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El Concilio Plenario de la América Latina: 28 de mayo - 9 de julio 1899 (2ª parte)

Eduardo Cárdenas Guerrero, S.I.1

 

En el año de 1999, la Pontificia Comisión para América Latina publicó en edición facsímil las Actas Conciliares de una asamblea eclesial convocada por el Papa León xiii, que tuvo lugar en Roma del 28 de mayo al 9 de julio de 1899, abriendo una ruta a la Iglesia en América Hispana para los años ulteriores: un intenso movimiento de renovación pastoral y un dinamismo evangelizador. La introducción histórica que elaboró quien mejor sabía del tema, es no sólo una introducción a la lectura de las Actas del Concilio Plenario Latinoamericano, sino también una valiosa síntesis del catolicismo en la América Hispana a fines del siglo xix.2

 

III. EL CONCILIO PLENARIO. 28 DE MAYO - 9 DE JULIO DE 18993

 

El nombre y la preparación 1888-1898

 

Cuando estaba para concluir con su larga vida el activo y noble pontificado de León xiii, cumplidos 21 años de ministerio pontificio, el Papa pudo realizar uno de sus más caros designios: celebrar en Roma el primer Concilio Plenario de América Latina.

El concilio plenario no es un concilio nacional con la asistencia de los obispos de una nación. Ni es concilio provincial, formado por el arzobispo metropolitano y los sufragáneos. El término plenario es fluctuante: a veces a los concilios nacionales se les dio tal apelativo. Así, por ejemplo, los concilios de Baltimore celebrados en 1852, 1866 y 1884 con asistencia de todos los obispos de los Estados Unidos se llamaron plenarios.4

En tal caso la única autoridad que puede convocarlos es la del Papa, y siendo concilio reviste autoridad legislativa. Quien sugirió al Papa la idea de tal concilio fue el arzobispo de Santiago, monseñor Mariano Casanova, en carta del 25 de octubre de 1888:

 

para examinar las necesidades de nuestras Iglesias, descubrir qué debe hacerse en los tiempos presentes tan calamitosos, hacer frente como si fuera un muro –con la común autoridad y fuerzas– a toda obra e industria del torrente de iniquidad.

 

Seguiremos aquí sucintamente el itinerario que fue llevando al Concilio.

·      Recordemos la carta del Papa León xiii al Cardenal Rampolla, del 15 de junio de 1887, que citamos anteriormente.

·      Principios de 1889: la Congregación del Concilio envía una circular a los obispos de América Latina preguntando acerca de la viabilidad de esta iniciativa y sobre el lugar donde podría celebrarse tal concilio.

·      1894: Para este año ha llegado la mayor parte de las repuestas, en general positivas, de los arzobispos, y en el mismo sentido de una tercera parte de los obispos. Veinte sedes estaban vacantes.

·      Ya desde 1892 se había encargado al canonista chileno Rafael Fernández Concha la elaboración de un esquema preparatorio, que no fue aceptado por desconocer cabalmente la situación de otros países.

·      Se encomienda a una comisión especial de cardenales, apoyada por un grupo de consultores, la preparación de diversos esquemas.

·      Al frente de su redacción y preparación conciliar estuvieron los cardenales Rampolla, Di Pietro y Vannutelli. Los dos últimos poseían un conocimiento directo, al menos parcial, de los problemas de nuestras Iglesias. Di Pietro había representado a la Santa Sede en el Paraguay tras la guerra de la “Triple Alianza”, en la Argentina (1877-79) y en el Brasil (1879-81), y Vannutelli había sido Representante Pontificio en Ecuador y Perú, extendiendo su acción no oficial a Colombia, Costa Rica, El Salvador y Honduras. Residía en Quito.

·      El episcopado mexicano (y en el caso se veía secundado por el visitador apostólico Averardi) prefería que se celebraran en la nación concilios provinciales para terminar en un plenario mexicano. Parecíales que la disimilitud de situaciones de América Latina, la distancia, la edad de algunos prelados, no eran propicias al proyecto. Se aducía también el motivo de que en Roma no se conociera adecuadamente la realidad latinoamericana.

·      Hace cien años el aislamiento de México era voluntario. “Se declaraba abiertamente ajeno al resto de los países latinoamericanos, preocupado en los primeros años noventa de su autonomía, concretada en un concilio nacional mexicano”, afirma el profesor A. Pazos, quien a continuación cita un documento de la Congregación de Negocios Eclesiásticos Extraordinarios, del que son estos conceptos: “Varias veces el episcopado mejicano había declarado a la Santa Sede que no creía oportuno coordinar su propia actuación con la de las demás repúblicas americanas del centro y del sur”, aclarándose además que en 1894 la Santa Sede hablaba de la “repugnancia mostrada por los obispos de México para unirse a los otros pueblos meridionales de América”.

·      El obispo de Medellín (Colombia) prefería “una adunación” compuesta por algunos prelados de las diversas provincias eclesiásticas y no un concilio.

·      En diciembre de 1897 se remitió el Schema definitivo a los arzobispos metropolitanos y delegados apostólicos. Verosímilmente a otros obispos, pues se conocen sus observaciones. Se invitaba a los obispos a formular su parecer, a lo que se respondió con 454 observaciones.5 Digamos que con nuestros criterios actuales centrífugos y sensibilizados por lo latinoamericano, la elaboración romana del Esquema, aunque ilustrada por las observaciones llegadas de Latinoamérica, no satisfaría a los observadores de hoy. No se olviden las condiciones de la época: falta de comunicaciones en el subcontinente, desconocimiento mutuo, ausencia de recursos, escasez de peritos latinoamericanos. Lejos estábamos de disponer de un organismo eficaz de coordinación como el CELAM.

·      Se invitaba también a los obispos a sugerir la ciudad donde habría de celebrarse el concilio. Algunos obispos de México propusieron su capital; los de Chile y Argentina señalaron a Santiago y el arzobispo de Lima, a nombre del gobierno peruano, ofreció su ciudad.

·      La mayor parte escogió a Roma, por dos razones: porque era mucho más accesible que cualquier ciudad latinoamericana y porque se quería manifestar así su adhesión al Papa, como él mismo lo reconoce en su carta de convocación6 y como lo declaran los padres conciliares al Pontífice con cordial entusiasmo en el mensaje que le dirigieron el día de la apertura del Concilio.7

 

No se dice, pero pudo influir también la inseguridad política de algunas regiones, el riesgo de herir sentimientos nacionales y de interferencias gubernamentales.

En el decreto o canon 763 del Concilio se agradece la actitud de los gobiernos en relación con su celebración.

 

La convocación: 25 de diciembre de 1898

 

El 25 de diciembre de 1898 León xiii firmó las Letras Apostólicas convocando el Concilio (véase su texto en las Actas). Alienta en el documento pontificio un espíritu de afecto, preocupación, respeto y confianza. Adviértase la expresión que dice: “todos los obispos de esas Repúblicas” (quotquo essetis ex istis civitatibus episcopi) como para delimitar el ámbito, excluyendo así las regiones que aún eran colonias (Pazos).

Días más tarde, el 7 de enero del año 1899, la Congregación del Concilio envió una carta circular a todos los prelados ordinarios de América Latina acerca del futuro Concilio.8

Como lugar y fecha de apertura se señalan el Colegio Pío Latino Americano y el 28 de mayo siguiente, fiesta de la Santísima Trinidad. Se indica quiénes deben asistir y se imparte una orden que en la mayor parte de las repúblicas hubo de ser de imposible cumplimiento: la reunión de los obispos sufragáneos con el respectivo metropolitano, allí la elección de los participantes, y el estudio de los textos que se estudiarían en el Concilio: “es decir, el Schema las observaciones de los obispos, las contra-observaciones de los consultores y los apéndices documentales, cuyo texto impreso se había enviado a los obispos junto con la convocatoria”. ¿Podrían haberse dado tantos pasos entre enero y abril, con aquellas distancias y falta de comunicaciones? En México se pudo, como también en Venezuela y Argentina. ¿Pero en las inmensas y mal comunicadas Centroamérica, Colombia, Perú, Bolivia?

 

Los Padres conciliares

 

Concurrieron 13 arzobispos y 40 obispos. Su lista está en las Actas. Recordamos nuevamente que veinte sedes se hallaban vacantes. Faltaron el arzobispo de Guatemala, Ricardo Casanova, que había sufrido tantos rigores persecutorios, verosímilmente por la agitación política del país; el de Charcas o La Plata, Miguel Taborga, por razones análogas; el de Caracas, Críspulo Uzcátegui, por su mala salud, y el de Santo Domingo, Fernando Merino, detenido en París por una enfermedad. Los países más representados fueron México, con 13 prelados; Brasil con 11, Colombia y Argentina con seis cada una; Chile con cinco. Las demás repúblicas enviaron tres o menos. De los prelados centroamericanos sólo asistió monseñor Bernardo Thiel, de Costa Rica.

No conocemos los criterios de elección de los participantes. Hemos intentado hacer una estadística de las edades y años de episcopado de los padres. La mayor parte están situados entre los 51 y 60 años y les siguen los comprendidos entre 41 y 50. Llama la atención la presencia de tres septuagenarios en razón del esfuerzo que suponía tan largo viaje. La mitad de los padres lleva poco tiempo de ministerio episcopal: 26 obispos entre seis y diez años de episcopado y 14 entre uno y cinco.

Nuestro episcopado era muy devoto de la Sede Apostólica. ¡Léanse las cartas al Papa y del Papa y las Actas, en este mismo volumen! En las “Instrucciones” dadas al Delegado Apostólico en Colombia, monseñor Antonio Vico, febrero de 1889, se alaba al episcopado colombiano, compuesto de “óptimos elementos y muy devotos de la Santa Sede”.

Mientras no se hagan estudios regionales precisos, no sabremos cómo siguió la opinión pública latinoamericana la convocación y desarrollo del Concilio. Extraña que La Civiltà Cattolica le dedicara escasas páginas de comentario.9

 

La organización del Concilio y su énfasis latinoamericano

 

El Concilio procedió a lo largo de seis semanas articulado en 29 congregaciones generales, presididas por turno por los arzobispos participantes en calidad de delegados apostólicos del Papa. Con este gesto León xiii quería subrayar el carácter latinoamericano de esta asamblea y, como lo advierte La Civiltà Cattolica, crear un clima de gran libertad. A las nueve sesiones solemnes asistieron como presidentes puramente honorarios algunos cardenales de la Curia.10 Algunos obispos llevaron sus propios consultores y compañeros. Entre los ocho consultores oficiales no hay latinoamericanos.11 Se dio libertad a los obispos para que mantuvieran consigo a los consultores que los habían acompañado desde América Latina. Hemos de reconocer que la mayor parte de nuestras diócesis carecieron de personas especialmente cualificadas por su competencia canónica y por sus conocimientos del más reciente magisterio pontificio y de los decretos de las Congregaciones romanas.

León xiii quería reafirmar los valores de nuestra Iglesia, latina y americana. En la carta de convocación del Concilio, el Papa hacía énfasis en su preocupación de mirar “por los intereses comunes de la raza latina, a quien pertenece más de la mitad del Nuevo Mundo”. En el nuevo documento con que promulga las Actas del Concilio afirma que en ningún momento ha permitido “que a las escogidas repúblicas de la América latina falten los cuidados y los desvelos que hemos prodigado a las demás naciones católicas”.

La convicción exaltante de los valores cristianos del alma latinoamericana se pone de manifiesto en el sermón de apertura predicado por el arzobispo de Montevideo, don Mariano Soler:

 

Quiera Dios todopoderoso que esta nuestra asamblea sirva para estrechar cada día más los fuertes lazos de fraternidad y cortesía que unen a las repúblicas de la América Latina.

 

A su vez, la oración fúnebre pronunciada por el obispo de San Luis Potosí, don Ignacio Montes de Oca, en la conmemoración exequial de los obispos muertos en estos cuatrocientos años de Iglesia, el 4 de julio, evoca la gloria de la evangelización ibérica. Se ha de explicar el talante del orador como un eco a las corrientes de búsqueda de los valores originarios hispanizantes y como reacción contra el influjo positivista y foráneo con sus interpretaciones despistadas de la naturaleza indo-ibérica de América Latina. El substrato africano no es mencionado.

