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Sincretismo: miradas a una obra polémica

Fabián Acosta Rico[1]

 

Desde la perspectiva del autor el artículo que sigue

desglosa diversos aspectos en torno a un tema que ha dado mucho que hablar

en la zona metropolitana de Guadalajara en las últimas semanas.

 

El misionero José de Acosta, S.I., con los criterios de un religioso de mediados del siglo xvi, tachaba a los ídolos mesoamericanos de ser el refugio de las divinidades paganas vencidas en la Europa conversa al cristianismo por el milagro de la encarnación de Dios en la persona de Cristo Jesús.[2] Inspirado en san Agustín, fray Juan de Torquemada, O.F.M., en su Monarquía indiana, considera la llegada de los españoles al Nuevo Mundo como un acto providencial inscrito en el plan de salvación, pues  sacar a los indios de la idolatría estaba con antelación sentenciado por el Creador, de tal forma que su conversión, más que necesaria, resultaba obligada por ser un mandato y una predestinación  del Cielo.[3]

Inspirados en esta visión, los conquistadores fueron implacables con los iconos y demás objetos y lugares sagrados de los pueblos que iban sumando, militar y políticamente, a la egida del Imperio español; la destrucción de templos e ídolos  obedeció a una terapéutica religiosa y social no exenta de violencia, arbitrariedades y fanatismo, pero al final necesaria para lograr, según su visión de las cosas,  la cura y salvación de las almas de los gentiles. Los  nativos americanos contemplaron a un Hernán Cortés subir las escalinatas de las pirámides para profanar los teocalis echando abajo imágenes sagradas invocando, en su punitivo arrebato, una piadosa ira avivada por la incomprensión y la intolerancia.[4]

En disculpa de nuestros ancestros españoles podemos argumentar que no podían responder o reacción de otra manera, dado su ethos e idiosincrasia; y como prueba está el que  la misma reacción tuvieron con otras naciones por igual catalogadas de paganas, como fue el caso de los tagalos de Filipinas, cuyos dioses sufrieron el mismo descrédito y  olvido que las  divinidades mexicas.

Pero como suele ocurrir en un choque de civilizaciones, en el cual una de las partes es la dominada y la otra la sometida, los perdedores no fácilmente olvidan sus viejas praxis religiosas; con frecuencia adoptaban simulada o superficialmente las creencias del conquistador. El converso forzado resguardará en lo profundo de su fuero interno las representaciones de lo sagrado consustanciales a su pueblo y cultura.

Hasta por fines didácticos los misioneros evangelizaron empleando un discurso y manejando una praxis religiosa que resultaban familiares a los indígenas. Por ejemplo, el atrio del templo vino a sustituir al zócalo de los centros ceremoniales. A su vez, nuestros ancestros mesoamericanos cotejaban a su viejo panteón con la doctrina del conquistador.  Ese ejercicio comparativo arrojó semejanzas y paralelismo; por ejemplo, resultó que tanto Cristo como Quetzalcóatl habían dado la vida por la humanidad; por su parte, Coatlicue era tan madre y protectora de los seres humanos como la Virgen María. Este juego de yuxtaposiciones sagradas facilitaba al nuevo converso aceptar y adoptar las figuras e imágenes del conquistador al reconocer en ellas a sus viejos dioses bajo formas y colores distintos. A esto le llamamos sincretismo.

Una de las religiones más sincréticas es sin duda la santería. En el panteón orisha los dioses afrocaribeño como Shangó, Babalú y Yemayá  reaparecen bajo las imágenes de Santa Bárbara, San Lázaro y la Virgen, respectivamente. No obstante,  el sincretismo más que un engaño o una simulación es más bien una fusión dispar entre representaciones sagradas con cierto parentesco iconológico o incluso teológico; en otras palabras, es una asociación desde el folclor y la religiosidad popular de imágenes y creencias de religiones distintas que guardan entre sí ciertas semejanzas en sus  formas o contenidos religiosos o sagrados.

***

En el caso de la escultura que lleva por nombre Sincretismo y que ahora adorna uno de los camellones centrales de la avenida Federalismo, tiene, y de sobra, todos los elementos en sus composición para llevar ese título. Ahora bien, ¿por qué la obra causa tanta controversia y animadversión entre ciertos sectores de la grey católica? Esta tarea de requiere de todo un trabajo de antropología y piscología social; pero aventurando hipotéticamente algunas posibles explicaciones se podría decir que en parte se debe al hecho de empalmar una imagen autentificada por la ortodoxia católica como sagrada con otra ya tipificada por los cronistas de la conquista como pagana y perteneciente a un culto idolátrico y politeísta.

Lo divino y lo demoniaco, para toda religión teísta como la cristiana, que remarca su insalvable y antitética dualidad, estos dos principios sólo pueden ser representados por el arte sagrado en abierta confrontación, bajo la única representación posible: la del sometimiento o aniquilamiento del mal. Pensemos, por ejemplo, en la escultura de San  Jorge o en la de San Miguel y el dragón; o en la de Virgen María aplastando la cabeza de la serpiente; si invirtiéramos los papeles del vencedor y del vencido en cualquiera de estas imágenes el resultado sería una obra imposible e inaceptable para la doctrina cristiana.

