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Al señor licenciado don Dionisio Rodríguez. Corona fúnebre a su preclara memoria Rafael Arroyo de Anda1 et al. No se explicaría el ímpetu eclesial renovador que encabezó el segundo arzobispo de Guadalajara, don Pedro Loza y Pardavé, sin figuras de la talla del benefactor de Guadalajara del que hablan los testimonios aquí presentados, publicados para honrar la memoria del fiel laico que más contribuyó a reconstruir la acción social de la Iglesia en Guadalajara después de la exclusión jurídica que le impuso la legislación anticlerical al tiempo de restaurarse la República.2 El señor licenciado don Dionisio Rodríguez La historia de su caridad la saben los pobres: contar sus pormenores sería profanarla. Dios también la sabía, pues que le otorgaba tantos consuelos. i La verdad y la virtud son únicamente acreedoras a las alabanzas del mundo y a la admiración de las gentes. Los hombres que a ellas consagran su vida son perpetuamente ensalzados, y sus nombres vense escritos en las páginas más puras de la historia de la humanidad. Los pueblos nunca apartan de ellos sus miradas, anhelando aspirar el aroma de su virtud, y siendo su memoria el asunto de consagraciones perpetuas. El lugar de su nacimiento, los episodios del idilio de su niñez; las ilusiones de su juventud, con las tempestades que en esa edad aparecen en el cielo de nuestras almas; los grandes hechos que llevaron a cabo, y hasta sus más pequeñas e íntimas acciones, despiertan por todas partes el interés más vivo, hacen latir tiernamente a infinitos corazones, ¡y tienen el raro privilegio de dotar, aun a aquellos que nunca la han tenido, de la facultad de las lágrimas! Siéntese el alma serenada y sin pena al extasiarse en los pensamientos y en las obras de su vida; como que entonces el espíritu reposa en un oasis delicioso, en medio de las luchas que tan hondamente agitan a las sociedades humanas; luchas en las que las pasiones no reconocen valladar ni límite, desbordándose sobre el mundo como las olas de un mar desencadenado… Pero la vida de esos apóstoles de la humanidad llega a su apogeo en el momento de su muerte; he aquí por qué el nombre del señor licenciado don Dionisio Rodríguez nunca habíase visto tan esplendente, simbolizando mayor suma de grandeza, como hoy que Guadalajara llora la muerte de su benefactor esclarecido. Hoy se comprende la gran significación social de aquel espíritu que, expansivo y generalizador, lo abarcaba todo, siendo éste el sello distintivo de sus inmortales obras. ¡Inmenso fue el círculo que recorrió en su vida! ¡Brillante fue su carrera y popularizada su fama! El sentimiento que se tiene por la pérdida de aquellos que desaparecen es mucho más vivo al cabo de cierto tiempo. Pasan las primeras tristezas, se vierten a torrentes las lágrimas, y a esto sucede un éxtasis de amor inefable, y viene a ser el confidente, el alma de nuestra alma… Contemplando la vida del señor Rodríguez, su encanto, lejos de disminuir, aumenta, se purifica y resplandece. Hay tanto en esa vida de bello en sus ejemplos: hay acciones de tal manera impregnadas en el ideal de la caridad cristiana, hace recordar en tantos pasajes al humilde Fraile de la Calavera del convento de Valverde, y hállase de tal suerte unida a los jaliscienses ilustres, prelados de la Iglesia de Guadalajara, y notabilidades de nuestro progreso y engrandecimiento, que ancho campo se tiene para espaciar la imaginación y levantar el espíritu… Digno es ciertamente de los más altos honores el hombre que, unido a colaboradores distinguidos, cuando nuestros horizontes oscurecían, cuando las borrascas sociales desolaban a Guadalajara, jamás vaciló ante los peligros, y en épocas luctuosísimas, en días de los recuerdos más amargos para esta sociedad, siempre fue un faro de esperanza y un modelo de abnegación y de bien obrar. ii La vida del señor Rodríguez dio principio el 8 de abril de 1810. Fueron sus padres los señores don Mariano Rodríguez y doña Antonia Castillo, de quienes recibió no sólo una educación moral y religiosa, sino también el impulso para emprender la carrera de las letras. Hizo sus estudios preparatorios en el Seminario de esta capital, plantel monumental de la ciencia en cuyas aulas han cursado tantos hombres notables, ornamento y prez de las letras nacionales. Fue su catedrático el señor presbítero don Arcadio Cairo, siendo rector el señor doctor don José Miguel Gordoa. Pasó del Seminario a estudiar el Derecho, practicándolo con el licenciado don Apolonio Arroyo y también, aunque muy poco tiempo, con el licenciado don Crispiniano del Castillo. El 28 de junio de 1835 llevó a feliz remate su carrera literaria obteniendo el título de abogado, a los veinticinco años de edad. Nunca en los propósitos del señor Rodríguez entró el de consagrarse al ejercicio de la profesión del foro. A otras esferas, a otros espacios lo llamaba la predestinación de su alma. Nombrado secretario del Ayuntamiento, y después de la Junta Departamental, desempeñó ambos cargos durante algunos años, mostrando rara aptitud en la práctica de los negocios y el más vivo anhelo por promover cuanto pudiera realizarse de útil y de bueno. Aquello era la aurora de una existencia que debía ser claro día por sus méritos y virtudes. Muerto don Mariano Rodríguez en abril de 1845, el señor Rodríguez, en virtud de un arreglo de familia, quedó en posesión de la imprenta que ha sido de su propiedad hasta la muerte. ¡Coincidencias remarcables! Al que estaba llamado a ser un propagador incansable de la enseñanza la Providencia debía armarlo con la poderosa arma de la imprenta. Los caminos de fierro y el vapor suprimen las distancias. Pero la imprenta suprime los tiempos, haciéndonos a todos contemporáneos en la historia. Lo que constituye al hombre es el pensamiento, pero el pensamiento, verbo interior de la inteligencia, debe revelarse en el espacio y en el tiempo, tomando la forma de lo material y visible. Los progresos de la verdad, de la religión, de la ciencia, de las letras y de las artes hállanse en las sociedades modernas vinculados al descubrimiento del sabio de Maguncia… Nada más propio que la imprenta para el genio del señor Rodríguez. Ardía en el fuego de la verdad, y por su imprenta lo propagaba. Circulaban errores funestos a la religión, a la moral y a las costumbres, y hallaba siempre en su imprenta poderoso medio de combate contra las falsas doctrinas. Consagraba todos sus afanes a la realización de obras de caridad y beneficencia, y la imprenta servíale de auxiliar constante y de firmísimo apoyo. Relaciónase todo a su fin en la vida del señor Rodríguez, desde la mayor difusión posible de la instrucción en la niñez, hasta la formación del ciudadano honrado y digno de su familia y de su patria, su afán ardiente y espléndida corona de sus obras… ¿Ni qué más conducente que esa trabazón que se descubre en todos y cada uno de sus actos? La formación del hombre interior por la idea religiosa, y del hombre exterior por la educación y el aprendizaje de un oficio o profesión; he aquí el punto objetivo a donde el señor Rodríguez siempre dirigía sus miradas. Religioso de carácter, piadoso de corazón, era extremadamente sensible a todos los infortunios. Vehementísimo en sus empresas, de tal suerte se posesionaba de sus intentos que se identificaba con ellos. Cuantos resortes pueden emplearse para dirigir la máquina social, otros tantos el señor Rodríguez ponía en juego; de todos los medios se valía, por difíciles que fueran; y era tal su inteligencia, tal la resolución de su carácter, tal su tino en las empresas, tan admirable su sentido práctico, que ponía a la orden de sus fines aun lo mismo que hubiera parecido contrario, y lógicamente juzgando, contraproducente. ¡Rasgo es este capitalísimo de su espíritu! Predestinado al estado público, como diría Lacordaire, no le fue dado ver la realización de las ilusiones que, en la edad de la juventud, estimulan al hombre a la fundación de un nuevo hogar. Libre así de esos íntimos lazos de la sangre, el señor Rodríguez pertenece a todos. Es padre de los niños que lloran al padre muerto; es protector de la juventud menesterosa, expuesta a caer en los abismos del crimen; es amparo constante de los indigentes. La historia de su caridad la saben los pobres. Dios también la sabía, pues que le proporcionó tantos consuelos… Encarnaba en su vida épocas distintas, formándose de ellas el caudal de sus ideas, que, rectas y justas, lejos halláronse de tener la férrea inflexibilidad de la intolerancia política o religiosa, contribuyendo esto a que no se le cerraran los caminos y se le allanaran los tropiezos. Condenaba el error y amaba al hombre. Preséntase de lleno entre el choque terrible de una sociedad que se derrumba y otra sociedad que se levanta. Pero dotado de una mirada vasta y penetrante, y un golpe de vista certero, permanece en pie; vence los más grandes obstáculos, hace llegar la palabra de caridad aun a aquellos que se rehúsan a oírla; infunde el soplo de vida en el espíritu de los niños y de los jóvenes, y ora fundando, ora cooperando al sostenimiento de las más bellas instituciones que imaginarse pueden, es propagador de la doctrina del cristianismo, héroe ascético por lo que tiene de dominador y mártir de sus ardientes pasiones; y hombre de su siglo, figura en primer término en el movimiento de regeneración y de progreso de nuestra sociedad. iii De todas las obras del señor Rodríguez, la Escuela de Artes es el monumento que hará para siempre inmemorable su memoria. El general Paredes había tomado posesión del gobierno del entonces Departamento de Jalisco, el año de 1841, a consecuencia de uno de tantos cambios políticos tan frecuentes en nuestra historia. La inseguridad era alarmantísima y tenía en agitación constante a toda la sociedad. Con el afán que distinguió siempre a Paredes para la persecución de los malhechores, nombró una junta compuesta de siete ciudadanos, encargando le indicara los medios más eficaces a fin de restablecer la pública seguridad. Dichos ciudadanos son los siguientes, que como un justo tributo de honor los mencionamos: señores Manuel López Cotilla, Manuel Ocampo, Manuel Ruiz Gutiérrez, Francisco Martínez Negrete y Miguel Hernández Rojas. Animada la referida junta de las mejores ideas, manifestó no ser bastante para exterminar los delitos apelar únicamente al sistema de represión, debiéndose buscar su origen y proporcionar a la juventud menesterosa, por la educación, manera honrosa de vivir y atender a sus exigencias y necesidades. Propuso la creación de una Escuela de Artes y Oficios; el gobierno adoptó la determinación de la junta, que desde luego fue nombrada para la dirección del nuevo establecimiento, cuyos abundantes frutos, en el largo periodo de treinta y siete años, todos hemos podido conocer. He aquí la noble y nunca bien celebrada idea que presidiera a la fundación de Escuela de Artes de Guadalajara, de ese bello plantel de educación y de beneficencia. No habiendo fondos, se propusieron los siguientes arbitrios. Una suscripción, una pensión excesivamente insignificante, y que no llegó a pagarse, en todo el Estado, y el capital de seis mil pesos que donó el señor licenciado don Juan Gutiérrez Mallén, como albacea del licenciado don Juan J. Romero. El Ayuntamiento cedió la antigua casa de la Alhóndiga en un estado de absoluta ruina –convertida hoy en magnífico edificio– y el establecimiento se abrió con ocho alumnos internos, porque no los pudo haber externos, con los talleres de carpintería y herrería, una escuela de las primeras letras y una academia de dibujo lineal. A poco tiempo, los albaceas de don Martín Gutiérrez donaron a la Escuela de Artes el residuo de la testamentaría de dicho señor, que consistió principalmente en la casa que era del Monte de Piedad y algunos capitales a réditos que han servido para librar a dicha finca de los gravámenes que tenía hasta dejarla enteramente libre. Los encargados del establecimiento adoptaron diferentes sistemas de dirección. La casa continuó con multitud de dificultades procedentes en parte de la falta de fondos, pues ya en esta época los suscriptores se habían retirado, y a la pensión del gobierno, por un decreto de la autoridad, se le había dado otra inversión. Sea lo que fuere, el establecimiento, aunque con dificultad, subsistió hasta el año de 1852, y esta fecha puede designarse como formando la primera época de la Escuela de Artes. En dicho año, y durante el gobierno del señor licenciado don Jesús López Portillo, se estableció en la huerta llamada de los Colegiales, una casa de jóvenes corrigendos bajo la dirección de una junta cuyos escasos fondos suministraba el gobierno, algo pagaba el ayuntamiento, y una limosna que colectaba el presbítero licenciado don Buenaventura Solís Rosales, quien gobernaba inmediatamente el establecimiento; pero tanto por diversos motivos particulares como principalmente por los trastornos políticos, dicho establecimiento quedó enteramente extinguido. En el siguiente año de 1853 se agenció del gobierno que los fondos que se ministraban a la casa correccional se asignaran a la Escuela de Artes, la que también tendría obligación de recibir jóvenes corrigendos, teniendo además en consideración que la aplicación de esos nuevos fondos no se distraía del objeto a que fueron primeramente destinados. Así se resolvió, acordándose además que algunos individuos de la junta directora de la casa correccional pasaran a ser individuos de la junta de la Escuela de Artes, y ésta nombró para comisión inspectora de dicho establecimiento a los señores