2009
|
2010
|
2011
|
2012
|
2013
|
2014
|
2015
|
2016
|
2017
|
2018
|
2019
|
2020
|
2021
|
2022
|
2023
|
2024
|
Volver Atrás
COLABORACIONES
Eulogio Ortiz: la domesticación de la violencia
Enrique Plasencia de la Parra1
El General de División Eulogio Ortiz, responsable directo de la muerte de cuatro santos mártires: Luis Bátis, Manuel Morales, David Roldán, Salvador Lara y Mateo Correa, es un buen ejemplo del miliciano que no se detiene ante nada si de ser consecuente con su jefe se trata. También fue responsable de una de las mayores tropelías en la historia reciente de México, la masacre de Topilejo, según da cuenta el artículo que sigue2
No cabe duda que el ejército mexicano ha cambiado sustancialmente en los últimos ochenta años, de ser aquel ejército revolucionario a una institución con un alto grado de profesionalismo. También ha cambiado la percepción que la sociedad tiene de las fuerzas armadas. El ejército que surgió con la Revolución mexicana era visto como improvisado, sus jefes parecían más señores feudales o caciques que auténticos soldados. Al triunfo del Plan de Agua Prieta en 1920, un gran problema al que se enfrentaron los sonorenses fue el número tan alto de jefes y oficiales respecto de la tropa. En 1927, de un total de 79 000 hombres había la exorbitante cantidad de 14 000 oficiales, cinco y medio soldados por oficial. Era muy común que en la rotación de zonas militares (por lo general una zona comprendía el territorio de un estado de la República), sus jefes se trasladaran de una a otra con todo un batallón o regimiento. Por ello muchas veces esas corporaciones llevaban un apellido. Existía, por ejemplo, la División Hill, al mando del general Benjamín Hill. Se decía de un militar que era el “jefe nato” de tal o cual corporación. Se logró paulatinamente que los jefes de zona se trasladaran sin tropas, y así un regimiento o batallón ya no se asociaba de inmediato con un militar, perdía su apellido y se le identificaba ya solamente con un número. Los generales en rotación eran acompañados sólo por su equipo más cercano, llamado estado mayor. El ejército revolucionario se suponía que cuidaba del orden público en un país en que los propios militares se encargaban de alterar la paz; en la década de los veinte del siglo pasado se dieron rebeliones castrenses en 1923, 1927 y 1929, por mencionar sólo las más importantes y conocidas. También tuvo que enfrentar una guerra civil, la guerra Cristera, que fue extremadamente violenta por ambos bandos. En la década siguiente su ánimo levantisco se redujo. Por la violencia que el propio ejército había fomentado surgió como una verdadera urgencia la reforma de las fuerzas armadas. La educación de sus cuadros había sido el gran anhelo de algunos de sus jefes, especialmente Joaquín Amaro, secretario de Guerra en buena parte de la década de los veinte. Pero fue en los años siguientes cuando esto comenzó a darse de manera más efectiva. Se creó la Escuela Superior de Guerra, donde los oficiales se preparaban en la disciplina del arma a la que pertenecían: caballería, infantería, artillería. Al terminar sus estudios se les daba una categoría diferente en el escalafón, pues ya eran capitanes, coroneles o generales “diplomados de estado mayor”. Así surgió la diferencia tácita con los militares que participaron activamente en la lucha revolucionaria y después combatieron las rebeliones de los veinte y a los cristeros; se les conocía –y así se consideraban ellos– como “revolucionarios”; por otro lado estaban los oficiales más jóvenes que participaron poco o en forma menos destacada en estas luchas, pero que pasaron por la Superior de Guerra; se les llamó “los diplomados”. Durante la Segunda Guerra Mundial, cuando México declaró la guerra a las potencias del Eje (Alemania, Italia, Japón), la alianza con Estados Unidos fue muy importante. En ese contexto era inevitable la comparación entre ambos ejércitos y los rezagos del mexicano quedaron claramente evidenciados. Estaba muy lejos de rivalizar en “la guerra moderna” que se vivía. Por las circunstancias del pasado inmediato, el ejército mexicano se había preocupado y ocupado más en su labor de mantener el orden interno y muy poco en proteger al país de una amenaza del exterior. La necesidad de modernizarse era urgente y fue así como jefes y oficiales “diplomados” comenzaron a tener mayor relevancia y poder sobre los “revolucionarios”, además de que el