial y casi a él debe haber llevado, tan alto y tan lejos, el verdadero progreso de las naciones cristianas?27

           

            Afirma más adelante cómo “la verdadera fe sólo está en la Iglesia católica, porque Jesucristo ha dispuesto que haya un solo rebaño y un solo Pastor”, y de ello deriva la necesidad de que “leyes sabias” –término usado tanto en la constitución gaditana de 1812 como en la de la República Federal mexicana de 1824– la protejan en el orden civil. Define el ámbito de esa protección:

 

la libertad y el derecho exclusivo de la enseñanza evangélica, sin que haya obstáculos a las verdades que se han de creer y a las virtudes que se han de practicar; la libertad y el derecho exclusivo de gobierno en el orden espiritual para regir a los fieles y en fin la libertad y derecho exclusivo de la jerarquía para ser el órgano del sucesor de Pedro, el Pontífice Romano, que es el Primado del orbe. ¡Y cuán lastimosamente no se falsearían estas santas libertades que ha disfrutado hasta ahora la Iglesia de México si se concediera a las sectas la libertad de falsos sacrificios, la libertad de la palabra cismática y la libertad de dividir las conciencias!28

 

Concluye la representación de la diócesis de Guadalajara con una exhortación a los legisladores:

 

Pedimos sumisamente a nuestros católicos legisladores que, poniéndose a la altura de su misión y alejando de nosotros los desórdenes que traen consigo las sectas protestantes, se dignen decretar el mismo respeto que han tributado todos sus antecesores, profesando que México no profesa ni admite otra religión que la Católica, Apostólica, Romana, única arca salvadora sobre ese diluvio de males en que los pueblos a veces perecen y en el que fracasa su tranquilidad.29

 

            Sabemos que en el seno mismo del Congreso la controversia tuvo infinidad de repercusiones y la indecisión para aprobar el proyecto acabó con que se prescindió de integrarlo al texto. En las tribunas del público se armaron varios tumultos y se dejaron caer sobre los legisladores volantes que lanzaban vivas al Papa y al clero o, por el contrario, animaban a la aprobación del controvertido artículo.30 Sabemos también que los diputados prefirieron omitir ese artículo y dejar el asunto como referente a la “soberanía” del Estado sobre el “culto religioso” en el número 123.31 En realidad el Congreso de 1867 no se manifestó sobre la libertad de cultos.

            En 1880 Niceto de Zamacois, a distancia ya de 23 años, reflexionó, teniendo como fuente la polémica contemporánea entre José María Esparza, diputado constituyente, y Mucio Valdovinos sobre el silencio constitucional a propósito de la religión:

 

No se hacía mi la más leve mención respecto de la religión, como se había hecho en todas, y esta omisión no era la más a propósito para inspirar confianza a los que temían [se] introdujesen innovaciones religiosas...En el largo periodo de tres siglos... la idea religiosa se encuentra en nuestra vida doméstica y social; todas las constituciones han venido señalando cuál sería la religión del país y como las naciones no cambian de costumbres en un instante, el artículo respecto a la religión no debió haberse omitido, siquiera como un homenaje que se tributaba a las creencias de todo el país. Los pueblos, además, (...) representaron contra el artículo 15 que establecía la libertad de cultos, manifestaron que se declarase que la religión católica, apostólica, romana era la de la nación, y puesto que se juzgó justa su petición, deber era del gobierno haber hecho constar en el nuevo código, que la religión católica era la respetada por el poder.32

 

            Con el conocimiento que tenemos en la actualidad de las circunstancias que rodearon al Congreso Constituyente y de la ideología radical de quienes presentaron los proyectos y dominaron sus labores, podemos afirmar que la valiente manifestación del obispo y clero tapatíos de 1856 no caería en “buena tierra” y sería, cuando mucho, archivada. El cierre de la legación mexicana en Roma pareció una acción premeditada y la precisión de su fecha, casi inmediata a la asunción de Comonfort de la presidencia de la República, permite vislumbrar dolo en su ejecución. 