Rodríguez y licenciado don Juan Gutiérrez Mallén, con cuyo carácter lo dirigieron ambas hasta el triste suceso de la muerte del primero, con una pequeña interrupción de tiempo. A principios de 1863 volvieron a desempeñar su antigua comisión por disposición del señor Doblado, que fungía de gobernador. En esta época, el gobernador del Estado, don Pedro Ogazón expidió un decreto en el que declaró secularizado el establecimiento (carácter que siempre tuvo) y le concedió los derechos fiscales. Tal es en compendio, y basándose en datos auténticos y verídicos, lo que a la fundación y existencia de la Escuela de artes se refiere, hasta el año actual de 1877. Así, venciéndose dificultades casi insuperables, ha venido marchando de mejora en mejora, y de progreso en progreso, ese magnífico establecimiento, asunto de observación y estudio para los hombres filósofos y pensadores, lugar de visita para cuantos mexicanos y extranjeros vienen a Guadalajara, y monumento glorioso del Estado de Jalisco. Relatar la historia de su fundación y diversas vicisitudes es honrar debidamente la memoria del señor Rodríguez, es despertar en el corazón sentimientos levantados, es estimular a las generaciones del porvenir a imitar los grandes ejemplos que como preciosa herencia se nos ha legado. Es la Escuela de Artes uno de los establecimientos más importantes, pero también es de los más difíciles de gobernar. Con infinitos tropiezos luchaba siempre el señor Rodríguez. El celo desinteresado y ardiente que lo consumía y devoraba pudo únicamente sostenerlo hasta su muerte. Plantel esencialmente popular, hállase destinado para la educación y formación de nuestro infortunado pueblo, tendiendo a la realización de este fin los actos de filantropía y caridad del señor Rodríguez, que haciendo de la Escuela de Artes cariñoso objeto de su complacencia, no había día que no la visitara; y últimamente, cuando ya se desarrollaba la enfermedad que lo llevó al sepulcro, los momentos que le dejaban libres sus padecimientos los consagraba a encaminar sus pasos ora a la referida Escuela o al exconvento de San Agustín, en donde se encuentran los diferentes talleres de artes y oficios; mejora de trascendencia moral y económica debida a su actividad infatigable. Moralizar, moralizar, he aquí la idea que le dominaba. Aparte de que los educandos aprendían con sus ejemplos y desvelos, todos los días festivos los reunía en la capilla de la Escuela de Artes por el espacio de media hora –todo lo demás es cansarlos, hacer que no fijen la atención y perder el tiempo, nos decía muy frecuentemente–, y allí, en términos sencillos, claros y precisos les dirigía una instrucción religiosa y moral, y de tal suerte hallábase familiarizado con esto que su palabra era en extremo fácil y realmente elocuente. Nunca olvidarán los jóvenes de la Escuela de Artes esas tiernísimas conferencias en que el que fue para ellos un verdadero padre les comunicaba sus sentimientos de religión, de moralidad y de amor. Educación e instrucción a las generaciones que aún no se miran corrompidas y hacer extensivo el trabajo para evitar el desborde del crimen en el porvenir; soluciones son éstas las únicas posibles de los pavorosos problemas sociales. Soluciones son éstas propias del cristianismo, de filántropos tan eminentes como el hombre cuya muerte lloramos y de todos aquellos que aman el progreso de los pueblos bien comprendido y realizado. Al bajar tranquilo a las moradas inexploradas de la tumba, deja el señor Rodríguez en los espíritus y en los corazones de la sociedad de Guadalajara un movimiento saludable. Su vigoroso espíritu, violentamente agitado por el fuego de la caridad, destruía lentamente su débil y fatigada organización. Pero ese espíritu se cernirá como genio tutelar sobre la Escuela de Artes que tanto amó y no cesó de recomendar con tierno encarecimiento hasta los instantes de su agonía y de su muerte. Allí vive el señor Rodríguez en sus obras, en la memoria de sus grandes beneficios y en el corazón de los niños y jóvenes desvalidos, víctimas de la más desolada orfandad. Penetrar en la Escuela de Artes será revivir en nuestra alma esa personalidad querida, gozar con el más dulce recuerdo y aspirar el inmortal perfume de una vida consagrada a la santa causa de la virtud. iv Pero el señor Rodríguez no sólo se concretó a la Escuela de Artes. Después de haber sido diputado al célebre Congreso de 1846, Congreso disuelto por un golpe revolucionario, hizo un viaje a los Estados Unidos y a Europa por los años de 49 a 50, viaje que fue de fecundos resultados para el desarrollo de las ideas que le animaban, y por lo mismo, para la instrucción y la beneficencia en la sociedad de Guadalajara. Los establecimientos más notables de educación, las casas de asilo, las penitenciarías más renombradas fueron por él visitados, siendo objeto de un estudio analizador y concienzudo. Llamáronle especialmente la atención los colegios de los jesuitas, la penitenciaría de Filadelfia y la organización de la beneficencia en la capital de Inglaterra, la mejor y más amplia organización que se conoce. En Londres, ya que la oportunidad se presenta, diremos que trató muy de cerca al General Cabrera, desterrado a causa de la insurrección del carlismo. Uno de sus ardientes deseos en su viaje a España era conocer a Balmes, cuyos escritos, que por entonces acababa de leer, sobre todo el Protestantismo, habíanle llenado de admiración por el inmortal filósofo de Cataluña. Pero Balmes había muerto; Balmes era carlista, y en medio del fragor de las pasiones, fresca aún su memoria, parecía haberse para siempre perdido. Lo que es la ceguedad de partido; lo que es la política; ¡ni quién hablara de Balmes!, nos decía más de una vez apesarado. Continuemos. Proyectada la venida de las Hermanas de la Caridad por los señores obispos Aranda y Verea, el señor Rodríguez, durante su permanencia en Europa, llevó a cabo en este sentido importantes trabajos. A su vuelta a Guadalajara el año de 1852, dio vuelo a su genio benéfico y emprendedor con toda la actividad y la fuerza de quien se hallaba en plena edad viril. Se reedificaron para la venida de las Hermanas, los hospitales, dirigiendo la obra de Belén los señores Palomar y Rodríguez. Palomar abrió su caja sin reserva, siendo esto digno de su carácter y munificencia. Así, el elemento indispensable en toda empresa abundaba en ésta; y era muy común que Palomar dijera a los señores Rodríguez y Gutiérrez Mallén que no se preocuparan demasiado por falta de dinero. Cierto que se le reembolsaba. Pero en aquellas circunstancias difíciles, próximo el país a una terrible crisis revolucionaria, era arriesgar demasiado. ¿Por qué no había de conseguirse, dice a este propósito un distinguido jalisciense, que las Hermanas de la Caridad vinieran a esta tierra lejana, cuando se sabe que por aliviar las dolencias de sus hermanos desgraciados no retroceden ante ningún peligro, ni ante los estragos de la peste, ni ante la furia de los mares, ni ante el estruendo de los campamentos, ni antes los hielos de Siberia, ni ante lo que es peor que todo esto, la ingratitud de los hombres…? El señor obispo Espinosa, ardientemente secundado en sus esfuerzos por los señores Rodríguez, Palomar y otros hombres generosos, llegó en 1853 al logro de tales fines. Otro de los afanes constantes del señor Rodríguez era el establecimiento en las cárceles, del sistema penitenciario. Grandes trabajos realizó en ese sentido, ya en la parte material de nuestra penitenciaría, ya para la moralización de los presos mediante la religión y el planteamiento de escuelas y talleres de artes y oficios. Otro de los trabajos más grandes y trascendentales que realizó por el año de 1870 fue la formación de un reglamento para la penitenciaría, después de haber consultado y hecho publicar cuanto de bueno conocíase sobre esto en América y Europa, reglamento que fue redactado por el señor licenciado don Jesús López Portillo. Una de las ideas capitales fue la de sustituir el antiguo título de alcaide con otro más honroso y digno, como existe actualmente, con el título de gobernador. Prestigiar esa autoridad, decía, es lo que importa. Se cree que ser alcaide es algo que infama. Por eso, generalmente hablando, desempeñan ese empleo hombres indignos, cuando ¿qué puesto puede haber más propio para adquirir honra y hacer el bien? Visitaba esos sitios del crimen y, reuniendo en su derredor los presos, los doctrinaba y consolaba con lenguaje blando y amoroso. Así era el hombre cuya vida bosquejamos. Su corazón generoso y noble era siempre para todos. Su mano izquierda nunca supo lo que hacía su mano derecha; pero jamás ha habido una mano más cariñosa, de manera especial para con los infortunados. La generación presente ha pronunciado ya su fallo. La posteridad hará justicia al bienhechor celosísimo, cuya existencia fue una cadena de oro de las más puras y santas acciones. v Sigamos, empero, nuestra narración. La tempestad revolucionaria caía sobre Guadalajara en uno de los sitios más desastrosos de que tenemos ejemplo: en el sitio que comenzó a fines de septiembre y terminó a fines de octubre de 1860. Miles de soldados de todos los puntos del país asedian la plaza fortificada y en pleno estado de guerra. Una gran parte de sus habitantes abandona la ciudad y refúgiase en las inmediaciones, principalmente en San Pedro, huyendo del fuego y del hambre. En este último punto el precio de las habitaciones es exorbitante y los recursos escasean aun para aquellos que puede creerse que disponen de mayores elementos. Las horadaciones se multiplican por todas las manzanas de la capital. De todas las penalidades, como es natural, consiguientes a un sitio son víctimas los que han permanecido dentro de la ciudad… Llega el 4 de octubre, fecha de tristeza y de luto. Páctase un armisticio entre ambos combatientes, con el objeto de que salga el mayor número posible de habitantes. Cuadro conmovedor ofrece entonces Guadalajara. Niños tiernos, débiles mujeres, ancianos encorvados por el peso de los años, salen en grandes grupos y son tiernamente recibidos en la garita de San Pedro; franco y cariñoso es el hospedaje. En el templo de la Soledad, que aún no se destina al culto, más de trescientas familias se albergan y reciben amparo y protección. El señor Rodríguez aparece en primera línea en esta grande obra de caridad, que ella sola bastaría para inmortalizar su nombre. Centro de acción de todo movimiento benefactor, dotado de iniciativa eficaz y poderosa, lazo de unión entre los hombres más notables de su tiempo por su generosidad y espíritu de hacer el bien, merece para llevar a término toda empresa noble la confianza de nuestros primeros capitalistas, que depositan en sus manos algunas sumas de dinero que va a aliviar el infortunio y a consolar al desvalido y al menesteroso. El señor don Ramón Somellera, que principalmente cooperó con sus recursos en esta ocasión, es acreedor a la pública gratitud. Siempre que hace balanza en su negociación mercantil, no se olvida de los pobres y desamparados, y entrega al señor Rodríguez diversas sumas para su socorro. Jalisciense de corazón y sentimiento, al morir en Barcelona, España, su tierra propia, ¡ha muerto en verdad en tierra extraña! Prepárase el alimento diario y se reparte a las familias indigentes en la iglesia de la Soledad, con un celo sin ejemplo por el mismo señor Rodríguez, empeñado a porfía en agenciar y facilitar cuantos recursos pecuniarios se necesiten. A las familias de cierta posición social se les atiende con generosidad, sin humillación, sin afrenta, como el sublime fundador del cristianismo prescribe que se practique la caridad… ¡Invariable ley de los contrastes! En Guadalajara tienen lugar escenas horribles de odio y de sangre entre sitiados y sitiadores, entre hermanos, hijos todos de una misma patria, que tienen furor por destrozarse, mientras que en San Pedro se ofrece el más hermoso espectáculo que imaginarse puede: un espectáculo digno de la ardiente caridad de los primeros tiempos cristianos. El terrible sitio da fin el 28 de octubre y los sitiadores se hacen dueños de la plaza de Guadalajara. Bellísimo es el papel que en ese sitio del 60, el último que ha tenido esta capital, toca representar al benemérito Dionisio Rodríguez. Ya antes de que ese sitio comenzara, el señor Rodríguez interpone toda su influencia y sus afanes para evitar sus horrores, hablando para ello con González Ortega, en la Quinta de Velarde, en unión del señor don Vicente Ortigosa, jalisciense por mil títulos notable y por mil títulos distinguido. En medio de las luchas y de los rencores políticos, aparece como símbolo de fraternidad y de paz. Sacerdote de la humanidad, a la humanidad pertenece con su espíritu y con su vida. ¿Y por qué el señor Rodríguez, como ninguno quizá de sus contemporáneos, lleva a la abnegación hasta el heroísmo, y el heroísmo hasta el sacrificio...? Perdónesenos la siguiente digresión: El celibato, como observa un célebre escritor moderno, tan combatido con ostentoso aparato de razones político-económicas, cuya futilidad han venido a demostrar los adelantos de la ciencia política, es un elemento precioso en el ministerio eclesiástico. Es el celibato un sacrificio en las aras de la religión y de la salud de nuestros semejantes, emblema sublime de desprendimiento, puesto que encierra nada menos que la rigurosa obligación de una virtud cuya práctica no fue prescrita por el Evangelio más que por vía de consejo, y que se pinta como uno de los rasgos característicos de la vida angélica. Aquella completa abstracción de los placeres sensuales, aquella