tiempo hacía inevitable un relevo generacional. Los ascensos serían motivados más por los estudios ya no sólo en la Escuela Superior de Guerra, sino también en escuelas militares en Estados Unidos, que por su actividad en enfrentamientos bélicos. La sociedad percibía que estos nuevos jefes eran menos violentos que los “revolucionarios”, pues muchos de éstos se habían ganado ese calificativo a pulso. Esto no quiere decir que entre los nuevos oficiales diplomados de estado mayor se hubieran desterrado actitudes violentas, agresivas y de total impunidad, esta última característica común en todo el instituto armado. Simplemente mostramos una percepción general, la imagen que tenía una sociedad que conoció muchos actos de extrema violencia asociados con el ejército nacional. Pero también hay que señalar que los militares “revolucionarios” eran vistos con respeto por haber participado al lado de figuras como Madero, Carranza, Obregón, Zapata e incluso Villa.3 Ésa era su carta de presentación. Y pesaba mucho, pues la Revolución con mayúscula ya era parte de la historia oficial y por tanto el pasado revolucionario otorgaba prestigio y legitimidad. Hubo un militar “revolucionario” que se adecuó muy bien a esa percepción asociada con la violencia y la crueldad. Pero también es muy singular, pues tuvo una larga carrera, y por lo tanto vivió los cambios por los que pasaron las fuerzas armadas. Su nombre: Eulogio Ortiz Reyes. Nació en el estado de Chihuahua en 1892. Se unió a la Revolución en 1910 y antes de los 21 años ya tenía el grado de mayor. Fue villista, a las órdenes de Manuel Chao y del legendario Maclovio Herrera. Participó en las tomas de Torreón y Zacatecas, entre otras acciones. En 1920 se unió al Plan de Agua Prieta y así pudo lavar su pasado villista. En 1924 fue ascendido a general de división, máximo rango en el ejército. En 1929 combatió eficazmente la rebelión escobarista, aunque al parecer se excedía en el castigo a los soldados derrotados; por ello se procuraba que otro general –algunas veces fue Juan Andreu Almazán– entrara primero a las ciudades recuperadas por el gobierno para así poder controlar mejor a Ortiz. Como premio a su lealtad, ya que su estado natal habla sido uno de los principales bastiones escobaristas, fue nombrado comandante en la zona militar del valle de México, considerada la de mayor importancia en el país. Después de reñidas elecciones, no exentas de fraude y violencia en favor del candidato oficial Pascual Ortiz Rubio, éste fue declarado triunfador. El candidato de la oposición, José Vasconcelos, se exilió a Estados Unidos. El día que tomo posesión, Ortiz Rubio recibió un balazo en la quijada, atentado realizado por un vasconcelista que al parecer actuó solo. Años después, Ortiz Rubio consideraba que había sido una maquinación de Calles y Portes Gil, con la ayuda de Eulogio Ortiz.4 Cierto o no, en lo que este general sí se vio envuelto fue en las pesquisas para encontrar a los culpables de una supuesta conspiración. Más que una investigación, tomó una represalia contra los vasconcelistas. Muchos fueron encarcelados y torturados física y sicológicamente. En esos días de febrero de 1930 la simulación de fusilamientos se convirtió en un procedimiento rutinario para aterrorizar al supuesto condenado y a sus compañeros que escuchaban desde otras celdas Uno de ellos, el poeta Carlos Pellicer, sufrió este tipo de tortura, y si logró sobrevivir fue por intermediación de Genaro Estrada, que era secretario de Relaciones Exteriores. En este caso vemos una de las características comunes de este tipo de militar: su antiintelectualismo. Pellicer sobrevivió. Pero decenas de prisioneros, por órdenes de Ortiz, fueron llevados a Topilejo, cerca de la capital, ahorcados y enterrados en fosas improvisadas, pues los militares encargados de las ejecuciones no mostraron mayor preocupación por evitar que las tumbas fuesen descubiertas. Días más tarde el divisionario chihuahuense declaraba que su papel en las investigaciones del atentado había concluido. Poco después unos campesinos encontraron algunos de los cuerpos y así se conoció el destino de los vasconcelistas apresados, y debido al escándalo los demás fueron puestos en libertad.5 Los asesinatos en Topilejo se asociaron inmediatamente con lo sucedido en Huitzilac en 1927 (el fusilamiento del general Francisco Serrano con varios de sus seguidores), y quedaba ante la sociedad la