            En julio de 1858, desde Nueva York, el ex presidente Comonfort dio su opinión acerca de la constitución que él mismo había promulgado y jurado:  

 

Se vio que no era la que el país quería y necesitaba. Aquella constitución que debía ser iris de paz y fuente de salud, que debía resolver todas las cuestiones y acabar con todos los disturbios, iba a suscitar una de las mayores tormentas políticas que jamás han afligido a Méjico... Su observancia era imposible, su impopularidad era un hecho palpable... Yo promulgué aquella constitución porque mi deber era promulgarla aunque no me pareciera buena. El Plan de Ayutla, que era la ley de mi gobierno y el título de mi autoridad, no me confería la facultad de rechazar aquel código; me ordenaba simplemente aceptarle y publicarle. Y así lo hice con la convicción de que no llenaba su objeto tal como estaba concebido, pero con la esperanza de que se reformaría conforme a las exigencias de la opinión, por los medios que en el mismo se señalaban.33

 

            La aceleración de los hechos y de los pasos legislativos, sobre todo coincidentes con la “guerra de los tres años” (1859-1862) y, entre los primeros, la expulsión del delegado apostólico Luigi Clementi y el destierro del episcopado en pleno llevaron a don Pedro Espinosa a considerar el asunto de “la Iglesia libre en el Estado libre”. El fantasma del protestantismo, a la manera de un espectro proveniente de lo desconocido, no resultó del alto calibre de peligro que se imaginaba. Dos cartas que dirigió en 1861 desde Nueva York al arzobispo de México, don Lázaro de la Garza y Ballesteros, muestran su admiración por los avances del catolicismo en Estados Unidos, dentro del régimen de separación sin desconocimiento entre la Iglesia (o más bien las iglesias) y el Estado republicano. Transcribo un párrafo de la primera epístola, fechada el 17 de mayo de 1861:

 

Cuando en México han acabado con los religiosos y están acabando con las monjas, aquí, que es un país protestante, hay seis o siete provincias de jesuitas, abadía de benedictinos cuya comunidad es de ciento cincuenta, otra de trapenses en número de sesenta y cuatro, provincias de dominicos y franciscanos, hermanos de la doctrina cristiana, redentoristas, lazaristas y paulinos, y todos con varios establecimientos, y de religiosas unas de votos solemnes y otras de simples, hay del Sagrado Corazón, ursulinas, de la Merced, dominicas, carmelitas, de la Santa Cruz, de Nuestra Señora del Buen Pastor, de la Caridad y no sé cuántas otras... Esto me da mucho gusto y también envidia de que no sea lo mismo en nuestra patria... ¡Ojalá pueda algún día decirse otro tanto en México [donde] persiguen la santa religión de nuestros padres! Pero por ahora no tengo sino motivos de aflicción y congoja...34

 

            Los tiempos, sin embargo, no adelantan su posible ligereza o el cabal entendimiento de las situaciones, sino dejan caer su peso sin mucha compasión. Por otros medios y algunos años después de la promulgación de la constitución, Juárez impondría, mediante el uso de “facultades extraordinarias”, tanto la libertad de cultos como la separación entre la Iglesia y el Estado.

 

 

4.- El asunto del matrimonio civil en el estado de Zacatecas

 

En una conversación que sostuve en El Colegio de México en octubre de 2009 con la doctora Josefina Zoraida Vázquez, después de haber terminado mi ponencia sobre la oposición eclesiástica a las leyes de reforma, ella me señaló su sorpresa acerca de la importancia que tenía dentro de esa oposición el asunto del matrimonio civil. Y es que uno de los elementos sustanciales de la jurisdicción de la Iglesia sobre el matrimonio ha sido, sobre todo después de lo decretado en el Concilio de Trento, la convicción de la liga intrínseca entre el contrato y el sacramento y la dificultad de aceptar una separación entre la condición sacramental y los que se llamaron “efectos civiles”, relativos a los demás elementos de la estructuración jurídica de la vida familiar. 35

            El obispo Espinosa enfrentó, antes que en el estado de Jalisco en el de Zacatecas, entonces dentro de los límites de su obispado, la promulgación de una ley que preveía el matrimonio “civil” promulgada por el gobernador Jesús González Ortega. Es probable que la emisión de la legislación zacatecana haya sido simultánea o casi con la Ley del matrimonio civil dada a conocer por el gobierno de Juárez en Veracruz el 23 de julio de 1859. Ésta, que en su redacción reflejó la del Reino de Cerdeña de 1852, aunque con mayor radicalismo, había sido precedida por la Ley orgánica del registro civil del 27 de enero de 1857.