ilimitada renuncia de sentimientos tan gratos al corazón humano cuales son los que resultan de la formación de una familia y de la esperanza de sobrevivir en la posteridad, desligarse en cierto modo de las cosas terrenas y consagrarse a las celestiales el hombre entero. No se albergan entonces en el ánimo la solicitud y los cuidados que consigo trae el ser cabeza de familia, y en cambio hállase el espíritu más libre, más expedito para ocupar sus pensamientos y deseos en objetos de mayor importancia, de un interés más trascendental, y para acometer empresas que arredren por sus peligros, o desalienten con la exigencia de sacrificios dilatados y penosos. ¿Cómo se hubieran podido verificar los prodigios de las misiones católicas si aquellos apostólicos varones se hubieran hallado estorbados con el cuidado de mujeres e hijos? ¿Eleváronse jamás a tanta altura las misiones protestantes? ¿No es su primer cuidado al llegar al punto de su destino el proporcionar a sus esposas y familias una habitación confortable...? El hombre –y al señor Rodríguez, aunque jamás perteneció al estado eclesiástico, corresponde la exacta aplicación de estas palabras–, en virtud del celibato, no pertenece a ninguna familia, y es, por decirlo así, el padre de todas; y viviendo en medio del mundo solo y aislado como peregrino en tierra extranjera, representa mejor a Jesucristo. Reanudemos. Las pasiones políticas siguen, entre tanto, desencadenadas por los años de 61 y de 62, y al señor Rodríguez vésele siempre del lado del perseguido, empleando cuantos medios le sugiere su corazón. Difícil sería relatar los diferentes sucesos en que, aun poniendo en inminente peligro su preciosa vida, se ve manifiesta su influencia bienhechora. Pero todo esto constituía su espíritu, desde proporcionar el óbolo de su caridad al pobre que iba a los umbrales de sus puertas hasta exponer su existencia si se trataba de socorrer el infortunio. Pasan para Guadalajara los años de 62 y 63. La decoración cambia, pero no el señor Rodríguez, que en la época de la intervención halla medios de ejercer, como siempre, sus sentimientos benéficos. La peste cunde con la aglomeración de las tropas. Las persecuciones políticas se desarrollan. La ley marcial se pone a la orden del día. Y el señor Rodríguez no deja escapar una sola ocasión propicia para el bien, para calmar las pasiones, y es un vínculo de conciliación entre mil intereses contrarios. Fúndase en 64 la Junta de Caridad –institución que ha sido fecundísima en bienes–, caridad secularizada, cuyo pensamiento fue del señor don Ramón Somellera para hacer su ejercicio más fácil, atendiendo al peligro a que se hallaban expuestas las instituciones meramente religiosas y eclesiásticas. Instálase la nueva Sociedad en el arzobispado en presencia del señor arzobispo don Pedro Espinosa y el señor Rodríguez es nombrado presidente, cargo que desempeñó hasta su muerte. Todavía quince días antes de este doloroso suceso presidió una de las sesiones quincenales de la referida junta en la casa de su habitación, y como no podía ir a San Felipe por su enfermedad que se agravaba, le oímos que decía al señor Gutiérrez Mallen que la sesión del 1º de mayo volvería a tener lugar en la sala de su propia casa. ¡Vanas esperanzas e ilusiones...! Pero perseveró en sus obras mientras alentó su existencia. Patentes quedarán los progresos de las instituciones que fundó. Servicios de inestimable valía prestó a la causa de la religión en situaciones extremadamente azarosas, en épocas extremadamente aflictivas. ¡La Iglesia y el clero de Guadalajara no le olvidarán nunca, y mezclarán su nombre en sus plegarias! vi La enfermedad que debía llevar al sepulcro al señor Rodríguez, cuyos primeros síntomas aparecen en noviembre del 76, parece seguir paulatinamente su curso; pero desde fines de marzo comienza a tomar proporciones alarmantes, hasta la noche del 21 de abril, en que ofrece un carácter crítico y mortal. Si los médicos que son consultados de los más notables de Guadalajara, si el doctor Benítez, que lo es de cabecera, no pronuncian la palabra desahuciado, expresión en tantos casos de la más absoluta impotencia de la ciencia médica, de seguro que no es porque no comprendan con su talento y experiencia que se hallan en presencia de una situación desesperada… La enfermedad toma por instantes un carácter agudísimo. En vano apúranse todos los recursos de esta ciencia experimental y falaz llamada medicina, todos los exquisitos cuidados a que saben apelar el cariño, la gratitud, la amistad. El señor Rodríguez es el primero que conoce que se llega su última hora. Prepárase a morir como ha vivido. Arreglados los negocios de la tierra, sólo piensa en los negocios del cielo. Al caer la tarde del 26 de abril recibe el viático con edificante unción de manos del sacerdote don Jesús López, su confesor, quien lo unge con el óleo sagrado de los moribundos. La enfermedad avanza lastimosamente. Crudelísimos, indescriptibles son sus dolores. El respetable enfermo, postrado en un lecho de tormento, admira con su ejemplo de resignación cristianísima. ¡Cúmplase en mí, Señor, vuestra voluntad! Dios mío, más merezco, por lo que os he ofendido. Jesús, María y José, llevadme cuanto antes a veros… Éstas son las piadosísimas exclamaciones que salen de sus labios en el martirio de sus postrimerías… Sus prácticas religiosas, sus aspiraciones inefables hacia Dios, son demasiado tiernas, delicadas y bellas para entregarlas al escarnio de las gentes mundanas. Todavía la última vez que sale a la calle –rara coincidencia– es para dirigirse al templo de la Merced, el poético domingo del Buen Pastor, a celebrar la sexagésima tercera función religiosa de Jesús, María y José tradicional de su familia, función llena de esplendor, de suntuosidad, de magnificencia. Acostumbrado a la constante lectura de los grandes escritores místicos, rebosaba siempre su corazón en sentimientos de religión, de virtud y de una piedad acrisolada. Ese libro inmortal, Las confesiones de san Agustín, érale familiar, llegando hasta saberlo de memoria; y hacía comparaciones que su claro discernimiento revelaba entre el libro del santo obispo de Hipona, expresión de su grande y humilde espíritu, y las Confesiones de Juan Jacobo Rousseau, expresión de cínico orgullo y de repugnantísima soberbia. Encantábase con la lectura de las clásicas obras de san Jerónimo, con aquellas admirables cartas a las doncellas romanas maravillosamente escritas por él que, para vivir, necesitaba o de Roma o del desierto. Oíasele constantemente pedir a las personas a quienes con más intimidad trataba “una receta para amar a Dios”, receta que él ciertamente supo encontrar en su vida… Pero continuemos… Desde las seis de la mañana del sábado 28 siéntense fuertes convulsiones; la fiebre asciende a más de ciento treinta pulsaciones y el cuerpo llega a un estado de marasmo. La mañana del 30 recibe por última vez la Eucaristía entre suspiros, sollozos y lágrimas, que abundantes corren también por los ojos de los presentes a esos sublimes actos. Dirige palabras de despedida a aquellos a quienes había estimado. Tiernísimas son las ya entrecortadas frases que dirige a su fiel amigo, a su hermano desde la infancia, a su constante compañero de los actos de su vida, al señor licenciado don Juan Gutiérrez Mallen. Al que esto escribe, lo cual será para él inolvidable, díjole que no se separara de su lado hasta el momento de su muerte y con espíritu cristiano lo acompañara hasta el sepulcro… La prensa de Guadalajara tiene, entre tanto, al público en conocimiento de los últimos síntomas de la enfermedad. La casa del distinguido enfermo es invadida por gentes de todas condiciones que esperan la favorable o adversa terminación de la dolencia. La ansiedad social es extrema. ¡Gloria reservada a los esclarecidos varones! ¡Recompensa que el mundo, generalmente injusto, no niega en tales momentos a la virtud! Desde la madrugada del 30 le oímos exclamar con voz entera y grande fervor, durante repetidas veces, aquellas postreras palabras de Jesucristo en la cruz: En tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu. Prohíbe que mujer alguna penetre en la alcoba y espera sereno su muerte. A las siete de la noche han aparecido ya todos los síntomas de la agonía. Vista extraviada, semblante lívido, desvanecimiento, convulsiones y frío, el frío de los moribundos, en las extremidades. Con un celo ardientísimo condúcenlo a una santa muerte los virtuosos sacerdotes López y Rábago. Cuantos consuelos tiene la religión en ese trance tremendo, tantos se le han prodigado. Las palabras de los ministros del Señor penetran en su corazón. Quien había amado tanto a sus semejantes, ¿cómo no debería amar a su Dios? La dolorosa agonía prolóngase por más de cinco horas, y a las doce y veinte minutos, él, que había vivido haciendo el bien, como su divino Modelo, dejó la tierra. Perdió el mundo su existencia preciosa. Durmióse en el Señor con el ósculo de los justos… Integer vitae, schelerisque purus.
vii La mañana siguiente, 1º de mayo de 1877, la ciudad entera resonó con estas tristísimas y desgarradoras palabras: ¡El señor licenciado don Dionisio Rodríguez murió...! Profunda es la impresión de amargura que este acontecimiento causa en Guadalajara, que derrama lágrimas vivas de dolor. El señor Rodríguez, que en su vida fue objeto de las más altas consideraciones, recibe en su muerte el más brillante testimonio de la pública estimación y de la dulcísima memoria que se conservará de él eternamente. Mientras el cadáver está expuesto, un concurso inmenso inunda la casa mortuoria, permaneciendo toda la noche del 1º al 2 de mayo. Ni un solo momento llega a interrumpirse la serie de las innumerables personas que van a contemplar el cadáver del que tanto bien supo hacerles en su vida. Mendigos de todas condiciones, ancianos, mujeres desvalidas, enfermos miserables y andrajosos, casi en estado de verdadera parálisis, imposibilitados algunos en el pleno uso de sus facultades, constituyen el cuadro más conmovedor y sensible que ofrecerse puede a la vista. En derredor de aquel féretro vense tantas escenas tiernas, tantos episodios de lágrimas, que para describirlos no basta la palabra y es impotente la pluma. Así como el silencio es la última y más sublime expresión de los amores inexplicables, cuando el dolor es el todo del corazón su sola expresión son las lágrimas. ¡Y vimos derramarlas a tantos! Antiguos educandos de la Escuela de Artes, hombres ya formados, padres de familia muchos de ellos, y educandos nuevos, niños tiernos todavía, lloran allí sin consuelo… La mañana del 2 de mayo la sociedad en masa acude a la casa mortuoria de donde debe salir el duelo. Es tal la afluencia de gente, que no pueden contenerla las calles adyacentes. Y es preciso alargar demasiado el trayecto que debe recorrer la imponente procesión fúnebre hasta llegar a la catedral. Verifícanse allí los más suntuosos funerales. La catedral vese invadida por cerca de cinco mil personas. En la nave principal se levanta la pira iluminada por multitud de luces. Al derredor del túmulo, colocado en una verdadera capilla ardiente, seis jóvenes de la Escuela de Artes tienen las cintas de honor que del féretro penden. Nada más justo. En el tránsito del cortejo esas cintas son llevadas por el gobernador del Estado, miembros del ayuntamiento y otras personas distinguidas. Tras el cadáver del señor Rodríguez vense como dolientes todos los jóvenes y niños de la Escuela de Artes. Aquel cuadro no puede ser más conmovedor, ni más sentido, ni más poético, ni más tierno. Las lágrimas son en esos momentos una necesidad apremiadísima. El Cabildo de la Iglesia Metropolitana hace el servicio religioso con la pompa y majestad del culto católico. El señor doctor don Francisco Arias y Cárdenas, digno provisor de la Arquidiócesis, oficia en las solemnísimas exequias, honrando así al que, en particular, fue su amigo, y amigo sostenedor infatigable y constantísimo del clero de Guadalajara. Los funerales son dignos de un príncipe de la Iglesia. Queda durante algunas horas el cadáver depositado en una de las capillas de la catedral, haciéndole guardia de honor jóvenes de la Escuela de Artes y otras personas de distinción, y a las cuatro de la tarde es conducido al panteón de Belén entre una concurrencia de más de quince mil personas. Llegado el cadáver al espacioso y magnífico cementerio, es colocado en el sarcófago, en donde se pronuncian sentidísimos discursos y tiernísimas poesías por los señores licenciados Jesús López Portillo, Trinidad Verea, José López-Portillo, Antonio Mijares Añorga y Pablo Ochoa, José Olasagarre, Joaquín Silva, el que esto escribe y otros, en representación de los más importantes establecimientos públicos de la Iglesia y el Estado. ¡Pocas veces el eco de un dolor inmenso ha repercutido más triste y universalmente en todos los corazones! Jamás Guadalajara había visto una ovación fúnebre más desinteresada, más popular, ni más espléndida. Son ya las seis y media de una tarde nebulosa y sombría de mayo y –como si la naturaleza hubiera querido no ser indiferente al pesar que abrumaba a la sociedad– el cadáver del señor Rodríguez es depositado en su tumba en momentos en que cae una ligera lluvia, queriendo así el cielo enviarnos el rocío de sus lágrimas por la muerte de un benefactor de la humanidad y que ¡será siempre para Guadalajara un timbre del altísimo honor y una de sus más refulgentes glorias! Conclusión Uno a uno han ido desapareciendo los hombres de una generación ilustre, que a partir de cerca de la mitad de este siglo dieron nuevo y