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Testimonio de una vida sacerdotal. 1945-2016

 

José Mejía Sosa

 

Muy cercano al aniversario 99 de su existencia, el autor del testimonio que sigue desgrana sus recuerdos de 71 años como presbítero, que son también los de la Iglesia en México en la etapa que va de la hostilidad contra la libertad religiosa, alentadas por las sañudas disposiciones jurídicas vigentes hasta 1992, a las componendas que a partir de 1940 sostuvieron una calculada aunque insegura armonía para las actividades apostólicas y pastorales en un país de abrumadora mayoría católica.1

 

Todas las cosas tienen su historia, de manera específica las personas, signadas como están con las tres potencias del alma: memoria, inteligencia y voluntad, y los cinco sentidos que las complementan para vivir una vida verdaderamente humana. Así, el hombre puede dar testimonio de sí mismo o de otros.

Yo me identifico con el nombre de José Mejía Sosa, presbítero desde 1945 por la imposición de las manos del Arzobispo de Guadalajara, don José Garibi Rivera. Hay historia que contar y recuerdos que pueden ser útiles. Los dividiré en las dos etapas que reflejan mi historia, la que va de mi ingreso al Seminario y mi estancia en él, a la de mi larga vida sacerdotal, que cuenta con 71 años de andadura.

I

En cuanto a lo primero, abrí los ojos el 26 de enero de 1918 en una delegación municipal de Atoyac, Jalisco. Fueron mis padres Tomás Mejía Contreras y María de los Ángeles Sosa Rodríguez, quienes procrearon once hijos, de los cuales fui el séptimo. De este número, siete alcanzamos la edad adulta, cinco varones y dos mujeres. A tres quiso Dios llamarnos al sacerdocio ministerial en este orden: al mayor, que se llamaba J. Jesús; al que esto escribe, y a Nicolás. J. Jesús partió a la vida verdadera el 8 de junio de 1967, y Nicolás el 10 de diciembre del 2011. Los otros hermanos varones tomaron el estado matrimonial, y las mujeres tuvieron a bien compartir su vida al lado de sus hermanos sacerdotes prestándonos diferentes auxilios. Que el buen Dios les pague lo que hicieron por nosotros.

Crecí en un pequeño pueblo puesto bajo el patrocinio de la Virgen del Tepeyac, que por eso se llama Unión de Guadalupe, en medio del campo más florido y acogedor para propiciar una vida sana. Lugar vacacional para el Seminario de Guadalajara desde hace más de 50 años, ahora también es nido de la Congregación Josefina, que tiene allí un noviciado.

Durante 47 años regentó la vicaría fija de la Unión de Guadalupe el señor presbítero don Ildefonso Ruiz Sandoval, durante cuya gestión maduraron las dos primeras vocaciones sacerdotales del pueblo, la de J. Jesús y la mía. Debo reconocer que la influencia de este sacerdote me fue decisiva para mi vocación, a partir de lo que ahora cuento: un día me mandó llamar don Ildefonso con el solo propósito de platicarme lo bueno y lo negativo del Seminario, y después de un tiempo largo de hacerlo me lanzó esta pregunta: “¿Te quieres ir, sí o no?”, a lo cual respondí sin vacilar: “Sí, me voy”.

El 19 de noviembre de 1934 toqué las puertas del Seminario Auxiliar de Zapotlán el Grande. Allí cursé dos años antes de pasar al Seminario de Guadalajara, donde me formé hasta la ordenación. Desde entonces, el mes de noviembre es para mí de luz.

Algo que no debe olvidarse y recordaremos siempre quienes lo sufrimos es el acoso que mantuvo el Gobierno en contra de la libertad religiosa en México después de la Guerra Cristera, condicionando a los sacerdotes, entre otras cosas, a registrarse ante la autoridad civil para ejercer su ministerio y administrar públicamente los sacramentos. Por lo que al Seminario respecta, carecía de establecimiento fijo, debiendo subsistir a duras penas en la clandestinidad y en la dispersión, de modo que los pupilos debíamos acudir a clases en días diferentes de la semana, usando de aula el anexo de los templos o lugares amplios de casas particulares cuyos propietarios nos facilitaban el comedor u otro espacio adecuado para este propósito. Así la pasamos los seminaristas de Zapotlán el Grande y de Guadalajara. Los alimentos los ofrecían las familias, ya fuera que nos proporcionaran una o tres comidas a uno o más seminaristas. El dormitorio era siempre en una casa particular.