imagen de que los procedimientos “revolucionarios” seguían siendo los mismos, y sus autores continuaban sin mayor problema su carrera política o militar. El entonces diputado Gonzalo N. Santos había recomendado al procurador general de la Nación, José Aguilar y Maya, que mandara envenenar a Daniel Flores, el autor del atentado contra el presidente Ortiz Rubio, pues el grupo en el poder iba a quedar muy mal con las torturas que le aplicaban al reo, y “uno de estos días, más bien una de estas noches, entre Eulogio y la Pioja [Manuel] Riva Palacio le van a mandar aplicar la ley fuga..., procedimiento ya tan choteado”. Según Santos, el procurador le hizo caso, pues los periódicos informaban que el reo había muerto en la cárcel de un infarto.6 En este caso es muy claro cómo todo el sistema participaba en estos hechos criminales, unos por acción, otros por omisión. La averiguación del atentado correspondía a la policía y a la procuraduría, sin embargo la llevaron a cabo las autoridades militares de la capital. Las familias de los asesinados pidieron al Senado una investigación que nunca se llevó a cabo; tampoco la realizó la Procuraduría. Ortiz fue enviado como comandante a su estado natal, donde se celebrarían elecciones. Cuando el precandidato a la gubernatura que él apoyaba no recibió el aval del partido oficial, propició un golpe en el congreso local con el objeto de imponer a su candidato. No lo logró, pues, y el divisionario chihuahuense fue llamado a la capital y relevado del cargo, aunque nunca se le acusó formalmente de haber participado en el intento golpista. Era muy común la injerencia de los jefes castrenses en la vida política de los estados donde fungían como comandantes, ocasionando disputas con el gobernador de la entidad e incluso con el presidente de la República.7 Pero tal injerencia se hacía también por órdenes presidenciales. Al año siguiente (1931) Eulogio Ortiz desarmaba en Veracruz a los grupos agraristas de Adalberto Tejeda, que representaban la mayor fuerza de este líder, cuyo crecimiento preocupaba al “jefe máximo” Plutarco Elías Calles. La intención política de esta acción militar es por demás evidente. Lázaro Cárdenas se encargaría de finalizar esta tarea, que representó un paso importante para él, pues quitó del camino a Tejeda, quedó bien con su jefe máximo y afianzó así su nominación presidencial. En ese tiempo a Ortiz se le identificaba plenamente con Calles y compartía su aversión por la reforma agraria. Muchos de los jefes revolucionarios se habían convertido en prósperos terratenientes u hombres de negocios, imitando el papel de la elite porfirista. Así fue visto el chihuahuense cuando llegó como jefe de zona militar a Hermosillo en 1935. Se rodeaba de empresarios y viajaba frecuentemente a Tucsón y Los Ángeles para tratar algún negocio. También lo veían como persona conflictiva por la forma despótica en que trataba los problemas que surgían.8 La mayoría de los militares “revolucionarlos”, cuando menos los de alto rango, tenían un marcado interés en la política, y no podía ser de otra manera pues el ejército era un factor decisivo en el desarrollo político del país. Con la disputa entre Cárdenas y Calles, que terminó con la expulsión del segundo, el general Ortiz cayó en desgracia por un tiempo. De ahí que los ciclos sexenales fuesen tan importantes en los cuarteles. Ortiz apoyó desde su gestación la candidatura de Manuel Ávila Camacho para las elecciones de 1940 y cuando éste llegó al poder le encomendó la zona de Nuevo León, pues en su capital existía un conglomerado militar muy importante, conocido como la Ciudad Militar de Monterrey. Esta entidad era ideal para los negocios y Ortiz pronto hizo gran amistad con uno de los más prósperos empresarios de la región, Guido Moebius, hijo de alemán y dueño de negocios farmacéuticos, especialmente la Fábrica Apolo, quien fue acusado de ser espía nazi, por lo cual fue apresado precautoriamente y trasladado a Veracruz.9 Eulogio Ortiz intercedió por él en varias ocasiones. Aunque no hay indicios de la complicidad entre el divisionario mexicano y el empresario alemán para actividades de espionaje, el caso es indicativo de las simpatías que había en algunos sectores del instituto armado por la causa nazi. Causaban admiración el profesionalismo y la disciplina del ejército alemán, además de la tendencia a ver con una acrítica simpatía a cualquier potencia que se enfrentara a