poderoso impulso al movimiento de regeneración de nuestra sociedad… Aranda, Espinosa, López Cotilla, Palomar… ¡Rodríguez! Colocados en esas esferas distintas, hállanse unidos por un mismo pensamiento: el pensamiento de la religión, de la instrucción, de la caridad y del bien. A vuelta de inevitables diferencias, hablar de los actos de uno es tocar, al menos, los actos de la vida de todos. El señor don Dionisio Rodríguez es hasta hoy el último que muere de los pocos que aún viven de aquella falange de jaliscienses preclaros. Espíritu privilegiado, ha penetrado ya en aquellas regiones iluminadas con la claridad de Dios, que eran su esperanza como católico, que presentía como hombre justo. La cruz, que no solo es signo del cristianismo sino que representa la regeneración social, como dice elocuentemente un escritor de nuestros días, cubrirá para siempre su tumba. Fuente inagotable de esperanza, sol siempre fijo en los horizontes de la existencia, todos hemos visto la cruz al abrir los ojos a la luz de la vida, en la cabecera de nuestra cuna, al par de la dulce sonrisa de nuestras madres; todos la invocamos en las grandes tribulaciones y dolores; pues a medida que crece nuestro espíritu y vemos esta cruz divina extenderse, crecer y cobijar todas las frentes; a medida que estudiamos los siglos y vemos todos los poderes huir como sombras, y todas las civilizaciones anegarse, la cruz flota en todos los naufragios, esclarece a los filósofos, inspira a los poetas ejerciendo la maternidad en nuestro espíritu, afirmándose incontrastablemente en el ánimo, la única creencia nunca oscurecida ni eclipsa en el nuestro de que la cruz es el árbol de la eterna vida, que con sus frutos alimenta nuestro pensamiento, fortifica nuestras facultades, y sobre nuestras facultades la grandiosa libertad de nuestro espíritu… De esa grandiosa libertad cristiana goza y a en estos momentos y por siempre el hombre a quien con el cariño de nuestros más queridos recuerdos este escrito consagramos. Astro de grande magnitud en la sociedad de Guadalajara, su luz no se extinguirá nunca. La muerte no le aísla en la tumba, ¡lo enlaza con la eternidad! Rafael Arroyo de Anda *** En el panteón de Belén, la memorable tarde del 2 de mayo de 1877 Ante el cadáver del señor licenciado don Dionisio Rodríguez Señores: ¿A qué buscar estudiadas frases, ni recurrir a medios artificiales para pintar con colores sombríos la inmensa pesadumbre que nos agobia? No he menester yo, como suelen los oradores, inspirar mis sentimientos a mi auditorio; el pesar que aflige a la sociedad es tan profundo, que yo no hago más que asociármele. No es más mi voz que uno de tantos gemidos que forman el coro del lamento popular, ni las lágrimas que vengo a depositar sobre este féretro son otra cosa que algunas gotas de rocío caídas sobre el océano del dolor público. Yo vengo a dar el último adiós al hombre caritativo y justo que la muerte inexorable hace un instante arrebató de nuestro lado; yo vengo, a nombre de las sociedades de beneficencia, a dar la postrera y tristísima despedida a su insigne y constante bienhechor. Inútil me parece entrar en pormenores sobre lo que fue el ilustre difunto, pues no hay en esta ciudad quien no conozca los sublimes hechos de su vida. Basta entre nosotros pronunciar su nombre para hacer su mejor elogio. Decir don Dionisio Rodríguez es recordar un noble y grande corazón, una elevada inteligencia, una caridad ardentísima, una existencia, en fin, que fue una lid perpetua, una lid que fue un triunfo, ¡un triunfo que fue una gloria! Tiene Jalisco, sin embargo, una inmensa deuda de gratitud que pagar a tan grande hombre; y no dudo que nuestro Estado le depare un discreto biógrafo que cuente a la humanidad las hazañas de este héroe cristiano, que vivió siempre luchando con el destino para impedir que los desamparados sucumbiesen bajo el peso de la desgracia. La vida del señor Rodríguez debe ser conocida por el mundo entero, para espejo de justos y ejemplo de cristianos. No fue el señor Rodríguez hombre de teorías, ni jamás se espació en discursos ni programas. Esencialmente práctico, los hechos y no las palabras revelaron siempre la fuerza de su inteligencia y el poderoso influjo de su voluntad. Ferviente cristiano, dedicó su vida entera a hacer el bien a sus semejantes, tomando por maestro y modelo, a aquel Dios-hombre que murió en la cruz por redimir al género humano, a aquel Señor que hizo de la caridad la virtud excelente por la que el hombre más se asemeja a su Creador. He aquí en resumen los sentimientos de su alma. El duelo que hoy por todas partes se orienta con imponente aparato no es más que una débil manifestación de la gratitud de todos porque más, mucho más que este gran dolor, merece la pérdida del bienhechor público que así alivió las dolencias de los enfermos en los hospitales y consoló a los encarcelados como socorrió las necesidades ocultas de los pobres desconocidos; que así recogió a los huérfanos en las casas de cuna como dio a los niños desamparados sustento y habitación, lúcida conciencia e industria para ganar honradamente la vida. ¿Quién con igual título ha merecido como el señor Rodríguez el bello nombre de amigo del pueblo? ¿A quién con mayor razón, pudiera llamarse verdadero amante del progreso? Era un hombre según el espíritu de Dios, era un verdadero cristiano. Faltaría yo a los respetos que son debidos a la majestad de la muerte si en cuanto llevo dicho se hubiera deslizado la mentira. Los hechos a que me he referido son públicos y conocidos de cuantos me escuchan; y en esta ocasión solemne, yo que por mis años estoy próximo también a comparecer ante Dios, sería muy culpable si hubiese permitido a mis labios pronunciar lo que no estuviese en mi corazón. El señor Rodríguez había visto desaparecer uno por uno a sus padres y hermanos. Quedábale sólo una hermana, que fue su única compañera durante sus últimos años; pero esta virtuosa señora bajó también al sepulcro apenas un mes ha, dejándole sumergido en la mayor amargura. Recibió la herida en lo más profundo de su alma, y la soledad en que quedaba causóle inmensa tristeza. ¡Quién le hubiera dicho que tan pronto había de seguir las huellas de su llorada hermana! Quizá a consecuencia de esta desgracia, sintió que sus dolencias habituales se agravaron; la Providencia quiso que los postreros días de este justo fuesen de grande tribulación. Agudos, acerbos dolores le afligieron, pero su paciencia fue aún más grande que estas pruebas terribles. Vio llegar su última hora con entereza y con júbilo, porque su fe le aseguraba que iba a recibir el premio debido a sus merecimientos. ¡Su virtuosa alma ha volado al seno de Dios! Señores: de don Dionisio Rodríguez no queda más que ese cuerpo inanimado. Esas manos que enjugaron tantas lágrimas y que prodigaron tantos beneficios yacen inmóviles. Esa inteligencia que se agitó tanto y fue tan fecunda en bien de los desgraciados se ha extinguido. No late ya ese corazón, centro de tantos sentimientos generosos. Todos lloramos esta pérdida, porque la comprendemos irreparable, porque en la sociedad deja un vacío que no podrá llenarse. Dios inmenso, ¿por qué nos privas así de un hombre tan virtuoso y tan grande? ¿Quién se apiadará del huérfano y de la viuda como se apiadaba él, quién socorrerá sus necesidades como él las socorría, quién remediará su desamparo como él lo remediaba? ¿Por qué desaparece de nuestro lado el justo que nos edificaba con su ejemplo, el hombre benéfico que no tuvo sino sentimientos de amor y caridad, ahora que la discordia y los odios se han enseñoreado de esta mísera nación? Consolémonos, no obstante, con el pensamiento de las dichas que él goza. El señor Rodríguez es feliz, muy feliz en medio de esa indeficiente luz a donde ascienden las almas de los que, como él, tienen una muerte preciosa a los ojos del Señor. Imitemos sus virtudes, bendigamos incesantemente su memoria y sea nuestra gratitud el constante tributo que nuestro corazón le consagre y que trasmitamos a nuestros hijos. ¡Descanse en paz! Jesús López-Portillo *** Señores: Como miembro de la Junta de Caridad de esta capital, y a nombre suyo, vengo a tributar ante los restos de su esclarecido presidente y socio fundador el triste y respetuoso homenaje debido a los muertos ilustres. Lo que este hombre ha sido lo están diciendo las extraordinarias y espontáneas manifestaciones de duelo de nuestra sociedad con motivo de su muerte, y lo pregonan los doloridos ayes de los mil desdichados que la deploran, como los hijos deploran la eterna ausencia de sus amantes padres. Bien comprende Guadalajara, señores, lo inmenso de la pérdida que sufre con el triste suceso por el cual estamos reunidos en este lúgubre sitio. Por eso seguía, con anhelante y angustiosa solicitud, la marcha de la penosa enfermedad que al fin extinguió tan preciosa vida, y por eso, al extenderse la infausta noticia, ha caído la ciudad en profundo y general duelo. ¡Ah!, si la virtud de un hombre, si el bien que hace, si las simpatías que le rodean pudieran sustraerle de la muerte, ciertamente no estaríamos aquí, en la fúnebre solemnidad a que asistimos. Rodríguez viviría, y viviría como vivirá su memoria eternamente. Para honra y bien de la humanidad, no son raros los hombres de bondadoso corazón y levantados sentimientos; pero son raros, son rarísimos, como lo son los héroes, aquellos que, dotados de esas altas cualidades, llegan a desprenderse de su propio interés, de su conveniencia personal, aunque sea legítima, y de sí mismos, podemos decir, para consagrarse al servicio y bien de la humanidad. De estos héroes de la caridad, que la Providencia levanta de cuando en cuando, ha sido uno el hombre cuyo cadáver está ahí, recordándonos cuán pasajera es la vida en este mundo. De muchos años hasta ahora, el nombre de Rodríguez se ha unido siempre a toda obra, a todo proyecto, a todo pensamiento de caridad pública. De los grandes y numerosos establecimientos de beneficencia que distinguen a esta ciudad entre todas las del país, ninguno hay que no deba algo, y mucho, a ese hombre extraordinario. La creación de los asilos para iniciar a los desvalidos en la primera instrucción y para aligerar a sus padres del peso de sus cuidados; el establecimiento de escuelas para la educación primaria de las niñas pobres; la organización, mejora y sostenimiento de la Escuela de Artes y Oficios, que a tantos niños y jóvenes ha arrancado de la ociosidad, de la vagancia y aun de la carrera del crimen, para convertirlos en hombres honrados e inteligentes artesanos; la mejora del hospital de Belén; la instrucción de los presos; todo esto ha sido objeto de la incansable actividad, del ferviente celo del señor Rodríguez, quien empleando siempre su tiempo y aptitud, y ya sus propios recursos, ya los que la largueza de generosas personas ponía en sus manos para su más conveniente y oportuna inversión, transformó unos establecimientos introduciendo en ellos grandes mejoras y creó otros cuya erección era reclamada por las necesidades públicas. ¡Qué sublime espectáculo el que presenta este hombre singular, prefiriendo a los goces de descansada vida los trabajos de la educación y del cuidado de la niñez desamparada, la atención y el socorro de los pobres, la enseñanza moralizadora de los desgraciados criminales! ¡Ah!, la caridad es fácil cuando es un placer; la caridad no es difícil, y aun parece natural, cuando se produce por un movimiento de sensibilidad, de compasión pasajera a la vista del sufrimiento; pero la caridad por Dios, la caridad que importa un sacrificio constante y permanente, esa caridad que no puede ser engendrada ni sostenida sino por la fe, por esa fe viva que ha sido la luz, la guía, el aliento y la fuerza de este apóstol de la beneficencia cristiana. Su fogosa caridad le inspiraba los grandes pensamientos, y su fe sincera le daba la esperanza de la realización misma. ¡Cuántos deben al señor Rodríguez no el pan de un día, que sólo aplaza para el siguiente la angustia de la miseria, sino los medios permanentes de procurarse por sí la subsistencia y aun el bienestar! Proteger a los necesitados facilitándoles o el trabajo, o el conocimiento y ejercicio de alguna industria para el empleo y desarrollo de sus propios recursos físicos o intelectuales: he aquí uno de los objetos preferentes de la caridad del señor Rodríguez, caridad que llamaba él reproductiva, para significar la fecundidad, la generación de la caridad por sí misma; caridad que no envilece ni humilla al que la recibe, sino que al contrario, lo eleva y lo coloca en situación de bastarse a sí mismo y aun de venir a ser protector como él fue protegido. Tal ha sido el hombre a quien lloramos. La energía de carácter, unida a la afabilidad y dulzura del trato; la rectitud y firmeza de principios juntas a la más grande tolerancia política, la modestia de porte no obstante la altura de la posición social, la religiosidad de vida y la rigidez de las costumbres unidas a la caballerosidad de las maneras y la afabilidad del genio; estas bellas prendas, y sobre todas su caridad y abnegación, lo elevaron al más alto grado en la estimación pública, rodeado de la cual y de los más distinguidos respetos baja al sepulcro, quedándonos sus obras, su ejemplo, su nombre y su recuerdo, que serán siempre benditos. Con razón nuestra sociedad da al señor Rodríguez el título de benemérito, adelantándose a la declaración solemne que sin duda hará la Legislación del Estado, en justo homenaje a la virtud y al debido reconocimiento de grandes servicios prestados al público. Nada añadirá esta declaratoria al mérito del