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Pedro Loza, constructor Tomás de Híjar Ornelas1 Se repasa en el texto que sigue la relevancia que tuvo la gestión episcopal de 30 años del segundo arzobispo de Guadalajara, don Pedro Loza y Pardavé, durante la cual se construyeron o reedificaron más de cien templos, de los que da cuenta el artículo que sigue2 ¿Qué Ordinario expidió la Letra de habilitación de esas iglesias? Cuando pasó el tiempo de las revueltas, las habilitó el ilustrísimo señor don Pedro Loza. El párroco de Tlajomulco, en 1907 La catedral de Guadalajara tiene tres capillas, dos de las cuales se hicieron para aprovechar los cubos de las torres del recinto; la del viento norte tiene por título el Señor de las Aguas, pues así se llama la ciclópea escultura de Cristo crucificado confeccionada en pasta de caña de maíz en el siglo xvi; la del sur se llama de Nuestra Señora de la Soledad, de la Paloma o del Marqués, por haberla costeado un canónigo que tenía este título nobiliario. En fechas recientes se ha reabierto al culto, siendo así que estuvo en desuso poco más de veinte años, al convertirse en depósito del excelente altar mayor desmontado de forma subrepticia junto con cuatro esculturas italianas de mármol, de tamaño natural y de la mejor factura, que representan a los cuatro evangelistas y que precipitadamente se reinstalaron hace no mucho en el patio de la otrora curia diocesana. De la tercera capilla, de la Inmaculada Concepción de María, se ocupa el presente estudio. Se hizo aprovechando el vano cegado de la puerta sur catedralicia, clausurada al construirse el templo del Sagrario a principios del siglo xix, y que desde entonces sirve para la reserva eucarística del máximo recinto católico de la arquidiócesis de Guadalajara. En tal capilla fueron depositados los restos mortales de los dos primeros arzobispos tapatíos y del quinto, que gobernaron su Iglesia en periodos históricos medulares. Los primeros llevan el nombre de Pedro, y esto no deja de ser notable, por ser el del príncipe de los Apóstoles, cuyo sucesor, en Roma, gobierna la Iglesia católica. Al presente estudio le interesa contextualizar la construcción de esa capilla más allá de su valor arquitectónico y artístico, eslabonándola como parte de un proceso donde se definieron dos periodos en la historia de México emblemáticamente representados por los monumentos funerarios y los despojos óseos de don Pedro Espinosa y Dávalos y de su sucesor, don Pedro Loza y Pardavé. En otras palabras, se estudiará la forma en la que la capilla de la Purísima Concepción, hoy del Santísimo Sacramento, de la catedral de Guadalajara, se integra con los cien templos y capillas construidos en esta diócesis durante el pontificado de don Pedro Loza, y se dará un apunte acerca del relieve y la importancia que tuvo esta fase constructiva en la parte central del estado de Jalisco, excluyendo, por cuestión metodológica, los recintos que luego pasaron a los obispados de Colima (1881), Tepic (1891) y Aguascalientes (1899), según se fueron creando dichas diócesis, lo cual implicó no sólo la separación de parroquias, sino también de clérigos. La cantera de la cual se extrajo esta información es doble: la Relatio ad limina de don Pedro Espinosa y la Estadística de la Arquidiócesis de Guadalajara en 1907, documento inédito que se resguarda en el Archivo Histórico de la Arquidiócesis, compilación preciosa de datos realizada a empeños del presbítero Daniel R. Loweree. Se insinúan, por otra parte, las bases para una ruta posible de los estudios regionales en historia del arte, como puede ser la localización, el registro y la descripción de los monumentos propios de una época e históricamente susceptibles de ser representativos de ella, y tales son en el caso presente las construcciones emprendidas en el tiempo de la administración de un prelado que asume su oficio luego de una etapa de anarquía y parálisis, pero que deja a su muerte condiciones mucho más que estables. No fue ajena a esta obra de reconstrucción la inoperatividad de las Leyes de Reforma en tiempos de la gestión del presidente Porfirio Díaz.
