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125 AÑOS DE LA DIÓCESIS DE TEPIC. CAMINOS, HUELLAS, SIGNOS Manuel Olimón Nolasco1 Esencialmente vinculada con la Iglesia particular de Guadalajara hasta el día de hoy como parte de la Provincia Eclesiástica de ese nombre, la diócesis de Tepic comenzó su andadura en una época del todo singular: la persistencia jurídica de la legislación anticlerical que el bando liberal impuso al pueblo de México durante la omisión casi absoluta de la misa, durante la dilatada gestión al frente del Ejecutivo Federal del caudillo Porfirio Díaz. Este artículo repasa su andadura ya añosa2
1. Caminos bien trazados
El verano de 1893 fue muy lluvioso en el Sur de lo que desde 1884 era el Territorio Federal de Tepic y, por la voluntad bien informada del Papa León xiii, la diócesis del mismo nombre, a partir de la bula “Illud in primis” del 23 de junio de 1891. Las lluvias presagiaban buenas siembras y cosechas y, por consiguiente, sonrisas, bodas, bautizos y alivio de miserias. Pero también caminos difíciles, derrumbes, lodazales y atascos. El 16 de abril la catedral de Guadalajara se había vestido de gala para la ordenación episcopal (se decía entonces consagración), presidida por el arzobispo don Pedro Loza y Pardavé (a quien acompañaron como co-consagrantes don Francisco Melitón Vargas, de Puebla, y don Atenógenes Silva Álvarez Tostado, de Colima) de uno de los miembros de su cabildo, predicador de fama sobre todo en las festividades de la Virgen de San Juan de los Lagos: Ignacio Díaz y Macedo. Él no quiso esperar que amainaran las aguas para dirigirse a su sede, que contaba ya con dos años de erigida. En un buen carruaje de caballos superó las dificultades de la ruta, muy transitada por arrieros y viajeros: Tala, Teuchitlán, Ahualulco, Etzatlán, San Marcos, Amatlán de Cañas, El Rosario, Barranca del Oro. Estos últimos tres poblados debieron haber formado parte de la nueva diócesis, pero la interpretación estricta del texto, a pesar que estaban ya en el territorio de Tepic, los dejó en la jurisdicción de Guadalajara, como hasta hoy. Soportó lluvias torrenciales en el próspero triángulo de los poblados de Ixtlán, Ahuacatlán y Jala, y siguió su camino hacia Tetitlán, San José del Conde y San Leonel, pernoctando en las casas principales de estas haciendas prósperas en ganadería y agricultura. Don Everardo Peña Navarro, en su ya clásico Estudio histórico del estado de Nayarit, resumió así estos primeros pasos: “El Señor Díaz llegó a Tepic para tomar posesión de esta sede episcopal el 5 de julio [de 1893], siendo recibido con grandes demostraciones de cariño desde que entró al Territorio, pues venía precedido de una justa fama de sabiduría y grandes virtudes”.3 El día mencionado, don Ignacio se levantó antes del alba y, después de celebrar la Misa en la capilla de la hacienda de San Cayetano y desayunar con la familia Rivas, sus propietarios, se dirigió a Tepic, deteniéndose unos minutos a rezar en la Loma de los Metates, sitio en el que fue fusilado Manuel Lozada en 1873. Este gesto daba a entender, sin palabras, que la causa de los indígenas, las comunidades y los pueblos, doblegada por el liberalismo reinante, estaba revestida de justicia, y también que la mayoría de edad de Tepic frente a la tutela de Guadalajara era un hecho. Los Rivas habían estado cerca de Lozada, y uno de ellos, Manuel, había firmado como secretario varios de los decretos lozadeños. Actualmente, teniendo en cuenta que hay ciudades de cientos de miles de habitantes que no son sede episcopal, puede llamar la atención que Tepic, que tenía 14 500 almas, fuera escogida para organizar una comunidad católica en torno a un obispo.4 Peña Navarro lo explicó de esta manera:
Desde que con la muerte de Lozada terminó la rebelión que él encabezaba, surgió entre muchos de los vecinos principales del Territorio la idea de que se erigiera el Obispado, tanto por razones de orden moral como porque con la carencia de fáciles comunicaciones con Guadalajara, no era posible atender debidamente las parroquias.5
El surgimiento de la vida diocesana, sin embargo, hay que ubicarlo en un contexto más amplio. El largo pontificado del Papa Pío ix (1846-1878) fue testigo del ascenso de los gobiernos liberales de marcados tintes anticlericales en los países de tradición católica –entre ellos México– y de la pérdida del poder temporal del papado con la unificación de Italia, pero también fue tiempo de gestación de una Iglesia libre de pesados vínculos y más sensible a las necesidades de atención de los pueblos. La pobreza aguza la vista, mientras que la riqueza la atrofia. Signo de este tiempo fue la erección de nuevas diócesis y la reagrupación de éstas en nuevas provincias, así como la decisión de formar un episcopado más fiel a Roma y menos entretenido en funciones políticas y en querer “quedar bien” con los gobiernos. En 1863, anticipando el fallido concordato con el régimen de Maximiliano, se erigieron nuevas arquidiócesis (Michoacán y Guadalajara), pues la de México había sido la única desde el siglo xvi, y nuevas diócesis: Querétaro, Veracruz (Jalapa), Chilapa (que había autorizado el Papa Pío vii desde 1812), Zamora, Tulancingo, León y Zacatecas. En 1891 León xiii erigió el arzobispado de Antequera (Oaxaca) y, junto con el obispado de Tepic, los de Chihuahua, Saltillo, Cuernavaca y Tehuantepec. La bula fundacional expuso:
Para que el pueblo mexicano que Nos es carísimo tenga más fácil comunicación con sus propios pastores y para que por éstos, que es lo que más deseamos de lo íntimo de nuestro corazón, sea conducido por los caminos de la justicia a la celestial Patria...Vigilantes y solícitos pastores deben presidir las iglesias y conducir el rebaño a los pastos saludables defendiéndolo de los peligros, a fin de que no le falte ningún auxilio con que pueda más fácilmente llegar a la Patria celestial... El auge de la religión católica siempre creciente, por beneficio de Dios, en la región mexicana, exige que Nos con toda diligencia encaminemos hacia ella el cuidado de nuestro cargo pastoral y atendamos del modo más saludable al bien y utilidad espiritual de las almas de aquellos fieles de Cristo por medio de nuevas sedes episcopales y por una organización de la jerarquía eclesiástica más acomodada a aquella región.6
