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Memorias de un misionero en la Baja California. 1918

(Quinta parte)

Leopoldo Gálvez Díaz[1]

 

A poco menos de un siglo de las descripciones aquí contenidas, los recuerdos de un misionero de la diócesis de Guadalajara en el Vicariato Apostólico de la Baja California, al principio  de la atención pastoral de la diócesis de este nombre a esa porción geográfica tan peculiar en la República mexicana adquieren especial relieve

como parte de un proceso del todo singular.

 

Mulegé[2]

 

En febrero de aquel año (1919) nos hallábamos en Mulegé, llamada la Parroquia Grande. Queda sobre el Golfo de Cortés. A Mulegé le vi más traza de pueblo, con visos de un oasis tunecino por la abundancia de palmas datileras.

            Había repechos de escolleras en su costa, pues allá ladraban por las tardes las focas madres que criaban en esas aguas sus cachorrillos.

            Luego que llegamos a Mulegé, el Padre Superior me encargó el Archivo, es decir, la notaría, y comencé a pasar a los libros convenientes las falsas rezagadas o asientos que traía el sacerdote desde La Soledad, de modo que en Mulegé debe haber en los libros parroquiales muchas partidas de sacramentos escritas de mi mano y desde esas fechas me enseñé también a la redacción material del ramo.

            Con eso mismo de manejar papeles eclesiásticos, vine a dar con una acta matrimonial que se refería al señor licenciado don Guillermo Domínguez, mi padrino de Seminario en Guadalajara, y que acá se casó con Rafaelita… de Sonora.

            A mi compañero de aventuras, el surfista don Alfredo Guzmán, lo habilitaron ahora de maestro cantor porque era lo que él sabía, y profesó en ello hasta que murió en 1948.

            En Mulegé observé menos y duré más. La pasaba soterrado y meditando en mi suerte, hasta que una orden del Padre Presidente me dijo: “Vete volando y volado…”

 

Minas del Boleo (Santa Rosalía)

 

A Santa Rosalía[3] vine en auxilio del Padre don Silverio Hernández y Rizo,[4] que acababa de llegar de La Paz. Según eso, su estancia en las poblaciones del sur de la península fue breve debido al poco trabajo, y como a su paso por La Paz dejó al menorista don Manuel Jiménez, al llegar al Boleo vio esto más en serio, más gente y más quehacer,[5] de modo que debió decir: “mándenme refuerzos, que aquí los necesito –y era cierto– de allá lejos, de aquí cerca, de donde sea”. Y éste fue el resultado: “vete, Gálvez, allá”.

            No sé yo a punto fijo qué distancia separe a Santa Rosalía de Mulegé, pero a cálculo ranchero se me figuró que bien serían ochenta o cien kilómetros,[6] que yo desconté esa vez a cargo de una carcacha desvencijada que por allá hallamos, el primer fordcito que usé en toda la vida.[7]

            Por el mismo paisaje que ya conocemos del larguísimo desierto que es la Baja California. Cardonales acá y allá y matujos sobre el inmenso arenal de esas yerbas que llaman allá gobernadoras.[8]

            Lo del viaje en fotingo a Santa Rosalía es toda una novela que merece contarse: desde luego, su aparición en Mulegé, cuando uno buscaba en qué diablos mudarse; luego, su chofer audaz, que me ofreció sus servicios sin tanteos: “¡Súbase, jefe. Para allá iba…!”; después, el carcaje infeliz, su apariencia miserable, su ruido feroz, quejumbroso de veras, su fuselaje mugroso, su flojera postinera que me daban ganas… pero ya iba en él…

      “No crea, mi jefe; su apariencia es fea, pero el servicio es efectivo y completo, ya verá… ¡Cuando yo se lo aseguro! Tenga usted confianza”.

Los indicios eran malos, a la verdad, pero las garantías buenas y había qué marcharse.

      “Bueno. Sí. Llévame” (no a Santa Rosalía, sino al desastre…)

 

            Figúrense nomás: aquel chofer en ciernes, que no sabía de mecánica y de arriesgado se puso a enseñarse sólo. Compró el motorcillo viejo ahí nomás, al ver, y ya que consiguió ponerlo en movimiento me hizo treparme en él para el viajecito en proyecto y nos lanzó al desierto a dos burros humanos, dos monigotes en los asientos.