Estados Unidos, debido al profundo antiyanquismo que existía en México, y más en una institución que valoraba tanto el nacionalismo, que como toda ideología de este tipo, tiene un alto porcentaje de xenofobia. Pero finalmente Estados Unidos era la nación con la cual México debía colaborar durante la Segunda Guerra Mundial. En el caso que nos ocupa, tengo la seguridad de que Ortiz no sentía ese progermanismo tan común en otros de sus compañeros, y si defendió a Moebius no fue por su origen alemán o sus simpatías políticas, sino por algo más pragmático: la relación de negocios que tenían. Por la importancia de las instalaciones militares en Monterrey, sus comandantes tenían muy buenas oportunidades para llevar una fructífera relación con la cúpula industrial regiomontana. Caso paradigmático fue el del general Juan Andreu Almazán durante el sexenio cardenista. Cuando México declaró la guerra a las potencias del Eje se puso en marcha el servicio militar obligatorio, medida acariciada desde hacía tiempo por algunos generales y que no había podido instrumentarse por la situación económica del país y por el amplio rechazo que tendría en la sociedad. La coyuntura de la guerra hizo menos difícil su aplicación, gracias a la propaganda en torno a la unidad nacional, a la necesidad de colaborar con los aliados y el llamado al patriotismo para defender al país ante un eventual ataque japonés a territorio mexicano. Si bien el servicio militar ofrecía un mayor vínculo entre la sociedad y el ejército, incorporar a filas por un año a aquellos jóvenes de 18 años que salían sorteados con bola blanca también propició numerosos abusos en su aplicación, tanto de autoridades castrenses como civiles. Otra medida complementaria a ésta fue la instrucción militar de todos los hombres entre 18 y 45 años, que se daba cada domingo. En Monterrey surgieron quejas de cómo Ortiz ordenaba aprehensiones por incumplimiento del servicio o de la instrucción militar; se decía que “no podía olvidar los procedimientos atrabiliarios y despóticos de su época de villista”, pues pasaba por alto que el servicio militar estaba reglamentado y no sujeto a caprichos; se comentaba también que obligaba a “ancianos” a marchar, y a gente sin recursos a pagar sus uniformes.10 Un joven que presentó certificado médico para no hacer el servicio fue aprehendido por órdenes de Ortiz; el padre tramitó un amparo que ordenaba dos peritajes médicos, uno por parte de la familia y otro de las autoridades castrenses; el padre se quejaba de que ningún médico quiso servir como perito por miedo a las autoridades militares, “en toda la ciudad no hubo un profesionista que quisiera examinar a mi hijo”.11 Esto habla del ambiente que creaba el divisionario en la ciudad. Más allá de los métodos, es pertinente señalar que Ortiz logró formar 68 batallones de civiles militarizados en la entidad. El divisionario finalmente le fue útil al régimen que le había encomendado esa tarea. Al terminar la guerra y el sexenio, Eulogio Ortiz pasó a ser comandante de la zona militar en Querétaro. La nueva administración la encabezaba el licenciado Miguel Alemán, primer presidente electo de origen civil de la era posrevolucionaria. El deseo generalizado de paz después de una guerra tan larga y costosa favoreció la llegada de un civil a la presidencia. Durante su sexenio el ejército profundizaría los cambios que ya se venían perfilando: el relevo generacional –muy acorde con el del gabinete alemanista–, la profesionalización de sus cuadros, el mejoramiento de la seguridad social de los oficiales jubilados, entre otros. Alemán buscó un mayor control de los militares, centralizando y acotando funciones. Creó el cuerpo de Guardias Presidenciales que dependían por completo de él; además, la figura del jefe del Estado Mayor Presidencial, encabezado por el general Santiago Pina Soria –producto de la nueva camada de oficiales “diplomados” –, adquirió mayor poder. El presidente también redujo la labor de inteligencia que desempeñaba el ejército, que le daba un peso político relevante, al crear la Dirección Federal de Seguridad (1947), dependiente de la presidencia y que se convertiría en la principal agencia con esa tarea en el país. Con un ejército más profesional y menos politizado, su actividad en labores sociales fue cada vez más importante. Desde la década de los veinte realizaba este tipo de actividades, pero se reducían a reparar caminos