El ámbito territorial de la diócesis tepicense abarcaba la indómita sierra del Nayar, casi abandonada pastoralmente desde la expulsión de los jesuitas en 1767, y la “tierra de paso” bañada por el Pacífico mexicano y comunicada por mar mediante el puerto de San Blas, que ya languidecía. Tierra fértil y generosa en frutales, cocoteros, caña de azúcar y tabaco, abundante en aguas y en fauna terrestre y volátil, parecía tranquila y hasta perezosa en sus habitantes, los “tepicenses” o “tepiqueños”, algunos de los cuales –pocos– tenían personalidad cosmopolita debido a la activa comunicación internacional, más por el contrabando que por el comercio lícito. A la sierra agreste y al diferenciado territorio –costas, valles, altiplano, montes– “se agregó”, como anotó el documento pontificio, “otro distrito del estado civil de Jalisco llamado Mascota”. Éste continúa dentro de la diócesis de Tepic; la sierra es, a partir del 13 de enero de 1962, la prelatura territorial de Jesús María del Nayar, encomendada a la orden franciscana. La diócesis no se improvisó. Varias comisiones habían conversado con el arzobispo tapatío sobre el tema, y ya en 1864 se proyectó un Colegio Seminario con la fisonomía del que se abrió en Jacona, que habría sido la primera institución de estudios superiores en la capital del entonces séptimo cantón de Jalisco.7 El arzobispo Loza animó a que le agregaran torres catedralicias al edificio parroquial, construido en 1804, y en 1888, durante su visita pastoral, se dio cuenta de los avances de esas gemelas neogóticas. En Roma por esos años se trataron los asuntos mexicanos con mayor libertad que cuando había que tomar en cuenta a los gobiernos, y la paz unida a la tolerancia –sin tocar las leyes de reforma– del general Porfirio Díaz, y su trato personal de los asuntos eclesiásticos, facilitaron lo que durante siglos habían entorpecido el gobierno español y los primeros republicanos independientes.8 La bula fundacional insistía en que en las nuevas circunscripciones se fundara un Seminario “puesto que en gran manera interesa que se preparen... probos y doctos presbíteros que, como olivos fructíferos en los campos de Cristo Señor Nuestro, han de consagrarse tanto a los oficios divinos y eclesiásticos como a procurar la edificación y eterna salud de las almas”.9 Recién llegado don Ignacio, encomendó al padre José María Salazar, miembro de una prominente familia minera, agrícola e industrial, el arranque de esa necesaria institución. Abrió sus puertas en una casa que pertenecía a su familia en la ciudad de Tepic en la calle Veracruz, que fue después confiscada y dedicada a distintos usos hasta que, derribada, dio lugar en 1948 al Centro Escolar Presidente Alemán. Los años finales de siglo xix se caracterizaron por notables cambios en el mundo entero, sobre todo a causa de la acelerada industrialización y los avances en las comunicaciones marítimas y ferroviarias. El éxodo de poblaciones del campo a las ciudades que se convertían en gigantescos pulpos y factorías de anonimato acarreó “la cuestión obrera”, que se transformó en “cuestión social”, con su carga de distanciamiento creciente entre las clases sociales, reducción del valor familiar a su fuerza de trabajo –la clase proletaria cuya única riqueza era su prole–, resentimientos de distinta índole, el alcoholismo como fenómeno de salud pública y la presencia activa de doctrinas radicales de choque. Esta situación no fue ajena a la sensibilidad católica, como lo demostró la encíclica Rerum Novarum del Papa León xiii, hecha pública apenas unos meses antes del nacimiento de la diócesis tepicense. En tierras mexicanas, la aplicación gradual, pero sistemática e irreversible, de la desamortización y nacionalización de los bienes comunitarios convirtió a las comunidades indígenas en campesinos aislados que tuvieron que contratarse con los terratenientes y, en el plano religioso, aunque continuaron siendo católicos y la piedad popular siguió adelante, las acciones legales señaladas socavaron la relación entre la devoción a los santos patronos, las advocaciones marianas o los Cristos crucificados o yacentes y la asistencia social a los pobres, a los ancianos o a los débiles, expresada en las correspondientes cofradías: de este modo, por ejemplo, siguió realizándose en muchos lugares el Viernes Santo la procesión con el Santo Entierro, pero al no existir ya el legado piadoso para enterrar a los pobres y apoyar a las viudas y a los huérfanos, se convirtió en un acto devocional con cada vez menor contacto con necesidades vitales.10 Sin embargo, el aumento de la relación entre los católicos y la sede del papado ayudó a que hubiese, además del aumento de la atención a la palabra del Papa, ya sin las trabas del “pase regio” y favorecida por la mayor agilidad en las comunicaciones, la llegada y el arraigo en las nuevas circunstancias, de devociones “de rescate” frente al anticlericalismo y la “laicidad”, más cercanas al intimismo y menos comunitarias, como la del Sagrado Corazón de Jesús, orientada “al amor y la reparación” y a la comunión eucarística, en línea con la espiritualidad francesa, o la del Purísimo Corazón de María, más española. En México, si el gobierno ya no quería considerarse católico, hubo pese a todo un incremento extraordinario en la devoción guadalupana, que fue ya verdaderamente nacional y culminó en la coronación pontificia de la imagen en 1895, retrasada desde el siglo xviii, en las peregrinaciones de las diócesis facilitadas por el sistema ferroviario y en la dedicación en muchas poblaciones de un