Apenas pudo hacerlo, el señor Rector, que lo era don Ignacio de Alba y Hernández, después obispo de Colima, dispuso que su equipo de formadores estableciera residencias estables en casas alquiladas por diferentes rumbos de la ciudad, donde se nos ofrecería comedor y dormitorio. Las clases se mantuvieron en los anexos de las iglesias y en lugares tan caprichosos como el campanario del templo Expiatorio, en construcción, o en su cripta central, donde un año celebramos a María en el mes de mayo.

En estas casas los grupos quedaban bajo la vigilancia de un seminarista coadjutor, alumno de teología, responsable de dar cuenta de lo acaecido al padre encargado de la disciplina general, que practicaba una visita semanal en cada casa. El cargo lo desempeñó largo tiempo el presbítero don Salvador Quezada Limón, futuro obispo de Aguascalientes.

En el año lectivo 1937-1938 el Seminario de Guadalajara abrió su casa en la calle de Belisario Domínguez, adaptando las instalaciones construidas para servicio del hospital de San Martín de Tours y de Nuestra Señora de los Desamparados, que confiscó y vendió el gobierno en 1914, y que adquirió el Arzobispado a sus nuevos dueños. Se empezó acogiendo a los estudiantes de filosofía, luego a los de teología y, finalmente, a los de estudios humanísticos. Al ir creciendo la comunidad aumentaron las dificultades, siendo muy grave lo relacionado con la comida, lo cual provocó una junta a la que asistimos los pupilos del internado y presidió el Señor Garibi Rivera, quien luego de alentarnos a no desfallecer nombró encargado de la alimentación y único autorizado para lo tocante a la cocina al señor teólogo Adolfo Hernández Hurtado, que por ello se ganó el mote de “Paño de Lágrimas” y que murió siendo Obispo auxiliar emérito de Guadalajara.

Por ese tiempo se inauguró el Seminario Interdiocesano de Montezuma, en Nuevo México, Estados Unidos, atendido por religiosos de la Compañía de Jesús y bajo el patrocinio de un episcopado estadounidense, deseoso de apoyar a los obispos de México a encauzar sus vocaciones al sacerdocio. Los superiores del Seminario de Guadalajara remitieron a esa institución en la primera hornada a veinte estudiantes de filosofía tomados de un grupo copioso grupo, que resultó del recorte de un año de filosofía hecho al plan de estudios, para aumentar otro de ciencias exactas, que por cierto no prosperó, pues terminó con mi generación. Eso explica la razón por la cual en el año de 1941 se ordenaran 45 presbíteros para el clero de Guadalajara: cinco en Roma, veinte en la ciudad episcopal y otros tantos en Montezuma.

El grupo del que yo formaba parte se instaló en la casa de la calle de Belisario Domínguez en 1940 y permanecimos en ella hasta 1945, el año de nuestra ordenación sacerdotal, que fue el Sábado Santo, 31 de marzo. Constó el grupo de catorce diáconos que recibimos la imposición de manos del Arzobispo a las 7 horas en la Santa Iglesia Catedral, acompañándonos tan sólo nuestros más cercanos parientes y los padrinos de ordenación, que en ese tiempo nos ataban las manos con un listón inmediatamente después de que el Obispo nos las había ungido con el Santo Crisma.

 

II

 

Recibir el estado eclesiástico en circunstancias tan duras fue una criba que nos dejó claro a los de mi tiempo que ser ministros de los sacramentos no era para sacar provecho personal sino para el bien espiritual y humano de los fieles de las distintas parroquias a donde seríamos destinados.

En lo que respecta a mi Cantamisa, fue todo un acontecimiento para mis paisanos, toda vez que ya dos de mis hermanos eran sacerdotes. La misa, en la Unión de Guadalupe, fue muy solemne. El coro interpretó la Misa Segunda Pontifical de Lorenzo Perossi, se hizo presente todo el vecindario y tomaron parte en ella varios eclesiásticos, entre ellos el presbítero don Ildefonso Ruíz, de quien había recibido el Bautismo y la Primera Comunión. Fungió como diácono de misa y subdiácono el presbítero J. Rosario Hernández, como presbítero asistente mi hermano J. Jesús Mejía, el predicador fue el doctor don Alfonso Toriz Cobián, profesor del Seminario y luego Obispo de Querétaro. El banquete ofrecido a los invitados fue proverbial.

Regresamos los cantamisanos al Seminario para preparar el examen de moral ad audiendas confessiones y recibir el nombramiento del destino donde comenzaríamos de lleno nuestro ministerio sacerdotal. A mí me asignaron a Amatitán, Jalisco, en calidad de vicario nada menos que del Señor Cura don J. Jesús Mejía, nombrado párroco en mayo de ese 1945. Yo llegué el 15 de agosto y, como éramos hermanos de sangre, pudimos entendernos para el trabajo parroquial los cuatro años en los que coincidimos, hasta que él pasó como párroco coadjutor a Zacoalco de Torres y me dejó como administrador parroquial hasta el tiempo del arribo del párroco propio, Señor Cura J. Concepción Mercado.