El tono del discurso se vuelve patético al describir el cambio operado en el siglo liberal. Desfilan las figuras de los obispos víctimas de su intrepidez en luchar por la identidad y la libertad de la Iglesia: perseguidos, despojados, desterrados, difamados y aun muertos. Se comprende el estado de ánimo con que habían abordado los problemas planteados por el laicismo, el liberalismo, la masonería, causantes externos de las tribulaciones de la Iglesia.

En la Carta Sinodal al Clero y al Pueblo de la América Latina, firmada el 9 de julio de 1899, día en que se clausuró el Concilio, los obispos consideran como “especial favor divino” el haber poblado “prodigiosamente la América de raza latina y católica”. Emerge, es cierto, en esta carta el sentido de evangelización que tuvo también la presencia de España y Portugal en el Nuevo Mundo. Si tales expresiones pueden parecer a algunos historiadores la traducción de un romanticismo de “cristiandad”, admiten igualmente otra explicación: la reacción contra el despojo de valores cristianos que había pretendido imponer en América Latina la onda retrasada de la ilustración antirreligiosa, llegada después de la independencia.

 

Los decretos del Concilio

 

Los decretos conciliares están comprendidos en 16 títulos:

 

      I.         De la fe y de la Iglesia Católica;

     II.         De los impedimentos y peligros de la fe;

   III.         De las personas eclesiásticas;

   IV.         Del culto divino;

    V.         De los sacramentos;

   VI.         De los sacramentales;

VII.         De la formación del clero;

VIII.         De la vida y honestidad de los clérigos;

   IX.         De la educación católica;

    X.         De la Doctrina Cristiana;

   XI.         Del celo por la Salvación de las almas y de la caridad cristiana;

XII.      Del modo de conferir los beneficios eclesiásticos;

XIII.     Del derecho que tiene la Iglesia de adquirir y poseer bienes temporales;

XIV.     De las cosas sagradas;

XV.      De los juicios eclesiásticos;

XVI.     De la promulgación y ejecución de los decretos del Concilio.

 

El objetivo del Concilio quedó ya propuesto en la sesión inaugural:

 

La mayor gloria de Dios; la defensa y propagación de la fe católica; el aumento de la religión y de la piedad; la salvación de las almas; el esplendor de las Iglesias; el decoro y disciplina del clero, y la dignidad, defensa y ampliación del [...] Orden Episcopal.

 

Todo el texto está ordenado en 998 artículos.

Las fuentes están constituidas por el magisterio de León xiii (casi cien citas), por el Concilio de Trento y el Concilio Vaticano i, por el magisterio de Pío ix y el Syllabus, por las declaraciones de sínodos antiguos y recientes y de las congregaciones romanas, por el Catecismo Romano y otros documentos canónicos.

Escribe Schmidlin que el Concilio tuvo “una preparación asombrosamente profunda”.12 Basta leer el aparato de referencias a documentos pontificios, a numerosísimos sínodos y concilios de diversos siglos, a documentos de la Curia romana desconocidos, sin duda, por nuestros obispos, para concluir que su preparación romana había sido esmeradísima. Tales referencias no pretendían imponer criterios, sino ilustrar y confirmar cada canon o artículo del Concilio.

¿Habría que concluir, entonces, que no alienta una especificidad latinoamericana? Como la entendemos hoy, seguramente no, ni en las posibilidades y en la mentalidad de la época esto era atendible. El rigor técnico de la redacción, el argumento necesariamente canónico, la orientación y el tono de los documentos parecen indicar más bien el influjo apremiante de las grandes preocupaciones que agobiaban homogéneamente a la Iglesia universal.

No eran tiempos maduros todavía para que un Concilio se preocupara en reflexionar sobre las realidades temporales y los problemas estructurales de la sociedad, aunque en el Vaticano i ya habían aflorado estas preocupaciones. El arzobispo de Montevideo decía en la sesión inaugural que la gran preocupación estaba constituida por la

 

discusión de aquellas materias que más hayan de fomentar, en nuestras regiones, la disciplina, la santidad, la doctrina y celo del clero; y la moralidad, la piedad, el conocimiento más sólido de nuestra santa religión y la represión de perversas doctrinas en los pueblos a nuestro cuidado sometidos; y de esta suerte, como es evidente, trabajaremos en favor de la paz y prosperidad de los pueblos que estriban principalmente en la religión católica [...] Seremos, por tanto, beneméritos de la sociedad civil, puesto que la religión para todo es útil.

 

Tal lenguaje manifiesta que los obispos quieren hablar a una sociedad cristiana que los entienda; pero ¿y qué pensar de los sectores irreligiosos influyentes por el poder y por otros medios?

En la segunda congregación general (30 de mayo) se insistió en “la plenísima libertad de opinión y de palabra” con que debía procederse, así como en la libertad para servirse de los consultores que los obispos tenían consigo.

Hacemos ahora un recorrido panorámico de los diversos títulos conciliares, tratando de ilustrar brevemente algunos de sus aspectos.

 

a.    La fe y la Iglesia

 

El título i, sobre la fe y la Iglesia, sólo reafirma la doctrina tradicional del Concilio Vaticano i, del Syllabus y de las enseñanzas de León XIII. Pero se recuerda a los católicos que están llamados a “confesar paladinamente su fe”, y se reprueba “la inacción de los cristianos” (núm. 17). Era oportuno tal estímulo para una comunidad por tantas causas acobardada e impreparada ante el asalto del laicismo.

Campea la eclesiología tradicional, pero se insiste en la autonomía de la Iglesia frente al poder temporal. Es, por lo menos, una reafirmación doctrinal recordada a tantos gobiernos abusivos que hostigaban de continuo al catolicismo latinoamericano.

Sobre la política pontificia de los concordatos (núm. 70) se previene que no han de ser juzgados como “una infausta y excesiva condescendencia con los poderosos de este mundo”. La Santa Sede no transigiría jamás con las pretensiones indebidas e injustas de la potestad civil. Cabe suponer que se está señalando a extremistas ultracatólicos latinoamericanos y europeos, que quisieran heroísmos estériles.

 

Uno de los documentos más importantes de la política pontificia en el siglo XIX fue la nota del cardenal Jacobini (1º de abril de 1885, Secretario de Estado) sobre el poder de los nuncios, tal nota descalificaba los argumentos del publicista español Ramón Nocedal, quien insinuaba que la misión de los nuncios, siendo puramente exterior y diplomática, no obligaba a que los obispos tuvieran en cuenta sus instrucciones. Esta teoría fue compartida en Holanda.13

 

A un continente católico, donde los gobiernos habían introducido el matrimonio civil y el divorcio, el Concilio propone una vez más la doctrina católica sobre la familia (núm. 74-78). Es interesante observar que el tema de la familia se trata precisamente en el título referente a la Iglesia.

La exposición del pensamiento de la Iglesia acerca de la sociedad civil (núm. 79-88) se apoya, de preferencia, en el magisterio de León xiii. Se reafirma la neutralidad de la Iglesia ante las formas de gobierno, pero no ante su indiferencia por el bien común o ante las tiranías, o ante el “indiferentismo civil” en materia religiosa. La enseñanza se inspira en la encíclica Immortale Dei (1º de noviembre de 1885), que el Papa había dirigido propiamente a los católicos con gran valentía. La exposición de la tesis pontificia sobre la incoherencia de una neutralidad estatal frente a Dios o sobre la indiferencia religiosa, dice G. Jarlot, “suponía gran energía y gran coraje de parte de mi Pontífice cuya ambición residía en conquistar el mundo moderno, en reconciliar la Iglesia con su tiempo”. Con mayor razón tenían que hablar los obispos latinoamericanos, que habían sido testigos de esta ruptura impuesta a repúblicas de tradición cristiana. Basado también en el magisterio del Papa León xiii, el Concilio estimula a que la acción de los laicos intervenga en la política estatal de la educación y salga a campos más vastos, y “se extienda al gobierno del Estado”, aspirando a los puestos públicos para “introducir en las venas del Estado, a guisa de sangre y de jugo salubérrimo, la sabiduría y la virtud de la religión católica (núm. 87).

No hay alusión alguna a la creación de partidos de inspiración cristiana, aunque el catolicismo de Costa Rica ya había hecho un positivo ensayo auspiciado por monseñor Thiel.

En América Latina los partidos conservadores habían apoyado y apoyaban a la Iglesia; habían producido figuras de talla cristiana; pero sus programas y muchos de sus conductores no eran cristianos a secas, sino cristianos conservadores, y estos ingredientes políticos no podían ser asumidos impunemente por la Iglesia. De hecho, en la historia del siglo xix no hubo distinciones entre “católicos” y “conservadores”, y la falta de discernimiento, explicable en medio de las borrascas, llevó consigo lamentables confusiones, que perjudicaron con el tiempo a la causa neta de la Iglesia.

En Bélgica, en Alemania, etcétera, habían surgido partidos católicos, que tuvieron gran incidencia en la historia de sus países. En Colombia, en el decenio de 1870, trató de plasmarse un partido católico. En Costa Rica se creó La Unión Cristiana, partido político que hasta llegó a ganar las elecciones municipales en 1891. Pero el partido no prosperó en los años siguientes. En Ecuador funcionó la Sociedad de la Juventud Católica en el decenio del ochenta, en Uruguay el Club Católico de Montevideo, fundado por el santo obispo Jacinto Vera, en Chile La Unidad Católica, todos ellos como respuesta a la situación persecutoria u hostil.

Se presentó también, sobre todo en Centroamérica, el fenómeno de la amalgama de un conservadurismo o tradicionalismo social con una actitud más o menos hostil hacia la religión entre los grupos económicamente poderosos.

El pasaje conciliar encierra una idea noblemente cristiana: el poder no está por encima del hombre y a Dios hay que atribuir el origen del poder.

El Capítulo dedicado a las relaciones de la Iglesia y del Estado (núm. 89-96) apunta derecho a una de las patologías más agobiadoras de los estados de tradición católica y de las repúblicas latinoamericanas con que tanto se había mortificado y exasperado una relación de concordia: el jurisdiccionalismo, las pretensiones patronatistas, el monopolio de la educación. Por el estudio de F. Morando conocemos la preocupación que habían demostrado el arzobispo de Guatemala, monseñor Ricardo Casanova, y el de Barquisimeto (Venezuela), monseñor Gregorio Rodríguez, en sus observaciones al esquema previo (recibido con bastante anticipación a la convocación del Concilio) en lo que se refiere a la rigidez con que se abordaba el tema de relaciones entre la Iglesia y el Estado y el estatuto patronatista vigente en muchas de las repúblicas latinoamericanas. El número 92 declara que el patronato no es por sí un derecho de la potestad civil; sin embargo, no menciona, ni siquiera globalmente, las concesiones hechas por Pío ix a algunas repúblicas centroamericanas o al Ecuador y al presidente del Perú; se puede pensar que, habiéndose roto aquellos concordatos unilateralmente, y habiéndose restablecido abusivamente en el Ecuador (1897) la ley patronatista de 1824, el Concilio no quiere dar pie a nuevas interpretaciones ni reclamaciones. F. Morando ha comparado el texto primitivo del esquema con el texto que salió del Concilio, y en este punto los encuentra idénticos. A las observaciones de los dos obispos que habían solicitado una redacción más atenuada, había anotado uno de los consultores romanos que las cosas tenían que ser llamadas por su nombre. El Concilio no podía desaprovechar esta ocasión solemne para descalificar el endémico abuso de nuestros gobiernos herederos del regalismo dieciochesco de entrometerse en todos los campos de la vida eclesial.

Los gobiernos republicanos, apenas realizada la independencia, pretendieron ser herederos del patronato español. La Santa Sede nunca reconoció tal estatuto. Aun los gobiernos anteriores a la segunda mitad del siglo y de tendencia conservadora mantenían la pretensión patronatista, diciendo incluso que era elemento inherente a los Estados. Los gobiernos republicanos procedieron con políticas que fueron desde una equivocada pero respetuosa actitud hasta la más desaforada intromisión. Uno de sus presupuestos más gravosos fue el de reclamar para sí la designación y presentación de los obispos. Para evitar la orfandad de las diócesis, los Papas del siglo xix acceden a la promoción al episcopado de sacerdotes señalados por los gobiernos, a condición de su idoneidad y dignidad.

Se entrometieron asimismo en la formación de los cabildos, en la designación de los párrocos, en el régimen de los seminarios, en la reforma y el gobierno de las comunidades religiosas, y en algunos países se reintrodujo el “derecho de fuerza” y se suprimió el fuero eclesiástico. Se suprimió el derecho de la Iglesia a los diezmos y se instituyó, desde muy pronto, el pase y exequatur para levantar una barrera entre las Iglesias y la Santa Sede.