1. La Iglesia Tapatía
La Arquidiócesis de Guadalajara tiene hoy en día algo más de veinte mil kilómetros cuadrados, casi todos enclavados en la parte central de Jalisco. El obispado se creó el 14 de julio de 1548 desmembrándose del de Michoacán, siendo por ella una de las diócesis más antiguas de América. Se le dio la categoría de sede metropolitana el 26 de enero de 1863 y actualmente tiene como sufragáneas a las diócesis de Aguascalientes, Autlán, Ciudad Guzmán, Colima, Jesús María o prelatura del Nayar, San Juan de los Lagos y Tepic. En algo más de cuatro siglos y medio la han gobernado treinta obispos y diez arzobispos, como diez fueron también los mitrados que vistieron hábitos religiosas: cuatro franciscanos, tres dominicos, un agustino, un benedictino y un mercedario. Hubo el caso de un laico, don Francisco Gómez de Mendiola, presentado como obispo por el Rey y aceptado por el Papa. Ocho de los prelados, incluyendo el actual, han nacido en el territorio diocesano y siete formaron parte de su clero, si bien sólo dos han sido tapatíos de nacimiento. Como en la bula de erección de la diócesis –Super speculum militantis Ecclesiae, de Pablo iii– no se puso frontera al lindero norte, que geográficamente resultaba ser Alaska, al menos nominalmente la Iglesia compostelana, como inicialmente se llamó, fue la circunscripción episcopal más grande del mundo, aunque el control real se ejerciera en tan sólo un millón doscientos cincuenta mil kilómetros cuadrados, fracturados en 1620 al crearse la diócesis de Durango. Transcurrieron más de dos siglos antes que sufriera otra desmembración. En el siglo xix nueve de sus parroquias pasaron a la diócesis de San Luis Potosí (1854) y 18 a la de Zacatecas (1863). Otras mutilaciones sobrevinieron al crearse los obispados de Colima (1881), Tepic (1891) y Aguascalientes (1899). En el siglo pasado ocurrió otro tanto al erigirse las diócesis de Autlán (1961), Zapotlán el Grande y San Juan de los Lagos (1972). Según los datos del Anuario Pontificio correspondientes al año 2006, los católicos del obispado son 6 164 000 de un total de pobladores de 6’773,000, esto es, un noventa y uno por ciento. El clero en este año ascendía a novecientos noventa y dos presbíteros diocesanos y trescientos treinta y cinco religiosos: un presbítero por cada cuatro mil seiscientos habitantes. Los religiosos varones eran ochocientos cincuenta y las religiosas tres mil. Las parroquias son casi quinientas. De los cien obispos que hay en México, una quinta parte han salido del clero de Guadalajara.
2. El desmantelamiento material de esta Iglesia
No sería posible en tan estrecho margen explicar de forma satisfactoria cómo se fracturó en los cien años que van de 1767 a 1867 el vínculo jurídico que mantuvo uncidos al altar y al trono en estas latitudes durante 300 años, aunque sí lamentar que la nula capacidad de los actores políticos de ese tiempo –incluyendo a los eclesiásticos de más peso– no advirtiera que esta ruptura no debía implicar enfrentamientos sino acuerdos y sana autonomía, según lo fue demostrando la caducidad de los estados confesionales, sobre todo en aquellos lugares donde instituciones eclesiásticas llegaron a ser parte de la administración estatal, como lo fue la Nueva España; por eso, al declararse la independencia de México y conformarse la nación a la sombra de una religión de Estado, al quedar la Iglesia liberada del sometimiento que le unía a la Corona a través del Regio Patronato Indiano, se negó a aceptar las pretensiones del Estado mexicano de reivindicar los privilegios concedidos por el Papa al Rey. Al tiempo de separarse de España lo que hoy es México el clero tuvo una participación intensa en los asuntos públicos, siendo en ese tiempo una práctica en uso desde el antiguo régimen, toda vez que pocas eran las gentes de letras y de ellas un sector importante provenía del ambiente clerical. En tal crisol se fundieron los ánimos e intereses de la joven nación y en tan procelosas aguas navegarán los dos personajes de los que se hablará a continuación.