Gran recuerdo guardo de la gente de Amatitán. Su participación en los diferentes grupos de la Acción Católica y en asociaciones tales como la Adoración Nocturna y otras animaron mi recién estrenado servicio. Recuerdo con interés que del grupo de los niños acólitos de este tiempo surgieron varias vocaciones sacerdotales y religiosas, lo cual fue signo de buena cosecha. Dios sea bendito. Duré en Amatitán algo más de cinco años.

Mi segundo destino fue como vicario fijo de San José de las Flores, de la parroquia de Zapotlanejo, entonces a cargo del acreditado párroco don Maximino Pozos, con el que sostuve siempre buenas relaciones no obstante su fama de enérgico. El trabajo que allá realicé fue en todos los órdenes: espiritual, material y cultural. Por ejemplo, para que el pueblo tuviera un poco de agua, se trabajó haciendo un dentellón en el cauce del arroyo, de modo que de este depósito de agua viva pudiera bombearse hasta el pueblo. Ver en la plaza un hidrante y saliendo de él un chorro de agua fue algo maravilloso para mí y para los habitantes de San José, gente un poco desconfiada con la cual, sin embargo, pude realizar lo que me propuse, sobre todo a través de la escuela, que duró los cinco años de mi estancia. Los llevo en mi corazón y en diferentes formas fueron un gran estímulo para mí. Entre ellos mi sacerdocio pudo expresarse en plenitud tanto en lo espiritual como en lo material.

Mi tercer destino, fue la Ribera de Guadalupe, en el municipio de Ayotlán, Jalisco,  donde llegué el 14 de agosto de 1956 y permanecí hasta 1972. Allí me encontré con gente dócil y deseosa de la presencia sacerdotal. No hubo gran dificultad para integrarnos. El pueblo se había fundado en 1925, a raíz de la Cristiada, y habían pasado por él tan sólo dos vicarios: el presbítero J. Refugio de Alba, originario de Lagos de Moreno, y don Víctor González, originario de Tapalpa, al que suplí en la fecha mencionada.

La cabecera se enclava al sur de la parroquia de Ayotlán y al extremo oriente del plan de La Barca, Jalisco. Desde su fundación el Arzobispado estableció para atenderla en lo espiritual una Vicaría Fija, y así la recibí, sólo que a los dos meses de mi arribo se le erigió en parroquia y me tocó ser su primer párroco, por decreto del 12 de octubre de ese año de 56. También se habilitó un vicario; el primero lo fue don Alfonso Amezcua, apenas un año, el segundo don Alfonso Altamirano, mi compañero durante más de 16.

Nuestro trabajo fue amplio y diverso. Se abrió el Colegio Don Bosco, con un promedio de 200 alumnos, cuyos tutores pagaban una pequeña cuota que de ninguna manera solventaba las necesidades del plantel, cubierta con el 25 por ciento de las colectas de las misas. Lo atendieron tres profesoras muy eficientes y con verdadera vocación para la enseñanza de la niñez, compartiendo sus empeños por los escolares el Padre Altamirano, al que le gustaba involucrar al pueblo organizando diálogos públicos con alumnos de más alto aprovechamiento.

Allí pasé 16 años, hasta que se creó la diócesis de San Juan de los Lagos y mi parroquia quedó dentro de esa jurisdicción. Fue un tiempo para mí de verdadera experiencia sacerdotal. La memoria de varias familias de por allá la llevaré siempre en el corazón.

Considero que atendimos el pueblo de manera eficaz, lo mismo a los vecinos de la cabecera parroquial como a los de las rancherías, surgidas casi todas luego de la afectación de las haciendas de La Concepción, Guadalupe, Lerma, Santa Lucía, Santa Elena y San Jerónimo.

 

Mi experiencia misionera

 

El sacerdocio no es para quedar anclado solamente en una sola diócesis; es para servicio de la Iglesia Universal. Movido por ello y teniendo entonces 54 años de edad, pedí pasar de la recién creada diócesis de San Juan de los Lagos a la de Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, en ese tiempo a cargo del Señor Obispo don José Trinidad Sepúlveda, de quien fui colaborador durante diez años, de 1972 a 1982. Él me confió la parroquia de Suchiapa y me hizo Padre Espiritual del Seminario Conciliar, que en ese momento sólo contaba con el Seminario Menor, al que acudía una vez a la semana.