            En una solemne carta pastoral de 22 páginas, firmada en Guadalajara el 29 de julio de 1859, Espinosa hace frente a esa acción de la legislatura zacatecana.36 En primer lugar, pasa revista rápidamente de “los padecimientos de la Iglesia en nuestra patria”, atribuidos al “protestantismo que no cesa de combatirla de mil maneras y cada vez con mayor descaro”.37 Enseguida hace hincapié en su deber pastoral de enseñar la recta doctrina e indica que acudió, dada la extrema importancia del asunto, a su cabildo a fin de que lo estudiara a fondo y le diera a conocer su dictamen. Éste partió de una base histórica: la elevación a sacramento del contrato matrimonial dio a la mujer dignidad y a la familia un nuevo lugar en la sociedad:

 

Fue el retorno de la mujer a su edad primitiva, cuya felicidad era indispensable para que, reflejando sobre la sociedad conyugal, mejorara la familia y en consecuencia los pueblos. No se contentó con haber salvado el matrimonio de los desórdenes paganos; le sublimó sobre las alianzas profanas y le imprimió un carácter sobrenatural con la infusión de la gracia sacramental.38

 

Del estudio de la doctrina se desprende la inseparabilidad del contrato y el sacramento y, por consiguiente,

 

quien celebra el contrato natural cumplimentando únicamente las prescripciones civiles rehúsa recibir el sacramento y se implica en un concubinato punible a los ojos de Dios y detestado por su Esposa Santa... Se desprende de aquí, que todo matrimonio que intenten contraer los fieles de esta diócesis radicados en el estado de Zacatecas, arreglado a la precitada ley, es un concubinato...

 

Y, por consiguiente,

 

a todo fiel sujeto a este obispado que quiera celebrar matrimonio fuera de la forma prescrita por el Tercer Concilio Mexicano y el de Trento, se le privará de los sacramentos en vida y a la hora de la muerte, si no es que revalide su matrimonio o eche de su casa a la persona que la Iglesia llama sólo concubino... Que si muere sin reconciliarse con la Iglesia se le privará de sepultura eclesiástica... los hijos tenidos de esa unión para los efectos canónicos, serán ilegítimos... las personas que lo contrajeren, aunque sea por el apoyo de esa ley, por el mismo hecho quedan incursos en la excomunión mayor...39

 

            Haciendo suyo el dictamen del cabildo, Monseñor Espinosa se dirige a los fieles, e indirectamente al gobierno de Zacatecas, saliendo antes al paso de la posibilidad de que sus palabras y sobre todo el asunto de la excomunión sean objeto de “desprecio [...] y se miren como armas ya gastadas por todos aquellos que se han dejado alucinar con las erróneas doctrinas del protestantismo y el jansenismo”. A propósito de la ley, expone: “Ningún verdadero cristiano puede reconocerla ni sujetarse a ella sin ser un prevaricador a los ojos de Dios y de su Santa Iglesia. Nos vemos [pues] en la indispensable necesidad de protestar contra ella de la manera más solemne”.40

 

 

5.- 150 años después

 

No cabe duda, que a pesar del acercamiento con rigor científico a las palabras y a los hechos que han sido objeto de esta intervención, no es fácil y quizá ni siquiera posible, pues sería injusto, dejar de apreciar el valor de las convicciones de personas como don Pedro Espinosa y Dávalos. El drama de su fidelidad a la Iglesia en sus lineamientos canónicos, se entretejió con el de su fidelidad a la grey encomendada y a las instituciones con que se había forjado la “nación mexicana”, ese ente “imaginario” en cuanto entidad política pero muy real en cuanto pueblo nacido independiente bajo las “tres garantías” del pacto de Iguala. Fue el drama de la fidelidad a la conciencia moral, ligada al juramento de obediencia al Romano Pontífice y a los Concilios hecho a la hora de la ordenación episcopal y a la constitución mexicana, a esa misma hora, para presidir dentro del orden público a la clase clerical y ejercer y regir el fuero eclesiástico. Fue el drama de un diálogo hecho imposible por la intransigencia liberal que se transformó en destierro, búsquedas equívocas de armonía y estabilidad en una monarquía “católica” pero que, a mediano plazo, acercó más a los pastores a su gente, despojada también de su vida comunitaria, de sus bienes comunitarios, pero no de la inquebrantable fidelidad a sus pastores. El drama de esos tiempos se dio sobre todo en el campo de la opinión pública y de la polémica jurídica, de la preferencia de modelos más “modernos” de corte económico liberal o de tradiciones que habían dado seguridad, aunque no riqueza capitalista.

            A pesar de lo álgido de las controversias, del autoritarismo selvático del “supremo gobierno” y del desamparo en que quedaron instituciones centenarias, no fue todavía tiempo de mártires, sino de confesores. Dio pie, a pesar de todo, a la reconstrucción lenta pero confiada, en un contexto más actualizado, de viejas instituciones. Fue etapa de empobrecimiento y de abajamiento, de pérdida de “fueros y privilegios”, pero de mayor cercanía con el Evangelio.

