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Sermón predicado en la iglesia de Santa Teresa de Guadalajara, el día 1º de junio del presente año de 1877, en la función con que terminó el mes de María

+ Pedro Loza y Pardavé

Según sus biógrafos, el segundo arzobispo de Guadalajara gozó en su tiempo de bien ganada fama de buen orador. Vaya como muestra de ello el texto que sigue, publicado en las páginas de este Boletín hace 138 años, y que recuerda el acendrado culto que entonces gozaba la devota imagen de Nuestra Señora del Carmen que se veneraba en ese templo.1

Sint omnia nostra sub lege tua. Nos servi tui sumus… Utere servitio nostro, sicut placuerit tibi. “Todas nuestras cosas estén bajo tu ley. Nosotros somos tus siervos… Empléanos en tu servicio como te pareciere”.2 El terror que se había apoderado de los espíritus de muchos pueblos cuando Holoférnes, de orden del rey de los asirios y a la cabeza de un numeroso ejército venía talando los campos, incendiando las ciudades, pasando a cuchillo a todos sus moradores, robando tesoros y reduciendo a escombros y cenizas los lugares más florecientes, hizo que varios príncipes de aquellos mismos pueblos y de otros muy distantes, enviando sus embajadores, dijesen a aquel feroz general las palabras que acabo de citaros. Ellos se presentaron a Holoférnes; y llenos de temor y cobardía, le hablaron en estos términos: “Cese ya tu indignación para con nosotros, estamos a tus órdenes y no pensamos en resistirte, pues queremos más bien servir al gran rey de los asirios y someternos a tu imperio, que no morir o quedar reducidos a la triste condición de esclavos. Todas nuestras ciudades y posesiones, montes y colinas, campos y ganados, todas nuestras facultades, en fin, y nuestras familias, están a tu disposición y sujetas a tu imperio. Nosotros y nuestros hijos nos declaramos por tus siervos, ven a nosotros de paz y empléanos en tu servicio como mejor te pareciere: Sint omnia nostra sub lege tua. Nos servi tui sumus… Utere servitio nostro sicut placuerit tibi.

Otros motivos enteramente contrarios y de un orden superior, otros personajes infinitamente más altos y poderosos y otros sentimientos más nobles y sinceros son los que me recuerdan hoy y me hacen repetir estas palabras. Jesucristo, hermanos míos, que es Rey de reyes y Señor de señores, vino a conquistar al mundo no con las armas sino con su doctrina, con su preciosa sangre y con su muerte. Vino a destruir el imperio del pecado, a incendiar con el fuego de la caridad y a atar al pie de su cruz con las cadenas de su fe y de su amor, a todos los pueblos. Y María, como su dignísima Madre, Madre también nuestra por voluntad de Jesucristo, nuestra abogada y medianera, no sólo tuvo una gran parte en esta conquista, sino que exaltada por Dios a la mayor gloria y poder de que es capaz una pura criatura, no ha cesado desde el cielo de derramar sobre el mundo las riquezas de su amor, de su piedad y misericordia. ¿Cómo no será justo que nosotros, objeto de este amor y de estas bendiciones de María le digamos hoy, no movidos de temor y espanto, sino llenos de la admiración y gratitud más sinceras: “No podemos resistir, ¡oh Virgen poderosísima! a los incentivos de tu amor y generosa piedad, nos rendimos a tus pies, declarándonos siervos y esclavos tuyos, porque no queremos incurrir en la indignación de tu Hijo, ni sufrir la esclavitud del demonio. Nosotros todos, y cuanto de nosotros depende te estamos sujetos. Dispón a tu arbitrio de nuestras personas, de nuestros afectos y facultades: sint omnia nostra sub lege tua. Nos servi tui sumus. Utere servitio nostro sicut placuerit tibi.