El patronato se fue convirtiendo en un protector perseguidor. No era entonces el régimen ideal el de separación de la Iglesia y del Estado, pero en ocasiones los católicos vieron como una liberación esta separación, como los católicos colombianos en 1853 o el episcopado brasileño en 1890.

Este patronato constituía una herramienta muy adecuada para mantener a la Iglesia como simple dependencia del Estado. En 1897, con increíble incoherencia, el gobierno ecuatoriano establece la separación y conserva o resucita la enmohecida ley de patronato de 1824.

En Bolivia se exigía el exequatur aun para recibir las órdenes en el avanzado 1879. La concesión hecha al Perú de una suerte de patronato se hizo con la finalidad de moderar los abusos del gobierno.

 

b) Las amenazas a la fe. Un catolicismo asediado

 

El título ii trata “de los impedimentos y peligros de la fe”. Se enumeran las graves desviaciones de la época con un lenguaje tajante:

 

Nos horroriza y aflige en extremo el recordar los monstruosos errores, los variados e innumerables artificios para hacer daño, las asechanzas y maquinaciones con que estos enemigos de la verdad y de la luz, y hábiles inventores de engaños, trabajan... (núm. 97).

 

Se condenan el ateísmo y el panteísmo, el racionalismo, el naturalismo y el positivismo, origen de

 

todos los errores del liberalismo, cuyo peor carácter y la mayor degeneración de la libertad consiste en desconocer por completo la soberanía de Dios y en rehusarle toda obediencia, así en la vida pública como en la privada y en la doméstica (núm. 104).

 

Se está hablando del laicismo y del liberalismo en su grado de mayor radicalidad. También la reprobación de la indiferencia religiosa (núm. 108) toma por el camino de la severidad. Leída en su tenor literal, parecerá contradecir la doctrina del Concilio Vaticano ii.14 Se distingue, sin embargo, la doble vertiente del liberalismo, porque existe uno mitigado, formulado por Cavour bajo la fórmula de “la Iglesia libre en el Estado libre”. El Concilio sigue, como es evidente, la enseñanza de León xiii: una interpretación liberal lleva a desconocer la misma existencia de la Iglesia por parte del Estado; otra, aun reconociéndola, quiere relegarla a sociedad puramente privada sin poder legislativo sobre sus miembros y aun pretende sujetarla a las leyes del Estado; otros, finalmente, sin estar de acuerdo con la separación, buscan una actitud acomodaticia de la Iglesia (núm. 106-107).

Escritores extranjeros y ochenta años después de celebrado nuestro Concilio han criticado agriamente la condenación de “los principales errores de nuestro siglo”, diciendo que los obispos estaban de espaldas a los verdaderos problemas de América Latina. No son así las cosas: la prensa anticatólica, la universidad, numerosos políticos y hombres de letras profesaban en forma radical tales ideas y las difundían y ventilaban por todas nuestra repúblicas. El positivismo amalgamado con el liberalismo se presentaba “como religión alternativa del catolicismo”. Al pueblo obviamente no se le alcanzaban las argucias y filigranas de estas ideologías, pero recibía su impacto a través de sus tenaces pregoneros.

La enseñanza del Concilio Plenario cita el Syllabus (núm. 15-17) y, refiriéndose al protestantismo (núm. 110), del que “han emanado todos los errores político sociales que perturban las naciones”, acude a una página severa de la encíclica Diuturnum de León xiii. Habla también el Concilio del comunismo, del socialismo, del nihilismo y del anarquismo, cuyos efectos en aquella época se dejaban sentir ya de algún modo, importados por emigrantes anarquistas de Europa.

La penetración del protestantismo en América Latina ha sido estudiada con admirable precisión por los jesuitas Camilo Crivelli y Prudencio Damboriena.15

La entrada de confesiones protestantes con intenciones proselitistas se afirma al empezar la segunda mitad del siglo xix, apoyada por gobiernos anticatólicos. En México con Juárez, en Guatemala con Rufino Barrios, en Venezuela con Guzmán Blanco, en Colombia con los gobiernos liberales que se instalan desde 1849. Los protestantes encuentran puertas abiertas, vistos como elementos de progreso. El pueblo se mostró reacio, y durante el siglo xix sólo en Argentina y Chile, por los años ochenta, puede decirse que logran una implantación. Son vistos “como fenómeno raro y exótico”. Ya hemos dicho que antes de la primera guerra mundial los efectivos protestantes en Latinoamérica llegaban únicamente a cien mil.

El protestantismo, advenedizo en nuestra región, tuvo tres características: ser extranjero, actuar al amparo de gobiernos anticatólicos, y ser él mismo agresivamente anticatólico.

Son de suma gravedad y muy sintomáticas las expresiones del presidente Theodor Roosevelt en la entrevista de Nahuel-Huapí (Argentina) en 1904: “La absorción de la América Latina será muy difícil mientras estos países sean católicos”.16

Merece una lectura detenida el número 111; cierto que el acento es “triunfalista”, pero contiene un tema caro a la visión histórica de aquellos años sobre el orden ideal del mundo, sobre la Iglesia madre de la civilización y barrera contra las tiranías.

Entre los impedimentos y peligros de la fe se señalan “los libros y periódicos malos” (capítulo ii, núm. 112-113): “es necesario oponer escritos a escritos, en competencia no desigual”.

Existían en las repúblicas latinoamericanas algunas publicaciones heroicamente sostenidas, muchas de vida efímera, en que se defendía y se proponía la fe. Por ejemplo en El Salvador se publicaba ya desde 1866 La Verdad, “de mesuradas y elocuentes polémicas hasta que fue disuelta por disposición oficial”. Hemos mencionado ciertas publicaciones que los católicos sostenían en el Brasil. En Colombia aparecía y ya desde 1867, cuando la acerbidad antirreligiosa recrudecía, el célebre Mensajero del Corazón de Jesús. Pero la primera impresión que causa un recorrido superficial e incompleto del periodismo católico es su extrema debilidad. Que así debió de ser puede colegirse por el hecho de que en circunstancias mucho más favorables, más de medio siglo después, los obispos reunidos en la Conferencia de Río de Janeiro (1955) deploran la situación de inferioridad de la prensa católica.

La prensa católica en el Ecuador fue anulada desde 1895. Las tropas revolucionarias llegaron hasta destruir la imprenta arzobispal. En Bolivia algunas publicaciones resistían un poco.

Sobre Colombia, el encargado de Negocios de la Santa Sede, monseñor Enrique Sibilia, informaba con tintes negativos sobre la existencia e impacto de una prensa católica. Se contaba con la ventaja de que la constitución prohibía los ataques a la religión. Dice que de 60 a 70 publicaciones en el país sólo una décima parte son fieles por convicción.

En cambio, en la laicizada Venezuela la situación en este campo era mejor. En México, El País, muy buen periódico y al alcance del pueblo, apareció en 1899 y perduró hasta 1914, fundado por el insigne laico Trinidad Sánchez. Hemos mencionado aquí, siguiendo al profesor A. Pazos, algunos de los periódicos o publicaciones. Fueron muchos más, pero como lo anota el mismo profesor, de poca incidencia en la vida católica del pueblo.

El capítulo iii sobre “Las escuelas heterodoxas y neutrales” no estaba señalando riesgos imaginarios. Uno de los objetivos perseguidos con mayor empeño por el laicismo era la secularización educativa. No hay un solo gobierno liberal que deje de tomar en cuenta este principio. Las expulsiones de los jesuitas de Centroamérica, Colombia, el Ecuador se explican por este motivo. La preocupación del Concilio era seriamente fundada y la futura descristianización de grandes sectores de la clase culta en México, Centroamérica, Venezuela, Argentina, Uruguay le da plenamente razón. El liberalismo radical, por su historia pasada y por las consignas que estaban por venir, daba a entender que uno de los campos de influjo mayormente decisivos en la configuración de la sociedad latinoamericana era el de la educación. En el Primer Congreso Liberal celebrado en San Luis Potosí (México) en 1901, los liberales se comprometerán a no enviar a sus hijos a las escuelas católicas, esforzándose en oponer a éstas, escuelas gratuitas, obligatorias y laicas.

Se pasa a tratar en los capítulos v y vi de la ignorancia religiosa y de la superstición. Se considera el problema a partir de una experiencia discutida, aunque no se analizan sus causas: no había nacido la sociología religiosa, de forma que se aborda el tema demasiado en abstracto, con citas de sínodos europeos y de constituciones pontificias de pasadas épocas. La generalización de la ignorancia religiosa en los decenios subsiguientes constituirá uno de los lugares comunes más socorridos, y a veces tratados con simplismo y desdén por católicos europeos, arsenal de nuestros “visitadores” norteamericanos y europeos sobre el “mito” del catolicismo latinoamericano.

Al hablar de las supersticiones el Concilio se refiere en forma severísima al espiritismo, que califica en latín como deliramentum y en castellano como loca superstición. Su progenitor fue el francés León Hipólito Denizart Rivail (1804-1869), que se puso el pseudónimo de Allan Kardeck. La revista católica francesa Études trae un interesante estudio sobre el espiritismo (vol. 135, 1913) y calcula en un millón el número de adeptos en Europa y entre seis y siete en el mundo. Otros aducían un inflado número de quince millones. Curiosamente no son naciones latinas sino los Estados Unidos el enclave de sus mayores éxitos.

Verosímilmente entre las gentes semicultas y rudas y sin instrucción religiosa de América Latina, el deliramentum debió de conseguir no pocos adeptos. Baste pensar que en la cristianísima región de Antioquia, en Colombia, con su sede episcopal en Medellín (y otra en Santa Fe de Antioquia) los espiritistas trabajaban con algún éxito, lo que provocó una alarmada exhortación de su obispo en 1889.

No se menciona el voudou haitiano, no obstante estar presentes el arzobispo de Port-au-Prince y el obispo de Les Cayes.

El Concilio habla de la instrucción religiosa. Su metodología se presenta confiada en la memorización y con gran desconfianza en nuevas formulaciones:

 

No permitan los obispos que las antiguas y bien probadas fórmulas de los rudimentos de la fe se cambien en lo más mínimo, so pretexto de un lenguaje elegante y castizo, porque esto no podría llevase a cabo sin graves inconvenientes y escándalo (núm. 155).

 

El Catecismo de Ripalda campeaba en México; el Astete, en Surámerica española; los obispos previenen contra la introducción de nuevos catecismos. No puede negarse que estas prescripciones estaban inspiradas por una preocupación pedagógica pastoral de respeto por el pueblo, naturalmente apegado a su tradición catequética. Hasta los años en que la sociedad, especialmente la rural, se vio invadida por los medios de comunicación, las fórmulas catequéticas lo habían nutrido, aun dentro de sus limitaciones, en la vida de la fe, como pueden atestiguarlo las viejas generaciones todavía sobrevivientes y el esfuerzo de muchos celosos párrocos y religiosos.

El problema de la masonería se trata con inexorable rigor en el capítulo viii (núm. 166-178). F. Morando señala que algunos obispos, como los de Guatemala y Venezuela, abrigaban temor sobre la forma como el esquema que se había enviado antes del Concilio enjuiciaba a la masonería. Creían que las condenaciones tajantes equivalían a una descalificación de los mismos gobiernos de muchas repúblicas latinoamericanas, con lo que se corría un serio riesgo de exacerbarlos. Sin embargo, la mayor parte de los episcopados compartía una mentalidad antimasónica; y parece que cierta indecisión de alguna minoría de obispos detectada antes de la celebración del Concilio fue lo que determinó a la Santa Sede a publicar, junto con las Actas, un Apéndice que contenía la documentación indispensable del magisterio eclesiástico, no del todo conocido en América Latina.

La masonería se había mostrado profundamente anticatólica en América Latina, y, al presentarse la “cuestión religiosa” en el Brasil, Pío ix, escribiendo a aquel episcopado, manifestaba su extrañeza por la opinión sostenida de que la masonería existente en el Brasil (in istis plagis) escapaba a las ordenaciones de la Iglesia.