En la obra Sincretismo, las dos serpientes de la Coatlicue  están allí,  más que para representar lo demoniaco, para simbolizar la fecundidad y a la madre tierra; bajo estas connotaciones queda entonces justificado que enmarquen a la Virgen Guadalupe.[5] No obstante, ésta es, precisamente, una de las  debilidades de la obra, el no darse a entender fácilmente. En lo personal no me atrevo a calificarla de mal intencionada, pero sí de desafortunada, por el hecho de requerir para su correcta apreciación de un par de explicaciones como las anteriores, las cuales, dicho sea de paso, no necesariamente convencen del todo para dar por buenos los valores culturales e históricos de la escultura. En otras palabras, la escultura comunica y vehicula un discurso fácilmente obviado por muchos creyentes; al momento de contemplar la obra,  los significados que saltan a la vista de los fieles más fervorosos son blasfemia, sacrilegio e idolatría. Ésas son las ideas que más claramente trasmite Sincretismo. Las otras significaciones vinculadas a la Coatlicue quedan un  tanto veladas, quizás en buena medida por el poco lucimiento visual de la obra.

Por sus forma y diseño, la escultura es de una muy particular belleza; sin embargo, ya en su realización, como figura montada en un espacio público y por tanto a la vista de todos, sus atributos estéticos tienden a demeritarse; su composición en pliegues al estilo de los adornos de papel picado hacen un tanto difícil apreciar sus siluetas, ya de por sí opacadas por el color ocre de la obra; además, su ubicación y tamaño también enfatizan su deslucimiento, de tal suerte que resulta difícil no preferirla en una versión más modesta e integrada en la colección de algún museo de arte moderno; o quizás en un tamaño digamos decorativo podría venderse como pieza de arte en alguna subasta o galería.

Obviamente no es una imagen religiosa que pudiese recibir la bendición correspondiente para luego ser objeto de veneración; lo correcto sería catalogarla como una pieza de ornato urbano que rinde homenaje a la condición cultural mestiza del mexicano.[6]

Pero si colocáramos la obra del maestro Ismael Flores en Paseo de la Reforma puede ser que nadie protestaría. Sincretismo tendría quizá, en dicho contexto capitalino, los suficientes elementos contextuales, culturales e históricos para sustentarse y justificarse; ya que, para empezar, las dos representaciones que la conforman: la Virgen de Guadalupe y la Coatlicue residen en la megalópolis y están de sobra presentes o inmersas en el imaginario social de sus habitantes; es decir, forman parte de su identidad colectiva.

A los tapatíos en particular, la también llamada Tonantzin poco les dice y menos lo remite a sus raíces idiosincráticas y culturales. Quizás pidiéndole prestados sus pinceles y caballete a Frida Kahlo, una imagen de la Beatriz Hernández y de la Cihualpilli sujetando un mismo corazón hubiera trasmitido mejor la idea de la fusión cultural o sincretismo.

Desde nuestro entorno cultural tapatío, la Coatlicue, la señora de la falda de serpientes, es un ídolo; en cambio, la Virgen de Guadalupe es una imagen digna de veneración.  Al yuxtaponerlas o fusionarlas el resultado, a la luz de la fe católica, es que la Coatlicue no logra sacralizarse (en esta simbólica y estética comunión con la Guadalupana) y en cambio la Virgen morena sí resulta profanada y re-mitificada en los términos más heterodoxos al vincularla explícitamente con un ídolo pagano.

Si existe un descalificativo que lastima y conflictúa  a los fieles católicos es el de ser tachados de idólatras. La creación de Ismael Flores cristaliza esa idea otorgando un argumento tangible a las desautorizaciones de muchas sectas protestantes que ven en la veneración de las imágenes un abierto acto de idolatría.

Sincretismo es una pieza de arte urbano muy representativa de la cultura postmoderna; hace manifiesta esa postsecularización de la que habla José María Mardones cuando explica que lo sagrado o religioso, en sus versiones más rebajadas y profanas, ha retornado a los espacios públicos de manos ya no de los hierofantes (u hombres santos o consagrados) sino de los laicos o, como en este caso, por la iniciativas de las autoridades civiles.[7] Estas mismas autoridades respaldaron y promovieron la Procesión del Silencio y los altares de Dolores que fueron montados en el tradicional barrio de Analco durante las celebraciones de Semana Santa del 2017; por cierto que ambos eventos religiosos no suscitaron la más mínima protesta. Hay que entender que dejar en manos de los funcionarios públicos los asuntos religiosos es por demás riesgoso, dado que dichos funcionarios no están calificados y menos acreditados para tomar semejantes responsabilidades, y así como pueden acertar también  es posible que terminen hiriendo susceptibilidades.

Incapaces de predecir qué sucederá con la obra Sincretismo, apuntemos dos posibilidades: que termine siendo olvidada, como tantas otras ante las cuales la gente de a pie pasa de largo, o en el futuro, tal vez, revalorada por generaciones formadas en el ya ascendente clima de pluralidad y apertura religiosa que estamos viviendo.

 



[1] Doctor en ciencias sociales por el CIESAS Occidente, es miembro del Departamento de Estudios

Históricos de la Arquidiócesis de Guadalajara. Este Boletín agradece a su autor esta colaboración original.

[2] Cf. Pilar Gonzalbo Aizpuru, La educación popular de los jesuitas, México, Universidad Iberoamericana, 1989, p. 100.

[3] Cf. Roger Bartra, El salvaje artificial, México, UNAM / Ediciones Era, 1997, p. 70.

[4] Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, I, Barcelona, Red Ediciones, 2017, p. 131.

[5] Cf. D. Álvarez Cineira, “La figura de la serpiente en el mundo bíblico y germánico”, en Estudio Agustiniano, vol. xxxvii, fasc. 3, Valladolid, 2003.

[6] Sobre la condición mestiza de la cultura mexicana es obligada la revisión del libro de Samuel Ramos El Perfil del hombre y la cultura en México.

[7] Sobre el retorno o la reincorporación de la religiosidad a la esfera pública uno de los referentes obligados es José María Mardones, autor de una obra imprescindible: El retorno del mito. La racionalidad mítico simbólica.



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