3. Don Pedro Espinosa y Dávalos: último obispo y primer arzobispo tapatío
Lo que es hoy el estado de Nayarit dio a Jalisco su primer gobernador consitucional, Prisciliano Sánchez, y su primer arzobispo, don Pedro Espinosa. Éste último nació en Tepic el 29 de junio de 1793, coincidiendo su mocedad con los últimos años de la dominación española. Miembro de una familia levítica, seis hermanos se consagraron al servicio de la Iglesia. Fue ordenado presbítero por el último obispo peninsular de Guadalajara, don Juan Cruz Ruiz de Cabañas, en 1816, y su talento de Espinosa le reputó como el mejor eclesiástico de su generación. Doctor en teología y en cánones por la Universidad de Guadalajara, canónigo lectoral y gobernador de la Mitra en sede vacante, fue electo obispo de Guadalajara apenas alcanzada la edad sexagenaria, en 1854. Los restantes trece años de su vida los invertirá sorteando escollos y recibiendo afrentas, pues su gobierno coincidirá con el ajuste de cuentas entre el nuevo y el antiguo régimen, representado éste por las instituciones heredadas del virreinato y aquel por el nuevo orden propugnado por la facción liberal deseosa de afianzar su autoridad sobre las corporaciones civiles (los pueblos de indios y los gremios) y eclesiásticas (las órdenes religiosas y las diócesis). Testigo impotente de la penosa desarticulación de dos instancias que hasta entonces caminaron juntas, don Pedro Espinosa presenció la exclaustración de los religiosos y el remate de sus fondos materiales, así como la destrucción del patrimonio artístico, sacro y litúrgico de los templos y conventos. El liberalismo anticlerical de Pedro Ogazón y de la Junta Patriótica del Gobierno en Jalisco, llegaron a prohibir el culto público e incluso a proponer el destierro de todo el clero. Hasta planes hubo para prohibir el culto católico en el territorio jalisciense. El ataque de Guadalajara de septiembre a octubre de 1860 redujo a escombros buena parte de la ciudad. Aprovechando tal cosa, se demolieron todos los conjuntos conventuales: San Francisco al sur, Santo Domingo al norte, el Carmen al poniente. No se escaparon los conventos de la Merced y de San Agustín; el Seminario Conciliar, el Oratorio de San Felipe Neri y los conventos femeninos, dos de dominicas, uno de agustinas, otro de carmelitas descalzas y otro más de clarisas Capuchinas; tampoco el colegio de niñas de Santa María de Guadalupe, fundado por fray Antonio Alcalde con el título de Beaterio de Santa Clara. El pueblo llano poco o casi nada se involucró en estos debates. La palabra democracia no significaba nada a una población compuesta por criollos, indios, mestizos y los descendientes de las antiguas castas, habitantes de regiones que eran una suerte de microcosmos cerrado y distante. A los pueblos de indios el título de ciudadanos no les dio les quitó derechos ancestrales sobre sus tierras de comunidad y les cargó de obligaciones en los nuevos Ayuntamientos. Las facciones sitiaban los pueblos para saquearlos, vejar a sus mujeres y cobrar venganzas; también a proveerse de carne de cañón merced a las levas practicadas entre los jóvenes.