santuario a la Virgen de Guadalupe. Ahora sí, ella sería la Reina de México. No pasaría mucho tiempo para que, ante los embates más fuertes de un anticlericalismo que se convirtió en persecución religiosa, el Corazón de Jesús se transformara en Cristo Rey, el Único que tenía derecho a reinar en la conciencia de los mexicanos. Una escultura que presenta a Jesucristo sentado en un trono, pero con las señales del Corazón de Jesús, en una capilla lateral en la basílica de Jala, encargada a Francia en 1899 y probablemente obsequiada por el general Mariano Ruiz, jefe político del Territorio, es claro ejemplo de esta transformación. Otra vertiente devocional, cuya insignia fue el Templo Expiatorio Nacional de San Felipe de Jesús en el centro de la ciudad de México, cuyo altar se hizo de piezas de altares destruidos por “la piqueta de la reforma” y que abrió sus puertas en febrero de 1897, a cuarenta años de la promulgación de la constitución liberal de 1857, arraigó la costumbre de exponer el Santísimo Sacramento y de la Hora Santa, reparadora de los pecados del mundo.11 Por otra parte, desde Roma se dio contenido a una propuesta que había surgido más bien como línea política en vista de la expansión cultural francesa: el concepto equívoco (ni geográfico ni histórico) de América Latina. La fundación en 1859 del Colegio Pío Latino Americano, orientado a “llevar la romanidad a América” y renovar el episcopado, favoreció la fraternidad entre sacerdotes y obispos de las naciones hispanoamericanas, Brasil y la diminuta república de habla francesa, Haití. Reunión pastoral de importancia definitiva fue el Concilio Plenario de América Latina, convocado por León xiii en Roma en 1899: en él se trataron los asuntos de mayor importancia para la vida de la Iglesia en esta región, se esbozó cierta unificación de criterios y se emitieron decretos que tuvieron en cuenta las situaciones locales. Los documentos conclusivos fueron obligatorios hasta la llegada del Vaticano ii y en toda parroquia debía tenerse un ejemplar. El Concilio tuvo lugar en la sede del Colegio Pío Latino Americano, en la plaza de la Minerva, frente al elefante de Bernini. En una placa de mármol que se colocó ahí y se llevó a sus sucesivas sedes: la de Gioachino Belli, la de Via Aurelia y finalmente la de Via Aurelia Antica, se lee: Ignatius. Tepicensis, pues el primer obispo de Tepic fue Padre conciliar, y a su regreso dejó un emotivo testimonio del acontecimiento, especialmente expresivo de la cercanía de León xiii con las causas de la Iglesia en América Latina.
2. Huellas de incertidumbre
México entró al siglo xx dando la impresión de paz, prosperidad y adelanto. No obstante, la distancia creciente entre los grupos favorecidos y las masas populares no auguraba nada bueno. El envejecimiento de los gobernantes, comenzando por el presidente Díaz, con la consecuente pérdida de toda una generación de posibles líderes, las diferencias regionales en cuanto al desarrollo, la militarización del país y brotes de descontento reprimidos con exceso de fuerza contribuyeron a la conciencia de que había que cambiar. La moderada postura de Madero en su libro La sucesión presidencial de 1908 y una entrevista que don Porfirio dio al periodista estadounidense James Creelman del Parson’s Magazine en 1909, con el título “El Presidente Díaz, héroe de las Américas”, hicieron pensar a muchos en una transición pacífica en 1910. Ese año se celebraron “las gloriosas fiestas del centenario” en todos los rincones del país, casi coincidentes con el arranque de la revolución. Don Francisco fue elegido de manera limpia, contando con el apoyo del Partido Católico, pues, según sus palabras, tenía la intención de abolir las leyes de reforma y, en conversaciones con el padre Alfredo Méndez Medina, jesuita, paladín de la doctrina social católica, coincidía en el deseo de buscar la armonía entre el capital y el trabajo y en fomentar una reforma agraria integral. Algunas reuniones católicas muy bien organizadas adaptaron el pensamiento de León xiii a las condiciones sociales de México, un país todavía predominantemente rural. El eclipse de Madero, a pesar de su popularidad inicial, fue un hecho antes que cristalizaran esas ideas: el militarismo no apagado representado por Victoriano Huerta, la larga agonía de los campesinos que no recibieron atención en ese paréntesis democrático y fuerzas contrarias en sí mismas, pero unidas por conveniencia –Carranza, Villa, Obregón–, llegaron del Norte al Centro “con su cauda de fuego”. Estas fuerzas, con mayor o menor intensidad, renovaron la postura anticlerical y a veces anticatólica que se había mantenido agazapada bajo la llamada “política de conciliación”. En el habla popular, no sin conocimiento de causa, se acuñó el verbo carrancear como sinónimo de robar, y lo que para la visión oficial fue el “año de la constitución” (1917), para el pueblo fue el “año del hambre”, por las consecuencias humanas del descuido del campo. En 1905, durante la visita pastoral a la parroquia de Acaponeta, dejó este mundo monseñor Díaz y Macedo. En diciembre de 1906 vino a ocupar la sede vacante don Andrés Segura y Domínguez, canónigo de la catedral de León, poseedor de una magnífica biblioteca que pasó casi íntegra al Seminario de Tepic.12 Durante los años que precedieron al estallido revolucionario se consolidaron las instituciones católicas, se construyeron nuevos y sólidos templos y se renovaron otros. No obstante, lo más destacado es que se percibieron necesidades pastorales sobre todo en la costa Norte, donde surgían poblaciones nuevas, y en la sierra, donde los indígenas seguían prácticamente en el abandono. El Señor Obispo conocía y tenía amistad con sacerdotes miembros de la congregación de Misioneros Hijos del Inmaculado Corazón de María, fundados en España por Antonio María Claret, arzobispo de Santiago de Cuba. Su concepto de “misión” resultó adecuado para atender a esas comunidades