Mi experiencia sacerdotal en la parroquia se enriqueció con la costumbre de la feligresía de tener una relación muy cercana con su sacerdote. Eso me agradó y de ella salieron dos vocaciones al sacerdocio y dos más a la vida consagrada femenina.

A poco de mi arribo, el Señor Obispo gestionó el establecimiento de una congregación de religiosas, las Hijas del Sagrado Corazón de Jesús, fundadas en Guadalajara por santa María de Jesús Sacramentado, la Madre Nati. Eran enfermeras y catequistas, y pusimos con ellas el cimiento de un equipo pastoral bien integrado. Una de las hermanas se hizo cargo de un dispensario médico y tres de ellas se dedicaron a organizar la catequesis. El Señor Obispo estableció la Archicofradía de la Adoración Nocturna del Santísimo Sacramento; mucho fruto dio también el Grupo de Varones Catequistas.

Recuerdo a Suchiapa con gusto y cuando me he hecho presente por allí me reciben con agrado. Elegí su templo para celebrar también mis bodas de oro sacerdotales, en 1995.

En 1977 fui nombrado primer párroco de Nuestra Señora del Sagrado Corazón, en la colonia Moctezum, de la ciudad episcopal. Santa Cruz de Terán estaba en su territorio. Había colonias marginadas y otras de alta sociedad, pero con todos hubo buena comunicación. Mi vicario fue el presbítero Óscar Campos Contreras, ahora Obispo de Tehuantepec, con el cual conservo hasta hoy una buena relación de amistad. Nuestra inquietud pastoral de estar con el pueblo fue muy grata y fructífera y de la parroquia salieron dos vocaciones al sacerdocio.

En Santa Cruz de Terán funcionaba un grupo de varones ministros extraordinarios de la Eucaristía formados en la escuela de la Cruz de los Misioneros del Espíritu Santo. Para mi sorpresa, constaté que en ese lugar un gran número de bautizados ni siquiera entendía quién es el Santísimo Sacramento. Algunos llamaban “Santísimo” a la custodia. Comenzamos por eso, insistiendo cómo la Eucaristía es la cumbre de la evangelización. Guardo para esta parroquia toda mi admiración y mi gratitud. Siempre me han recibido con gusto cuando nos hemos encontrado de nuevo.

 

Volver sobre lo andado…

 

La Santísima Virgen de San Juan de los Lagos me permitió retornar a mi diócesis a fines de mayo de 1982, no sin antes pasar un mes de vacaciones con mi hermano Nicolás, párroco de San Luis Soyatlán.

El 8 de julio recibí un sitial en el Cabildo Eclesiástico de mi obispado, canonjía que desempeñé activamente hasta octubre del 2000, año en el que con licencia de mi prelado, el Señor Obispo don Javier Navarro, pasé a Guadalajara pero sin dejar de pertenecer al clero de San Juan de los Lagos.

Como canónigo mi actividad no se redujo a asistir al coro. Fui penitenciario de la Catedral Basílica, capellán del templo de San Antonio y del Calvario (hoy de San Pedro y San Pablo); colaboré como confesor del Seminario Conciliar, encargado diocesano de las obras misionales y Vicario Episcopal para la Vida Consagrada, actividad que me dejó experiencias muy gratas. ¡Ojalá haya cumplido mi servicio!

Mi relación con los sacerdotes ha sido buena. De mi contacto con los sanjuanenses en las capellanías que atendí, me quedó claro que tienen siempre una visión comercial forjada por la presencia tan constante del devoto peregrino.

 

***

 

Pienso que mi último tirón de la vida será en Guadalajara, donde resido desde hace 16 años. Hasta el día en que redacto este apunte presido la misa y confieso indistintamente en la Capilla del Espíritu Santo Consolador o en el templo parroquial de Nuestra Señora de Zapopan Estadio, comunidad a la que arribé cuando estaba a cargo de ella el Señor Cura Salvador López, que en paz descanse. De entonces para acá otros dos párrocos se han hecho cargo de ella y yo permanezco en el mismo lugar. ¿Querrá el Señor arrancarme de aquí?­­­­­­­

No ignoro la violencia de mi propia naturaleza; tampoco, que el Señor me ha dado mucho: 98 años contados desde el día de mi nacimiento y 71 años de vida ministerial. En palabras del salmista, sólo espero en su bondad divina, “como están los ojos de los siervos fijos en el Señor, Dios nuestro, esperando hasta que se apiade de nosotros” (Sal. 123, 2).

 

Guadalajara, Jalisco, 29 de noviembre del 2016



1 El autor de este artículo lo compuso amablemente a petición de este Boletín, que le agradece su gentileza y buena disposición.



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