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Doctorado Honoris causa de Santa Teresa de Jesús Saverio Cannistrà, O.C.D. El 3 de agosto del año en curso de 2015, y en el marco del d aniversario del nacimiento de Santa Teresa de Jesús, el General de la Orden de la Descalcez Carmelitana ofreció esta sentida síntesis de la vida y la obra de una reformadora que marcó la historia de la Iglesia mucho más allá de las fronteras de su patria y su tiempo. Eminentísimos Señores Cardenales, Ilustrísimos Señores Obispos, Excelentísimos Rectores, autoridades eclesiásticas, civiles, militares y académicas; señoras y señores todos: Me toca ahora, en nombre de Santa Teresa de Jesús y como General de la Orden que ella fundó, agradecer a la Universidad Católica de Ávila que hoy le conceda el título de doctora Honoris causa, y particularmente a Su Eminencia el Cardenal don Antonio Cañizares la hermosa Laudatio que ha precedido estas mis palabras. Vienen a mi mente ahora las palabras de Teresa al inicio del Libro de las Fundaciones: “Pareciéndome a mí ser imposible […], me estaba encomendando a Dios, y algo apretada, por ser yo para tan poco […], me dijo el Señor: «Hija, la obediencia da fuerzas»”. Comienzo, pues, con el mismo espíritu de la Santa: “en nombre del Señor, tomando por ayuda a su gloriosa Madre, cuyo hábito tengo, aunque indigna de él, y a mi glorioso padre y señor San José”.
1. Ávila
Déjenme alzar un poco la mirada y dirigirla a la ciudad que nos acoge, cinchada por la muralla que la protege y caracteriza, única, Ávila de los caballeros, Ávila de los leales, ¡Ávila de Santa Teresa! Curiosa esta imponente estructura con sus 88 torreones, sus nueve puertas, que hoy, más que defender la ciudad, la abre y la presenta al mundo, invita y acoge –no rechaza– a sus visitantes, cautivándoles y convocándoles a una experiencia única, sobria, profunda, recoleta, a la que magníficamente cantó don Miguel de Unamuno:
Esa ciudad de Ávila, tan callada y silenciosa, tan recogida, parece una ciudad musical y sonora. En ella canta nuestra historia eterna; en ella canta nuestra nunca insatisfecha hambre de eternidad.
En 1505, un toledano de nombre Alonso Sánchez de Cepeda busca una casa en la que establecerse en Ávila con su mujer, Catalina del Peso, y sus dos hijos. Poco antes, don Alonso había dejado junto a su padre y sus hermanos la Ciudad Imperial, después de haber sido reconciliados por la Inquisición –convenía alejarse de un lugar en el que su sangre judía era para todos evidente–, para iniciar una vida nueva y alejada de sospechas en Ávila. Encuentra don Alonso una de su gusto, vecina a la de su hermano Francisco y al solar de don Diego Álvarez de Bracamonte, enfrente del hospital de Santa Escolástica, y allí vivirá también con su segunda esposa, doña Beatriz de Ahumada, con quien tendrá otros diez hijos. Todos ellos vienen al mundo en una pieza concreta de la casa, que el primer biógrafo de la Santa, Francisco de Ribera, tuvo ocasión de visitar hacia 1587: “Las cuales casas yo he visto y la pieza donde la Santa nació, y otras junto a ella donde durmió más de quince años”. Es en esa casa y en esa pieza, hoy convento de los Carmelitas Descalzos conocido universalmente como La Santa, donde un 28 de marzo de 1515 vio la luz por primera vez Teresa de Cepeda y Ahumada, Santa Teresa de Jesús: “En Ávila a veinte y ocho días del mes de marzo de quinientos y quince años, nació Teresa, mi hija, a las cinco horas de la mañana media hora más o menos (que fue el dicho miércoles amaneciendo)”. Ávila es entonces una ciudad empapada de piedad y devoción, como la misma Santa Teresa hará notar más tarde a su hermano Lorenzo, en carta escrita el 17 de enero de 1570: “En todo el pueblo hay tanta cristiandad que es para edificarse los que vienen de otras partes: mucha oración y confesiones y personas seglares que hacen vida de perfección”. Eran muchos los sacerdotes, religiosos y religiosas de la ciudad, y los nobles, sobre todo las mujeres, se implicaban económicamente en la ayuda a los conventos y monasterios y en la promoción de fundaciones. Los clérigos y religiosos de Ávila se agrupaban en ocho parroquias, siete conventos y otros siete monasterios, atendiendo a una población de cerca de 8.600 