señor Rodríguez; pero se le debe, y será honorífica para los que la hagan. Honroso, envidiable, elevadísimo es el lugar que deja vacío el grande hombre. ¡Quiera Dios llenarlo levantando dignos sucesores suyos! En cuanto a él, en cuanto a aquella noble parte de su ser que no perece, escrito está que el misericordioso alcanzará misericordia, y que aquel que socorriere al pobre y diere consuelo al alma afligida, ése encontrará reposo en el Señor. Trinidad Verea *** I ¿Cuál gigante clamor?, ¿qué gran gemido / Ha llegado a mi albergue silencioso? / ¿Por qué tan gran lamento doloroso? / ¿Por qué este inmenso lúgubre alarido? / ¿Qué causa pudo así dejar turbadas / De la ciudad la paz y la ventura? / ¿Por qué han sido de súbito trocadas / Las risas en gemidos de amargura? / ¡Doquier desolación!, ¡doquiera llanto! / ¡Y frentes que el dolor trueca en sombrías! / ¡Y en los rostros se ven las agonías / De un acerbo dolor y un gran espanto...! / Dadme la humilde abandonada lira, / De crespón rodeadla y negro luto, / Porque quiero también dar mi tributo / Al duelo popular que mi estro inspira…/ Lágrimas de aflicción los niños vierten, / Y las míseras viudas desoladas, / Las manos sin color enclavijadas, / Sus miradas con llanto a Dios convierten. / Hay pánico en las almas, y en tumulto / El pueblo tras un féretro se agita, / Y en la gran catedral suena bendita / La oración funeral del santo culto. ii La catástrofe al fin se ha consumado, / He aquí el sepulcro abierto; / El hombre ilustre ha muerto, / Al cielo un grande espíritu ha volado. / De gran terror como punzante frío / El corazón de todos está lleno, / Al mirar el vacío / Que de la sociedad se abrió en el seno. / Cayó el hombre cuya alma cariñosa / Fue del pueblo el amparo y la confianza, / Y con él, de los pobres la esperanza. / Se sumergió en la fosa. / Los rayos apagáronse fulgentes / Del sol de caridad que relucía / En la sima sombría / Donde gimen los seres indigentes; / Cayó el brazo que alzaba el fuerte escudo / Defensa de las almas sin ventura, / Y en el pecho del mísero, desnudo, / Puede cebarse ya la suerte dura; / Por las parcas al fin cayó vencido / El titán cuya vida fue un combate / Del destino cruel contra el embate / En amparo del pobre desvalido. iii Perteneció a la raza esclarecida / De los excelsos célibes cristianos, / Y fue su santa vida / consagrada al amor de sus hermanos. / Como L’Épée, San Juan y San Vicente, / Dedicóse a querer a los pequeños: / Fue su pasión la caridad ardiente, / Y hacer el bien mayor formó sus sueños. / No conoció el cariño de la esposa / Que con el mundo el corazón concilia; / Que su mente amorosa / Tuvo a la humanidad por su familia. / En la triste orfandad sus ojos fijos, / De ternura por ella vivió lleno, / Y adoptando a los huérfanos por hijos, / Les impartió el calor del propio seno. / Siempre que el infeliz llamó a su puerta / Miserable y hambriento, / Fuele de par en par franca y abierta / Y halló en su mesa cariñoso asiento. / Su bolsa fue del pueblo, y tuvo en ella / Socorro siempre el triste desvalido: / Ni hubo nunca lamento ni querella / Que no escuchase con piadoso oído. / Era el troco robusto donde hallaron / Grato arrimo las plantas delicadas, / Que temblorosas hoy y amedrentadas, / Solas sobre la tierra se quedaron. iv Venid viudas, ancianos, / Huérfanos y mendigos, / Que de su caridad sois los testigos, / y elevad a los cielos vuestras manos: / Venid, agradecidos corazones, / Y echad sobre esta caja mortüoria / Mil piadosas, fervientes bendiciones, / Que subirán de Dios hasta la gloria. / Pues Dios que es Padre y las fortunas labra / Vela sobre los pobres de la tierra, / Y al humilde pedir de su palabra / Sus augustos oídos nunca cierra. v ¡Oh, santa religión!, del hombre el alma / Con los dolores del vivir depuras, / Y en las regiones de la eterna calma / ¡Con el golpe mortal la transfiguras! vi De Rodríguez el nombre sin mancilla / Y de hoy en más bendito / Verá este pueblo escrito / Junto al de Palomar y al de Cotilla. / De gratitud cumplida / Tendrá en las almas este justo un templo, / Y los hechos sublimes de su vida / Serán para los pósteros ejemplo. vii ¿Quién ceñirá el laurel de la victoria / Con que su frente ornó el ilustre muerto? / El sublime certamen queda abierto: / ¿Quién aspira a luchar por igual gloria? José López-Portillo y Rojas *** Ninguna voz antes que la mía tiene el deber tristísimo de llorar tu muerte y de lamentar tu pérdida i Señores: Identificados con el justo dolor de todo un pueblo, sumergidos en la amargura más profunda y llena el alma de la más grande tristeza, venimos, en medio de las lágrimas y del sentimiento, a dar el último adiós, ¡sí, el último adiós, a aquél de quien tenemos tantos recuerdos, a quien amábamos tanto! Como el rayo ha herido la muerte esa preciosa vida, consagrada perpetuamente al bien en todas las variadas y múltiples formas del organismo social. El benefactor incansable de la sociedad, el padre de los pobres, el protector sin ejemplo de la niñez y de la juventud, el que decía como Jesucristo, al verse rodeado de sus queridos hijos, porque hijos suyos son los educandos de la Escuela de Artes: “dejad que los niños vengan a mí”, ¡no existe ya...! Para lamentar elocuentemente pérdida tan sensible sería preciso que mi voz tuviera algo del amargo lloro de las madres, algo de las candentes lágrimas del huérfano… Dotado el señor Rodríguez de la facultad de concebir grandes empresas, y en la aptitud más completa para descender hasta los últimos detalles, ha asociado su nombre a cuantas obras de magnitud y trascendencia hanse realizado en su tiempo. Hombre de un recto juicio admirable y de una prudencia sin medida, conocedor profundo del corazón humano, sabía con sin igual evidencia interna escoger siempre el momento oportuno para llevar a cabo sus grandes y generosos pensamientos, utilizar el punto de madurez en los proyectos útiles y fundar establecimientos durables. Representante de la beneficencia, figura en primer término en la dirección y en el auge del hospicio de Belén, de la casa de caridad de San Felipe, toma parte activa y principal en todo lo concerniente al primer establecimiento penitenciario de Jalisco, es el padre amante y cariñosísimo en esa Escuela de Artes, que era el ídolo de su corazón, y ha sido el postrer encanto de su vida; propaga el sistema de asilos para los infortunados y tiernos niños que no tienen ni el pan material para su cuerpo, ni el pan místico de la verdad y de la religión para su alma; difunde en fin por doquiera cuanto hay de grande y de bueno, ora por medio de la enseñanza, ora por medio de la caridad… He aquí, señores, la síntesis de la admirable vida del señor licenciado don Dionisio Rodríguez. Encendía todos los corazones con el fuego divino de que estaba poseído. Cuanto tocaba sabía llenarlo de animación, de energía, de vida. Su existencia está llena de santas acciones, y de él debe decirse que ha vivido sólo para esta sociedad de Guadalajara que hoy se viste con sus vestiduras de luto, bendiciendo su memoria y adorando su recuerdo. Muere el señor Rodríguez a la edad de sesenta y siete años y veintidós días; y la muerte parece tener inicua complacencia en arrebatárnoslo de una manera alevosa y traidora… ii ¡Hombre insigne, duerme en paz! Cuanto Guadalajara abriga en su seno de valioso y de noble se encuentra aquí reunido para tributarte estos honores postreros a que tú, como nadie, eres acreedor. Los pobres dejan sus humildes hogares y los protegidos de la fortuna sus habitaciones opulentas para tributarte esta última ovación del amor, de la gratitud y del cariño. ¡Digno continuador de la obra de López Cotilla y consocio ilustre de Palomar, reposa con ellos en tu gloria! Al exhalarse con tu último aliento tu espíritu, se ha exhalado una grande alma. Hombre de caridad y de amor, tú solo has podido reunir en derredor de tu túmulo, como decía el conde de Montalembert hablando de los funerales del ilustre marqués de Valdegamas, así a los hombres del régimen vencido como a los hombres del régimen actual. Tu nombre, gloria y orgullo de Jalisco y de tu patria, va a ser exaltado por las generaciones venideras. Y serás mil veces más vivo, más querido, más amado, después de tu muerte que mientras estuviste entre nosotros. El libro en que tu nombre se halla escrito permanecerá siempre abierto. Y nosotros lo humedeceremos siempre con nuestras lágrimas y lo llenaremos también con nuestros besos. Y cuando ya se nos llegue el invierno de la vida, al repetir nuestros labios tu nombre para nosotros tan querido, pasarán por nuestra memoria los hermosos recuerdos de la juventud, a ti indisolublemente unidos. ¡Éstas son las últimas palabras, como decía Bossuet en la oración fúnebre del príncipe de Condé, de una voz que te fue conocida! La sociedad, como el hombre formada a imagen de Dios, es justa en sus juicios; ¡y al honrar hoy tan espléndidamente tu memoria echa la anchurosa base del edificio de tu inmortalidad! Rafael Arroyo de Anda *** i ¡Aquí estamos…! de pena traspasados / En frente de esa piedra funeraria; / Te traemos empero / Con el adiós desgarrador, postrero, / La primera plegaria; / Venimos temblorosos, conmovidos, / Hemos llorado mucho; / Pero no son por ti nuestros gemidos; / Tenemos fe, creemos / Que a otra vida mejor te remontaste, / Que ahora nos dejaste / Y en la patria inmortal te encontraremos. / ¡No...! por ti no lloramos, / Tú gozas de los bienes eternales, / Tú abandonastes el pesar y el duelo, / Los ángeles tus párpados cerraron, / Y al azulado cielo / sonriendo en sus brazos te llevaron. / Si expresan nuestros rostros desconsuelo / Y embarga nuestra voz pesar profundo, / Es por los desvalidos / Que, por ti con cariño socorridos, / Han quedado sin pan en este mundo. / ¡Tú eres feliz!, ¡pero al morir dejaste / un vacío tan grande y doloroso...! / ¡Se marchitaron tantas alegrías...! / Que al mirar tan inmenso sentimiento, / ¡Si en los cielos hubiera sufrimiento / aun en el mismo cielo sufrirías...! ii Cuando tu pie la eternidad tocaba, / ¿Acaso no miraste / Que todo un pueblo huérfano quedaba? / ¿No escuchaste su voz desgarradora / Que “¡padre!” sollozando te gritaba? / ¡No puedo concebirlo...! ¡has fenecido! / ¡Nunca hubiera creído / Que corazón tan noble y generoso, / Donde tan viva caridad ardiera, / Con el helado cierzo de la muerte / Un día se extinguiera...! / ¿No comprendiste, muerte inexorable, / Que una vida sagrada destruías, / Y al herir esa frente venerable / Mil corazones a la vez herías? / ¿No sabías, acaso, / Que al tronchar para siempre esa existencia / Al infeliz privabas / ¡Cruel! de su segunda providencia? / ¿Qué, nada, nada tu segur perdona? / ¿Por qué si este hombre ilustre mitigaba / De la doliente humanidad la suerte, / Siquiera por respeto a la desdicha / no contuviste tu furor, ¡oh, muerte!? / ¿Ni la virtud sagrada / Un abrigo a tus golpes ofrece? / ¿Qué, todo cede a tu potencia helada? / ¡La virtud...! ¿La virtud también perece...? / ¡Qué digo!, el egoísmo me extravía / Y vengo a profanar este recinto / Con una duda impía. / ¡Dios eterno! Tus actos son sagrados: / Tú lo enviaste a este suelo / Como ángel de consuelo / para los que aquí lloran desgraciados, / ¡Cumplida su misión volvióse al cielo! / Tu voluntad incomprensible adoro / Y penetrado de respeto callo; / La vida que le diste le arrancaste, / ¡Sea bendito Tu adorable fallo! Pablo Ochoa *** Señores: Después de haber tributado los dignos representantes de los establecimientos de caridad de esta capital un justo homenaje de admiración y de gratitud al virtuoso ciudadano que acabamos de perder, los amigos íntimos del señor Rodríguez, aquellos que tuvieron la felicidad de tratarlo más de cerca y de conocer todo lo que valía, han querido que diga yo algunas palabras en su nombre, para asociarnos al duelo general y para darle esta última prueba de la estimación y del afecto que supo inspirarnos. No voy, pues, a hablar del apóstol celoso, del hombre caritativo cuyas obras piadosas jamás se borrarán de la memoria de los pobres, sino del amigo cariñoso, del fiel compañero, del hombre sincero y leal que tan gratos recuerdos deja en el corazón de todos los que lo tratamos. El señor Rodríguez no tuvo una de esas inteligencias que deslumbran y que dan al hombre una superioridad incontestable sobre todos los que lo rodean; aunque de una cultura nada vulgar, no tuvo, tampoco, una instrucción vasta, que tanto ameniza el comercio de la vida y que presta cierto brillo al trato de las personas que la poseen. No tuvo, en fin, esa superioridad de carácter que se impone a los demás, y que domina y llega a vencer los más grandes obstáculos; pero tuvo una cosa que vale más que todas éstas y que ejerce un atractivo más poderoso que el del talento, el del saber y el del carácter mismo: la abnegación cristiana. Tuvo esa bondad simpática del corazón, esa dulzura que atrae, esa seducción de la virtud que es el más bello distintivo de la caridad. Siempre afable, siempre ameno y fácil en su trato, el señor Rodríguez tenía para cada amigo una palabra afectuosa, para cada desgracia un consuelo, para cada dificultad un consejo útil. Como nunca cupo en su alma el disimulo, como hablaba siempre con el corazón, sus palabras eran escuchadas con la fe ciega que inspiran la lealtad y la honradez, y ejerció sobre sus amigos una eficaz y útil influencia. El señor Rodríguez fue para los que lo tratamos un guía, un modelo y un apoyo; siempre encontramos en él al hombre generoso pronto a sacrificar su fortuna, su influencia y su trabajo por ayudar a aquellos a quienes dispensaba su amistad. Sin faltar