Yo no dudo, hermanos míos, que cuanto habéis oído y meditado en todo el mes de mayo anterior, consagrado a los cultos de María, os ha de haber infundido esta disposición de ánimo, esta devoción de amor constante a la Madre de Dios. Porque se os han puesto a la vista todos sus misterios, es decir, todos aquellos acontecimientos y prodigios de su vida, desde que vino al mundo exenta de pecado, hasta que libre de las ataduras de la carne mortal, fue llevada por los ángeles y colocada en el trono de gloria que su divino Hijo le tenía preparado. Se os han recordado esas virtudes admirables y heroicas que practicó toda su vida y con las que aumentó más y más el caudal de sus gracias y merecimientos. Se os habló, en fin, de su grandeza, de su poder, de su inagotable bondad y ternura, y de la justicia con que todo el mundo la reconoce y venera como a su dulce Madre, su vida y su esperanza. ¿Qué resta ya sino que desde hoy nos consagremos enteramente a María por el recuerdo y consideración de esos misterios, por la imitación de esas virtudes y por la práctica y promoción de su culto? Ved aquí de lo que quiero hablaros y a lo que deseo persuadiros en este breve rato. Para lograr tal objeto, llamemos en nuestro auxilio a la misma Virgen Santísima, saludándola devotamente con el Ángel: ¡Ave María!­

i

Así como la Bienaventurada Virgen María cooperó de una manera tan directa y eficaz a la Encarnación del Verbo divino concibiendo por obra del Espíritu Santo y dando a luz al mismo Hijo de Dios hecho hombre, así también le somos proporcionalmente deudores de este indecible beneficio, de esta infinita misericordia y de todas sus dichosísimas consecuencias. La Iglesia santa lo reconoce así cuando en alguna de las festividades de María dice estas palabras: Per te, Dei Genitrix, nobis est vita perdita data. Por ti. ¡Oh Madre de Dios! Por tu medio recobramos la vida que habíamos ya perdido, pues tú diste a luz al salvador del mundo. Salvar al hombre fue el primero, el más grande y misericordioso fin del misterio de la Encarnación, y aunque bien sabéis en qué consistió esta salvación del hombre, nunca está por demás repetir tan consoladora doctrina, así como nunca seremos capaces de estimar en todo su valor y agradecer tan alta misericordia.

Ofendida la majestad de Dios por el pecado del hombre, hecho este y toda su miserable descendencia objetos de ira a los ojos del Eterno, debían sentir todo el peso de su indignación y a participar de las penas eternas de los ángeles malos, ya que habían sido prevaricadores como ellos, sin que les fuera dable satisfacer debidamente a Dios para aplacar su enojo, pues en todo el linaje humano nada hubiera sido y en nada hubiera podido resarcir la injuria cometida por la infinita distancia y desproporción que había entre la criatura culpable y el ofendido Creador. Pero haciéndose hombre el mismo Hijo de Dios, cambió felizmente la condición del género humano. Jesucristo pudo morir y murió  en efecto como hombre; más su divinidad  dio a esta muerte un valor y mérito tan infinitos que no sólo reconcilió al mundo don su Eterno Padre, no sólo nos abrió las puertas del cielo, sino que nos mereció tal abundancia de gracias y bendiciones que más fue incomparablemente lo que adquirimos por Jesucristo que lo que habíamos antes perdido por la culpa. He aquí a los hombres salvos y redimidos por el Hijo de Dios, ¿qué pueden hacer por su parte para pagar de algún modo esta inmensa deuda del amor divino, sino lo que les dice el apóstol san Pablo: “Jesucristo murió por todos, para que los que viven no vivan ya para sí, sino para Aquél que murió por ellos”;3  o como se expresa en otro lugar: “Habéis sido comprados a gran precio, glorificad y llevad siempre a Dios con vosotros”.4

            Pero bien, hermanos míos, después de Dios y supuesta su infinita bondad y clemencia, sin la cual nunca hubiera podido levantarse el hombre caído, ¿a quién sino a María somos deudores de este Salvador, de este Redentor que nos compró al precio de sus sangre? ¿Quién sino María dio vida en su virginal seno a esa humanidad bendita, a ese Cordero inmaculado que había de ofrecerse en sacrificio para borrar los pecados del mundo? ¿Qué carne fue crucificada, qué sangre sino aquella que María comunicó a su Santísimo Hijo? Si pues con toda justicia somos siervos de este Señor que dio su sangre por nosotros, justamente también debemos serlo de María, que nos dio por su parte al mismo Redentor y con él juntamente también el infinito precio de nuestra redención. Y así, con toda verdad y llenos de gratitud deberemos decirle: “Siervos tuyos somos, no emplearemos nuestra vida sino en rendirte nuestros homenajes y servicios, puesto que con nada podremos corresponder la rica dádiva que te debemos: sint omnia nostra sub lege tua. Nos servi tui sumus”.