en formación, como lo prueban algunas vetustas “cruces de la misión” que se encuentran todavía a la entrada de algunos templos costeños. Hubo un proyecto más ambicioso: fundar en Tepic, junto al templo dedicado al Sagrado Corazón de Jesús y al Inmaculado de María, una escuela de artes y oficios para mejorar la vida de los coras y huicholes. Un importante legado testamentario de don Domingo Aguirre, hacendado y directivo de la Casa de Aguirre, sirvió para la construcción de dos edificios con ese destino. La llegada a Tepic en junio de 1914 de las tropas carrancistas comandadas por Álvaro Obregón, las acusaciones a don Andrés de “antirrevolucionario”, su prisión junto con el padre Vilalta, superior de los claretianos, y los sacerdotes de la ciudad, amenazados de expulsión hacia Nogales para que pasaran la frontera, y el despojo de los edificios básicos para la vida diocesana, dieron al traste con ese plan y cimbraron la misma vida cristiana.13 No hubo ya tranquilidad en la diócesis. Todavía en diciembre de 1911 se realizó, por primera vez en estos lugares, la consagración del templo parroquial de Jala con solemnidad inusitada: ayuno previo, sermones, atención a los detalles del Pontifical Romano, fuegos artificiales y corrida de toros con un “gran cartel”. Terminados esos festejos comenzó una detenida visita pastoral al “quinto cantón de Jalisco” que, dado lo fatigoso de los caminos y la cantidad de niños y adultos que pedían el sacramento de la confirmación, se prolongó varios meses. Los carrancistas, al tocar al obispo y a los sacerdotes –oí decir que monseñor Segura fue llevado junto con otros presos a barrer las calles– lastimaron fibras sensibles del pueblo y despojaron a la comunidad católica de los elementos que tenía para atender a pobres y enfermos y la formación de los candidatos al sacerdocio. Poco adictos a la cultura, dispersaron para siempre la biblioteca, los laboratorios de física y química y el observatorio astronómico del Seminario, tal vez como ensayo de lo que harían poco después en Guadalajara. Puede decirse que a partir de entonces y hasta 1941, el Seminario fue más un “ente de razón” que una institución tangible. Una conseja popular refiere que el certero disparo de Felipe Ángeles en la batalla de Celaya entre Villa y Obregón que le arrancó el brazo a este último, fue castigo divino porque en esa mano llevaba puesto el anillo pastoral del prelado de Tepic. En Chapalilla, también en el curso de una visita pastoral, falleció don Andrés, el 13 de agosto de 1918.
3. Rumores de catástrofe
Personalidad recia y difícil de evaluar, que pide un estudio complejo y detenido, es la de don Manuel Azpeitia y Palomar, tercer obispo de Tepic, quien tomó posesión el 23 de diciembre de 1919. En la arquidiócesis de Guadalajara, a la que perteneció, su fama contrastante de inteligencia y amplia cultura con la de rigidez y ambición fue “pan de cada día”. Era abogado, miembro notable de la Barra tapatía, y combatió con argumentos la legislación extrema en materia religiosa de la constitución de 1917 y su aplicación. En sus cartas pastorales, sobre todo en una emitida en 1922, cuando parecía que había regresado la paz a México, fue contundente en analizar las influencias intelectuales nocivas del liberalismo y del socialismo y en convocar a una reevangelización del pueblo y a la dignificación del ejercicio del sacerdocio.14 Fue memorable su oposición a los arreglos de 1929 entre el gobierno de Portes Gil y la Santa Sede y el episcopado encabezados por don Pascual Díaz, arzobispo de México, y por don Leopoldo Ruiz y Flores, de Michoacán y Delegado Apostólico, que lo encontraron desterrado en Los Ángeles, California, pero también su interés en el esplendor del culto, manifestado en la decoración de la catedral de Tepic para su consagración en 1924 y su celo pastoral al realizar una prolongada visita a la sierra del Nayar en 1925. La comunidad católica en el ya estado de Nayarit –erigido como entidad federativa en la constitución de febrero de 1917– y en los municipios del antiguo cantón de Mascota vivió tiempos difíciles durante estos años. Vio pasar el reparto agrario, hecho más con criterio de control político que de producción y beneficio a los campesinos, rencillas y divisiones entre “agraristas” a los que se dieron armas, y comuneros y pequeños propietarios, que dejaron huellas que el tiempo no ha borrado, sobre todo en el Sur de Nayarit. Vio la persecución religiosa y la expulsión de los sacerdotes, el levantamiento cristero con sus rasgos de heroísmo en muchos, entre quienes destacó la actitud de las mujeres, fieles y valientes para defender la fe. Vio la dispersión de los seminaristas y la generosidad del episcopado de España para recibirlos en sus seminarios. Los nuestros fueron acogidos sobre todo en la antigua provincia tarraconense: Palencia, Barcelona y hasta la Seu de Urgel, en vecindad del principado de Andorra, de habla catalana. Cuando estuve ahí por primera vez en 1976, varios sacerdotes se acordaban del “mexicanito”, el Padre Manuel Rivera, y muchos conocimos a varios que fueron excelentes párrocos a su regreso, quizá los últimos a los que nos dirigimos diciéndoles “Señor Cura”: Juan Guardado en San Blas, Emilio González en Tuxpan, Félix Rodríguez en Jala, Salvador Casillas en Compostela, José de Jesús Partida en Xalisco, el Padre Cázares en Rosamorada, Jesús Hernández en Chapalilla y Ladislao Ramos, quien fue Secretario Canciller por largo tiempo. La idea de volver a tener Seminario propio y un clero mejor preparado quedó manifiesta con el envío a Roma, al Colegio Pío Latino Americano y la Universidad Gregoriana, de quienes fueron alumnos y más tarde presbíteros: Demetrio Siordia, Prisciliano Partida, Manuel Piña, José Gutiérrez Ibarra, Enrique Mejía, Alejandro Jiménez. También podemos contar a Felipe Altamirano, quien recibió el doctorado en teología pero decidió no ordenarse y fue un laico católico ejemplar.