A principios del siglo xx la masonería estaba organizada en Argentina, Brasil, Chile, Cuba, Colombia, Santo Domingo, Guatemala, el Ecuador, México, Paraguay, Perú, Uruguay y Venezuela y en el mundo latino de Europa y Latinoamérica con 2.500 logias y unos 120.000 miembros. Se presentaba como una amable sociedad filantrópica e influía en el ámbito de la cultura. Sacerdotes en Santo Domingo, en Costa Rica y a mitad del siglo en Colombia fueron sus miembros y fautores. Fue circunstancia muy grave que los masones se incrustaran en las instancias del poder, con toda la capacidad de decisión que tuvieron los gobiernos liberales en nuestra América del siglo xix.

El gran documento pontificio sobre la masonería fue la encíclica Humanum genus de León xiii (21 de abril 1884), cuando la secta hacía sentir su virulencia del modo más encarnizado contra la Iglesia y contra el Papa.17

Quizá poco informados de lo que ocurría en Francia y en Italia, muchos católicos en Venezuela veían con cierta tolerancia la presencia de la masonería y –de acuerdo con una afirmación del profesor A. Pazos– durante bastante tiempo la encíclica no se conoció en México y Venezuela. El historiador católico argentino N. Auza, citando un almanaque masónico de 1876, transmite el dato de que en 1876 el número de masones activos en Latinoamérica era de unos 10.000.

La reacción católica contra la masonería ha de medirse a partir de la fuerza de la agresión y de la percepción que de todo el problema tuvo León XIII. Su encíclica Inimica vis de 1892 a los obispos de Italia está en gran parte comandada por otro de los lugares comunes en que se apoya para describir e interpretar su época: el espíritu de todas las sectas hostiles al catolicismo que ha tenido vida en el pasado vuelve a vivir en la secta masónica.

 

c) El clero, el culto y los sacramentos

 

El título iii, “De las personas eclesiásticas” (núm. 179-337) es el más extenso de todas las Actas. Es de naturaleza jurídica y exhortativa y se inspira en los decretos reformatorios de Trento. Se insiste en la obediencia y el respeto debidos a los obispos y en la armonía que ha de reinar entre éstos, su clero y los religiosos. Es inexplicable que no se dedique, excepto cierta brevísima alusión que está fuera de este lugar (véase el núm. 577), una reflexión al ya gravísimo problema de la escasez de sacerdotes, que va a convertirse pronto en el más grave de nuestra Iglesia latinoamericana. Diez años antes del Concilio, El Mensajero del Corazón de Jesús de Colombia (1889), hablando de Honduras, designaba la enorme escasez de clero como “calamidad de que se resienten todas las repúblicas hispanoamericanas”.

Pero en el ya lejano 1863, don Jacinto Vera y Duran, primer obispo de Montevideo, escribía a Pío ix una angustiosa carta exponiendo el agudo problema de la falta de sacerdotes, así como su poca formación en el Uruguay.

No se ha de atribuir la escasez de clero a una suerte de estampida de sacerdotes españoles en tiempo de la independencia. Éstos eran una reducida minoría. Otras fueron sus causas: la prolongada desorganización de las diócesis, la desaparición de los seminarios, la persecución, la difamación hecha contra el clero, la reducida franja social de donde podían salir gentes para el estudio, la posibilidad ahora ofrecida de otras alternativas profesionales, el descrédito que la mala conducta de no pocos sacerdotes arrojaba sobre su gremio, orquestada por los enemigos, y la pobreza que impedía el sostenimiento en los seminarios o parroquias, cortados los recursos que antes existían, explican, en gran manera, la flexión numérica, de unos 25.000 o quizá 30.000 sacerdotes hacia 1800, cuando los habitantes de Iberoamérica eran 16 o 18 millones, y los cerca de 15.000 en 1900, cuando los habitantes redondeaban los 60 millones. De todos modos, años antes del Concilio habían llegado a la Santa Sede quejas y súplicas de diversos obispos acerca de este problema.18

La actitud frente a la actividad de los religiosos es sumamente favorable: los obispos eran testigos de las persecuciones sufridas por ellos en casi todos los países. Se reconoce paladinamente que “toda nuestra América fue engendrada a Cristo y a la Iglesia, e iniciada en la cristiana evangelización, principalmente por las familias religiosas” (núm. 289). El Concilio pone de relieve la ofensa que se infería a la Iglesia con las vejaciones a que eran sometidos los religiosos (núm. 290) y traza normas a ellos para situaciones que todavía podían repetirse, así como recuerda el sentido y los límites que tiene la exención de los religiosos de la jurisdicción de los obispos.

Infortunadamente muchos religiosos (no así los monasterios de religiosas), durante varios decenios del siglo xix, entraron en un estado de relajación. Pío ix se preocupó mucho por esta situación y encontró resistencia para la reforma. En algunos países, como en Venezuela, en las repúblicas centroamericanas, así como en el Brasil, casi desaparecieron. América Latina experimentó una auténtica oxigenación, en el pontificado de León xiii, con la llegada de numerosas congregaciones de hombres y mujeres: la sociedad las acogió con entusiasmo. Desde hacía mucho tiempo nuestra Iglesia las estaba esperando.

El título iv, sobre el culto divino (núm. 338-473), recoge las nobles y clásicas exhortaciones a la santidad de vida del clero y desciende, en ocasiones, a pormenorizados detalles de disciplina y de rúbricas. Dentro de las circunstancias históricas de nuestro continente, que conservaba con tenacidad sus tradiciones, hay que mencionar los decretos relativos al culto eucarístico y al del Corazón de Jesús. Aquél seguía respondiendo al alma latinoamericana con sus exuberantes manifestaciones del Corpus Christi (número 369).

Hablando de las fiestas patronales, el Concilio descubre, sin quererlo, la índole festiva de nuestro pueblo, que, desde la época colonial, asociaba tumultuosamente el recuerdo de los patronos celestiales con el esparcimiento de las sufridas gentes de la tierra. La fiesta religiosa desempeñó en América Latina un desconocido papel de educación social y de terapia en la rutina agobiadora de la vida.

El capítulo dedicado a la música sagrada hoy causa una extraña impresión. El cántico religioso popular se somete a licencia eclesiástica, se prohíbe que las mujeres canten en el coro, etcétera (núm. 439-450). No es que todo sea negativo, tanto que en la introducción al capítulo, citando a san Agustín, se dice que “los que eliminan el canto eclesiástico empañan la espléndida gloria de Cristo”.

Hay que admitir con toda franqueza que el capítulo dedicado al culto, y los artículos referentes al canto, a la música, a las celebraciones, son extremadamente severos y, de acuerdo con las referencias que se ponen a pie de página, en general son de pasadas épocas.

Los artículos siguientes (núm. 451-473) conciernen a prácticas religiosas, como el vía crucis, el ángelus, el rosario, que sobreviven heroicamente en enclaves cristianos del continente. El culto de los difuntos, que ha conocido desarrollos e interpretaciones asombrosas en América Latina, recibe una legislación sobria y severa, y se prescribe la catequesis del pueblo acerca de las postrimerías.

El título v sobre los sacramentos, aparte de la reflexión teológica tradicional (núm. 474-604) y su tono jurídico, refleja, en gran parte, la realidad complicada de nuestro continente con sus inmensas distancias y la casi total ausencia de una pastoral personal (véanse, por ejemplo, núm. 474 y 490), de modo que después de más de tres siglos de legislación, aún había que emplear las concesiones de Paulo iii a los misioneros del Perú.

Merece una referencia particular el sacramento de la Confirmación. Muchas diócesis estuvieron vacantes durante largo tiempo. La visita pastoral no podía hacerse con frecuencia a causa de las deficientes vías de comunicación y de la desmesurada extensión del territorio diocesano. En prolongados periodos persecutorios (como en Centroamérica, Venezuela y Colombia) los obispos sufrieron el confinamiento o la expulsión. Sin embargo se advierte en las poblaciones una masiva movilización para recibir este sacramento cuando la ocasión era favorable.

En el lejano 1823-1825 el Vicario Apostólico monseñor Giovanni Muzi, enviado a Chile por los Papas Pío vii y León xii, se mostraba asombrado por la devoción y el ímpetu con que lo acosaban los fieles en Argentina, Chile y Uruguay para ser confirmados. En su largo episcopado en Oaxaca, el obispo Eulogio Gillow (1877-1922) confirmó a 842.000 personas. Era prelado muy cuidadoso en llevar estadísticas. En Guatemala, en plena persecución y con arzobispo expulsado, el administrador apostólico Juan B. Raull (1875-85) confirmó en el solo distrito capital a más de 150.000 fieles. En El Salvador, monseñor José Luis Cárcamo administró en sus quince años de ministerio (1870-1885) 100.000 confirmaciones. En 51 parroquias de las 101 de la diócesis de Barquisimeto (Venezuela) 30.000 fieles fueron confirmados entre 1868 y 1878. En el entonces estado del Tolima, de la arquidiócesis de Bogotá, región muy trabajada por el liberalismo, y recién apagada la persecución, el obispo auxiliar confirmó en 1887-1888 en valiente visita pastoral a 156.000 personas, o sea el 75% de la población. En la región contigua, perteneciente al obispado de Popayán, el obispo don Carlos Bermúdez, apenas llegado del destierro, vio consolado y asombrado que acudían a confirmarse casi todos los habitantes de las parroquias visitadas.

Bien al sur, en Lima, en dos años, 1848-1849, fueron confirmadas 120.000 personas, y en su primera visita a la diócesis de San Carlos de Ancud el obispo Justo Donoso administró el sacramento a 48.000 fieles, a mitad del siglo. La diócesis tenía entonces unos 200.000 feligreses. Del Paraguay dice otro tanto el Delegado Apostólico monseñor Di Pietro en 1878: “se amontonaban con premura y ansiedad para recibir la confirmación, que fue administrada a unos 10 000 fieles entre niños y adultos”.

Se exhorta, de acuerdo con el Concilio de Trento, a que se asista a la misa y se comulgue en ella. Se adelanta así a la encíclica Mirae Charitatis del papa León xiii (1902) y a la Quam singulari de san Pío x (1910). El Concilio ve con optimismo pastoral la capacidad cristiana aun de los más rudos campesinos para participar en la comunión eucarística (núm 527).

En su enseñanza sobre el sacramento del matrimonio, se fustiga con duras expresiones “la malhadada ley del matrimonio civil” (núm. 589); “cualquier otro enlace de un varón con una mujer, fuera del sacramento, aunque lo autorice la ley civil, no es más que un torpe y pernicioso concubinato” (núm. 588). Durus sermo, pero los obispos latinoamericanos entendían que se trataba de un combate contra el laicismo y contra una legislación anticristiana que desconocía el derecho y el sentimiento religioso de los pueblos. Lo cual no es intransigencia, sino seria conciencia del deber pastoral y una decisión profética en la defensa de la familia cristiana.

Parece que el primer gobierno en introducir el matrimonio civil de los católicos en América Latina fue el de Colombia en 1852. Protestó Pío ix en la alocución consistorial del 27 de septiembre de aquel año, llamándolo turpis et exitialis concubinatus. Los países que fueron quedando bajo regímenes liberales lo implantaron enseguida y desconocieron los efectos civiles del matrimonio religioso. Treinta años después de su promulgación en Colombia, era extraño el matrimonio solamente civil: las parejas acudían casi siempre al sacramento. Ocurrió infortunadamente que, por el desgano de presentarse a un juez, o porque el matrimonio canónico no reportaba las ventajas civiles, en muchas partes de nuestras repúblicas, de la legislación laicista se pasó, sobre todo en el campo, al simple concubinato. Después del Concilio, perdurando en nuestras naciones esa legislación, se encuentra en el magisterio episcopal la referencia a las palabras de Pío ix. El historiador de la Iglesia en México padre Mariano Cuevas advierte que ni Benito Juárez ni Porfirio Díaz admitieron que sus hijas se casaran sólo civilmente.

 

d) La formación del clero

 

Dos títulos (vii y viii) se consagran a la formación de los sacerdotes y a la santidad de su vida. Se afirma que la preparación de sus ministros es una necesidad que “angustia a la Iglesia de Dios en nuestras vastísimas regiones” (núm. 605). Para ello se han establecido los seminarios mayores y menores, a cuya legislación se dedica amplio espacio.