Los peligros y el miedo fueron despabilándonos a causa del armatoste sin gobierno, dirigiéndose hacia el mar… que se atascaba en la arena a cada paso, sin bandas protectoras a los lados, sin macicez ninguna en el piso, y sin metas a seguir… Yo ya gritaba, pidiendo auxilio al cielo… quemando queroseno y desgastando los fierros sin repuesto alguno ni nada parecido, ni aceite, ni tornillos, sin el menor gobernalle, sin toldos protectores, y de ribete, sin qué comer a bordo, sin manuales de nada y sin inteligencia. El coche sin rumbo y los días yéndose.

Cuando el automóvil se atascaba tenía yo alguna esperanza. Resollaba largo y los dos nos bajábamos a indagar qué sería… A desesperarnos, que no a desperezarnos. Le sacudíamos el arenal con ramas de gobernadora y lo empujábamos cuanto podíamos. No podíamos hacer más.

Su leal motorista se tendía al lado del carromato a dormir un par de horas, luego de lo cual, se ponía a hurgar entre acá y allá, como buscando algo sin encontrar nada… Y del acelerador recogía en un botecito de salmón un caldo negro que me ofrecía a modo de refrigerio.

      “Tómelo, patrón. Agüita, aunque sea.

Más adelante, el dicho maula se puso a sacar tuercas y aflojar tornillos y muelles. Yo a su lado,  mirándolo, y él tan ufano, contándome.

      “Verá usted, jefecito. Una vez, en Arizona, llevaba yo una muchacha en fotingo remolón, como éste… Se vino la noche encima, como orita, por ejemplo… Con miedo a los coyotes ¡qué le digo! Con hambre y frío de ribete. Sin fósforos. ¿Lo cree? Y sin leños ni pajas con qué hacer lumbre… Sin cena, sin mantas… ¿Qué le cuento? Pero con polla, chula, también hambrienta. ¡Vámonos, mi jefe! ¡Ya prendió el chivato! Un jaloncito más es algo, al cabo. ¿No le parece?”

 

A poquito el tropezón y enseguida el terregal y finalmente una blasfemia. Luego la noche oscura y la helada inclemente que nos abrazó toda aquella noche. Esperanzas que vuelven con el día y desconsuelos nuevos que vuelven a acudir. Por Dios santo. ¿Cuándo llegaremos nosotros? ¡Pero sí llegamos! Que fue vencer. No quería creerlo cuando oí al fin que me dijo el chofer.

      “Venga a lavarse. Vamos comiendo.

Después, con más optimismo:

      “¿Lo vio usted? Si soy su amigo. California no falla. ¿Ve usted allí la capilla? Dese por servido, mi reverencia.

      “¡Pásate, Gálvez! ¡Pásate, que te estoy esperando! Pero sin detenerte, sin sentarte, mira que te deseamos como el agua de mayo.

Así me saludó esa vez el Padre don Silverio.

      “Sacúdete ese polvo y comienza luego. Ya no te andarás haciendo, como en tu Loreto, como en tu Mulegé”. (¡Dios mío! ¿Quién se lo diría?)

 

***

El Padre Silverio Hernández era tesonero. Donde él ponía los ojos había qué ver. Quería él volverse muchos y volverlo a uno muchos, según yo entiendo. Quería que nos bulléramos como él sentía y que rindiéramos más que su labor. Quería –¡el pobrecito!– que su misión fuera un prodigio y por eso empujaba cuanto podía. Quería él que sus “peones” se movilizaran rápido. Quería, quería, quería… Mucho querer, mucho quehacer, mucho que dar de sí. ¡Y que comienzo a oírlo.

      “Sin dilaciones, Padre Gabinito, súbase al púlpito y dé la explicación.

      “A ver, Gálvez, despabílate. Síguele, Gálvez. Toma esos datos. Date más guerra. Aprovéchate más. ¡De prisa, Leopoldo! Vete con los chinos. Jálale al badajo y rézate el rosario”.

Parecía un rehilete el pobre Gálvez. ¡Parecíamos autómatas sus auxiliares!