4. Trazos de perseverancia
El 28 de febrero de 1935, poco después de haber cumplido setenta y tres años, falleció el Señor Obispo Azpeitia en Guadalajara. En el ámbito nacional se acercaban cambios importantes. El presidente Lázaro Cárdenas, que había empezado su gestión continuando la política persecutoria e incluso arreciándola, a propósito de la “educación socialista”, dio un importante giro hacia 1936. Los protagonistas más notables de los arreglos religiosos, Díaz y Barreto y Ruiz y Flores, fallecieron en 1936 y 1937 respectivamente. La Santa Sede pudo darse cuenta directamente de la situación mexicana gracias a la visita que realizó monseñor Guillermo Piani, quien había sido provincial de los Padres Salesianos en México en tiempos de Madero, en calidad de Delegado Apostólico ad referendum. Estoy seguro que él recomendó a don Luis María Martínez, michoacano, quien había mostrado realismo y, moderación y era cercano a Cárdenas desde que había sido gobernador de su estado, para que sucediera a don Pascual Díaz como arzobispo de la capital mexicana.15 No obstante, si bien en la porción de la diócesis de Tepic en el estado de Jalisco la situación mejoró con bastante rapidez, no fue así en el estado de Nayarit, donde las autoridades locales, y sobre todo grupos de filiación masónica en Acaponeta, Santiago Ixcuintla, Tepic, Ixtlán del Río y otros lugares, continuaron la hostilidad hacia la parte más visible de la Iglesia católica: el nuevo obispo, don Anastasio Hurtado y Robles, y los sacerdotes. Monseñor Hurtado se encargó, como Vicario Capitular, del gobierno diocesano a partir de la muerte de don Manuel y lo asumió plenamente al ser elegido obispo residencial. Entre 1936 y 1941 fue todavía muy difícil la vida cristiana en la jurisdicción a él encomendada. El Seminario no podía reabrirse, había parroquias vacantes, algunos sacerdotes vivían en casas particulares “sin oficio ni beneficio” a causa de las restricciones legales sobre el ejercicio del ministerio, restringido a “encargados de templos”. En unas notas suyas de 1936 manifestaba pesimismo sobre la disciplina eclesiástica y sobre la misma vida de piedad de los fieles. Hubo, sin embargo, noticias favorables: la mayor sin duda fue la apertura, el 23 de septiembre de 1937, del Seminario Nacional Mexicano de Santa María de Guadalupe en Montezuma, Nuevo México, Estados Unidos, obra providencial e insigne de los católicos y el episcopado estadounidenses, encomendado por la Santa Sede a los jesuitas, principalmente mexicanos. Esta apertura fue quizá el último acto público en el que participó don Leopoldo Ruiz y Flores y el primero de una serie de bendiciones en la línea de la supervivencia e incluso mejoría de la fisonomía pastoral y espiritual del sacerdocio católico en México. La década de 1940 y los primeros años de la siguiente fueron de reconstrucción. Fue fundamental la figura austera de don Anastasio, hombre difícil de conocer, con claridad de miras y lleno de tesón. Fundamentales también los párrocos y quienes con afanes apostólicos poco comunes comenzaron a llegar de Montezuma. Los gobiernos tanto del estado de Jalisco como de Nayarit quedaron en manos de personas más sensatas, con tacto político para tratar al obispo y a los sacerdotes por razones pragmáticas, pero que permitieron flexibilidad legal o como se decía, “tolerancia”. Destacó sin duda entre los gobernadores Gilberto Flores Muñoz, quien ejerció el poder en Tepic de 1945 a 1951. A modo de ejemplo, cito un intercambio entre el párroco de Jala, don Félix Rodríguez, y don Gilberto: el 24 de mayo de 1946, el primero le escribió: “Se presentó ante mí una comisión solicitándome que la procesión del Jueves de Corpus la celebremos externamente, y como se trata de un acto religioso público, solicito su opinión”. Cuatro días después, se recibió un telegrama con estas palabras: “Estoy enteramente de acuerdo en verificación actos refiérense. Salúdolo afectuosamente. Gobernador estado”.16 Sin embargo, el papel de los laicos y particularmente de la Acción Católica, y dentro de ella de la UFCM de las señoras y la JCFM de las señoritas, fue decisivo y ha sido poco valorado: ellas sostuvieron contra viento y marea la catequesis infantil en ciudades y pueblos y aun en remotos sitios de las serranías, ayudaron a la instrucción religiosa de los adultos y a la educación integral, no sólo religiosa, de las mujeres a través de la difusión del boletín ONIR, Cultura Cristiana y Acción Femenina; sostuvieron en medio de carencias escuelas de primeras letras de tinte católico, apoyaron con ropa, alimentos, afecto y hasta dinero a los estudiantes del Seminario menor, que volvió a abrir sus puertas. Valdría la pena reconocer nombres y rostros, como se ha rescatado a Sofía del Valle y su labor pionera y ejemplar a favor de la mujer en medio de grandes dificultades.17 El mundo cambiaba vertiginosamente, y con él la situación de México. La Segunda Guerra Mundial situó a nuestro país en un lugar estratégico: su vecindad con Estados Unidos, sus yacimientos petroleros ya nacionalizados, la paz religiosa consolidada con don Manuel Ávila Camacho en la presidencia, nuevos espacios de educación superior como la Universidad Iberoamericana y el Tecnológico de Monterrey, que permitieron la pluralidad en la formación profesional y la cultura, la presencia pública de intelectuales católicos –laicos y sacerdotes– en