En 1899 había en América Latina, al menos de nombre, 57 seminarios. El número causa sorpresa, porque supone que la mitad de las diócesis tenían su centro de formación clerical. Los países de mayor número eran México, con 16; Brasil, con 11, y Colombia, con 9. Seguían Perú, con 6; Argentina, con 3; Chile, con 3; Bolivia, con 2. Cuba, Uruguay y Venezuela no los tenían debido a las circunstancias políticas y sociológicas o a la persecución de pasados decenios. Las repúblicas centroamericanas tenían tres. No cabe duda que muchos de los seminarios latinoamericanos llevaban una vida lánguida por la escasez de profesores y alumnos. La Iglesia de México había hecho un heroico esfuerzo por restablecerlos y organizarlos, ya que todos sus antiguos edificios, a veces de espléndida arquitectura colonial y con bibliotecas, fueron confiscados por las leyes persecutorias de 1857; el movimiento de fundaciones durante la tregua del porfiriato no significaba una recuperación del todo brillante: “No podemos poner muy por las nubes a los seminarios de la república”, escribe un historiador de la época.19 De todos modos, la Iglesia de América Latina trataba de atender, bien que mal, a esta radical exigencia de su acción pastoral; de allí el llamamiento que debieron hacer no pocos obispos a los eudistas y vicentinos para la dirección de los seminarios; encontramos, por ejemplo, que nueve seminarios eran dirigidos por estos últimos.

El Concilio apunta a niveles de alta competencia teológica, pero la orden dada en el núm. 623 de que cada diócesis tuviera su seminario era y siguió siendo impracticable.

La historia de los seminarios en el siglo xix está muy enraizada con la del periodo hispanoportugués. En los dominios españoles los seminarios llegaron a 36, pero no todos merecen el título de auténticos seminarios. En el Brasil, sólo en el siglo xviii nacieron en Río de Janeiro, Belem, Mariana y Bahía (1815). Una parte de los seminarios hispanoamericanos se fundaron tardíamente. Los seminarios de gran vigor académico fueron la minoría y por los seminarios no pasó sino la menor parte del clero. La tardanza en establecerlos obedece a la pobreza de las diócesis, a las peripecias internas de cada una a causa de frecuentes y largas vacantes, a la escasez de personas preparadas para dirigirlos, y también a que los colegios jesuíticos y los estudios conventuales de las otras órdenes suplían ampliamente la falta de profesores, de cátedras y de bibliotecas que agobiaba a los pequeños seminarios.20

La crisis de los seminarios se agudiza en Hispanoamérica con la expulsión de los jesuitas en 1767, en el Brasil en 1759. Con toda esta prehistoria, la institución seminarística latinoamericana entró en el siglo xix profundamente debilitada.

En la redacción misma de los cánones referentes a la formación del clero latinoamericano se advierte la angustia de los obispos y la urgencia con que abordan el tema. Recorriendo sus cánones (605-629), observamos que la legislación es muy específica de problemas latinoamericanos: no hay citas a pie de página, excepto escasas referencias al magisterio del Concilio de Trento y de Pío IX.

Se agudizó la crisis de los seminarios con el desbarajuste eclesiástico debido a las guerras de independencia y a las consiguientes intromisiones abusivas y rapaces de los gobiernos. En Venezuela fueron del todo suprimidos, y en Centroamérica prácticamente desaparecieron. En Colombia, a excepción de Bogotá, fueron inexistentes, pero a partir de los decenios de 1870 v 1880, tras haber padecido expropiaciones inclementes, se fueron recuperando extraordinariamente gracias a los arzobispos de Bogotá (Vicente Arbeláez y Bernardo Herrera), a los obispos de otras diócesis y a los eudistas, vicentinos y jesuitas, que tomaron bajo su dirección casi todos los seminarios.

De Brasil se escribe que en los años noventa los seminarios aún “estaban en deplorables condiciones morales y tenían urgente necesidad de una reforma radical”. En muy buenas condiciones se hallaba el seminario de Santiago. En el Perú, aunque cada diócesis tenía su seminario, “el tono general era de estancamiento”.

Ya por estas referencias puede inferirse cuál sería el estado espiritual e intelectual de una parte del clero así formado. De allí el acento apremiante del título que sigue, De vita et honestate clericorum (Tit. viii, cánones 631-672).

El capítulo iii del título (núm. 636-638) contiene una disposición memorable: “Movidos del singular amor y veneración que nos inspiran estos hermanos, los sacerdotes viejos y enfermos, ardientemente deseamos que, del mejor modo que se pueda, se provea a su alivio y provecho”. Sesenta años más tarde, cuando se preparaba el Vaticano ii, el octogenario obispo de Chihuahua (México) escribía que había visto morir en la indigencia a muchos ancianos sacerdotes. Y el de Tacna (Perú), en forma más patética, observaba que muchos sacerdotes en América Latina morían “como soldados desconocidos”. La historiografía de la vida del párroco rural, solamente conocido como “cura de pueblo”, a cuya abnegación y silencio se debe singularmente la conservación de la fe en las vastas zonas campesinas, está todavía por escribirse.

Los padres conciliares señalan en seguida cuanto deben evitar y cuanto deben practicar los sacerdotes, y, aunque el lenguaje se exprese en formas de prohibición o de alerta, se está apuntando a un ideal de santidad. Entra allí el tema del celibato sacerdotal y de “una castidad angélica, que es la más preciosa joya del orden sacerdotal”.

También en la América Latina del siglo xix se presentaron ataques al celibato sacerdotal. En el Brasil, en los decenios del treinta y cuarenta, por influjo del sacerdote Diego A. Feijó.21

En Colombia, el insigne arzobispo Manuel José Mosquera y Arboleda (1800-1852), ante las ideas que empezaban a circular, respondió con su amplia y razonada defensa del celibato eclesiástico, a fines de los años treinta, y fue secundado por todos los obispos sufragáneos. En Venezuela en 1873 la constitución suprimió el impedimento de la ordenación para contraer matrimonio. El tema era orquestado por la prensa anticlerical de las diversas repúblicas.

El Concilio no menciona la expresión “concubinato de los clérigos”, pero supone la posibilidad de su existencia cuando se expresó con tanto encarecimientos sobre la santidad sacerdotal, sobre “la gravísima obligación de guardar el celibato y una castidad angélica” y sobre la conducta severa y paternal con que han de ser tratados “los hijos descarriados” (núm. 660).

Aduce el profesor Pazos diversos testimonios, a veces sorprendentes, acerca del deterioro moral de una parte del clero, pero él mismo pone en guardia, como para el Brasil lo hace el padre José Dos Santos (citado en nota anterior), sobre un cierto tremendismo que suele acompañar determinadas denuncias.

No se olvide el heroísmo y fidelidad de tantos sacerdotes en las persecuciones de Juárez y Lerdo de Tejada en México; de los gobiernos de Guatemala y Nicaragua, donde apaleaban a los sacerdotes que aparecían en público vistiendo la sotana; en Colombia, despojados, confinados, desterrados de la patria por su fidelidad a la Iglesia; en Venezuela, sin centros de formación; en el Ecuador, perseguidos desde fines del siglo. No obstante el desamparo de la Iglesia en casi todas las repúblicas centroamericanas, el celoso visitador de sus Iglesias monseñor Giovanni Cagliero, S.D.B., admiraba pocos años después del Concilio la pobreza y la fidelidad de su clero.

El Concilio quiere que el párroco conserve su independencia y su vida privada; lo representa templado, frugal, ajeno a tabernas, juego, espectáculos y diversiones, desinteresado del dinero, piadoso, estudioso, humilde, mesurado (núm. 647-662). Se hacen dos observaciones, que parecen típicas de nuestro mundo latinoamericano: la independencia del sacerdote de los antagonismos políticos y la integridad de costumbres, ya que el sacerdote relajado ofrece una “tristísima situación, sobre todo por las peculiares circunstancias de nuestras regiones” (núm. 660). Esta última expresión es, de suyo, un poco enigmática.

 

e) La educación

 

El título ix (núm. 673-697) aborda un argumento de importancia decisiva para la vida católica de América Latina: la enseñanza primaria, la escuela secundaria y la universidad. Pero el Concilio parece que está hablando no sólo acerca de los centros educativos de la Iglesia, sino de todo centro de enseñanza que, en nuestro continente, habría de tener orientación católica. La Iglesia no sólo tiene derecho a erigir su propia escuela, “sino que le ampara igual derecho de exigir que en todas las escuelas, así públicas como privadas, la formación y educación de la juventud católica esté sujeta a su jurisdicción”. La base de la argumentación reside en que “Jesucristo... ha constituido a su Iglesia, maestra infalible de religión”. El Concilio se coloca en el plano de los hechos: el hecho social es que América Latina es católica; se hace valer su conditio possidentis, y, de ser verdadera nuestra interpretación, no se hacen concesiones: la educación ha de ser católica. Frente a la existencia de centros donde la autoridad de la Iglesia queda suprimida, asume una actitud de intolerancia. No debe olvidarse la prehistoria inmediata a los Decretos de este Concilio latinoamericano, a la luz de lo que había ocurrido en Bélgica y de las drásticas medidas tomadas por sus obispos. O en Francia, donde la lucha entre república e Iglesia se planteó en el terreno de las congregaciones y de la escuela.

Las motivaciones de esta posición se apoyan en el presupuesto de que la educación, para ser tal, debe estar inspirada por la religión, y en el principio de que la educación es, ante todo, educación en la fe. El Concilio exige que se reconozca a la Iglesia el derecho de intervenir en la educación pública, y cita, por lo menos seis veces, los compromisos concordatarios de los países latinoamericanos.22 Todas estas disposiciones se habían evaporado en América Latina al advenimiento de las borrascas laicistas, y prácticamente sólo funcionaba el concordato con Colombia y con Haití.

Al hablar de esta competencia de la Iglesia, el Concilio señala una situación ideal para el catolicismo de la época, aunque las situaciones históricas eran tan aleatorias como las del Ecuador, que había pasado de la “teocracia” de García Moreno, según la designaban los liberales, al virulento laicismo de Eloy Alfaro; o de la Argentina, cuya legislación laicista en materia de enseñanza era ya de vieja data y se prolongaría hasta casi la mitad del siglo xx, o de Guatemala, que expulsó a su arzobispo Ricardo Casanova por haberse opuesto a la difusión de textos procaces como paradigmas de literatura en las escuelas de la república.

Con todo, los decretos conciliares acusan una sobrevaloración del real influjo de la Iglesia en los gobiernos latinoamericanos, que no iban a hacer caso de las condenaciones del Syllabus que se citan a pie de página (véase por ejemplo el núm. 675). Los gobiernos hostiles tenían muy bien entendido que el trabajo de laicización se hacía en la escuela. No tuvieron inconveniente en llamar a maestros protestantes a Colombia en los años setenta, a Centroamérica en la misma época y también masones españoles a la Argentina el decenio siguiente. Donde pudieron, como en Colombia y Argentina, la reacción católica fue vehemente, y en el Uruguay, bajo la dirección del excelente obispo Mariano Soler, fue ejemplar.

El interés del Concilio por la existencia de una educación propia de la Iglesia se detiene más bien en el campo de la escuela primaria Se quiere responder a “la plaga moral del indiferentismo y a la corrupción de las costumbres que provienen de una mala educación” multiplicando la fundación de escuelas primarias parroquiales (núm. 676-679), que han de ser “la niña de los ojos” de los párrocos, ponderando altamente el apostolado laical de los maestros (núm. 682) y preparando “un número suficiente de maestros y maestras a quienes, sin dificultad, pueda entregarse la dirección de las escuelas católicas”. El Concilio señala un proyecto de amplia resonancia: la fundación de escuelas normales, que podrían “confiarse con gran provecho a los Hermanos de las Escuelas Cristianas o a otros institutos análogos”.

No creemos que sea desproporcionado afirmar que, si esta indicación se hubiera realizado, en la hipótesis de una tolerancia o de un apoyo de los gobiernos, la plaga del analfabetismo habría empezado a combatirse con oportunidad y eficacia.

No se determina exactamente el estatuto de las escuelas secundarias. Se toma cuenta del hecho de la existencia de colegios católicos (núm. 686) y se afirma la competencia jurídica de la Iglesia para vigilar la educación religiosa en los centros públicos, exhortando a los gobernantes católicos a procurar “con todas sus fuerzas que el sistema general de educación en todos los colegios de segunda enseñanza sea conforme a la fe católica, y se defienda y lleve adelante por los gobiernos locales y municipios” (núm. 687).

Se prohíbe “terminantemente” frecuentar colegios en que se eduquen “promiscuamente” alumnos no católicos o cometer “la atroz aberración” (summus abusus) de que las niñas católicas asistan a los colegios superiores “que son comunes a los varones” (número 690). Finalmente, la competencia científica de los colegios católicos ha de probar que supera “a los demás en las letras, las artes y las ciencias” (núm. 691).