            A ciento cincuenta años de distancia humana, esos tiempos, “recios” como pocos, son todavía enseñanza, magisterio para la vida. Tal vez nos haga bien traer a la memoria y musitar la petición a la vez dulce y exigente que nuestras madres, abuelas y bisabuelas hacían al final del rezo del rosario: “de la Nación mexicana, unión y feliz gobierno”.



1 Presbítero del clero de Tepic. Es miembro de la Academia Mexicana de la Historia y de la Sociedad Mexicana de Historia Eclesiástica.

2 El texto fue presentado por su autor en el Coloquio Académico La Iglesia en México. 1864, organizado por la Sociedad Mexicana de Historia Eclesiástica y el Departamento de Estudios Históricos de la Arquidiócesis de Guadalajara el 4 y 5 de noviembre del 2015, en la Casa ITESO-Clavigero en Guadalajara, en el marco del cl aniversario de la restauración del episcopado mexicano.

3 Este plan se encuentra publicado en Francisco Zarco (ed.), Historia del Congreso Extraordinario Constituyente de 1856 y 1857, 2 tomos, Imprenta de Ignacio Cumplido, México 1857. La cita de esta página: t. i, p.163.

4 Alfonso Alcalá/Manuel Olimón, Episcopado y gobierno en México, siglo xix. Cartas colectivas del episcopado mexicano, 1859-1875, México, Ediciones Paulinas/Universidad Pontificia de México, 1989.

5 “La consolidación del liberalismo en México (1859-1867)”, ponencia presentada en el Congreso La educación en América Latina en el siglo xix, organizado por el Departamento de Educación del CELAM, Pontificia Universidade Católica do Paraná, Curitiba, Brasil, mayo de 1990, publicada en Efemérides Mexicana (revista de la Universidad Pontificia de México) 8/23(1990), pp. 153-180. “Proyecto de reforma de la Iglesia en México (1866 y 1875)”, presentación dentro del programa académico Estado, Iglesia y sociedad en México, siglo xix, en el Instituto de Investigaciones Históricas de la UNAM, publicado en: EfMex 12/35(1994), pp. 223-240.

6 “La libertad y el liberalismo, retos a la conciencia católica en el siglo xix”, ponencia en el Congreso Encuentro de liberalismos, Bruselas, octubre de 2003, publicada en Patricia Galeana (coord.), Encuentro de liberalismos, México, UNAM, 2004, pp. 105-154.

7 “Entretelones de una oposición. La Iglesia católica y las leyes de reforma”, ponencia presentada en el coloquio internacional La reforma en la historia y la memoria, El Colegio de México-Centro de Estudios Históricos (Cátedra Luis González y González), 14 de octubre de 2009, publicado en mi página electrónica: www.olimon.org

8 Clemente de Jesús Munguía, Defensa eclesiástica en el estado de Michoacán..., México, Imprenta de Vicente Segura, 1859, pp. 1-20; puede seguirse en sus detalles la discusión entre Munguía y Juárez en mi libro El incipiente liberalismo de Estado en México, México, Porrúa, 2009, pp. 168-179. El subrayado de la cita de esta página es mío.

9 Sigo el texto trascrito en José Ignacio Dávila Garibi, Apuntes para la historia de la Iglesia en Guadalajara, iv /2, México, Cultura, 1967, pp. 1015-1019. Él cita la edición impresa: Protesta...con motivo de la ley de administración de justicia, ¿Guadalajara?, Imprenta de Tomás S. Gardida, 1855.

10 Dávila Garibi, p. 1015.

11 P. 1016.

12 Id.

13 PP. 1016-1017.

14 Pp. 1017s. El subrayado se encuentra en el texto original.

15 P. 1018.

16 Pp. 1018 ss.

17 P. 1019.

18 Cité de acuerdo a la transcripción del licenciado Dávila Garibi, pp. 850-853. Esta Quinta carta pastoral se publicó en impreso: Tipografía de Dionisio Rodríguez, Guadalajara 1855.

19 Dávila Garibi, pp. 852s.

20 Este asunto lo trato en mi Incipiente liberalismo, pp. 174 ss. Reproduzco lo que escribí en una nota a pie de página: “El gobierno mexicano había dado como razón del cierre la “inutilidad”, tomando en cuenta los pocos negocios de índole más bien consular que se tramitaban con los Estados Pontificios territoriales y soslayando –no puede decirse que por ignorancia– la personalidad jurídica no territorial de la Santa Sede, con la que sí había asuntos pendientes de índole eclesiástica” (p. 175, nota 432). Es Luis Medina Ascencio el que afirmó:  “Posiblemente influido por los liberales exaltados que le rodeaban (como Ocampo, Prieto y el mismo Juárez), el presidente interino (Álvarez) envió una carta a Larráinzar (el ministro mexicano en Roma) con la orden inesperada de retirar... la Legación mexicana... Era uno de los principales puntos de los liberales “puros” o exaltados: llegar a la separación de Iglesia y Estado... Al comunicarle Antonelli (el Cardenal Secretario de Estado) el día y a hora para la audiencia que solicitaba, le decía: “el infrascrito no puede dispensarse de mostrarle el propio desagrado por la circunstancia en que Usted se halla a punto de abandonar esta capital... quien antes probó las más bellas dotes y un carácter conciliador y la más recomendable lealtad”. (México y el Vaticano, ii: La Iglesia y el Estado liberal: 1836-1867, México, Jus, 1984, pp. 161 ss).