4. La Iglesia en Guadalajara al comienzo del segundo imperio
De la diócesis de Guadalajara tenemos estos datos precisos del año de 1864: comprendía una superficie era siete veces más grande que la actual, abarcando unos ciento cincuenta mil kilómetros. Eran sus fronteras en relación con el meridiano de México los 18° 12' y 23° 12' de latitud Norte y 2° 20' y 6° 57' de longitud Este, colindando con las diócesis de Sonora y Durango al norte y con las recién creadas de Zacatecas, León y Zamora al este; al suroeste con el Océano Pacífico y Michoacán. Su mayor extensión de Norte a Sur era de 578 kilómetros y del este a oeste de 500. En tan dilatadísimo territorio eran apenas trece las ciudades con esa categoría, trescientos once los pueblos y centenares de rancherías y haciendas rústicas. Las parroquias eran ciento catorce y los fieles novecientos mil. A cada párroco lo auxiliaba uno o dos coadjutores. Los templos habilitados eran doscientos noventa, algunos con capellán fijo, otros con la visita ocasional del ministro y otros más en calidad de oratorio público –las capillas de las haciendas–, sostenidas por los particulares. El Cabildo eclesiástico estaba integrado por cuatro dignidades: deán, arcediano, chantre y maestrescuela, y siete canónigos que también atendían los oficios de penitenciario, magistral y doctoral; los demás eran racioneros y medios racioneros. El culto en la Catedral estaba a cargo de diez capellanes de coro. Los santuarios diocesanos eran dos: el de Nuestra Señora de Talpa y el de Nuestra Señora San Juan de los Lagos, ostentando esta última la categoría de Colegiata, con nueve capellanes a su servicio. Durante todo el siglo xix este santuario fue en reiteradas ocasiones despojado de sus ingresos por los bandos en pugna. Como casi todos los templos de la diócesis, la catedral fue profanada en 1860, despojándosele de su orfebrería y de sus rentas, que en tal año descendieron a una tercera parte. Muchas veces las campanas de los templos fueron convertidas en piezas de artillería y los vasos sagrados y piezas metálicas acuñados para pago de la milicia; ni los paramentos fueron exceptuados del latrocinio. Sin embargo, el mayor acto de destrucción se perpetró en contra de las imágenes sagradas, pinturas y esculturas, que fueron reducidas a cenizas en piras hechas en las plazas y los lugares públicos. De los quince conventos masculinos de la ciudad episcopal (franciscanos, dominicos, agustinos, carmelitas y oratorianos) fueron suprimidos todos en 1858, salvo el Colegio Apostólico de Propaganda Fide de Zapopan, a cuya atención estaban las ocho misiones de la sierra del Nayar. Sólo dos parroquias eran administradas por los religiosos, cuyo número, en vísperas de la exclaustración, era de ciento cuarenta. Los monasterios femeninos eran siete, cinco en Guadalajara (dominicas de Santa María de Gracia y de Jesús María, Carmelitas de Santa Teresa, agustinas de Santa Mónica y clarisas), otro en Lagos (capuchinas) y el séptimo en Aguascalientes (salesas), y el número de monjas doscientos veinte. Al restaurarse la República en 1867 estas comunidades fueron disueltas y su patrimonio incautado. Los conventos fueron demolidos y rematados en pública almoneda. Para la formación y atención del clero existía un Seminario Conciliar, fundado en 1696, y un Seminario Clerical, creado por el obispo Cabañas a principios del siglo xix, para la atención espiritual y disciplinar del clero. La sede del Conciliar fue incautada por el gobierno junto con su valiosa biblioteca de doce mil volúmenes. El Gobierno suprimió el Seminario en 1861 pero los cursos se siguieron impartiendo en casas particulares, de modo que cuando se restauró, el 5 de enero de 1864, se inscribieron en el curso trescientos alumnos. Hasta antes de 1858 en Guadalajara había tres hospitales y un hospicio o Casa de Misericordia a cargo de la Iglesia, muchas escuelas católicas para niños y quince institutos para mujeres. El gobierno despojó a las cofradías y asociaciones piadosas de sus rentas. Casi todas quedaron extintas, salvo tres: la de San Juan Nepomuceno, la del Santísimo Sacramento y la de San Vicente de Paúl; las dos primeras de carácter religioso y la última con fines asistenciales. En marzo de 1864 don Pedro Espinosa retornó a Guadalajara investido como arzobispo. Su vida se extinguió el 12 de noviembre de 1866, antes de la caída del Segundo Imperio, aunque no le ahorró el desencanto del gobierno liberal de Maximiliano de Habsburgo, que lejos de retrotraer la situación jurídica de la Iglesia a como era antes de 1856, trató de sujetarla a un concordato plenamente regalista.