Por aquí podremos conocer cómo deben considerarse los misterios de María. Todos ellos se refieren precisamente a la dignidad a que fue elevada de Madre de Dios, porque los unos tuvieron por objeto santificarla y prepararla para esa dignidad augusta. Otros nos la representan desempeñándola ya para gloria de Dios y en cumplimiento de su voluntad adorable, y otros, en fin, fueron la recompensa de su sublime santidad e indecibles méritos. Pero para la salud del hombre se verificaron todos. Sí, para bien y honra nuestra fue María escogida desde la eternidad y constituida por Dios como la primogénita entre todas las criaturas. Para bien y remedio nuestro fue concebida exenta de pecado y adornada de innumerables gracias y virtudes. Para bien del mundo, anunciando con su nacimiento la redención y la paz a todos los mortales y consagrándose enteramente a Dios desde su primera infancia. Y ¿quién puede dejar de conocer la fuente inagotable de bienes y de gracias que tuvimos en María desde que ella tuvo en su seno al mismo que era el deseado de las naciones? Ella llevó desde luego a la casa de Isabel la dicha y la alegría y a todo el mundo trajo después la salud y felicidad dando a luz al Verbo de Dios hecho hombre. Ella lo ofreció a Dios en el templo, lo educó, acompañó y asistió hasta el momento en que en la cruz dio el Señor el último suspiro. Ella quedó, en fin, constituida madre de los hombres por voluntad expresa de su Hijo moribundo; y aunque elevada después a una gloria cual correspondía a su altísima dignidad y al inmenso cúmulo de sus merecimientos, no ha dejado de tener entrañas de madre para con nosotros. Nos ama y nos protege, ruega por nosotros y nos alcanza el perdón y la vida. ¿Qué menos podremos hacer por nuestra parte, que recordar con viva gratitud todos estos misterios y consagrar a María en estas santas meditaciones nuestro entendimiento, nuestra voluntad y memoria, nuestros afectos y deseos, diciéndole con veras de nuestro corazón: “Tuyas son, ¡oh Señora! todas nuestras potencias y facultades, no queremos emplearlas sino en tu servicio”.

ii

El otro fin y altísimo objeto con que se hizo Dios hombre, fue el de reparar y rehabilitar a la humanidad con su celestial doctrina y con su gracia. El pecado no sólo había traído sobre el hombre la ira de Dios, no sólo le había hecho reo de una condenación eterna, sino que además había ofuscado su entendimiento y había envenenado y corrompido su corazón. Degradada así su naturaleza, no había en él más que ignorancia y pecado, por lo que con toda propiedad se dice en la Escritura Santa que los hombres antes de Jesucristo “estaban de asiento en tinieblas y sombra de muerte”.5 Más el Hijo de Dios fue enviado al mundo para disipar estas tinieblas y destruir el pecado, según lo que Dios había prometido por el profeta Isaías en estas palabras: “He aquí que yo te he establecido para que seas luz de las naciones, y la salud que yo envío hasta las extremidades de la tierra”.6 Jesucristo en efecto predicó su divina doctrina y derramó su gracia en las almas, y el mundo todo cambió de aspecto: la naturaleza del hombre fue levantada y ennoblecida, y se conocieron y practicaron en el mundo las virtudes cristianas, que son las que dan vida, mantienen y hacen florecer a los pueblos y a las naciones.

            Y María, por su parte, ¿de qué manera cooperó a esta grande obra? ¡Ah, hermanos míos! María no predicó sino con su ejemplo. Llena de gracia y enriquecida con los dones más excelentes, retrató en sí misma la imagen y santidad de su Hijo, o más bien, Dios formó en ella el modelo más acabado de toda santidad, de manera que ella fue, después de Jesucristo, como la fuente y manantial de donde se derramaron por todo el mundo las aguas saludables de las virtudes. Y así san Bernardo, aplicando a la Santísima Virgen aquellas palabras de la Sabiduría: “Establecí mi habitación en la numerosa congregación de los santos”, dice que María reunió en sí sola las gracias y dotes que han tenido todos los santos. Tuvo la fe de los patriarcas, el espíritu de los profetas, el celo de los apóstoles, la constancia de los mártires, la abstinencia y sobriedad de los confesores, la castidad de las vírgenes y la pureza de los ángeles.7 María iluminó al mundo con la práctica de todas estas virtudes, disipando las tinieblas del vicio. “Quita a este sol que nos alumbra -dice el mismo san Bernardo-, y ¿qué tendrás sino tinieblas? […] Quita a María y no hallarás sino oscuridad horrible, densísimas tinieblas de pecados”. Y a la verdad, ¿quién dio valor y ennobleció a la pobreza sino María, quien a semejanza de Jesús vivió siempre pobre, y mereció la primera aquella bienaventuranza prometida a los pobres de espíritu? ¿Quién exaltó la humildad sino María, que siendo elegida para Madre de Dios, quedó como abismada en su propio conocimiento y se llamó y confesó esclava del Señor? ¿Quién dio realce a la paciencia sino María, que hizo de su cuerpo y de su alma un holocausto, el más agradable al Altísimo? ¿Quién, en fin, de todas las puras criaturas amó más a Dios y tuvo mayor caridad para con los hombres que María, quien no hizo otra cosa desde el instante mismo de su animación, sino vivir para Dios, unirse con él y conformar perfectísimamente su voluntad con la de Dios?