nunca a la mesura y comedimiento propios de su educación y de su genio, supo hacer agradable su trato, amenizándolo con esa gracia, con ese abandono en que se revelan el candor del alma y la pureza de sus deseos y de sus aspiraciones. En fin, el señor Rodríguez realizó ese tipo que cada día va siendo más raro: el del caballero cristiano; y por un feliz concurso de circunstancias reunió en su persona la elevación del carácter, la bondad del corazón y esa exquisita delicadeza de sentimientos que sólo es capaz de inspirar la caridad, esa hija predilecta del cielo. Grande, muy grande es la pérdida que sufrimos con la muerte del señor Rodríguez; todos sus amigos lo lloraremos por largos años; sobre todo los pobres y los desamparados se acordarán siempre del apóstol infatigable, del protector generoso que en él acaban de perder. Pero en medio de nuestra pena nos cabe el inefable consuelo de que el Señor habrá premiado a manos llenas sus virtudes y sus beneficios, y de que está gozando allá en el cielo la recompensa que supo ganar por una vida tan llena de abnegación y de caridad. Unámonos, señores, al amigo querido que la muerte nos acaba de arrebatar; aunque invisible, no por eso está separado de nosotros, porque desde el cielo nos ve, nos ama y corresponde a nuestros afectos. Para los que creemos en los dogmas consoladores de nuestra santa religión, la muerte no es una separación eterna, sino la ausencia de unos cuantos días. Honremos el grato recuerdo del señor Rodríguez imitando su ejemplo, sosteniendo los establecimientos que supo fundar y aliviando la miseria de los pobres y de los desvalidos, que fueron sus mejores amigos. De este modo le daremos el mejor testimonio de nuestra amistad y de nuestro afecto; éste es el mejor tributo que podemos pagar a su santa y tierna memoria. – Dije. Antonio Mijares Añorga *** i Señores: La muerte implacable no quiso perdonar una frente bendita coronada con la aureola de cien virtudes, y el niño que volvió a encontrar los cuidados paternales en el seno de nuestro bienhechor, el hombre a quien dio con la educación y con el trabajo la vida, y la sociedad toda que le amaba con respeto y admiración, vienen a esta pompa fúnebre a mezclar con esos restos queridos y venerables el triste recuerdo del bien perdido. ¡Ah, señores! Si me fuera dado referir todas las penas del alma, si pudiesen mis labios decir vuestro dolor inmenso, mi voz inspirada haría brotar esas lágrimas silenciosas que inflaman el pecho, y en medio de vuestros lamentos veríais surgir de las profundidades de la tumba la querida imagen de nuestro bienhechor; pero es muy débil mi palabra, y si una parte de los que sufren con esta calamidad pública no me hubiese designado para hablar aquí en su nombre, yo estaría entre vosotros, ahí junto a ese ataúd, entregado al sublime silencio del dolor. ii Si es de inestimable valor la vida de un hombre que pasó por el mundo haciendo el bien, ¿cuál más preciosa que la del señor licenciado don Dionisio Rodríguez? Era uno de esos hombres rarísimos que muy de tarde en tarde envía la Providencia al mundo para luchar gloriosamente con la impiedad y la dureza de corazón. Recorred esta ciudad, en otro tiempo feliz (cuando abrigaba en su seno al que hoy está en el sepulcro), recorredla y descubriréis en todas partes las gloriosas huellas del señor Rodríguez. Aquí está la Escuela en donde la clase menesterosa recibe, con el alimento, la instrucción moral, y la que servirá más tarde al humilde obrero para cubrir sus necesidades y las de su familia. Esta Escuela subsiste y se halla hoy floreciente merced a los incontables sacrificios personales y pecuniarios del señor Rodríguez, que puso su mayor cuidado en conservar este plantel que ha conquistado millares de corazones para la religión y para la patria. Aquí está el Hospicio, en donde es preciso detenernos para bendecir la memoria del ilustre finado. ¡Cuántos recuerdos se despiertan en el alma al contemplar el asilo de la inocencia desamparada! Recordad una de las más hermosas y más útiles instituciones del señor Rodríguez: la Junta de Caridad. ¡Ah! Sin duda la bendición del cielo fecundaba las obras del padre de nuestro pueblo, porque produjo esa Junta bienes inestimables: esa Junta fundó y sostiene la Casa de Caridad de San Felipe, y los asilos y escuelas de Mexicaltzingo, el Hospicio y Belén. Quisiera suspender aquí mi narración porque temo turbar el tranquilo sueño de esos restos venerables al hablar de las penas que afligieron el alma de nuestro bienhechor… ¡La ingratitud hizo huir de nuestro suelo a los ángeles de la virtud y de la caridad, que el señor Rodríguez fue a buscar muy lejos para traer a los huérfanos el amor de una madre y el ejemplo de la abnegación y del sublime sacrificio a los enfermos y a los menesterosos, para darles consuelo y resignación y esperanza...! ¡Ahora, manos asalariadas dan de comer al hambriento, y no hay un corazón lleno de ternura para los desdichados, y no hay una mano cariñosa que cure las fétidas llagas del moribundo y que le señale el cielo...! ¿No bastan estos inmensos beneficios, para que alcanzara un hombre la inmortalidad aquí en la tierra y en el seno de Dios? Sí, pero el señor Rodríguez hacía el bien porque se alimentaba su alma con la grandeza de la virtud, y por eso sigue haciendo beneficios hasta el día de su infausta muerte. No puedo ya referir los beneficios de un hombre que ya no existe, porque en todos miro la pálida sombra de la muerte. Es muy triste recordar las pasadas alegrías en presencia de estos funerales, y es preciso terminar. iii ¡Sombra ilustre de nuestro bienhechor, duerme tranquila...! Nuestras bendiciones vendrán siempre a resonar en tu sepulcro, y el último aliento de nuestra vida se exhalará con la postrera oración consagrada a tu memoria. La religión nos dice que tu muerte es un sueño fugaz, y el ama en sus misteriosas adivinaciones te mira en el seno de Dios, resplandeciente de gloria inefable; pero nuestro corazón, hecho para sufrir, estalla de dolor y se deshace en llanto cuando se acerca silencioso a contemplar la obra de la muerte y te mira sin la luz de la vida en las pupilas, sin la sonrisa de la caridad en los labios. ¿Qué será sin ti del pobre desamparado? ¡Ah!, tú le protegerás desde el cielo. Tu obra fue de paz y de justicia, y eres mil veces más noble, mil veces más grande que los soberbios de la tierra… Al conducir tu cadáver a este vestíbulo silencioso de la eternidad, a este callado recinto en donde pronuncia Dios sus fallos irrevocables, venimos a meditar sobre la tumba de los muertos… ¡Sólo la virtud es grande, sólo la virtud es eterna...! ¡Tú levantaste el pedestal indestructible y magnífico de tu eterna gloria en medio del torrente de los siglos que lleva arrebatados impetuosamente los cetros y las coronas, y todas las miserias que llama el mundo grandezas! Joaquín Silva *** Señores: A nombre de todos los impresores y litógrafos de la casa que fue del señor Rodríguez, subyugado además por un sentimiento de amistad y fiel admirador de las virtudes del hombre que acabamos de perder, estoy en el deber de honrar su memoria. No pretendo hacer el panegírico de tan humilde y esclarecido ciudadano. La historia de sus hechos está en la conciencia de todos los que admiraron sus virtudes y palparon sus eminentes servicios; pero séame permitido satisfacer el cumplimiento de un deber colocando sobre su tumba una modesta flor que, aunque marchita, exhala el perfume de los recuerdos. Pocos hombres ha habido quizá entre nosotros que hayan excitado tantas admiraciones como el señor Rodríguez. Como hombre de corazón, supo comprender las necesidades de la clase obrera, a quien amaba con predilección, y al comprender sus necesidades también comprendía y aliviaba sus dolores. Como hombre social, abrigaba en su pecho los más honrados sentimientos. Durante los años de su vida, la clase pobre, esa clase necesitada, fue para el señor Rodríguez el objeto de profundas meditaciones, y muchos más beneficios habría todavía derramado sobre ella si la fatalidad no hubiera venido a apagar esa gota de vida que fue para tantos desgraciados un manantial de fecundos y saludables consuelos. En casos como el presente encontramos siempre más firmeza para cumplir con las sagradas obligaciones de la verdad; porque si el señor Rodríguez pudiera levantarse, nos suplicaría silencio impidiéndonos que pronunciásemos su nombre; pero no es posible dejar de hacerlo cuando una pena grande sentimos en este momento, cuando un dolor profundo nos reúne aquí para despedirnos por última vez del ser que vivirá siempre en los corazones de todos. No nos quedan estatuas mudas que nos representen al hombre cuya pérdida lamentamos, pero el sello de sus instituciones será su timbre más glorioso. Las leyes inmutables de la naturaleza pesan sobre el destino del ser humano, pero cuando desaparece una persona como el señor Rodríguez no sólo queda de ella un poco de polvo, no sólo quedan esos despojos que se convierten en sustancias y gases que se extinguen; su memoria es imperecedera, y a medida que el tiempo pasa, sus recuerdos queridos se levantan más, como antes de perderse se levantan esas sombras en las últimas horas del día próximo a espirar en los abismos insondables del tiempo. La casa del señor Rodríguez ha sido una de las fundadoras y la que más ha cooperado al adelanto en Guadalajara de la imprenta moderna contemporánea, de ese precioso arte de Gutenberg destinado a abrir los ojos de los pueblos a la luz de la verdad y de la razón, e igualmente contribuyó a colocar la litografía a la altura de las exigencias sociales. En efecto, sentimos un legítimo orgullo cuando palpamos ya los grandes adelantos a que estas artes han podido llegar en Guadalajara merced al hombre que acabamos de perder. La vida de ese hombre que pronto cubrirá la tierra merece ser estudiada, porque puede aprovechar a muchos y porque todos le debemos un homenaje de gratitud. Todo lo que durante su vida sembró, levanta ya sus ramas cargadas de opimos frutos velados por su sombra; halló en su corazón recursos poderosos para honrar esa vida humilde consagrándola a mejorar la desgraciada condición de la clase obrera. En esta mansión de paz y recogimiento, el corazón se comprime ante el efímero y transitorio periodo de la vida. Todos los que hemos asistido a esta ceremonia tan solemne nos encontramos profundamente conmovidos. Fácil es explicar la causa: esta ceremonia no es una solemnidad de ésas en que el oro, el poder y la vanidad se disputan la memoria de un hombre; son los establecimientos de beneficencia, es la niñez desvalida, es la sociedad toda que deplora la pérdida de uno de sus mejores hijos… ¡Descansa en paz! No importa que el tiempo en su carrera haga que envuelvan tu sepulcro espesos ramajes; nosotros siempre buscaremos con aprecio el lugar donde descansa un modelo de virtudes, un bienhechor de la humanidad. José F. Olasagarre *** ¡Descansa en paz! Para la Corona fúnebre del señor licenciado don Dionisio Rodríguez No debemos llorar largo tiempo la muerte del justo, porque su alma descansa en paz. “Espíritu de la Biblia” Nos dijo adiós, tranquilo y resignado, / le dio al mundo su eterna despedida; / la aspiración eterna de su vida / fue volver a su Dios. ¡Ay!, le vimos partir; tendió sus alas / buscando otra región; ave viajera, / voló en busca de eterna primavera / y de un clima mejor. Sí; le vimos partir… una sonrisa / fue el tierno adiós que le dejó a este mundo. / partir le vimos con dolor profundo; / ¡Ya nunca volverá...! Cual rauda exhalación brilló un instante / una huella de luz sólo dejando, / como arroyo que va fertilizando / cuanto toca al pasar; Y ahora… yace ahí… todo ha concluido; / un cadáver, ¡oh Dios!, sólo ha quedado... / un puñado de tierra inanimado / tan sólo en su ataúd. Ya sus pálidos labios no pronuncian / de caridad las frases bondadosas; / sus manos no acarician afanosas / al huérfano infeliz. Ya su mente no agitan los proyectos / de mejorar la condición humana; / ni arde su pecho en caridad cristiana, / todo ha concluido ahí. Por eso llora, en su abandono, el niño / y llora el desgraciado en su amargura, / la sociedad con negra vestidura / se envuelve en su dolor. Las anchurosas bóvedas del templo / resuenan con los fúnebres cantares / y funerarias luces a millares / arden por él ante el altar de Dios. No hay labios que no lancen un gemido, / De cada pecho exhálase un lamento / Todos exclaman con sentido acento / ¡Un justo nos dejó! Así cruzó la senda de la vida, / beneficios sembrando en su camino; / tan sólo hacer el bien fue su destino, / ardiendo en caridad. Socorría del pobre la miseria, / él enjugaba compasivo el llanto, / él amparaba con cariño santo / del niño la orfandad. Recordando a Jesús, su maestro amado, / cuando en dichoso y memorable día, / “A los niños dejad, dejad, decía, / que se acerquen a mí”. Él, imitando tan sublime ejemplo, / de niños desgraciados se rodeaba, / la virtud en sus almas cultivaba / sintiéndose feliz. Humilde, cariñoso, y recto y bueno, / apóstol del Señor infatigable, / con un gozo purísimo, inefable, / practicó la virtud. Llorarlo es un deber… ¡era tan bueno! / ¿Quién puede no llorar? ¡Infausta suerte! / ¡Ay!, implacable, el ángel de la muerte / en su fúnebre manto le envolvió. La multitud temblando, conmovida, / se agrupa en torno de su helada fosa; / llanto de gratitud vuela afanosa / en su tumba a regar. Mas el ángel que vela sus despojos, / al escuchar tan lastimoso llanto, / “No lloréis”, dijo con cariño santo; / “No le debéis llorar. “No le debéis llorar, que Dios se ofende / si lamentáis