5. El mundo católico en Europa
Pero en la Iglesia universal las cosas no marchaban mejor. El desempeño de la Sede Apostólica como garante de la unidad europea que comenzó en el siglo viii se fracturó en el xvi. La inercia de ocho siglos sostuvo otros dos la circunstancia de ser el Papa soberano absoluto en sus dominios. Las vicisitudes de los Estados Pontificios antes de su desmantelamiento en 1870, y el dilatadísimo pontificado de Pío ix (1846-1878), el más largo de la historia, afrontaron tanto los descalabros derivados del proceso de secularización, como la proscripción jurídica a la que fue arrumbada la Iglesia en el nuevo orden. Las circunstancias padecidas desde el corazón de la cristiandad con las de la Iglesia en México por estos años son muy parecidas. El altar y el trono que hicieron vida en común tanto tiempo habrían de ser reemplazados por una generación nueva de cristianos muy encarnados con sus compromiso temporal. De nada le valió al Papa Pío ix negarse a reconocer el reino de Italia y rechazar las las garantías personales que se le ofreció el rey Víctor Manuel ii, al que excomulgó. Menos aún prohibir a los católicos su participación activa en la política italiana, incluyendo el sufragio. Los últimos años de su pontificado los pasó como el capitán que se niega a abandonar el barco a su cargo aunque la nave se hunde. Recluido en los palacios supo de la confiscación de todas las propiedades de la Iglesia en Italia, y de la campaña alentada por Bismarck en Alemania (Kulturkampf), para extirpar el catolicismo en ese reino. Al pontificado de León xiii le correspondió sentar las bases del catolicismo social, esto es, la defensa de los derechos de los trabajadores, puestos a prueba a consecuencia de la llamada revolución industrial y sus efectos perniciosos en el campo de las ideas: el liberalismo “salvaje” y el capitalismo. La respuesta católica se sumó a las respuestas de los socialistas y del colectivismo materialista, encabezado por Marx y Engels con propuestas muy claras respecto del aumento de salarios, la disminución de las horas de trabajo, el derecho al descanso dominical y la prohibición del trabajo de menores. Ya su antecesor inmediato había señalado en la encíclica Quanta Cura (1864) los errores del socialismo y del liberalismo. En México la presidencia de Sebastián Lerdo de Tejada no sólo elevó las así llamadas leyes de reforma a rango constitucional, sino que hizo cuanto pudo por extirpar las manifestaciones públicas de fe y religiosidad popular, extinguir las asociaciones religiosas y tolerar a los obispos y al clero más de fuerza que de grado. En algunas poblaciones en Michoacán, Jalisco y Colima se produjo la rebelión “cristera” o “religionera”, fomentada por algunos laicos que encontraron insoportable la nueva vaharada de anticlericalismo. Entre 1874 y 1876, grupos armados intentaron revocar la Constitución de 1857 y provocar la caída del presidente Lerdo. Cuando ésta sobrevino, también cesó el movimiento religionero antecesor con cuatro décadas al que también llevaría el nombre de cristero, pero con otras motivaciones e intensidad.