y construir escuelas. Pero a finales de 1946 surgió una epizootia conocida como fiebre aftosa en algunos estados del centro y sur del país. En la campaña para detenerla y erradicarla, las fuerzas armadas tuvieron un papel primordial; fue la acción social de mayores dimensiones que habían tenido hasta entonces.12 Participaron alrededor de 12 000 efectivos que establecieron un cordón sanitario para evitar la extensión de la enfermedad al ganado de las entidades del norte del país. Se creó una comisión méxico-estadounidense para tratar este problema, pues nuestros vecinos estaban muy preocupados de que la epidemia llegara a sus fronteras. Las medidas fueron radicales en un principio, pues se determinó sacrificar todo el ganado en la zona afectada, usando el eufemismo del “rifle sanitario”. El enorme descontento que causaron estas medidas llevó a las autoridades mexicanas a proponer un plan que combinaba la vacunación y la cuarentena, reduciendo lo más posible el sacrificio de los animales; la propuesta mexicana fue aceptada y la campaña terminó en 1951. El general Ortiz participó en esta campaña, pues Querétaro era uno de los estados donde había brotes de la enfermedad. Un día, dedicado a la supervisión sanitaria en la hacienda de Galindo, el convoy en que regresaba a la capital del estado se detuvo a un lado de la carretera para que todos fueran desinfectados. Un automóvil que venía con exceso de velocidad lo atropelló –estaba a un lado del camino – y lo lanzó cuatro metros; cayó en una cuneta llena de chapopote. Murió a los pocos días, el 10 de abril de 1947, día en que se conmemoraba el aniversario luctuoso de Emiliano Zapata. Significativamente, la revista Tiempo decía de él: “Violento en su juventud, los años fueron cambiando poco a poco su carácter e hicieron de él uno de los jefes más prudentes y ponderados con que ha contado el ejército que triunfó en la Revolución”.13 Aunque esta opinión peca de exagerada, es indicativa del cambio de percepción acerca de estos militares “revolucionarios”, aun los más cuestionados como lo fue Ortiz. Ya no se les temía como antes, el poder que antaño tuvieron había disminuido, como también algunas de las prácticas que antes habían sido tan comunes. Irónicamente, el general Eulogio Ortiz murió “en el cumplimiento de su deber”, realizando una labor social, el tipo de acciones por las cuales el ejército es más apreciado y reconocido por la sociedad. La ironía estriba en que esta clase de tareas difícilmente se asociaban a la trayectoria del militar chihuahuense.
1 Doctor en Historia por la UNAM, es autor de las obras Historia y organización de las fuerzas armadas en México 1917-1937 y Personajes y escenarios de la rebelión Delahuertista, 1923-1924. Se desempeña como docente e investigador del Instituto de Investigaciones Históricas de la UNAM. Este Boletín agradece a su autor la licencia que dio para que se publicará en él su artículo. 2 Se publicó originalmente en la Revista de la Universidad de México, No 607, enero (2002), pp. 13-20. 3 No hay que olvidar que el rescate de la figura de Pancho Villa fue tardío. Sólo en 1966 su nombre fue puesto en letras de oro en la Cámara de Diputados, tras largas discusiones. 4 Tzvi Medin, El minimato presidencial: historia política del maximato (1928-1935), México, Era, 1983, p. 83 5Alfonso Taracena, La verdadera Revolución mexicana (1930-l931), México, Porrúa, 1992 (colección Sepan Cuantos 613), pp. 21-51. 6 Gonzalo N. Santos, Memorias, México, Grijalbo, 1986, p. 450. 7 Un caso de éstos lo analizo en Enrique Plasencia, “El peculiar cardenismo sonorense”, Cuicuilco, vol. 7, número 20, septiembre-diciembre de 2000, pp. 243-261. 8 Reportes de cónsules estadounidenses en Guaymas y Agua Prieta entre abril y mayo de 1935, k grupo documental 59, “México internal affairs, 1930-1939”, 812.00 Sonora/1245. 9 Archivo General de la Nación, fondo Dirección de Investigaciones Políticas y Sociales, caja 114, exp. “Moebius”.
10 El Universal, 23 de diciembre 1942; Juan Sandoval al presidente, 3 de septiembre de 1942, agn, fondo Manuel Ávila Camacho, exp. 545.2/14-18. 12 Stephen Wager, “The Mexican Army, 1940-1982: the Country Comes First”, tesis doctoral, Stanford University, 1992, p. 277-282. 13José Rogelio Álvarez, “Jornadas Nacionales”, Tiempo, 18 de abrí de 1947; Alfonso Taracena, La vida en México bajo Miguel Alemán, México, Jus, 1979, p. 35-37; El Universal, 9 de abril de 1947. |