El capítulo iii acerca de las universidades y facultades mayores (número 692 ss) parte de una afirmación histórica, poco eficaz para la época de regímenes laicistas: que el origen de las universidades se ha debido a las iniciativas de los Papas. Como evocación histórica, quizá su eficacia residía en recordar al mundo positivista que tanto acusaba a la Iglesia de complicidad en el atraso científico de América Latina. En la práctica sólo resultaba efectiva la prescripción de no reconocer como facultades de estudios eclesiásticos las que no hubieran sido erigidas por la Santa Sede. Recuérdese que Guzmán Blanco en Venezuela había secuestrado esta capacidad a la Iglesia y la había adscrito a la universidad oficial.

Los obispos manifiestan el deseo de que “cada república o comarca de América Latina tenga su Universidad verdaderamente católica”. En todo el continente sólo existía en ese momento una: la de Santiago de Chile, inaugurada en 1889. En Bogotá había surgido una iniciativa análoga, pero nunca eficaz. La de Buenos Aires, creada más tarde (1910), tuvo que cerrarse porque la universidad oficial le negó su incorporación. Tardarán muchos años todavía para que la Iglesia se decidiera a fundarlas y encontrara, a veces con cuántas dificultades, el clima propicio. Por el momento, los obispos se atienen quizá con alguna esperanza a lo que hay: “Las universidades que ya existen deben reglamentarse y dirigirse conforme a las reiteradas promesas hechas a la Sede Apostólica por los gobiernos en los concordatos” (número 696).

 

f) Predicación y catequesis

 

El título x versa sobre el ministerio de la predicación y de la catequesis. Llama la atención la escasez de referencias a las fuentes del magisterio y parece, de esta suerte, que el Concilio quisiera enfocar el argumento con una óptica específicamente latinoamericana. Sin embargo, la parte doctrinal permanece en el nivel exhortativo, ponderando la necesidad y la excelencia de la transmisión auténtica de la fe.

Nos fijaremos en estos puntos, que respondían de manera particular a las necesidades concretas de nuestra Iglesia. El primero (núm. 699) concierne a la inmensa masa de fieles carentes de sacerdotes y dispersos en todo el continente:

 

tome el obispo sus medidas, con aquel celo por el bien de las almas que ha de animarlo como pastor, para que entre tanto no carezcan aquellos pobres campesinos de todo auxilio religioso. Dedique por tanto algunas personas competentes que, en los días de fiesta o en otros que convenga, enseñen a aquellos infelices las cosas necesarias para la salvación; es decir, que lean al pueblo reunido el catecismo aprobado en la diócesis o por lo menos lean, repitiéndolo los oyentes, lo que en el artículo 711 mandamos que rece el sacerdote cuando va a decir misa a las capillas u oratorios rurales.

 

Tenemos aquí un reconocimiento del hecho y del derecho de una cooperación laical, que ya era antigua en la América española. El segundo punto que merece nuestra atención es la preocupación reflejada por el Concilio acerca de la autenticidad de la predicación (núm. 704). Es verosímil que dejaba mucho que desear “por causa de los abusos y defectos de los predicadores”.

Los templos seguían siendo aún la gran caja de resonancia en la transmisión y en el cultivo de la fe, y la impreparación del clero o la intromisión en temas políticos desacreditaba el ministerio de la Palabra. Por ello los obispos amonestan, “con todo ahínco”, para que los predicadores conformen sus sermones a un decreto de la Santa Sede expedido en 1894 para toda Italia.

Un tercer punto merece nuestra atención, y es que el capítulo iii (núm. 711) tiene un título que no corresponde a la expectativa que provoca: “De los catequistas rurales”. Pero de acuerdo con lo que allí se prescribe, el oficio de catequista, donde no existe sacerdote estable, se reduce a leer o recitar durante la celebración de la misa “los actos de fe, esperanza, caridad y contrición, la oración dominical, la salutación angélica, el símbolo de los apóstoles, los preceptos del decálogo y de la Iglesia y los sacramentos”. Esto se hacía también en la época colonial y su cumplimiento era condición para pagar la “congrua” al párroco. Pero lo que aquí interesa es verificar el hecho del desamparo en que va quedando la instrucción religiosa de los campesinos y el reducido papel que se deja al catequista rural.

No decimos que, en efecto, la función del catequista se entendiera en la forma enunciada: mucho antes, en el artículo 154, el Concilio se expresa en términos más elaborados, pero admira que no hubiera desarrollado con perspectivas más amplias el papel del catequista rural.

La legislación sobre la enseñanza del catecismo reviste una presentación más positiva; insiste en la claridad de la exposición y recomienda que, “siempre que se presente la ocasión, hable el catequista de la infinita bondad divina para con nosotros, y del amor de Jesucristo”. No es entonces muy fundada la queja que se oirá en nuestros años de que al pueblo se le infundía la idea de un Dios vengativo y pavoroso (véase el número 710).

Los demás capítulos se refieren a la diversidad de iniciativas en el anuncio de la fe: las misiones populares, los libros católicos, para cuya redacción se estimula a “los seglares católicos dotados de las necesarias cualidades”; sobre los periódicos católicos el Concilio emplea los términos más enfáticos, pues en este terreno, como en el de la enseñanza, se libraba un desigual combate. El capítulo viii, “de los escritores católicos”, reconoce la nobleza y la dificultad de este servicio, y los exhorta a la rectitud de intención, a la competencia científica, a la ortodoxia, al equilibrio y a la caridad.

Tal estímulo obedecía, sin duda, a algunas excelentes iniciativas que habían surgido en no pocos países latinoamericanos. Así florecía en el Brasil, en Argentina desde antiguos años bajo la decisión de un obispo como el de Buenos Aires, monseñor Federico León Aneiros. Laicos resueltos y preparados hicieron frente a los embates del laicismo. Especialmente desde 1890 hubo una gran reacción católica misionera y periodística, con grandes polemistas que ya trabajaban desde mucho antes: Tristán Achával, Santiago Estrada, Félix Frías –padre del periodismo católico– José Manuel Estrada y otros. Ellos insistieron en el apostolado de la prensa, de las organizaciones sociales y de las asambleas católicas argentinas.

 

En materia de política –dice el núm. 736–, distingan ésta de la religión, y no consideren a los afiliados en diversos partidos como renegados del catolicismo, introduciendo indebidamente las facciones políticas en el augusto campo de la religión.

 

g) La Iglesia y las necesidades espirituales de América Latina

 

El título xi trata “del celo por el bien de las almas y de la caridad cristiana”, tema que se expone a partir del deber que tiene la Iglesia de luchar contra todas las perversiones de la dignidad humana. No sabríamos decir si la enumeración de ciertas lacras sociales se debía referir especialmente a Latinoamérica, pero ya en este Concilio se insinuaba, por lo menos, la condenación de la incipiente sociedad de consumo: se deplora “el desenfrenado deseo de goces temporales” y la conducta de muchos a quienes lo único que importa es “atesorar riquezas y amontonarlas sin medida, nadar en comodidades y lujos, y buscar tan sólo los deleites de los sentidos” (núm. 748).

El Concilio pone su atención, de manera particular, en la práctica de la usura, el juego, la embriaguez, la lujuria, el concubinato generalizado en ciudades y aldeas, el adulterio, la procacidad, el duelo, el homicidio.

Parece un clamor general la queja y denuncia del concubinato en América Latina, pero esta situación es explicable. En un territorio gigantesco, con una población desproporcionadamente rural de cinco habitantes por kilómetro cuadrado si consideramos el espacio habitable, viviendo infinidad de gentes a distancias de días de camino del centro parroquial, en una Iglesia agobiada por la escasez de sacerdotes, más una legislación matrimonial agresivamente laicista, no era asunto fácil impedir las uniones irregulares y esperar que las parejas acudieran, sin más, al sacramento.

No se mencionan aquí los pecados de injusticia cometidos con los jornaleros o peones; podrían formularse diversas hipótesis para encontrar explicación a este silencio; más adelante se hablará de las relaciones entre obreros y patronos.

El abuso del poder ya había sido denunciado anteriormente al tratar de la sociedad civil. El título considera las relaciones que vinculan a cuatro categorías de personas que pertenecen a la sociedad civil: los gobernantes, los obreros, los indios que aún no han sido evangelizados y los inmigrantes.

La reflexión consagrada a los gobiernos contiene una manifestación de agradecimiento “porque mirando al decoro de la religión han favorecido abiertamente [el viaje de los obispos] a esta Ciudad Eterna” (núm. 763). No tenemos noticia, desafortunadamente, de las concretas razones que impidieron a los obispos de Nicaragua, El Salvador y Honduras estar presentes; tampoco conocemos los términos de “abierto favor” que hubiesen podido prestar los gobiernos laicistas de Venezuela, Ecuador, Brasil, Uruguay y Argentina. El artículo está redactado en tono respetuoso, cordial y latinoamericano. Los gobiernos

 

con tan feliz y fausto comienzo, auguran para sí y para todas las naciones latinoamericanas una estrecha unión no sólo de la potestad civil y la eclesiástica en cada una, sino de las mismas naciones entre sí, conservando cada cual incólume su independencia política y su libertad cristiana, para que permanezcan siempre intactas las constituciones civiles y religiosas de toda la América Latina, que estriban en su filial amor a la Iglesia católica y en la unidad de la fe católica y apostólica, fuente de la verdadera prosperidad de las naciones.

 

El número 765 concierne a las relaciones entre obreros y patronos. La única referencia doctrinal la constituye la encíclica Rerum Novarum, con una exhortación a los deberes de la justicia y la caridad. Más adelante (núm. 769) se habla de la constitución de hermandades “llamadas círculos de obreros”, regidas por estatutos aprobados por la autoridad eclesiástica. Su finalidad no se centra en la defensa de los derechos de los trabajadores, sino únicamente “para proteger, como a cristianos corresponde, a toda la clase operaria contra las asechanzas” que con frecuencia la asedian y que poco a poco pueden conducirla al socialismo.

Quisiéramos encontrar fuerza y nervio en las palabras conciliares; quizá no se percibía, en razón de las circunstancias históricas aún inmaduras de nuestro continente, la trascendencia que para el futuro de América Latina iba a adquirir el movimiento obrero.

Las “asociaciones obreras” ya habían hecho su entrada bastante tiempo atrás en los medios católicos de América Latina. En 1874, por tanto 25 años antes del Concilio Plenario, la revista católica El Mensajero del Corazón de Jesús de Bogotá dedicaba un amplio comentario a este argumento, señalando, en particular, la descristianización del mundo obrero en los países desarrollados, y cómo éste debía constituir el objeto de mayor solicitud de la Iglesia.

La injusticia estructural de nuestro continente se manifestaba en México, por ejemplo, a través de una monstruosa desproporción de la distribución de la tierra operada en la época del porfiriato. A fines del siglo xix los peones seguían ganando el mismo salario que en 1810. Esta situación no se ve contemplada en los decretos conciliares, siendo que de los obispos participantes en la asamblea el grupo más numeroso era el mexicano.

Con todo, en México ya se había realizado el lanzamiento del catolicismo social, inspirado por la encíclica Rerum Novarum. La fecunda labor de concientización social se impulsó en los años noventa y en el comienzo del siglo xx a múltiples niveles, siguiendo las pautas de análogos movimientos como, sobre todo, el italiano, el belga, el francés y el alemán. Las figuras de Toniolo y de Ketteler son bien conocidas. Con esta inspiración se organizan congresos y semanas sociales, se extienden las cajas populares y las cooperativas, se piden mejoras para el obrero, el campesino, el indio, la mujer, el niño.23

El catolicismo social mexicano se incuba en el decenio de 1870. Aparecen en diversos lugares las sociedades católicas para defender las exigencias de la caridad. No se queda allí: el catolicismo mexicano se abre a los nuevos problemas planteados por la situación de los obreros, de los campesinos y de los indígenas. Desde 1891 el Arzobispo Labastida tiene la idea de celebrar congresos católicos que en los dos decenios siguientes se harán realidad, con énfasis social en congresos y semanas agrícolas y sociales, tenidos en una decena de ciudades. En 1895 nació en Guadalajara el Círculo de Obreros Católicos, precursor de un sindicalismo cristiano prometedor de una transformación social si la revolución de 1910 y la persecución renovada no lo hubieran truncado.