6. Don Pedro Loza
Pedro José de Jesús Loza y Pardavé vino al mundo en la ciudad de México en los últimos años de la dominación española, el 18 de enero de 1812. Se ordenó presbítero el 8 de octubre de 1838 y a una edad relativamente joven, cumplidos los cuarenta de vida, el 18 de marzo de 1852 fue elegido obispo de Sonora (antecedente de la actual arquidiócesis de Hermosillo); recibió la consagración episcopal el 22 de agosto siguiente y tomó posesión de su sede el siguiente 5 de diciembre. Erigida en 1777, fue confiada a los religiosos franciscanos, de modo que sus primeros cuatro obispos pertenecieron a esta orden y el quinto fue carmelita. Con el séptimo obispo, don José Lázaro de la Garza y Ballesteros, llegó a Culiacán, ciudad episcopal, le acompañaba en calidad de asistente personal o familiar el clérigo Pedro Loza, quien al cabo de trece años le sucedió en el ministerio como octavo obispo de Sonora. Cuando pasó a Guadalajara el 22 de junio de 1868, en plena madurez de la vida –56 años– le acompañaba una experiencia episcopal de más de tres lustros, buena parte en el exilio, en una región poco evangelizada y de población escasa y dispersa, y ahora debía ejercer su ministerio quedando aún los rescoldos del “tiempo tristísimo de las terribles tempestades de la guerra civil en el mar de la sociedad mexicana y de la edad actual”. Seis meses después de haber recibido el palio, pasó a Roma, en obediencia a la encíclica Arcano divinae, del 8 de septiembre de 1868, mediante la cual el Papa invitó a todos los obispos del mundo a las sesiones del Concilio Vaticano I (1869-1870). Participaron setecientos padres conciliares, y la delegación mexicana fue la más numerosa de Hispanoamérica, integrada por nueve obispos cuya edad promedia era de poco menos de 53 años; además del de Guadalajara, fueron el de México, don Pelagio Antonio de Labastida; el de Tlaxcala-Puebla, don Carlos María Colina; el de Zacatecas, don Ignacio Mateo Guerra Alba –el único que rebasaba los sesenta años–; el de Antequera-Oaxaca, don Vicente Márquez; el de Tulancingo, don Juan Bautista de Ormaechea; el de Chilapa, don Ambrosio María Serrano; el de Veracruz-Jalapa, don Francisco de Paula Suárez Peredo, y el más joven de todos, el de Chiapas, don Germán Villalvazo, con cuarenta años apenas cumplidos. La asamblea conciliar fue interrumpida de forma brusca, y sus frutos se redujeron a la definición de la infalibilidad pontificia en sus pronunciamientos ex cathedra. Con ella se fortaleció el primado romano, pero también la unificación de Italia, pues el el 20 de septiembre de 1870, después de un milenio de existencia, desaparecieron los Estados Pontificios. Es inevitable la asociación entre la obra del arzobispo de Guadalajara y la del caudillo Porfirio Díaz. No fueron amigos. No sostuvieron una relación personal. Tampoco fueron adversarios. Cada uno en su sitio, se respetaron, apelando de forma tácita al proyecto común: restaurar al país. El mílite oaxaqueño, un tiempo, orillado por la vida, pero en contra de su voluntad, a estudiar en un Seminario, no cometió los errores de su antecesor inmediato, es decir, no aplicó la legislación anticlerical; pero tampoco, pudiendo hacerlo, la removió, e hizo recaer en su persona el mantenimiento de la cordialidad entre la Iglesia y el Estado.