De estos grandes ejemplos brotaron en la Iglesia como de otras tantas semillas las virtudes, y estas son las que desde entonces han contrariado y hecho avergonzar a los vicios, han hermoseado a las almas y han mejorado y ennoblecido a los pueblos cristianos. Luego, si nosotros, con el mundo entero somos deudores a María de tan inestimables beneficios, ¿cómo no corresponderemos a ellos de alguna manera consagrándonos a imitar hasta donde nos sea posible sus virtudes? María, dice san Ambrosio,8 fue una criatura tan singular y privilegiada, que su vida sola debe servir de norma y modelo para todos. Si ella nos es tan amable es precisamente por sus virtudes, ¿cómo pues dejaremos de practicarlas? O Digamos más bien ¿podremos amar verdaderamente a María, si la desagradamos con nuestras acciones? ¿Pueden ser siervos y devotos de María humilde los que están dominados de la soberbia; de María obediente los que están del todo apegados a su voluntad propia; de María castísima, los que viven en la impureza? No. En verdad, hermanos míos, nuestra devoción, nuestra oblación a María, deben ser dignas de su santidad y como verdaderos siervos suyos debemos decirle de corazón y de palabra: “Toda nuestra conducta ¡oh Virgen Santa!, queremos que sea conforme con tus ejemplos y virtudes. Quita de nosotros lo que te desagrada, danos lo que es acepto a los ojos de tu Hijo y a los tuyos, dispón, en fin, de nosotros, como mejor te pareciere: servi tui sumus. Utere servitio nostro, sicut placuerit tibi”.

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Jesucristo con su vida, pasión y muerte dio tanta gloria a su eterno Padre y adquirió tan infinitos méritos que como en recompensa se le dio el imperio de todas las criaturas. Él es el supremo juez de vivos y muertos. Él es el rey de los siglos; su reino no acabará jamás. Así estaba profetizado en uno de los salmos,9 en que el Padre eterno le dice: “Te daré todas las naciones en herencia, y extenderé tu dominio hasta los últimos términos de la tierra”. San Pablo dice también10 que las humillaciones y obediencia de Jesucristo le merecieron que Dios ensalzara y le diera un nombre que es sobre todo nombre, de manera que al nombre de Jesús se doble toda rodilla ya sea en el cielo o en la tierra o en el infierno mismo.
Más en esta denominación y reinado de Jesucristo debía tener parte su dignísima Madre María, pues que la había tenido igualmente en sus padecimientos, en su humillación y en su obediencia. Y porque siendo Madre del Hombre-Dios debía poseer todas las cosas que son de su Hijo. Esta Señora reina en el cielo sobre todos los ángeles y santos y reina también sobre todos los imperios y potestades del mundo, supuesto que es Madre de aquel gran Rey bajo cuyo dominio puso el Padre eterno las obras todas de sus manos.
Como reina del cielo y de la tierra, de los ángeles y de los hombres, la ha reconocido e invocado la Iglesia en todo tiempo, y como a su reina y Señora la han proclamado y venerado todos los pueblos cristianos. María misma lo profetizó así cuando en la casa de Isabel e inspirada por el Espíritu Santo prorrumpió en aquel cántico sublime en el que ensalzando la grandeza y misericordia de Dios, atribuyéndole -como era justo- toda la gloria de la felicidad de que estaba inundada y humillándose en su divina presencia, dijo entre otras cosas: “El Señor ha puesto los ojos en la humildad de su sierva, y ved aquí que por esto me llamarán bienaventurada todas las generaciones”.
11 Así ha sucedido en verdad en todos los siglos, las naciones todas, todos los pueblos, todas las clases han llamado bendita y bienaventurada a María, han admirado y ensalzado sus santidad, su virginidad, su humildad, su dignidad incomparable de Madre de Dios; la han invocado como a Madre de misericordia, como a consuelo de afligidos y refugio de pecadores y han cifrado en ella todas sus esperanzas porque han creído justamente que su intercesión y ruegos para Jesucristo son los más poderosos y eficaces.