El obispo de San José de Costa Rica Bernardo Thiel, quien por su origen alemán debía de conocer bien el catolicismo social, un año después de la publicación de Rerum novarum redactó una carta pastoral sobre el justo salario de los trabajadores. Quería especialmente defender a los campesinos y artesanos, que se estaban convirtiendo en un proletariado inerme por la disminución y depreciación de la pequeña propiedad a causa de las reformas implantadas por el liberalismo.

En septiembre de 1891, el arzobispo de Santiago de Chile, Mariano Casanova, escribió también un documento pastoral acerca de la misma encíclica. El historiador de la Iglesia en Chile, C. Silva Cotapos, la llama “notabilísima pastoral”. Leída cien años más tarde, nos parecería pobre si no tenemos en cuenta la mentalidad suramericana de la época. Dice el arzobispo Mariano Casanova:

 

Los espíritus ligeros se convencen fácilmente de la aparente injusticia que creen descubrir en el hecho providencial de que hombres iguales en naturaleza sean desiguales en condición social, y esta falsa creencia va engendrando un funesto antagonismo entre los ricos y los pobres, los patronos y proletarios, los favorecidos por la fortuna y los desheredados de ella “. Más adelante escribe: “León xiii deja oír su voz en medio de esta tempestad social” para indicar que el remedio contra el socialismo “se encuentra en el Evangelio, que enseña a los ricos el desprendimiento y a los pobres la resignación, que obliga a los unos a mirar a los pobres como a hermanos [...], y que impone a los otros el deber de buscar en el trabajo honrado y en una conducta arreglada los recursos necesarios para la vida”.24

 

Claro está que la carta pastoral no se reduce a esta interpretación simplista, pero es significativa de una mentalidad correspondiente a las circunstancias sociales y psicológicas entonces imperantes.

También en Argentina los católicos empezaron a sensibilizarse en el polémico decenio de 1880, como se vio en su Congreso Nacional de 1884. Vendrá la gran figura del redentorista padre Federico Grote con su Círculo de Obreros, en competencia con las organizaciones anarcosindicalistas de un país en plena efervescencia. La encíclica Rerum Novarum conoció en Argentina una amplia difusión.25

El capítulo iii, dedicado a las misiones entre infieles, urge a la conciencia de la Iglesia latinoamericana para que no se sienta tranquila mientras en el continente subsistan enclaves indígenas sin evangelizar. Se acude a la caridad de los fieles para que sostengan, con su limosna y su oración, la obra misional, y es de gran interés el encargo que se hace de que los misioneros aprendan las lenguas indígenas. A fines del siglo eran contados los territorios misionales: La Gerarchia Cattolica (1899) señala siete vicariatos y una prefectura apostólica. Carecemos de datos exactos de la población aborigen aún sin evangelizar, sobre la que las Geografías de la época apenas dicen nada.

El capítulo refleja de algún modo las preocupaciones y la metodología ofrecidas por los concilios indianos; merece atención, por lo demás, una expresión muy moderna: “Gravísimo deber de la autoridad eclesiástica [...] es procurar llevar la civilización por medio de la predicación evangélica”. Y la llamamos moderna porque se esgrimió frecuentemente en los debates del llamado “Esquema xiii” del Concilio Vaticano ii. La expresión conciliar, atribuida a Pío xi, decía: “La Iglesia civiliza evangelizando”. Cómo era entendida en 1899 por los obispos latinoamericanos, no sabríamos acertar, pero, al menos como expresión, resulta feliz.

En cambio, extraña la ausencia del mundo negro en las preocupaciones conciliares. El índice final, en la palabra “Negro” (pág. 589), remite a “Aborígenes”, y de allí a los números que estamos analizando. En estos números no se habla para nada del negro.

El 5 de mayo de 1888 León xiii había escrito una carta de congratulación y agradecimiento a los obispos del Brasil por el anunciado decreto, promulgado el 13 de mayo, de la libertad otorgada a los esclavos; el gesto del emperador Pedro ii estaba vinculado a la celebración del jubileo de oro sacerdotal del Papa. Es una extensa y bella carta, síntesis histórica de las aberraciones esclavistas y de la defensa de los esclavos hecha por la Iglesia. Evoca con emoción a san Pedro Claver, a quien el mismo Pontífice canonizó ese año. Como los negros ordinariamente convivían con la población sujeta a los censos, es verosímil que el silencio acerca de su situación religiosa y social quedara englobada, en la mentalidad de los obispos, dentro de las normas generales que se dan acerca de la conservación de las masas en la fe.

Por otra parte, resultaría anacrónico exigir para aquellos tiempos la presencia de pastorales especializadas; queda, con todo, el escrúpulo de que el negro es considerado entre los grupos que deben ser evangelizados (véase el índice, vocablo “Negro”, a que hemos aludido anteriormente), y ni siquiera es mencionado en los lugares de referencia. Más tarde, en la i Conferencia del Episcopado celebrada en Río de Janeiro (1955), el obispo de Aracajú, monseñor Fernando Gomes, tendrá una inteligente ponencia en torno a la evangelización del negro en el Brasil. La amarga expresión del Documento de Trabajo, preparatorio para la Conferencia de Puebla, donde se dice que se desconoció la cultura de los negros y sus expresiones religiosas, parece que era válida al terminar el siglo xix.

Por el contrario, se nota gran solicitud en torno a los problemas religiosos y humanos de los inmigrantes. De acuerdo con las observaciones de F. Morando, el texto del esquema previo tenía mucho mayor mordiente e incidencia, pero en los debates de las congregaciones generales fue reformado. Responde a los núm. 767-769. El Concilio registra la situación de “los pobres emigrados” (misen advenae), embaucados por “seductores impíos y sin conciencia [...] que les prometen inmensas riquezas y fortunas colosales, y, al ver que la realidad no corresponde a las esperanzas, quedan los infelices sumergidos en mayores angustias y dificultades”. Como dato no sólo pastoral, sino sociológico e histórico, la cita reviste gran interés, porque es una asamblea episcopal la que confirma la noticia de una explotación de los inmigrantes. No debe olvidarse, sin embargo, que los gobiernos del Brasil, Uruguay, Argentina y Chile fomentaron por múltiples causas el flujo inmigratorio, lo que era justo ante la desolación demográfica de nuestro continente. El Concilio invita y exhorta a los inmigrados católicos a que conserven su fe y a que se “unan amigablemente” a los católicos de las repúblicas adonde llegan, para formar una unidad y defenderse “de los enemigos de la fe de nuestros padres y de la civilización cristiana”.

El capítulo v de este título xi aborda un apostolado que la Iglesia ha llevado siempre en el corazón: la caridad y la beneficencia. En no pocos países se había secularizado la beneficencia católica, única durante los años de la colonia, agriamente perseguida después de la emancipación. Los obispos piden su restablecimiento, a pesar de haber sido “destruidas y reducidas a la pobreza... por las vicisitudes de los tiempos”. Piadoso eufemismo que encubre la más despiadada hostilidad de los gobiernos (núm. 790). Se golpea también a la puerta del afecto filial de los católicos latinoamericanos para que quieran socorrer “la augusta pobreza del Sumo Pontífice” (núm. 793-796).

El capítulo vii trata “de la protección al Seminario Pío Latino Americano de Roma y su sostenimiento”. En 1899 habían pasado por él 608 alumnos, de los que 19 eran ya obispos, y el primer cardenal latinoamericano, Joaquín Arcoverde, arzobispo de Río de Janeiro desde 1897, había sido su alumno. Parece que hubo cierta oposición de algunos obispos mexicanos en la redacción de estos artículos (núm. 797-798) por la autosuficiencia con que regresaban los “piolatinos” a México y por la consiguiente insumisión a la diócesis.

 

h) Los beneficios eclesiásticos

 

Se trata el punto en el título xii. Su tenor es estrictamente jurídico, pero se esconde entre líneas un doble problema. El Concilio se muestra rígido en excluir a los clérigos indignos de los beneficios eclesiásticos. De acuerdo con el estudio de F. Morando, conocemos que los decretos salieron todavía más robustecidos en comparación con el texto del esquema previo. El arzobispo de Guatemala, en sus observaciones por escrito, había expuesto el problema de aquellas regiones donde el clero escaseaba y causaba escándalo con sus ejemplos. Los obispos recuerdan no sólo la necesidad de excluir a los indignos, sino la obligación de elegir sólo a los más dignos. En la dramática situación pastoral de América, el Concilio apunta a la calidad, no al número. Por ello se pedirá a la Santa Sede que todas las parroquias se confieran a título amovible en las regiones donde el concurso sea difícil de realizar. Al año siguiente se concedió lo que se pedía (ver Actas, p. clxxx).

Otra preocupación de los obispos la constituye la libertad e independencia de la Iglesia frente a las intromisiones de “los poderosos y magnates de este mundo”. Aunque los concordatos ya no estaban en vigor, sí lo estaba el ejercicio abusivo del patronato; y aunque no era éste directamente el problema, se previene “a los magistrados u otros, si los hubiere, a quienes compete el derecho de patronato” a prescindir de favoritismos y de consideraciones políticas y a atender únicamente “al honor de Dios y al provecho de la Iglesia” (núm. 813-815).

 

i) Los bienes de la Iglesia. Los dos últimos títulos

 

El título xiii, “sobre el derecho que tiene la Iglesia de adquirir y poseer bienes temporales”, quiere, por una parte, unificar la disciplina y urgir su cumplimiento, pero también recordar que la libertad y la autonomía de la Iglesia exigen que se le reconozca su derecho a adquirir y conservar bienes raíces. Allí estaba vivo el recuerdo de los despojos a que había sido sometida desde los años de la emancipación, y en algunas repúblicas, como en México, Guatemala, Colombia, Venezuela, del modo más implacable y rapaz.

Sigue el título xiv sobre las cosas sagradas, en el que se desciende a circunstancias tan minuciosas que hace pensar que en no pocas parroquias campeaban el desgreño y la arbitrariedad. También se dedica un capítulo a los cementerios (cap. iii, núm. 913-929). La religiosidad popular latinoamericana se ha mostrado siempre extremadamente sensible al carácter sagrado del camposanto. Los gobiernos laicistas, dondequiera que llegaban al poder, tomaban como una de sus medidas la secularización de los cementerios. Ello era, por una parte, coherente: la separación de la Iglesia y del Estado tenía como consecuencia la nivelación religiosa de la comunidad, sin discriminaciones. Pero también era dable pensar en otro procedimiento, sin el atropello de los derechos y de los sentimientos católicos. El Concilio defiende este derecho; exhorta a los fieles a que “con todas sus fuerzas y por todos los medios legítimos eviten la usurpación y profanación de los cementerios” (núm. 914). El título xv versa sobre los juicios eclesiásticos referentes al matrimonio o a las causas de los clérigos (núm. 930-993) y se concluyen las Actas con un título único (xvi) acerca de la promulgación y ejecución del Concilio, cuya legislación empezará a regir un año después de su promulgación por la Santa Sede.

 

***

 

Los sentimientos de los obispos que tomaron parte en el Concilio están consignados en los discursos de apertura y de clausura, así como en la Carta Sinodal al Clero y al Pueblo de América Latina. En ella se dice que “a los cuatro siglos del descubrimiento y conversión de la América, el Concilio Plenario viene como a ser corona y cúmulo de las innumerables mercedes que, desde las auroras de la predicación evangélica, Cristo Redentor [...] ha derramado sobre nosotros”.

El 10 de julio los obispos fueron recibidos en audiencia de despedida por León xiii. El anciano pontífice les manifestó que había seguido, día a día, el desarrollo del Concilio, y dijo que las palabras que pronunciaría, quería que fueran como su testamento para la Iglesia de América Latina. Su primera solicitud versaba sobre la formación de los futuros sacerdotes, para lo que era preciso establecer o mejorar los seminarios, donde los alumnos deberían prepararse espiritualmente y en las ciencias eclesiásticas de acuerdo con la doctrina de santo Tomás. El Papa quería asimismo la fundación de seminarios centrales de gran altura académica.

Habló después de la preocupación que habían de mostrar los obispos por su clero, especialmente parroquial, y por el trabajo de los párrocos en la catequesis de los niños. En tercer lugar señaló la importancia pastoral de las misiones rurales. “Nosotros sabemos, dijo el Papa, que los habitantes de Colombia, Brasil, México, etcétera, son sencillos y buenos. Sabemos que desean ardientemente la Palabra de Dios”.26 Finalmente recomendó a los obispos la obligación de convocar periódicamente a su clero para los ejercicios espirituales.