7. La reconstrucción de la Iglesia en la ciudad de Guadalajara
Durante los poco menos de treinta años de gobierno episcopal de don Pedro Loza y Pardavé, nada más en la ciudad de Guadalajara se construyeron 26 templos, casi uno por año, entre ellos cuatro santuarios, tres erigidos en templos profanados a raíz de la incautación y destrucción de los conventos de Santo Domingo, el Carmen y la Merced; sólo el primero cambió de titular, pues se dedicó a Señor San José, los dos restantes conservaron su nombre y uno más fue dedicado al Sagrado Corazón de Jesús. Para la atención de las barriadas que crecían de forma gradual por los cuatro puntos cardinales de la capital, don Pedro autorizó la construcción de siete templos que con el tiempo se convertirían en sedes parroquiales: el ya mencionado del Sagrado Corazón de Jesús, el del Espíritu Santo, la Purísima Concepción, la Santísima Trinidad, San Martín de Tours, San Antonio de Padua y San Rafael Arcángel. En los municipios comarcanos al de Guadalajara se construyeron los templos de El Batán (1874) en Zapopan, y el santuario del Sagrado Corazón de Jesús en Tonalá. En Toluquilla se reedificaron los templos de Santa Cruz de las Flores y de la hacienda del Cuatro, así como el de Santa Ana Tepetitlán. Se concluyeron asimismo, al menos en su obra estructural, un templo a los Santos Ángeles, otro a la Preciosa Sangre y uno más a Nuestra Señora del Refugio, y empezaron a construirse los templos de la Medalla Milagrosa y el de Santo Domingo, que no llegó a feliz término. Quedó en obra el monumental templo Expiatorio, finalmente concluido tres cuartos de siglo después de haberse colocado la primera piedra. Las obras sociales que tuvieron capillas u oratorios fueron el Asilo del Sagrado Corazón, el Hospital del mismo nombre, en Analco; el oratorio de la fundación católica del Patronato de San José Obrero, en el barrio de Mexicaltzingo; una casa de ejercicios con su templo de Los Dolores y un colegio con su templo de la Preciosa Sangre en el barrio del Santuario, y los oratorios del orfanato de La Luz, de la Beata Margarita María de las Siervas de María y del hospital de San Camilo, en el barrio de Jesús. También se erigió, al poniente, la Escuela de Artes y Oficios del Espíritu Santo. Como si eso no bastara, se construyeron, anexas a otros templos, las capillas de Nuestra Señora del Sagrado Corazón de Jesús en el de La Merced, y la del Calvario en San Sebastián de Analco. Huelga decir que no todas esas obras las patrocinó el prelado, pero sí contaron con su autorización y apoyo moral. La obra material más entrañable y querida por él, la que sintetiza sus afanes y anhelos y que solventó con sus recursos, fue la Casa Central del Seminario Mayor, bajo el diseño y dirección del ingeniero don Antonio Arróniz Topete, en reemplazo del vetusto monasterio de agustinas recoletas de Santa Mónica, comunidad que no pudo restablecerse luego de la exclaustración decretada por Lerdo de Tejada. El edificio comenzó a construirse en 1892 y su estilo obedece al gusto europeizante de entonces. Dicen que Arróniz se inspiró en un palacete de Milán, y algunos lo llamaron, a la usanza española, alcázar. En 1902, aún inconcluso, fue ocupado por los superiores y alumnos del Seminario, que pudieron utilizarlo tan sólo doce años, pues en julio de 1914 fue convertido en cuartel. Se salvó tan sólo la imponente capilla de Santa Mónica, joya del barroco hispanoamericano. Tales obras no parecerían insólitas en una época de acendrada fe popular y desarrollo creciente de la capital de Jalisco, sin embargo son el resultado de una nueva fase, inmediata a la recomposición social promovida por el presidente Porfirio Díaz, político astuto que, como quedó dicho, sin remover de la constitución las llamadas leyes de reforma, no las aplicó, al menos en todo su rigor anticlerical. Cuando don Pedro Loza murió, el 15 de noviembre de 1898, había cumplido sesenta años como presbítero y le faltaron cuatro para celebrar sus bodas de oro episcopales. En su pontificado consagró nueve obispos, ordenó más de seiscientos presbíteros, se levantaron, dijimos, más de cien templos y capillas, lo cual significó que no sólo se restauraron las ruinas del pasado, sino que