torno sobre todo a la revista Ábside: los hermanos Méndez Plancarte, Ángel María Garibay, Octaviano Valdés, José Gallegos Rocafull, Antonio Brambila, Ramón de Ertze Garamendi, Alfonso Junco, Gabriela Mistral, Aurelio Espinosa Pólit, Félix Restrepo.18 Un lema, incentivo de la industrialización y de la modernidad, abarcó esta época y contagió su entusiasmo: “México, al trabajo fecundo y creador”. No obstante, en el periodo de la posguerra, calificado como de “desarrollo estabilizador” –y quizá eso fue en lo político– las condiciones socioeconómicas variaron de una manera drástica, y con ellas –aunque no se percibía fácilmente– la situación religiosa y el lugar del catolicismo tradicional y de sus líneas de moralidad privada y pública. La migración masiva del campo a la ciudad agudizó los contrastes sociales y rodeó a las urbes de cinturones de miseria, retratados con crudeza ya en 1950 en la película de Luis Buñuel Los olvidados. El programa de braceros agrícolas legales, acordado con el gobierno estadounidense, pospuso un poco el problema social. Pero la marginalidad como realidad humana se manifestó como desamparo psicológico en el plano personal, familiar y como pérdida de elementos de cohesión comunitaria. Éste fue el caldo de cultivo para los nuevos movimientos religiosos de corte evangélico fundamentalista o incipientemente pentecostal venidos de fuera, agresivamente proselitistas –para ellos los católicos ya no éramos “cristianos”– y del fenómeno autóctono de “La Luz del Mundo”, organización paracristiana, seudoprofética, autoritaria y sincrética, de gran éxito por su comprensión de las necesidades de esa nueva población marginal y sus ligas con las organizaciones del PRI, sobre todo la CNC y la CNOP. En su largo pontificado (1939-1958), el Papa Pío xii no fue observador pasivo de lo que pasaba en el mundo. Un repaso de sus intervenciones, entre las que destacan los radiomensajes, género nuevo para el magisterio católico, permite conocer su fina atención y su capacidad de sugerencias inteligentes. Por lo que respecta a la vida misma de la Iglesia, que había de insertarse en un ambiente mundial que retaba con el pensamiento y la acción a las instituciones tradicionales, dejó como herencia una firme columna vertebral que integró también la del Concilio Vaticano ii que tal vez vislumbró: la encíclica Divino Afflante Spiritu de 1943 puso en manos de los fieles la Sagrada Escritura y animó a los estudiosos a preparar traducciones actualizadas y comentarios exegéticos y pastorales adecuados a la época; la Mystici Corporis de ese mismo año hizo que al referirse a la Iglesia no se pensara sólo en sus rasgos sociológicos o de rivalidad mundana, sino en su intimidad con Cristo y su misión. La Mediator Dei de 1947 abrió las puertas de la renovación litúrgica y dio la oportunidad de convertir las celebraciones en actos de fe encarnada. Esas vías internas de renovación, que al modo de arterias vitales intentaban inyectar juventud a la vieja institución, estuvieron precedidas, acompañadas y seguidas de una renovación del conocimiento de los Padres de la Iglesia y de una teología más cercana a los cauces modernos del pensamiento, incluido el existencialismo, no sin riesgos, pero con audacia evangélica que a su tiempo dio frutos. No fueron ni México ni la Iglesia católica en México pioneros en estos caminos. Hubo más timidez que audacia. Entre líneas, en las revistas cercanas a los jesuitas, Christus y Montezuma, pueden encontrarse algunos destellos. Pero en general parecía que no había que innovar, sino seguir con lo que había resultado bien y estar satisfechos por ser los católicos el 98% de la población. De este modo, el comienzo del pontificado de San Juan xxiii, a fines de 1958, y la convocatoria al Concilio en 1959, coincidente con la revolución cubana que pronto se declaró comunista, encontraron a los católicos mexicanos preocupados con la posible exportación desde La Habana del “castrocomunismo” y su carga atea. Arrancaba el Concilio y hacíamos la campaña “¡Cristianismo sí, comunismo no!”19 Así, por ejemplo, el cerro de la Cruz en Tepic mostró sobre su superficie esa frase de combate y con piedras encaladas, el contraste entre la cruz y la hoz y el martillo. Las condiciones de salud de don Anastasio Hurtado se deterioraron con relativa rapidez y, aunque se dice que sin muchos deseos suyos, en 1958 la Santa Sede eligió para obispo auxiliar a don Manuel Piña Torres, párroco de la ciudad de Tepic y Vicario General. El Concilio, pues, encontró al prelado de Tepic con su salud deteriorada. Dado que se llamó también a los obispos auxiliares, monseñor Piña asistió a las cuatro sesiones conciliares. Tengo presente en la memoria cómo al regreso de cada una de ellas, desde el púlpito de la catedral, con su traje prelaticio (sotana morada, roquete y mantelete, y más tarde muceta) y con la voz educada y la dicción a la vez comprensible y elegante del último predicador clásico que me tocó escuchar, exponía los temas principales que se habían tratado en la reunión ecuménica: el papel del Espíritu Santo y el lugar de la Virgen María dentro del pueblo de Dios, la diferencia entre el “mundo” entendido como los enemigos de Cristo y como realidad para apreciar y evangelizar, las relaciones entre el primado y el episcopado, la renovación litúrgica, la importancia de los laicos y del sacramento del bautismo, la