almas, entre las que se contaban algunos moriscos convertidos forzosamente. Los judíos habían ido abandonando paulatinamente la ciudad desde 1481 y hasta su expulsión definitiva en 1492. Algunos, convertidos, quedaron en la ciudad, pero ya sin el peso y la importancia que habían tenido en la Edad Media. Los que conservaron su fe o judaizaron después de convertidos, fueron perseguidos por la Inquisición, quemados en la hoguera o sambenitados. Es en esta ciudad, en este ambiente, en el que se forjan los cimientos que harán de Santa Teresa quien es hoy para nosotros. Estamos acostumbrados a contemplarla por los caminos de Castilla y Andalucía, fundadora y escritora, metida en pleitos, vagamunda e inquieta por amor al Amor. Olvidamos así que los primeros 49 años de su vida –y parte de los 18 restantes–, los pasó aquí, en Ávila, algunos de ellos enormemente decisivos. Aquí se hizo amiga de letras, de libros y de letrados; aquí tuvieron lugar sus más profundas experiencias místicas, las que le permitieron comprender el misterio de Dios, que siempre espera, que manifiesta su misericordia incansable en Cristo, capitán del amor, amigo y compañero del hombre, siempre presente a nuestro lado en su Sacratísima Humanidad; aquí aprendió que no estaba hueca, que su alma era un castillo de diamante o muy resplandeciente cristal en el que mora todo un Dios; aquí, en definitiva, gustó la Verdad que permanece para siempre, siempre, siempre.
2. Teresa de Jesús, doctora
El 4 de marzo de 1922, el claustro de la Universidad de Salamanca, presidido por su Vicerrector, don Miguel de Unamuno, aprobó el nombramiento de Santa Teresa como Doctora Honoris causa, la primera mujer en su historia, por el alma mater salmanticense. Mediaba la petición del entonces Obispo de la diócesis salmantina, el doctor de Diego y Alcalá. El 6 de octubre, en ceremonia solemne –en la que Unamuno no quiso estar presente por motivos políticos–, se otorgaba oficialmente el doctorado a la Santa por su genio literario, la hondura de su discurso teológico y por expresar de modo único el alma española. El mismo Alfonso xiii, presente junto a la reina Victoria Eugenia en las celebraciones, colocaría más tarde el birrete y la pluma de oro en la imagen de Santa Teresa del convento de Alba de Tormes. Casi cincuenta años más tarde, Pablo vi confería a la Santa el título de Doctora de la Iglesia universal. En su homilía, el Papa Beato, sin dejar de reconocer los méritos humanos y literarios de Teresa y haciendo mención a su carácter español, ponía el acento en su doctrina, que “brilla por los carismas de la verdad, de la fidelidad a la fe católica, de la utilidad para la formación de las almas”. Y recalcaba la profundidad de su sabiduría, aprendida en sus lecturas y en su contacto con letrados, sí, pero también en la escuela de la oración, en la que recibió “el influjo de la inspiración divina” que hacen de ella una “prodigiosa y mística escritora”. Estamos, decía el beato Pablo vi aquel 27 de septiembre de 1970, “ante un alma en la que se manifiesta la iniciativa extraordinaria [del Espíritu Santo], sentida y posteriormente descrita llana, fiel y estupendamente por Teresa con un lenguaje literario peculiarísimo”. Invitaba, así mismo, a comprender y vivir la proclamación del doctorado teresiano como
un acto que quiere ser intencionalmente luminoso, y que podría encontrar su imagen simbólica en una lámpara encendida ante la humilde y majestuosa figura de la Santa. Un acto luminoso por el haz de luz que ese mismo título doctoral proyecta sobre ella; un acto luminoso por el otro haz de luz que ese mismo título doctoral proyecta sobre nosotros.
Procuremos también nosotros que este acto académico sea doblemente luminoso: de una parte, la Academia honra a Santa Teresa e ilumina de nuevo su memoria al concederle este nuevo doctorado, de otra, se siente iluminada por el magisterio de la figura a la que honra y que, en este acto, reconoce. El Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, al definir la palabra doctor, lo hace así en su segunda acepción: “persona que enseña una ciencia o arte”. Y al doctor Honoris causa lo define como “persona eminente” ¿Qué nos enseña Teresa de Jesús? ¿Dónde hallamos la razón de su eminencia?