¿Y por ventura se han frustrado jamás estas esperanzas? ¿Se ha ocurrido en vano alguna vez a esta Reina clementísima, a esta Madre de misericordia? ¿Qué herejías, qué enemigos se han levantado en diecinueve siglos contra la Iglesia de Dios, que por la intercesión de esta Señora no hayan sido humillados y confundidos? ¿Qué pueblos se ha puesto bajo el patrocinio de María que no los haya defendido en sus peligros, consolado en sus calamidades, favorecido en sus empresas? ¿Qué familias han sido verdaderamente devotas de María que no hayan experimentado multiplicadas bendiciones y favores del cielo? ¿Qué grandes pecadores, en fin, por más abominables que hayan sido sus extravíos, han ocurrido humildes al refugio de María que no hayan logrado salir del abismo de sus miserias, volver sobre sus pasos, recobrar la tranquilidad de sus conciencias, reconciliarse enteramente con Dios? ¡Ah! “María -dice san Bernardo- es toda para todos y sin examinar los méritos a todos se muestra exorable y clementísima, a todos franquea el tesoro inagotable de su misericordia, para que participen de ella en abundancia. Al enfermo da la salud, al cautivo el rescate, al triste el consuelo, al pecador el perdón, al justo la gracia, y a los ángeles mismos la alegría.”12

            Ved aquí los grandes y poderosos motivos que deben determinarnos a servir con fervor a esta Reina y Virgen inmaculada. Dios así lo quiere y en esto nos manifiesta cuán grande es su bondad para con nosotros. Por eso ha honrado y enaltecido tanto a María. Por eso la ha constituido nuestra medianera y como la depositaria de todas sus gracias. La Iglesia nos enseña y prescribe este culto de María y en ninguna ocasión, en ninguno de sus oficios deja de honrarla, invocarla y pedir su socorro. Los pueblos cristianos y el mundo entero nos convidan y excitan al culto de María y los fieles devotos de esta Señora nos dan ejemplo en todos partes, con los frecuentes obsequios que le tributan, con su fervor y celo en propagar su culto. Nuestro mismo corazón, en fin, las calamidades mismas que nos afligen y la dulce experiencia de los grandes e innumerables beneficios que hemos recibido de María, nos dicen a cada paso, que sólo en sus entrañas maternales, en su amor y clemencia, en su intercesión poderosísima con su Hijo Jesús, podemos esperar nuestra salud y remedio.

Por eso el día de hoy, ¡oh altísima Señora! Hemos venido al pie de tu altar a depositar en él nuestros corazones, declarándonos siervos tuyos y consagrándonos con fidelidad a tu amor y servicio. Recordaremos siempre llenos de humildad, admiración y gratitud, los misterios de tu preciosa vida. Trabajaremos en adquirir las virtudes de que en ella nos diste tan brillantes ejemplos y practicaremos constantemente y promoveremos de la manera posible tu culto, para que santificados por este medio durante nuestra vida, logremos por tu intercesión hacerte compañía y gozar de Dios en la gloria. Así sea.

 



1 Nos es grato insertar en éstas columnas el presente sermón que, hasta después de muchas instancias, nos hizo favor de concedernos su ilustrísimo y reverendísimo autor [Nota de los editores].Cfr. Colección de Documentos Eclesiásticos, números 32 y 33 (22 de junio y 8 de julio de 1877). Guadalajara, pp. 298-302 y 306-309. La imagen de Nuestra Señora del Carmen fue trasladada en el año 2004 al actual monasterio de Santa Teresa, en la colonia Monraz de Guadalajara.

2  Jud. 3, 4-6.

3 1 Cor, 6, 20

4 2 Cor, 5, 15

5 Luc. 1, 7. 9

6 Is. 49, 6

7 Apud Alapid. In Eccum. c. xxiv, v. 16

8 Lib. 2 de Virginib.

9 Sal. 2, 7

10 Fil. 2, 8-10

11 Luc. 1, 48

12 Serm. de 12 Stellis.



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