actitud pastoral del confesor, los judíos en el pretorio de Pilatos y el pueblo judío actual, el comunismo y la “Iglesia del silencio”. No dudo que las palabras de don Manuel Piña contribuyeron a mi fanatismo por el Concilio, reforzado en Montezuma, a partir del Curso introductorio dictado por el padre José Hernández Chávez en septiembre de 1966, y me impresiona todavía lo que escribió monseñor Sergio Méndez Arceo sobre su experiencia: “Nunca habíamos estado tan cerca de Dios y nunca había la Iglesia dejado obrar tan libremente al Espíritu de Cristo que la anima”.20 En la diócesis de Tepic fue algo fácil decir la misa en español y “de cara al pueblo” –así se decía–, pero no ha sonado todavía la hora de una auténtica renovación litúrgica donde no se tengan “ceremonias” sino celebraciones del misterio de Cristo con la participación “activa y fructuosa” de los fieles. La aplicación del Concilio, más en general, habría de esperar y quizá todavía espera. Cito, a propósito del Concilio y de monseñor Hurtado, unas palabras que me confió el cardenal Suárez Rivera:
Visité varias veces en el hospital en Guadalajara al Señor Obispo Hurtado. La primera vez, antes de llegar a Tepic. Él fue muy sincero conmigo. Me dijo que había querido obedecer al Concilio, que pedía que los obispos se retiraran a los setenta y cinco años. Que el Señor Piña le había referido cada vez que regresaba de una sesión conciliar lo que ahí se había dicho. Que había leído los documentos; le habían parecido extraordinarios, pero que no sentía tener la fuerza ni la salud para poder aplicarlos. Que se daba cuenta de las inquietudes (legítimas casi todas) de algunos sacerdotes jóvenes de la diócesis y de que había que hacer cambios, pero que él ya no podría hacerlos. Que me pedía que yo los hiciera. Que él rezaría por mí... Y me pidió la bendición. Se la di conmovido. Era un viejo de los de antes: recio, fiel y de piedad auténtica.21
5. Signos de esperanza
No dudo que el rumbo que imprimió a la diócesis la mano suave y firme de don Adolfo Suárez Rivera fue el de la aplicación del Vaticano ii percibido como un “acontecimiento del Espíritu” más que como una colección de documentos, pues San Juan xxiii fue diáfano al calificarlo como “un nuevo Pentecostés”. Tampoco que la tarea de los sucesores de monseñor Suárez (don Alfonso Humberto Robles, Ricardo Watty y monseñor Luis Artemio Flores Calzada) sigue siendo ésa: auscultar con atención orante los “signos de los tiempos” y descubrir en ellos la voluntad del Pastor de los Pastores. La diócesis –definió el Concilio–
es una porción del pueblo de Dios que se confía al Obispo para ser apacentada con la cooperación de sus sacerdotes, de suerte que adherida a su pastor y reunida por él en el Espíritu Santo por medio del Evangelio y la Eucaristía, constituya una Iglesia particular, en que se encuentra y actúa verdaderamente la Iglesia de Cristo, que es una, santa, católica y apostólica.22
Desde la memorable Jornada Diocesana de Revisión y Planeación Pastoral de septiembre de 1973, preparada con cariño, cuidado y profesionalismo, coordinada por monseñor Fernando Boulard, hasta este Segundo Encuentro de Nueva Evangelización, la lectura de los signos de los tiempos sobre esta porción del pueblo de Dios que “peregrina entre los consuelos de Dios y las tribulaciones de este mundo”, como lo afirmó san Agustín, es también tarea de quienes descubrimos en ellos retos para la fidelidad, la imaginación y el celo pastoral. En estos días nos concentraremos sobre una realidad fundamental para la vida de la Iglesia y la sobrevivencia sana de la sociedad humana: la familia, su identidad y misión, sus formas plurales, su inserción en un mundo dominado por corrientes de aislamiento e individualismo, su futuro. Lejos de tener una postura pesimista o aceptar con agobio los “problemas”, habrá que asumir su horizonte complejo como reto y oportunidad. Para preparar estas palabras repasé la Jornada de Revisión y Planeación Pastoral de 1973 y encontré estas pepitas de oro con las que concluyo: el padre Boulard expresó a propósito de la evangelización:
Dios trabaja en todos los ambientes, aun en los más reacios, y abre las puertas desde dentro. Pero, ¡lástima!, nosotros no buscamos las puertas y nos topamos con la pared. Debemos buscar no nuestras puertas o nuestra idea, sino las puertas que Dios abre desde dentro de los corazones.23
Y en la homilía de la Eucaristía de clausura, la más emotiva y personal que pronunció en sus casi treinta y siete años de episcopado, don Adolfo Suárez dijo:
Nuestro mundo, el que hemos contemplado y descubierto, está lleno de injusticias y por eso tiene nostalgia de Dios y de la casa paterna, tiene esperanza en la Iglesia y en nosotros... La Iglesia nos envía. Pero, ¿a qué nos hemos comprometido con ella? Ciertamente no a buscar nuestros intereses individuales sino a buscar los intereses de Cristo y a hacer que el hombre de hoy en su camino, en su vida y ambientes, encuentre al Señor. Para eso somos nosotros luz del mundo; aun cuando lo desmintamos, más aún, aun cuando no quisiéramos. No se puede esconder –dice el Evangelio– una ciudad que está construida en el monte, ni se enciende la luz para esconderla. La luz es para que alumbre a los demás. Y el Señor ha querido que nosotros, desde nuestro compromiso bautismal, incorporados a Él que es la luz, seamos esa luz que Él envía a mundo, seamos esa sal que dé sabor a la vida, que dé la sabiduría de Dios para contemplar los acontecimientos y para ayudar a todos los hombres a que vivan más fraternalmente unidos. Por eso estamos aquí...24