3. Una mujer excepcional
No son pocos los que, desde una ladera u otra del pensamiento, han encontrado en Santa Teresa a una mujer que descuella entre los demás, que sobresale y nos aventaja. Ella misma no ocultaba las gracias con las que el Señor había adornado no sólo su carácter, sino también su físico, pues fue descrita por algunos de sus contemporáneos como mujer muy hermosa, incluso en su vejez. La mayor riqueza de su genio humano, sin embargo, no reside en los beneficios que para ella supusieran esas gracias, sino en su capacidad de vivirlos desde la virtud de la empatía. Implícita y explícitamente la Santa invita a cada uno a reconocer las gracias y virtudes con las que hemos sido regalados por el Señor, para ponerlas a su servicio y al de los otros. Cierto es, ella lo reconoce, que por muchos caminos y vías lleva Dios a las almas, pero la meta es la misma y para Teresa es muy clara. Santa Teresa nos enseña que todos somos amados, muy amados, demasiado amados. No estamos huecos, no somos un puñado de polvo y ceniza llamado a disolverse en la noche de los tiempos, víctima del olvido. Sí, polvo somos, pero para Teresa igual que para el gran Quevedo, polvo enamorado, fruto de un amor eterno, de un fuego inextinguible: el amor de Dios, del que nacemos, que nos sostiene en cada una de las etapas de la vida y nos espera al bajarse el telón de nuestra existencia terrena para regalarnos la verdadera, la que dura siempre, siempre, siempre. Desde esta clave vive y desde ella nos anima a vivir la propia existencia, porque quien se sabe amado, ama, se desvive por agradar a los demás, por darles contento y regalarles ternura. Quien conoce tan gran amor no sabe sino vivir amando, donándose, sirviendo a todos, gozando con sus risas, llorando con sus penas, abrazando compasivamente sus miserias, perdonando, agradeciendo: “Yo lo miro con advertencia en algunas personas (que muchas no son por nuestros pecados) –nos dirá Teresa–, que mientras más adelante están en esta oración y regalos de nuestro Señor, más acuden a las necesidades de los prójimos”. Las virtudes teresianas son una escuela de vida no sólo para las comunidades del Carmelo descalzo, sino para todos los creyentes y, por qué no, también para hombres y mujeres de buena voluntad que sepan acercarse a su palabra libres de prejuicios. Una escuela que hemos dado en llamar el humanismo teresiano. Piedra angular de éste, como decía, es el amor. Nos lamentamos muchas veces de las adherencias que, en nuestro tiempo, han desprestigiado un término de tan gran valor; pero no somos originales. Ya Santa Teresa era consciente de que hay muchas formas de entender el amor y no se maravillaba de que no supiésemos qué cosa es amar de veras. Ella nos lo aclara; los verdaderos amadores
ponen los ojos en las almas y miran si hay qué amar; y si no lo hay y ven algún principio o disposición para que, si cavan, hallarán oro en esta mina, si la tienen amor, no les duele el trabajo… Es muy bien las unas se apiaden de las necesidades de las otras… Todo lo que desea y quiere es ver rica a aquella alma de bienes del cielo…
La experiencia humana que mejor define el amor al estilo teresiano es la amistad, y por eso ella la usa con profusión para iluminar lo que ha vivido e invitarnos a vivirlo, incluso en la relación con Dios. La amistad teresiana se caracteriza, además de por las notas que fueron antes enunciadas, por la transparencia y la sinceridad, el amor a la verdad y la comprensión de las debilidades de los otros. Basta echar un vistazo a su correspondencia para comprender que, para Santa Teresa, los amigos no son cómplices en el peor sentido del término, sino compañeros en el camino del descubrimiento de la propia verdad, capaces de denunciar los errores y defectos del otro no para condenarlo, sino para enderezar su camino; capaces también de dejar a los otros enderezar el nuestro. Todo ello porque bien fundado en el perfecto modelo del amor:
¡Oh precioso amor, que va imitando al capitán del amor, Jesús, nuestro bien! que se parece y va imitando este amor al que nos tuvo el buen amor Jesús y así, estos que lo viven, aprovechan tanto.
Hablar de humanismo teresiano es hablar de libertad, de capacidad de vivir desasidos de cualquier vínculo que no sea liberador. La obediencia, el servicio, el sometimiento a Dios y a los otros –términos tan políticamente incorrectos en este tiempo nuestro– son vividos y explicados por Teresa como lazos que desatan, ataduras que rescatan de la tiranía del propio yo, de la dictadura del individualismo que se disfraza de independencia, truco falaz que nos promete ser dueños de nosotros mismos para convertirnos en esclavos solitarios. Las exigencias del modelo de vida religiosa propuesto por Teresa para sus hijos e hijas no son sino exigencias del amor para alcanzar la libertad: incluso la reja de sus monasterios es símbolo de independencia, de emancipación para las hermanas que, tras ella, podrán vivir libres como amigas entre sí y de Cristo, sin intromisiones no deseadas ni deseables, porque libres quiere Dios a sus esposas: “¡Dichosos los que con fuertes grillos y cadenas de los beneficios de la misericordia de Dios se vieren presos e inhabilitados para ser poderosos para soltarse!” –exclamará Teresa. Y más adelante: – “¡Oh, libre albedrío tan esclavo de tu libertad si no vives enclavado con el temor y amor de quien te crió!” Y aunque muchas notas más se podrían enumerar, no quiero dejar de referirme a una que me parece esencial: Teresa nos enseña a vivir con humor, a ser incluso irónicos –con tal de serlo con finura e inteligencia–, porque hay muchas verdades que se entienden mejor echando mano de la sonrisa, y también, cuando es necesaria, de la burla, la broma y la risa, ejercidas y encajadas, permítanme la expresión, con deportividad teresiana.