del justo la partida; / le escogió para sí, y eterna vida / a su alma concedió. “No le debéis llorar, ¿se llora acaso / cuando al puerto feliz toca el marino? / ¿Se llora porque llega el peregrino / al punto que anheló? “¿Se llora, por ventura, si el guerrero / se ciñe sus laureles, victorioso, / después de la batalla que animoso / sostuvo con valor? “¡Ah! No debéis llorar; él ha ganado / la corona por su alma apetecida; / la jornada penosa de la vida / ya triunfante rindió. “No le queráis hallar en el sepulcro / que un despojo mortal tan sólo encierra. / Nada hallaréis ahí… ¡Tan sólo tierra / contiene un ataúd! “Si le queréis hallar, alzad los ojos / y cruzar le veréis con raudo vuelo / entre flotantes nubes en el cielo, / mansión de eterna luz. “Allá le encontraréis, que allá es su patria, / y allá postrado con amor profundo / le pide a Dios por los que, en este mundo, / sin amparo dejó. “Él vela desde allá por los que amaba, / y envuelto en luz y nubes vaporosas / él viene por las noches silenciosas / a traerles de Dios la bendición. “No le debéis llorar: dejad que goce / la posesión de Dios, que fue su anhelo. / A su patria volvió, que era del cielo / un ángel expatriado nada más. “Y con cristiano y puro sentimiento, / al regar en su fosa vuestro llanto, / decidle sólo con cariño santo, / duerme, justo querido, duerme en paz”. Esther Tapia de Castellanos *** Inscripción fúnebre3 En el sepulcro que guarda los restos mortales del señor don Dionisio Rodríguez, en el panteón de Belén, leerán los contemporáneos y pósteros la siguiente inscripción fúnebre: H.S.E dominus·dionysius·rodriguez vir·pietate·optimisque·moribus conspicuus in·miseris·suppetias·ferendo totam·vitam·impendit. pro·concione·laudato a·religione·funerato·amplissime respublica·simul·declaravit·benemeritum sit·illi·deus·merces·aeterna. decesit kalendis·maii·ann·mdccclxxvii4 *** Benemérito del Estado Documentos histórico-oficiales En la sesión del Congreso del 2 de mayo, un día después de la muerte del señor Rodríguez, se presentó el siguiente proyecto de ley: Ciudadanos diputados: En atención a las virtudes cívicas, inmensos servicios que al Estado, a la instrucción pública, a las artes, a las ciencias y a la humanidad prestó durante su vida el C. Licenciado Dionisio Rodríguez, a su filantropía y desprendimiento que siempre le caracterizó y a las numerosas virtudes que le adornaron, los que suscribimos proponemos a la aprobación de la Cámara, el siguiente proyecto de ley: Único. Se declara benemérito del Estado al C. licenciado Dionisio Rodríguez. Sala de comisiones del Congreso, mayo 2 de 1877. (Firmado) Vicente M. Amador Perfecto G. Bustamante Daniel P. Lete
Con general asentimiento aprobado el anterior proyecto, he aquí el decreto en que se declara al señor Rodríguez Benemérito del Estado.
Jesús L. Camarena, Gobernador Constitucional del Estado de Jalisco, a los habitantes del mismo; sabed: Que por la secretaria de la Legislatura, se me ha comunicado el decreto que sigue: “Núm. 492. El pueblo de Jalisco, representado por su Congreso, en testimonio de gratitud al ilustre filántropo licenciado Dionisio Rodríguez, decreta: Artículo único. Se declara benemérito del Estado al C. licenciado Dionisio Rodríguez. Salón de sesiones del Congreso del Estado, Guadalajara, México, mayo 2 de 1877; José de Jesús Camarena, diputado presidente Daniel P. Lete, diputado secretario José G. González, diputado secretario.” Por tanto, mando se imprima, publique, circule y se le dé el debido cumplimiento. Palacio de Gobierno del Estado. Guadalajara, mayo 2 de 1877. Jesús L. Camarena Fermín G. Riestra, secretario Este decreto y el proyecto de ley que le acompaña, como expresión de la justicia, de la verdad y de los sentimientos más puros y sinceros de todo un pueblo, pasarán a la posteridad y los conservará perpetuamente la historia. Hemos concluido. Guadalajara, agosto 25 de 1877 Por la organización y dirección R. Arroyo de Anda *** La Sociedad Católica de esta capital5 Cuatro días antes de la muerte del señor Rodríguez, el vicepresidente, señor licenciado don Manuel Mancilla, citó a sesión extraordinaria para comunicar a los socios la fatal noticia de la suma gravedad y peligro de muerte en que se hallaba su presidente y para tratar de algunos puntos preventivos sobre sus funerales en el caso probable de su fallecimiento. El día 6 del actual, la sesión ordinaria que se acostumbraba tener en el primer domingo de cada mes se dedicó exclusivamente a honrar la memoria del señor licenciado don Dionisio Rodríguez, su finado Presidente, cuyo retrato adornado con negros crespones se colocó en un lugar visible. Se reunieron muchos de los socios y algunas comisiones de alumnos de la Escuela especial de Jurisprudencia de la misma Sociedad, e invitado el Ilustrísimo Señor Arzobispo, se dignó S.S.I. concurrir al salón de la Sociedad, como de costumbre, y presidir la sesión. Entonces, el mismo vicepresidente señor Mancilla pronunció el discurso que sigue: Ilustrísimo señor, Señores: i En esta tierra de lágrimas, en este vasto cementerio, donde las cenizas de las generaciones pasadas fertilizan los campos, mientras las presentes van a ocupar su lugar. En este desierto de la vida, donde el hombre decaído arrastra pesadamente las cadenas de su destierro, hay un momento de positivo gozo, de verdadero contentamiento para el alma creyente, y es aquél en que un justo, un hombre recto y temeroso de Dios, vuela al cielo a recibir el galardón de sus virtudes, y a rogar por los hijos de Adán, por los que hemos de morir sin saber en qué circunstancia, ni en qué hora. Mas este momento de gozo para el espíritu cristiano está mezclado con el amargo pesar del espíritu del mundo, de que no es posible prescindir, por más que nuestra convicción sea profunda de que el fin del hombre no es todo corrupción y gusanos, y de que, como dice un grande orador católico, “la muerte no tiene sino dulzuras para el justo”. Pero cuando un gran ciudadano de la ciudad de Dios y de la ciudad del hombre, cuando un bondadoso amigo nos deja en orfandad penosa, no podemos menos de pagar el tributo de lágrimas a nuestra debilidad humana, y de sentir un vacío en el corazón tan grande como el desierto de la vida, tan triste como la sombra del sepulcro y tan doloroso como el abandono y ausencia indefinidas de los seres queridos que con sus ejemplos y consejos sostenían nuestros vacilantes pasos. Pero hagamos un esfuerzo para sacudir un poco el polvo de la tierra que con las lágrimas oscurece nuestros ojos, y procuremos ver con los ojos del alma lo que pasa en la muerte de un justo. Llegado tan feliz momento, ve sin pena desaparecer un mundo que sólo había considerado como una nube de humo, que aunque lo había envuelto en sus pliegues no había conseguido manchar su blanca vestidura. Sus ojos se cierran con placer a todos esos vanos espectáculos que ofrecen las grandes ciudades, que siempre había mirado como sombras fugitivas, como cantos engañosos, a cuyas peligrosas ilusiones no había cesado de temer en las tempestades de la vida. Siente con inefable placer que aquel cuerpo mortal que fue materia de tentaciones, fuente de debilidades y ocasión de pruebas, se revestirá al fin con el ropaje de la inmortalidad. Sepárase el justo de la tierra sin gran sentimiento, pues no deja aquí su corazón como aquellos mundanos que, apegados a ella por los goces materiales, por las riquezas que no se pueden llevar, lamentan las separación de lo que tanto habían amado. El justo, al contrario, lleva consigo todas sus riquezas, que ha depositado en poder de los pobres; abandona los honores, las consideraciones, los amigos, los parientes, y ve pasar todos estos objetos como sombras que no han fijado su corazón en este lugar de destierro, puesto que el punto de mira de su alma está en la Patria celestial. Tranquilo sobre el pasado, insensible respecto del presente, y con trasportes de júbilo por alcanzar el porvenir, único objeto de sus deseos, mira el seno de Abraham abierto para recibirlo, y al Hijo del hombre sentado a la diestra del Padre, teniendo en la mano la corona de la inmortalidad y la palma del triunfo destinados para aquellos varones fuertes que, preparados por largos años para el combate con el ejercicio de todas las virtudes, tuvieron plena confianza en la misericordia del Señor y guardaron sus mandamientos. ii No obstante estas observaciones que son piadosamente ciertas, aunque no al alcance de todos, quizá por esto mismo o porque cada uno llora su desgracia particular, todos los pobres y los huérfanos están sumidos en el dolor; todos los hombres honrados están llenos de tristeza, todos los establecimientos de beneficencia están vestidos de luto; y en fin, toda la capital y todo el estado y… más allá, ¡todos estamos guardando un profundo duelo! Esta sociedad católica, bien lo veis, es presa del dolor, está llena de tristeza y viste de luto, porque su fundador, su protector, su presidente perpetuo, la ha dejado para volver a su patria, de donde estuvo ausente sesenta y siete años pero de la cual nunca olvidó el dulce recuerdo, ni jamás extravió los rectos caminos. Válese que desde allá aliviará nuestro desconsuelo, alentará nuestra debilidad, dirigirá nuestros pasos. ¿Qué podríamos decir en elogio de nuestro presidente que no esté ya en el conocimiento de todos los señores que nos escuchan; cuál de sus virtudes podríamos recomendar que no sea notoria para toda esta sociedad y para la jalisciense; qué podría articular nuestra débil voz que no haya resonado en vuestra conciencia y a que no hayáis prestado de buena voluntad vuestro asentimiento y admiración? No es éste el lugar ni todavía la ocasión, ni hemos tenido el tiempo necesario de recoger datos para escribir una biografía, ni en verdad poseemos los tamaños para ello, pues se necesitarían la pureza del lirio para formar el lenguaje, el fuego de un serafín para expresar su caridad, y la pluma de un San Luis Gonzaga para escribir sobre sus inmaculadas costumbres. Sólo nos permitiremos bosquejar algunos rasgos que siendo característicos, indicarán, aunque imperfectamente a vuestros ojos, quién es la persona a quien lloramos. Nacido en esta capital de padres honrados y buenos católicos, su educación se dividió entre la religión y el honor. Se dedicó a la carrera de las letras, en que fue feliz y querido, como siempre, de cuantos le trataban; pero la ciencia principal, aquel arte en que hizo grandes adelantos, fueron el arte y la ciencia de la eternidad, teniendo por maestra y directora la fe del Crucificado, y por consejero a un corazón bondadoso. Nada os diremos de su títulos y de los puestos ocupó, ya como abogado, cuya profesión se honra en contarlo entre sus miembros, ya como persona distinguida, ya como ciudadano útil y benéfico, pues estarían por demás las alabanzas en quien siempre las desechó y temeríamos ofender su modestia hasta más allá de la tumba. Sólo indicaremos que, animado de ideas sanas en religión y en política, siempre tuvo horror a la incredulidad, a la mentira y a la anarquía, pero nunca aborreció ni al incrédulo, ni al sofista, ni al revolucionario, y que si alguna vez tuvo parte en la cosa pública de nuestros tiempos, nunca la tuvo con los odios de partido, ni en la corrupción de nuestro siglo. Siempre se distinguió en las crisis de nuestros sangrientos trastornos por una tolerancia cristiana para todas las opiniones, por una benevolencia sin límites hacia amigos y adversarios (pues nunca tuvo enemigos), y por una firmeza incontrastable en hacer siempre el bien y nunca el mal, que hermanaban en tan simpática persona las virtudes antiguas y las buenas cualidades que estiman los modernos, la discreción de nuestros días con la sencilla franqueza de nuestros padres. Era un hermoso ejemplar de la bondad nativa del hombre entre la raza caída de Adán. iii ¿Qué diremos de su juventud, blanca flor cuyo aroma nunca disipó, cuya frescura jamás marchitó, cuyos colores nunca fueron manchados por los extravíos que hoy son por desgracia familiares a muchos de nuestros jóvenes, literatos precoces, políticos en embrión, adornados no pocas veces de tanta intemperancia de cuerpo como de espíritu, que corren presurosos a su ruina, arrojando a un lado la antorcha de la Revelación? Esos principios absurdos, esas utopías perniciosas, no oscurecieron ni cargaron de electricidad la trasparente nube de su juventud, que pasó sonrosada y serena por el limpio cielo de sus purísimas costumbres. ¿Su edad madura tendrá algo que no sea conocido con satisfacción por todos aquellos hasta quienes llegó el suave olor de su nombre? Entonces la flor produjo sazonados frutos. Su ardiente caridad le hizo adoptar como hijos a todos los pobres y huérfanos menesterosos; sirvió lealmente a las castas esposas de Jesucristo en las épocas más calamitosas, fue siempre su consejero, su administrador, su bienhechor; pero uno de los méritos más relevantes que lo caracterizan es el de haber sido uno de los principales promovedores y protectores del ingreso de las Hermanas de la Caridad, de esas angélicas hijas de san Vicente de Paúl, en esta capital. Todavía recordamos con enternecimiento aquella conmovedora y concurridísima procesión en que se presentaron por primera vez esas modestas palomas que nos traían la oliva de la paz y el aceite de la beneficencia, acompañadas de las autoridades, comunidades eclesiásticas y de otras muchas personas piadosas entre las que figuraba en primer término la persona cuya pérdida lamentamos. La admiración de todos los viajeros mexicanos y extranjeros, los más bellos florones del estado y el timbre