Un juicio actual sobre los resultados de nuestro Concilio podría establecerse a partir de su incidencia en la vida del catolicismo latinoamericano. Una primera impresión puede ser que tal incidencia fue menor de lo que auguraba el entusiasmo de los primeros tiempos. Pero hemos de leer el Concilio en el contexto de sus protagonistas y de la época eclesial latinoamericana de hace cien o ciento cincuenta años.

Para hablar con el lenguaje de Medellín, Puebla, Santo Domingo y de la Asamblea Especial del Sínodo para América de 1997, era preciso que transcurrieran setenta, ochenta años, un siglo, que la Iglesia latinoamericana saltara de cien a setecientas diócesis; que en la Iglesia se sucedieran nueve Papas, que existieran las Conferencias Episcopales, el CELAM, y que se hubiera celebrado un Concilio Ecuménico en la era de las velocidades.

“Este Concilio Plenario al final del pontificado de León xiii –escribe O. Koehler–27 abordó, sin duda alguna, los problemas centrales de la Iglesia en los países de América Latina”.

Mirando hacia atrás, al terminar su siglo nuestros obispos podían contemplar un panorama sembrado de desolaciones y heroísmos. Tenían que proponer la fe de la Iglesia y defender la fe de sus pueblos. Tenían que señalar con su nombre los errores, los peligros y las amenazas.

En nuestras repúblicas el poder político fue y se presentó, en largos y fatigosos periodos, no sólo como poder concurrente, sino absorbente y opresor. Por eso, dentro del marco de la doctrina clásica, el Concilio parece defender con tanta decisión la tesis que deja en la sombra las posibles bondades de la hipótesis.

Dentro de una visión unificada del subcontinente, no oculta la solicitud constante de preservar el sitio social del que la Iglesia, entre desfallecimientos y heroísmos, se rehusaba a ser desalojada. La transformación vertiginosa de Europa había cumplido una tarea de descristianización. Un fenómeno de tal naturaleza había respetado a la masa latinoamericana. Aquí se luchaba por el derecho que asistía a la Iglesia a ser reconocida y respetada por el poder político. El hecho católico del subcontinente, tan inicuamente desconocido y atropellado, autorizaba al Concilio para exigir su reconocimiento, y los obispos no se presentaban a pedir una limosna. Enjuiciaban la historia y la vida de América Latina dentro de una visión religiosa, y por eso estaban seguros de pisar tierra firme. Allí puede, tal vez, descubrirse la fuerza y la debilidad de sus decisiones.

Ya hervían en el subcontinente problemas, sobre todo en el campo social y de la cultura, a los que casi no se dio respuesta. La actitud que presidió aquel mes y medio de reflexión respondió a una teología y a una práctica pastoral de conservación y de defensa. Se presenta un ideal nobilísimo del sacerdote, pero, inexplicablemente, nada se dice de la creciente escasez de sacerdotes. El Concilio tiene un capítulo apremiante sobre las misiones entre infieles, pero no menciona la evangelización del mundo negro. No desarrolla tampoco el tema del catequista laico, y, a excepción de invitaciones hechas a los periodistas, políticos y escritores católicos, no pone de relieve el apostolado de los laicos, habiendo éstos sobresalido tanto en México, Ecuador, Colombia, Chile, Argentina y Uruguay. Sin embargo estos silencios no eran sólo de las Iglesias en América Latina.

Si se dice que las Actas conciliares, con su denso acervo doctrinal, sobrevaloran el influjo de la Iglesia en las estructuras sociales y políticas, no puede olvidarse que a tal sobrevaloración respondía la pretensión paralela de las corrientes hostiles al catolicismo. El Concilio estaba en la razón cuando defendía las consecuencias del carácter católico de la comunidad latinoamericana. Que la Iglesia conservaba todavía un profundo influjo en esa comunidad puede colegirse del ensañamiento con que seguía y seguiría siendo hostilizada en algunas repúblicas y de la respuesta espontánea que daba el pueblo al regreso de sus pastores perseguidos, luego tolerados.

Al despedir a los obispos, León xiii había afirmado: “Consideramos el Concilio Plenario Latinoamericano como la página más gloriosa de nuestro pontificado”.28 Estas palabras pudieron responder a un cumplido cordial y espontáneo del Papa. El Concilio, no obstante las limitaciones que puedan atribuírsele, provocó una primera experiencia de cohesión continental en el interior de la Iglesia y del episcopado, y produjo un cuerpo disciplinar y doctrinal, expresado con gran coraje y sinceridad, que venía a fortificar la conciencia unitaria de la Iglesia latinoamericana. Con su sola celebración ya se había logrado mucho, como lo puso de manifiesto el mismo Papa.

Otro aspecto meritorio fue la decisión de los artículos 208 y 288, confirmada y explicada por la Secretaría de Estado, sobre la celebración de frecuentes reuniones (consensus) en cada provincia eclesiástica. Esta prescripción –no muy fácil de cumplir– evolucionó pronto en algunas repúblicas hacia la forma de conferencias episcopales nacionales, que se fueron estructurando con mucha técnica con el correr de los años. En la experiencia conciliar de 1899 se habían puesto las bases de las futuras conferencias generales del episcopado latinoamericano y de todo el renacer católico de América Latina.

 

Colegio Máximo de la Compañía de Jesús

Santafé de Bogotá, agosto de 1998

 



1 Religioso jesuita y eminente historiador colombiano (1926-2006), licenciado en Teología y Filosofía por la Pontificia Universidad Javeriana y Doctor en Historia Eclesiástica por la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma, de la que fue profesor. Escribió, entre otras obras, Pio xii: la doctrina pontificia sobre la vida consagrada. Consilium Oecumenicum Vaticanum Secumdum; La vida católica en América Latina. Siglo xx. Un proceso de cohesión hacia la universalidad, entre otros.

2 © Libreria Editrice Vaticana. Este Boletín reconoce el invaluable apoyo del Sr. Pbro. Carlos Javier Díaz Vega en la gestión de la licencia para publicar esta introducción  histórica a la edición facsimilar de las Acta e Decreta Concilii Plenarii Americae Latinae in urbe celebrati, anno Domini mdcccxcix, que dio a la luz pública la Librería Editrice Vaticana en el año de 1999.

3 Nota importante: Es de lamentar que sólo tardíamente se esté despertando la preocupación sobre el estudio del Concilio Plenario. Citamos aquí: D.R. Piccardo, Historia del Concilio Plenario Latinoamericano (Roma 1889). Tesis doctoral, inédita [aún en 1992], Universidad de Navarra, Pamplona, 1991. Antón Pazos, La Iglesia en la América del iv Centenario, Mapfre, Madrid, 1992, excelente, ampliamente documentada en fuentes vaticanas y con selecta bibliografía; lo hemos seguido en esta redacción. Flavia Morando, ll primo Concilio Plenario latinoamericano, Universidad de Roma, inédita, 1980, con consulta a fuentes fácilmente accesibles del Archivo Vaticano. Pablo Correa (canonista, obispo colombiano) “El Concilio Plenario latinoamericano de 1899 y la Conferencia Episcopal Latinoamericana de 1955”, en Cathedra xi (Bogotá, 1957) 47-55. E. Cárdenas, S.J., “Primer Concilio Plenario de la América Latina 1899”, en Manual de Historia de la Iglesia, t. x., Herder, pp. 465-552, amplia descripción de la situación previa al Concilio; sobre el mismo Concilio, 512-552.

4 El importante iii Concilio Plenario de Baltimore (1884) se preparó precisamente en Roma, bajo los auspicios del Papa. Presentes en la preparación estuvieron muchos obispos estadounidenses, orientados por los cardenales Simeone y Franzelin.

5 De acuerdo con F. Morando, en esta forma: once obispos de México, cuatro de Colombia, tres de Venezuela, Brasil y Haití cada uno, y uno de Guatemala, Ecuador, Argentina, Uruguay y Chile.

6 Véase en las Actas en este libro, p. xv ss., xxii ss.

7 Actas, pp. xxvi, xxviii.

8 Véanse en las Actas, pp. xxiv xxvi.

9 La Civillá Cattolica, serie xvii, vol. vi (1899), 725 ss.

10 Son los cardenales Di Pietro, Cretoni, Gotti, Jacobini, Agliardi, Ferrata.

11 Véanse sus nombre en las Actas, p.li.

12 Schmidlin, cit. por Manual de Historia de la Iglesia, Herder, viii.

13 DTC, ix/i. 342.

14 Para comprender la evolución doctrinal, véase J.C. Murray, “Vers une intelligence du développement de la doctrine de l’Église sur la liberté religieuse”, en Vatican ii, La Liberté religieuse («Unam Sanctam» 60), París, 1967, pp. 111-147. No debe olvidarse un pasaje de la Declaración sobre la libertad religiosa del Concilio Vaticano II, donde se dice que este Concilio “deja íntegra la doctrina tradicional católica acerca del deber moral de los hombres y de las sociedades para con la verdadera religión y la única Iglesia de Cristo”. Véase el núm. i, párr. 3. En el núm. 2, nota 2, se cita la encíclica Libertas de León xiii con el lugar adecuado, Acta Leonis xiii, 8 (1888).

15 C. Crivelli, Directorio protestante de América Latina, Isola di Liri, 1931. P. Damboriena, El protestantismo en América Latina, 2 tomos, Bogotá, Friburgo-Bogotá 1962-1963.

16 C. Crivelli, Los protestantes y la América Latina, Isola di Liri 1931. Obra diversa de la citada en la nota anterior.

17 Ilustra esta batalla el P.G. Jarlot en Doctrine Pontificale et Histoire, cit. en nota anterior.

18 A. Pazos, op. cit., aduce datos de gran interés.

19 M. Cuevas, Historia de la Iglesia en México, tomo v.

20 E. Cárdenas, S.J., “Los seminarios iberoamericanos en el periodo hispano portugués”, en Seminanum, xxxii (1992).

21 Estudian la situación religiosa del Brasil, hasta los años sesenta dos tesis muy bien elaboradas en la Universidad Gregoriana: José Dos Santos, Liberalismo eclesiástico e regalista no Brasil sob o Pontificado de Gregorio xvi, Roma, 1969, e István Eördögh, A crise religiosa no Brasil no periodo 1852-I861 e as tedéncias de reforma de Dom Antonio Joaquim de Mello, Bispo de Sao Paulo, Roma, 1988.

22 Así, por ejemplo, el de Costa Rica, art. 2; (7 de octubre 1852) Mercati, o.c, I, 800-801; Guatemala, art. 2; (7 de octubre 1852), ibíd. 810-811; Honduras, art. 2; (9 de julio 1861), ibíd. 937; Nicaragua, art. 2; 2 de noviembre 1861, ibíd. 949-950, etcétera El concordato con el Ecuador, de 26 de septiembre 1862, es de lo más favorable a la enseñanza católica, artículos 3 y -4. ibíd. 984-985; otro tanto se advierte en el concordato con Colombia, 31 de diciembre 1887, arts. 12-14, ibíd. 1054-1055.

23 Sobre el desarrollo del catolicismo social en México, ver J. Meyer, “Le Catholicisme social au Mexique jusqu’en 1913”, en Revue Historique 260 (1978).

24 En sentido análogo hablará, por años de 1920 o siguientes, un gran prelado mexicano, Orozco y Jiménez, de Guadalajara, que en la Semana Social de Zapopan condena la demagogia y dice, entre otras cosas: “El Salvador ama a los pobres resignados y conformes, sufridos y llenos de paciencia. Es, por consiguiente, el primer deber de los pobres conformarse con la voluntad divina y resignarse con su condición humilde, que el divino Maestro consagró haciéndola suya. Una sola cosa pido: a los ricos, amor; a los pobres, resignación. Y la sociedad se salvará”.

25 N. Auza, Los católicos argentinos. Su experiencia política y social, Buenos Aires, 1984.

26 Así lo refiere monseñor Brioschi, según indicaciones que hemos hecho poco antes en nota. La evocación de Colombia debía de tener para León xiii una significación singular: había canonizado en 1888 a san Pedro Claver, cuya vida admiraba de modo especial. Sin duda el Papa se refirió nominalmente a algunos otros países.

27 Manual de Historia de la Iglesia, Herder, viii.

28 Esta expresión no se encuentra en la reseña hecha por las Actas; la refiere el obispo de Cartagena en la pastoral que hemos mencionado antes.



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