4. Una palabra viva
Son de todos conocidas las palabras de fray Luis de León, primer editor de las obras de Santa Teresa: “yo no conocí a la Madre Teresa, mas la conozco y la veo casi siempre en dos obras vivas que nos dejó de sí, que son sus hijas y sus libros”. Al declararla doctora, se reconoce sin duda su genio literario, su capacidad para elevar la lengua castellana a cotas que hacen de Santa Teresa un clásico, comparable a los grandes maestros del Siglo de Oro. La voraz lectora, primero de libros de caballerías, luego de obras espirituales, termina por ser escritora, afanosa por decir su palabra. El mismo fray Luis afirma también de la escritura teresiana: “En la forma del decir, y en la pureza y facilidad del estilo, y en la gracia y buena compostura de las palabras, y en una elegancia desafeitada que deleita en extremo, dudo yo que haya en nuestra lengua escritura que con ellas se iguale”. Pero es precisamente uno de los escritores más brillantes de aquel tiempo, Lope de Vega, el fénix de los ingenios, quien nos enseña cuál es el valor más eminente de la palabra teresiana. Lo hace en el último terceto de uno de los sonetos que dedicó a la Santa: “Con razón vuestra ciencia el mundo admira, / si el seráfico fuego a Dios os junta, / y cuanto veis en él, traslada el alma”. En sus escritos, Santa Teresa busca decirse y, sobre todo, hacerlo desde la perspectiva de quien le ha permitido conocerse, de quien como decía el poeta Salinas, ha sabido sacar de ella “su mejor tú”: Dios, que es su vida. Él es su interlocutor y con él y de él quiere hablar con el lector: revelarnos su misterio, al que ella ha tenido acceso por experiencia. Cantar sus misericordias, ése es su objetivo. No existe en Teresa la vanidad del escritor, empeñado en decir su palabra y quizá convencido de que es la única, la definitiva, la más aclaratoria y reluciente. Satisfecha, sí, cuando logra decir lo que quiere, lo está porque convencida de haber contribuido a engolosinar a sus lectores en ese bien tan alto. Escritora por obediencia, sí, pero no simplemente hacia sus confesores, sino ante todo a la fuerza de la experiencia del Dios vivo que quiere todos se dispongan a saborear:
Quisiera yo –nos dice al comenzar el Libro de la vida– que, como me han mandado y dado larga licencia para que escriba el modo de oración y las mercedes que el Señor me ha hecho, me la dieran para que muy por menudo y con claridad dijera mis grandes pecados y ruin vida. Diérame gran consuelo… Sea bendito siempre, que tanto me esperó. A quien con todo mi corazón suplico me dé gracia, para que con toda claridad y verdad yo haga esta relación que mis confesores me mandan; y aun el Señor sé yo lo quiere muchos días ha, sino que yo no me he atrevido. Y que sea para gloria y alabanza suya, y para que de aquí adelante, conociéndome ellos mejor, ayuden a mi flaqueza, para que pueda servir algo de lo que debo al Señor. A quien siempre alaben todas las cosas. Amén.
Palabra, pues, que se transforma en servicio a Dios y a los otros. Santa Teresa, pionera de la modernidad, nos invita en sus escritos a la tarea más compleja y a la vez más apasionante que puede emprender el ser humano: conocerse a sí mismo y emprender un camino de lucha y conquista que trae consigo la liberación de la persona a través del cultivo de la amistad con Dios, que nos abre a la renuncia de nosotros mismos y al servicio a los otros: “Es otro libro nuevo de aquí adelante, digo otra vida nueva. La de hasta aquí era mía. La que he vivido desde que comencé a declarar estas cosas de oración es que vivía Dios en mí, a lo que me parecía… Sea el Señor alabado, que me libró de mí”.