glorioso de Jalisco eran sus hermosos establecimientos de beneficencia, el Hospicio, Belén, San Felipe, la Escuela de Artes. ¿Quién no sintió el noble orgullo de ser jalisciense cuando dentro o fuera del estado se hablaba de esos establecimientos modelos? Las laboriosas Hermanas de la Caridad, secundadas por el genio de la beneficencia jalisciense, los levantaron a esa grande altura. ¡Oh! ¡Éstos fueron los buenos tiempos de nuestro presidente! No se podía decir, como el salmista, “Tibi derelictus est pauper”. Esos monumentos de piedra levantados a los héroes de la guerra, a los grandes conquistadores que son el orgullo de algunas naciones, están al fin amasados con sangre y con lágrimas, y en último caso representan el horror y la carnicería, la juventud asesinada en los campos de batalla, las madres, las viudas, los huérfanos desolados, la miseria, el hambre, la profanación y toda clase de crímenes. Mas los monumentos de la caridad representan los bálsamos para curar todas esas llagas. Sus héroes eran aquellas madres cariñosas que restañaban la sangre de todas esas heridas; ángeles benéficos que consolaban a los afligidos, recogían y trataban con amor a todos los huérfanos menesterosos; y allí nuestro ilustre difunto era todo corazón, todo actividad, todo abnegación para con los pobres. ¡Heroicas Hijas de San Vicente de Paúl, amorosas Madres del mexicano desvalido, piadosas Vírgenes que nos edificabais con vuestras virtudes, recibid en esta solemne ocasión un testimonio de nuestra gratitud, de nuestro respeto, y de nuestra simpatía! Nosotros protestamos de nuevo contra el bárbaro decreto que os arrojó de nuestras ciudades y de nuestras playas, dejando en la orfandad y la ignorancia a nuestros niños desvalidos y en el desamparo a nuestros pobres y enfermos. No fueron los mexicanos, no, quienes cometieron ese triple crimen contra la religión, la humanidad y la civilización; ¡fueron, sí, esos hombres de tinieblas que no tienen patria ni practican la libertad, esos esclavos de los Grandes Orientes de allende los mares, que tampoco tienen entrañas! ¿Cuál sería el sentimiento de nuestro ilustre presidente al ver esa inaudita iniquidad, al presenciar y sentir la tierna y triste despedida de aquellas amorosas madres al separarse de sus queridos niños y de sus hermosos establecimientos? ¡Debió ser un golpe muy rudo para un corazón tan compasivo, presintiendo la decadencia y trastorno de aquellas señoras tan inteligentes, tan amables, tan cuidadosas! En su ancianidad venerable vino esta herida a despedazar su corazón sensible, que quedó vulnerado en su parte más noble y delicada; pero, ayudado del Dios de las misericordias, se dedicó con incansable afán a cubrir aquel inmenso hueco, a llenar aquel grande vacío; y aunque era imposible conseguirlo del todo, redobló su celo, y la Providencia divina, de quien era digno ministro, le auxilió en sus tareas y conservó casas de caridad, de educación para niñas pobres, orfanatorios, asilos y escuelas, cuantos podían sostenerse con la Junta de Caridad de esta ciudad, que merece también aquí una muy honorífica mención. iv En todas las épocas de su vida, nuestro presidente fue el padre, el hermano, el amigo del pobre. Comprendió como pocos la dignidad de la pobreza. Su humildad la ensalzaba, su caridad se la hacía amar y su religiosidad se la hacía respetable. El Divino Fundador del Cristianismo vino pobre al mundo para variar el orden que el orgullo había establecido; y de allí procede que su política es opuesta a la de los mundanos: “Los primeros serán los últimos, y los últimos vendrán a ser los primeros” ha dicho la Sabiduría increada, por eso cuando en el mundo los ricos tienen los primeros lugares y todas las ventajas que la riqueza proporciona, en el reino de Jesucristo la preeminencia pertenece al pobre, que es el primogénito de la Iglesia. En el mundo los pobres están sometidos a los ricos, y parecen nacidos para servirles; en la Iglesia no son admitidos los ricos sino a condición de servir a los pobres por la limosna y por los buenos ejemplos. En el mundo, las gracias y los privilegios son de ordinario para los poderosos y los ricos, mientras que en la Iglesia de Jesucristo, las gracias y las bendiciones son para los pobres y débiles; los ricos no alcanzan gracias y privilegios en su calidad de ricos, sino por conducto de los pobres. Así los pobres, que son los últimos en el mundo, son los primeros según el Evangelio; las gracias pertenecen de derecho evangélico a los pobres, conformes a su estado, quienes las derraman también por sus manos sobre los ricos misericordiosos. De donde se infiere que los ricos del siglo deben honrar, consolar y socorrer a los pobres del Evangelio para tener parte en sus privilegios eternos. No es ahora la oportunidad de extenderme sobre este hermoso tema, que por otra parte viene a cuento en honor de nuestro presidente, cuyo ejemplo debe alentarnos a seguir el camino que tan cristiana y gloriosamente supo recorrer; mas para cerrar el punto traeremos a la memoria un pasaje del más elocuente de los padres griegos de la Iglesia, quien nos representa dos ciudades, una compuesta de ricos y otra de pobres. ¿Cuál de las dos será más poderosa? Parece a primera vista que la de los ricos, pero no es así, pues San Juan Crisóstomo concluye con que será más poderosa la de los pobres; y se funda en que la primera tendrá más brillo y esplendor exterior, pero la segunda más vigor y más fuerza. La abundancia, enemiga del trabajo, es arrastrada a procurarse los placeres que corrompen y oscurecen el espíritu, que enervan el valor, que hacen muy difícil el sacrificio, poniendo en su lugar el lujo, el orgullo, la molicie y la ociosidad. Se desprecian las artes útiles, se abandona el cultivo de la tierra y toda labor ingrata que pudiera conservar y dar energía al hombre; y aun cuando no cuente con otros enemigos, que no le faltarán en el exterior, aquella ciudad se arruinará por su propia opulencia. Lo contrario debe suceder en la otra ciudad de los pobres. La necesidad industriosa, fecunda en invenciones y madre de las artes útiles, ocupará los espíritus y los cuerpos en el trabajo y en el estudio, les inspirará un vigor varonil con la acción o la paciencia, y sin excusar fatigas ni sudores emprenderá obras grandes que exijan esfuerzos y sacrificios, y la ciudad de los pobres brillará en la grandeza y se glorificará en sus triunfos. v Nuestro difunto presidente hizo más; no sólo amó, socorrió y consideró a los pobres, sino que amó, ejercitó y ennobleció el trabajo. La industria llamó su atención de preferencia, y con su laboriosidad e inteligencia logró elevarla a cierta altura, dando con ella trabajo y ocupación a muchos pobres. Los niños de la Escuela de Arte, se dedicaban, bajo su vigilancia, a varios oficios útiles, además de la instrucción primaria y de la educación religiosa. Las niñas de San Felipe manejaban las máquinas de tejer y se ocupaban de varias labores propias de su sexo; hombres en grande número trabajaban lucrativamente en las oficinas de su casa, esto es, en las nobles artes de la imprenta, de la litografía, de la cromotipografía y la encuadernación. Su magnífica imprenta, sus hermosas prensas de vapor, las primeras que admiró Guadalajara, pues fue el primero en introducir esta útil y progresista mejora, tenían una ocupación provechosa. En estos tiempos del desenfreno de la prensa, de la publicación de periódicos y folletos inmorales y erróneos, las prensas del señor Rodríguez eran el contraveneno, el antídoto de la época. Si de otras salían producciones incendiarias, antirreligiosas e indecentes, de éstas abundaban escritos pacíficos, religiosos y de buena literatura. En su viaje a Europa y a los Estados Unidos del Norte, nos refería el mismo señor haber visto en un establecimiento tipográfico un almacén atestado de biblias protestantes. Esto le afectó profundamente, considerando el inmenso mal que con aquellos materiales podrían causarse en el sentido católico, y se propuso allí mismo que al volver a su patria, en acción de gracias al Todopoderoso por su feliz regreso a esta capital, había de hacer una grande impresión del Catecismo de la doctrina cristiana del padre Ripalda. Dios le concedió volver sano y salvo y cumplió su piadoso voto, haciendo de una vez una tirada de cien mil ejemplares de aquel pequeño libro que se repartió gratis y a bajos precios; antes y después repitió lo mismo, proveyendo de pequeños opúsculos instructivos y de calendarios llenos de máximas morales hasta estados lejanos, como Chihuahua. Los frutos de su litografía no han sido menos piadosos y edificantes que los de la imprenta. ¿Sabéis cuál era uno de los sueños dorados de ese varón benéfico? Hace cosa de dos meses, ya herido de la cruel enfermedad que lo llevó al sepulcro, nos decía: “Si Dios me concede uno o dos años más de vida, tal vez habré resuelto un problema que en Europa se afanan, todavía en vano, en resolver. Con la industria que he introducido en San Felipe, con algunas máquinas más, quizás haré que el establecimiento se mantenga con sus propios productos…” ¡Quizá su sucesor, su digno colaborador y amigo de hace muchos años, tenga la satisfacción de ver alcanzado ese triunfo! Todas estas buenas acciones y otras muchas que ni siquiera indico, que forman como una cadena de oro en su importante existencia, las realizó con modestia, huyendo de vana ostentación, adoptando el celibato voluntario cuyo estado le permitía consagrarse todo entero al servicio de la niñez desvalida y de la humanidad doliente. Sus intachables costumbres, sus elevados y bondadosos sentimientos, su incansable actividad en el bien, su fácil y amable trato sin perder su decoro personal, le atraían todas las voluntades y le conciliaban el respeto mezclado de una dulce confianza. vi Su muerte ha sido una calamidad pública. Sus funerales un triunfo de sus virtudes. El Venerable Cabildo eclesiástico, justo apreciador de su mérito relevante y de sus servicios eminentes, ofreció la catedral para sus exequias, que se verificaron, ante un alto catafalco y rodeadas del esplendor de un gran servicio fúnebre. Las amplias naves de este hermoso templo apenas bastaron para contener apiñada numerosa concurrencia, que de todas las clases sociales quiso ir a honrar las cenizas de una persona tan querida y a elevar sus sufragios por el eterno descanso de su alma. El séquito que acompañó el féretro en la tarde hasta el panteón fue mayor con mucho que el de la mañana. Fue una ovación espontánea, más general que cuantas hemos visto entre personas privadas. Todas las condiciones sociales se veían allí profusamente representadas: desde el desvalido niño de la Escuela de Artes hasta el gobernador del estado, desde el pobre más menesteroso hasta el rico más acaudalado. Las escuelas católicas y parroquiales, los seminaristas, los comerciantes e industriales, los munícipes, varios jefes y oficiales de grande uniforme; en fin los diputados al congreso del estado, que con una oportuna solicitud expidieron ese mismo día 2 el decreto en que declaran Benemérito del Estado, en nombre de la gratitud pública, a nuestro finado presidente. Todos, todos fraternizando en este duelo extraordinario, a pesar de sus disidencias políticas, demostraron de un modo elocuente la veneración y el alto aprecio que profesaban al varón insigne por sus virtudes, al hombre benéfico por sus servicios y al ciudadano verdaderamente popular. La capital, el estado todo y otras muchas ciudades de la República confirmarán, estamos seguros, por la prensa y por todos sus medios de comunicación el juicio público sobre el señor Rodríguez, de que somos un débil eco y que otros expresarán de una manera más adecuada. Pero es tiempo ya de concluir, y lo haremos reasumiendo nuestro sentimiento en algunas palabras que desearíamos que alguna vez sirvieran de inscripción a algún futuro monumento que recordará a las generaciones venideras la memoria de una persona tan benéfica, que supo amar mucho a la humanidad, y que excite a todos los hombres de corazón bondadoso, a los verdaderos cristianos, a imitar ese ilustre modelo. He aquí la modesta inscripción: Al señor licenciado don Dionisio Rodríguez. Al genio de la beneficencia. Al corazón noble y caritativo de Jalisco. “Era un varón recto y temeroso de Dios” La humanidad doliente agradecida. 1 Abogado y periodista (1846-1878). Fundador de los diarios La Gaceta Electoral y El Correo de Jalisco, entre otros. 2Al señor licenciado don Dionisio Rodríguez. Corona fúnebre a su preclara memoria, con textos de algunos de los principales escritores y poetas de la época, como Rafael Arroyo de Anda, Jesús López Portillo y Rojas, Pablo Ochoa y otros. Antigua Imprenta de Rodríguez, Santo Domingo número 13, Guadalajara, 1877, 70 pp. 3 El autor de esta inscripción es el señor don Agustín Fernández Villa. 4 Monseñor Ramiro Valdés Sánchez tradujo así este epitafio: “Aquí yace don Dionisio Rodríguez, varón piadoso y de excelentes costumbres. Compasivo sin límite ante las necesidades de los pobres, empleó toda su vida en ayudar a los necesitados. En sus exequias religiosas recibió abundantes elogios. Igualmente, la república lo reconoció como benemérito. Dios le conceda el premio eterno. Falleció el 1° de mayo de 1877”. 5 Nota. En la espera de la publicación de la Corona fúnebre del señor licenciado don Dionisio Rodríguez, entre cuyas composiciones se había pensado incluir ésta, no había visto la luz pública, con sentimiento de la Sociedad Católica, que puso inmediatamente su manuscrito a las órdenes de las personas que debían ordenar la expresada Corona. |