      “Dame acá el lápiz. Vete al casino, con los chinos. Déjame los jóvenes. Allá te aguardan”.

Por demás conciso, todo al momento, siempre presuroso. Parecíamos locos ¿Cómo no? Pero yo me desquitaba yendo allá, con los chinos. Los chinos me la pagaban. ¡A ver, a verlo!



[1] Presbítero del clero de Guadalajara, nació en Jiquilpan en 1891 y se ordenó en 1921. Compuso estas memorias en 1959. Las notas del autor se señalan específicamente. Las demás son de la redacción de este Boletín.

[2] La Misión de Santa Rosalía de Mulegé, en Baja California Sur, se sitúa en la desembocadura del río de ese nombre. En 2010 vivían allí casi cuatro mil habitantes. Si distingue porque viven en ella comunidades de estadounidenses, canadienses y alemanes debido a su buen clima y población amigable. La etimología del topónimo deriva de la frase cochimies “Carmaañc galexa” (barranca grande de la boca blanca). Su emplazamiento está a la vera del mar de Cortés y lo descubrió y fundó el P. Juan María Salvatierra, S.I. Fue la tercera misión de las Californias y la fundó en 1705 el P. Francisco Escalante, S.I. El templo estaba en construcción cuando los jesuitas fueron expulsados. En 1828 la misión quedó abandonada.

[3] Santa Rosalía, al norte de la Baja California Sur, es la cabecera del municipio de Mulegé. Exploró esa zona Francisco de Ulloa en 1539. El P. Salvatierra la incorporó a sus misiones en 1701. Cuatro años despúes, el P. Juan de Basaldúa, S.I. fundó la Misión de Santa Rosalía de Mulegé, a 60 kilómetros de la actual Santa Rosalía.

[4] Presbítero del clero de Guadalajara, oriundo de Ojo Caliente de Agua de Hernández, de la parroquia de Arandas (1874). Presbítero desde 1905. Fue vicario cooperador de Zapotlanejo y profesor del Seminario, Secretario de Cámara y Gobierno del Vicariato de la Baja California y luego su Administrador Apostólico. Cursó luego el doctorado en teología en la Universidad Gregoriana, fue párroco de Cañadas y canónigo lectoral y luego doctoral de la Colegiata de San Juan de los Lagos.

[5] En 1868 el alemán Julio Müller, asociado con José Rosas Villavicencio, comenzó la exploración del yacimiento metalúrgico de Santa Rosalía, incosteable en 1879. En 1885 se entendió de él la Compagnie du Boleo, que se hará cargo de la concesión minera Distrito Minero Santa Águeda, abarcando de Santa Rosalía a Mulegé. En 1890 el ferrocarril usado para arrastrar el mineral tenía 38 kilómetros de rieles y se procesaban hasta 100 toneladas de boleíta. La compañía francesa cerró operaciones en 1955, lo que causó la baja de sus habitantes. Se intentó sostener la explotación de la mina, totalmente agotada en 1972. Empero, las actividades siguen no menos que el turismo. En su tiempo, la compañía El Boleo construyó casas, iglesias y escuelas en el estilo francés de la época, tanto para las familias de sus funcionarios y técnicos como para las familias de sus obreros. Por décadas Santa Rosalía fue la única población de la península con energía eléctrica. En 1900 se instalaron 43 teléfonos, importados de Europa, en todas en todas las áreas productivas. Fue segunda población de la República en tener electricidad (después de la ciudad de México), fundamental para acueductos con agua potable para la población. Las oficinas del centro de gobierno fueron construidas en 1897 en estilo francés.

[6] En línea recta son 60 kilómetros.

[7] El Ford Modelo T fue un automóvil de barato producido por la Ford Motor Company de Henry Ford entre 1908 y 1927. Con él se popularizó la producción en cadena, permitiendo bajar precios y facilitando a la clase media la adquisición de automóviles.

[8] La gobernadora o Larrea tridentata es un arbusto ramificado con pequeñas hojas verdes oscuras, resinosas, sedosas y con flores amarillas, que crece en zonas semidesérticas. Es muy resistente a las sequías y temperaturas extremas.



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