21 Reproducido en  Zarco, Historia del Congreso,  t. i, p. 469.

22 Texto transcrito en Niceto de Zamacois, Historia de Méjico, t. xiv, Barcelona/Méjico, J.F. Parres y Comp.,  1880, p. 1025 (texto y lista de firmas, pp. 1025-1040).

23 El texto y las firmas de la segunda Representación: Zamacois, pp. 1040-1061.

24 Sigo a Dávila Garibi, pp. 1019-1022. Esta carta se publicó formando parte de la Séptima Carta Pastoral  del 8 de agosto de 1856 (Guadalajara, Imprenta de Dionisio Rodríguez,1856).

25 Dávila Garibi, p. 1019.

26 Pp. 1019 ss.

27 P. 1020.

28 Pp. 1020 ss.

29 P. 1021.

30 El tema de las discusiones en el Congreso Constituyente y de los alborotos en ellas lo traté con amplitud en mi libro El incipiente liberalismo, pp. 209-217.

31 La redacción, abierta en su sentido, dice: “Corresponde exclusivamente a los poderes federales ejercer, en materias de culto religioso y disciplina externa, la intervención que designen las leyes”. Es posible notar cierto paralelismo con el artículo 122, a propósito de la autoridad militar: “En tiempo de paz, ninguna autoridad militar puede ejercer más funciones que las que tengan exacta conexión con la disciplina militar”.

32 Zamacois, xiv, pp. 482-484.

33 Transcripción en: Zamacois, xiv, p. 480.

34 Espinosa a De la Garza, Nueva York, 17 de mayo de 1861. Archivo Histórico del Arzobispado de México, Secretaría Arzobispal, Correspondencias, caja 103, exp. 18 (publicado, con un comentario introductorio por Pablo Mijangos, en Textos recobrados. Dos cartas, pp. 92s.), cortesía del padre Tomás de Híjar.

35  En mi ponencia Entretelones de una oposición traté con cierta amplitud el tema complejo del matrimonio civil y de la problemática de la separación entre contrato y sacramento, objetada por el Papa Pío ix en su carta al rey de Cerdeña, Víctor Manuel, a la hora de que éste la promulgó para los territorios bajo su jurisdicción. (pp. 10-15 del texto electrónico: Un punto nuclear en la controversia: el matrimonio civil).

36 Sigo los párrafos reproducidos por Dávila Garibi, pp. 1036-1041. La Carta se publicó en forma impresa: Guadalajara, Imprenta de Dionisio Rodríguez, 1859.

37 P. 1037.

38 P. 1039.

39 Id.

40 P. 1040. Es interesante el contenido de la nota a pie de página que transcribo: “Antes que Lutero, había dicho Wicleff: La excomunión del Papa o de cualesquiera otro prelado no se ha de temer, porque es censura del Anticristo. Después Lutero dijo: Las excomuniones solamente son penas externas y no privan al hombre de las comunes oraciones de la Iglesia. Se ha de enseñar a los cristianos que más bien deben amar la excomunión que temerla. La pseudo-synodo de Pistoya, prop. 46 enseñaba que el efecto de la excomunión es solamente exterior porque sólo excluye de la externa comunión de la Iglesia. ¿Y qué dicen en México los discípulos Wicleff, de Lutero y de Jansenio acerca de las fulminadas por todo un Concilio Ecuménico? Que con las excomuniones engordan: que con ellas no temen presentarse en el tribunal divino que ya son armas gastadas. Repiten también con Quesnel (que llegó a ser jefe de los jansenistas después de Arnoldo): El temor de una excomunión injusta no debe impedirnos de cumplir nuestro deber; nunca quedamos fuera del gremio de la Iglesia, aun cuando por la malignidad de los hombres aparecemos como arrojados de ese gremio y en realidad estamos por la caridad unidos a Dios, a Jesucristo y a la misma Iglesia. Prop. 91, de las condenadas en la Bula Unigenitus.



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