Estas líneas, estoy seguro, todavía hoy son aliento, proyecto y meta para el quehacer maravilloso que tenemos frente a nuestros ojos. 1 Presbítero del clero de Tepic, miembro de la Academia Mexicana de la Historia y de la Sociedad Mexicana de Historia Eclesiástica. 2 Conferencia sustentad por su autor durante la apertura del Segundo Encuentro de Nueva Evangelización. Diócesis de Tepic, Nayarit, 4 de julio de 2016. 3 Tomo II: De la independencia a la erección en estado, Tepic, 1956, p. 462. 4 Este número lo da Julio Pérez González, Ensayo estadístico y geográfico del territorio de Tepic, Tepic, Imprenta de Retes, 1894, p. 17. 5 Peña Navarro, p. 453. 6 Id., pp. 455, 453 (citas en ese orden). Tomado de Pérez González, pp. 473 ss. (el documento completo: pp. 473-481). 7 Acerca de este proyecto publiqué El Colegio Seminario de Tepic. Documentos, octubre-diciembre 1864, Umbral (Seminario Diocesano de Tepic) 1 (1er. semestre 1988), pp. 61-76. 8 Una visión somera sobre la política del presidente Díaz hacia la jerarquía católica puede obtenerse en mi artículo: La Iglesia y el régimen porfirista. Cambios y permanencias, en mi página electrónica (www.olimon.org). 9 Peña Navarro, p. 457. 10 Sobre este tema puede consultarse el artículo “Hablemos de cofradías”, en mi página electrónica (www.olimon.org). 11 Más datos pueden encontrarse en el artículo “Insistencias católicas a fines del siglo xix y principios del xx”, en mi página electrónica. 12 Escribí hace ya bastante tiempo un artículo sobre el Seminario de Tepic: “Noticias históricas del Seminario Diocesano de Tepic”, en el Boletín Eclesiástico de la Iglesia Diocesana de Tepic 8 (marzo-abril 1974). De igual modo, acerca del Señor Obispo Segura, “El silencio fecundo. Fisonomía pastoral de Monseñor Andrés Segura y Domínguez, segundo obispo de Tepic”, Umbral (Seminario Diocesano de Tepic), núm. 2 (2° semestre 1988), pp.115-128. 13 Los detalles de la entrada a Tepic de Obregón y sus tropas con datos tomados del libro de crónicas de la casa tepicense de los cordimarianos están en mi conferencia “Tepic, 1914: la revolución llegó con su cauda de fuego” (página electrónica). Una visión más amplia de la persecución en los años carrancistas se encuentra en mi artículo “La Iglesia en la mira de la revolución mexicana en 1914. Noticias y opiniones de la revista America de Nueva York”, en Asociación Mexicana de Archivos y Bibliotecas Privados A.C., ed., 1914. La revolución mexicana y la Gran Guerra, México 2015, pp. 67-84 (también puede consultarse en mi página electrónica). 14 Sobre estos puntos escribí “Un obispo reflexiona sobre la Iglesia en México en 1922. En torno a la tercera carta pastoral de monseñor Manuel Azpeitia y Palomar”, en Juan Carlos Casas García (comp.), La Iglesia y los centenarios de la Independencia y la Revolución, México, CEM/IMDOSOC, 2012, pp. 282-304 (puede consultarse en mi página electrónica). 15 Sobre estos años y sus vicisitudes escribí un libro: Hacia un país diferente. El difícil camino hacia un modus vivendi estable en México(1935-1938), México, IMDOSOC, 2008. Hice también un resumen en pocas páginas sobre la Iglesia en esta etapa: “Mirada reflexiva a un denso período de nuestra historia, 1926-1938”, Efemérides Mexicanas (Universidad Pontificia de México) 27/81(2009), pp. 383-399 (puede también consultarse en mi página electrónica). 16 Hojas sueltas en el Archivo Parroquial de Jala. Esta cita se encuentra en el contexto de referencias al agrarismo y las leyes antirreligiosas coincidentes con los primeros años del episcopado de monseñor Hurtado y Robles en mi artículo: Inquietudes y sobresaltos en la vida parroquial de Jala, 1936-1942, que puede consultarse en mi página electrónica. 17 Sobre ella escribí el libro Sofía del Valle. Una mexicana universal, México, JCFM/Instituto Mexicano de la Mujer, 2009. 18 Véase mi texto “Los dos primeros años de la revista Ábside (1937-1938)”, en Comisión Pontificia para América Latina (ed.), Los últimos cien años de la evangelización en América Latina, Roma, Libreria Editrice Vaticana, 2000, pp. 1085-1101. 19 Sobre esta temática escribí “México y su Iglesia en 1962: entre la revolución cubana y el Concilio”, EfMex 30/90 (septiembre-diciembre 2012), 335-379. (La versión más extensa se encuentra en mi página electrónica.) 20 Carta al periódico El Correo del Sur, Roma, 18 de octubre de 1963, publicada el 27 de octubre, p. 9. La cita se encuentra en mi artículo “Una lúcida voz mexicana en el Concilio: Don Sergio Méndez Arceo”, EfMex 33/97 (enero-abril 2015), p. 91 (78-111). (Y también en mi página electrónica.) 21 Entrevista al cardenal Suárez, Monterrey, 4 de marzo de 2007. Cité estas palabras en mi libro Servidor fiel. El cardenal Adolfo Suárez Rivera. 1927-2008, México, Arzobispado de Monterrey/Miguel Ángel Porrúa, 2013, pp. 86s. 22 Decreto sobre el ministerio pastoral de los obispos Christus Dominus, n. 11. 23 La evangelización (síntesis y redacción: P. Crescencio González Núñez). Texto en Boletín Eclesiástico. Iglesia Diocesana de Tepic, n. 4-5 (octubre 1973), cita: p. 163 (texto completo: pp. 156-165). 24 7 de septiembre de 1973. Texto en id., cita: pp. 187ss (texto completo: pp. 185-190). |