5. Maestra de oración
Un doctorado teresiano, finalmente, es un homenaje a la maestra de los caminos del Espíritu, a la maestra de oración. Al mismo tiempo, nos exige ponernos a la escucha de su experiencia, reconocer que el camino por ella propuesto es accesible para todos: Teresa nos enseña a orar y, lo que es más importante, nos estimula para que oremos, nos empuja a orar, nos obliga a reconocer que orar es una tarea imprescindible, pues acarrea un sinfín de bienes para el creyente y para la comunidad cristiana. Orar, nos dirá Santa Teresa, no es difícil, porque orar es amar y amar sabemos –o deberíamos saber– todos. La dificultad estriba no en la oración, sino en nuestra falta de confianza, en nuestra enorme dificultad para creer que Dios está ahí, presente en medio de nosotros, envolviéndolo todo, haciéndose el encontradizo de mil y una maneras y que podemos tratar con Él como con amigo, aunque es Señor, y no, por cierto, al modo de los señores del mundo que todo el señorío lo ponen en autoridades postizas. Para hablar con Él no necesitamos dar voces; para buscarle no necesitamos alas; sino… mirarle dentro de sí; acoger a tan buen huésped; hablarle como a Padre; pedirle como a Padre. Teresa nos llama a emprender, con determinada determinación, el camino de la confianza en el encuentro posible, apoyados solo en Él:
Hasta ahora parecíame había menester a otros y tenía más confianza en ayudas del mundo; ahora entiendo claro ser todos unos palillos de romero seco y que asiéndose a ellos no hay seguridad, que en habiendo algún peso de contradicciones o murmuraciones, se quiebran. Y así tengo experiencia que el verdadero remedio para no caer es asirnos a la cruz y confiar en El que en ella se puso. Hállole amigo verdadero y hállome con esto con un señorío que me parece podría resistir a todo el mundo que fuese contra mí, con no me faltar Dios. ¡Oh, quién diese voces por Él para decir cuán fiel sois a vuestros amigos!
La escucha atenta del eminente magisterio teresiano nos pone frente a la posibilidad de descubrir, nosotros también, al Cristo hombre, amigo, maestro interior cuya carne glorificada descansa en el seno de la Trinidad y, al tiempo, le capacita para ser compañero de camino que, en el silencio de la oración y por la fuerza del Espíritu, instruye, estimula, consuela y escucha:
Tenía este modo de oración…, representar a Cristo dentro de mí. En especial me hallaba muy bien en la oración del Huerto: allí era mi acompañarle. Pensaba en aquel sudor y aflicción que allí había tenido, si podía; deseaba limpiarle aquel tan penoso sudor.
No nos llama Teresa a grandes complicaciones, a razonamientos profundos, a esfuerzos de la mente por elevarse a la esfera divina:
Nos os pido ahora que penséis en él ni que saquéis muchos conceptos ni hagáis grandes y delicadas consideraciones con vuestro entendimiento; no os pido más de que le miréis… Mirad que no está aguardando otra cosa sino que le miremos. … Si estáis alegre, miradle resucitado; si estáis triste, miradle cargado con la cruz. Miraros ha Él con unos ojos tan piadosos, que olvidará sus dolores por consolar los vuestros.
En resumidas cuentas:
pensar y entender qué hablamos y con quién hablamos y quién somos los que osamos hablar con tan gran Señor…, es oración mental; no penséis que es otra algarabía ni os espante el nombre.
Así vivida, nuestra oración hará de nosotros hombres y mujeres del Reino, empapados del Evangelio que es Cristo, capaces de amar y perdonar, como ella pedía a las hermanas de San José: “todas han de ser amigas, todas se han de amar, todas se han de querer, todas se han de ayudar”. Toca finalizar, y lo hago reclamando de nuevo a todos –empezando por mí mismo– que nos dejemos iluminar por el resplandor de Santa Teresa, reflejo, por el don del Espíritu en su vida, de la luz de Cristo; Teresa lo afirma: “que muchas cosas de las que aquí escribo no son de mi cabeza, sino que me las decía este mi Maestro celestial”. Ella es regalo que Dios ha puesto en nuestra vida y del que estamos particularmente invitados a gozar en este su año Centenario. Su palabra nos seducirá por el realismo, la fuerza, la transparencia profunda y el encanto literario con el que nos habló de Dios y también de sí misma, hablando así, en algún modo, de cada uno de nosotros. “Otros pueblos –dijo don Miguel de Unamuno– nos han dejado sobre todo instituciones, libros; nosotros hemos dejado almas. Santa Teresa vale por cualquier instituto, por cualquier crítica de la razón pura”. Muchas gracias. |