se avanzó poderosamente por el camino magnífico del progreso cristiano. Si se le toma el pulso a su gestión, comenzando por la ciudad episcopal, cierto fue que él no creó más parroquias que las ya establecidas desde los tiempos del obispo Cabañas, pero sí se triplicó los templos, capellanías y oratorios dentro y fuera del perímetro del núcleo urbano para atender a los más cien mil habitantes de la ciudad, que alcanzaron el número de setenta, según se desprende de los siguientes datos. En la más antigua de las parroquias, el Sagrario, se calculaban sus habitantes en cuarenta y cinco mil, con veinticinco templos abiertos sin contar la Catedral y la sede parroquial; tres oratorios públicos y más de veinte privados. Era la única donde se reportaron tres templos protestantes: uno luterano, otro bautista y otro evangélico. En la parroquia del Santuario de Guadalupe vivían unas veinticinco mil almas. Además de la sede parroquial, funcionaban tres capellanías, un oratorio público y cuatro privados. En la de San José de Analco moraban poco menos de diecinueve mil fieles, atendidos en cinco templos, incluyendo la sede. En la de Mexicaltzingo vivían unas treinta y seis mil personas, y sus templos, incluyendo la sede, eran cuatro. Finalmente, vivían en la parroquia de Jesús poco menos de veinte mil fieles y sus templos eran diez, contando el principal. Pero la obra más reconocida del señor Loza fue, nadie lo duda, la educativa. Para el caso que nos ocupa, las obras materiales se han de contextualizar en el deseo riguroso del pastor de llevar a la práctica no pocas de las iniciativas para incrementar la piedad de los fieles recomendadas por los pontífices Pío ix y León xiii: por ejemplo, en lo que respecta a las devociones eucarísticas, dispuso la edificación de un templo Expiatorio, que quiso quedara enclavado no en el centro de Guadalajara, sino en su periferia poniente, al filo de las colonias Americana y Francesa. En esa misma tesitura, avaló la devoción al Sagrado Corazón de Jesús y la construcción de un santuario en su honor en una de las zonas más populosas de Guadalajara, en el barrio de San Juan de Dios, y autorizó la fundación del Hospital del Sagrado Corazón en el barrio de Analco.
8. La reconstrucción en las parroquias foráneas
Sería imposible en este espacio hablar con exactitud y detalle de todas las obras –los cien templos mencionados– construidas en tiempos del señor Loza. Los estilos arquitectónicos de ellas responden a los caprichosos gustos del eclecticismo europeo de la segunda mitad del siglo xix, combinándose elementos propios del neoclasicismo, del neogótico y hasta del románico en el caso de la singularísima capilla del Calvario en Atotonilco el Alto, proyectada por Adamo Boari y decorada por el afamado pintor jalisciense José Vizcarra. Se mencionarán nada más aquéllos descritos como suyos en la Estadística de 1907, y sólo como esbozo o muestreo. Ya en el año 2004 se dio a la luz una obra, Perspectiva de templos de Jalisco, en la que se apunta lo que podrá ser un estudio más enjundioso y fecundo del análisis de estos monumentos. Los templos construidos durante el gobierno del segundo arzobispo, a instancias suyas o con su licencia se han agrupado por regiones. No deja de ser significativo que el 8 de mayo de 1869, a los dos meses se haber tomado posesión de su mitra, don Pedro Loza colocara la primera piedra de un templo en la zona alteña, el de la Preciosa Sangre en San Juan de los Lagos, pues será esa región la de mayor impacto constructivo durante su administración: el Santuario de Señor San José en Arandas (1875), el Santuario de Guadalupe de Tepatitlán (1875), donde también se emprendieron las obras de El Refugio (1881); la Capilla de Guadalupe (1883), Pegueros (1885), San José de Gracia (1897), Milpillas y Paredones. Las capillas de San Ignacio en la Casa de Ejercicios de Tototlán (1895), de San José de los Reinoso (1881) y la del Ojo de Agua (1884) en San Miguel el Alto; las de El Salitre (1892), Ostotán (1884), Villa de Ornelas (1898), El Gavilán (1875), San Aparicio (1890), la Merced (1882) y el Hospital (1879) en Teocaltiche. En Yahualica, las capillas de Flammacordis (1896), El Baluarte (1885), Santa Ana (1893). En Zapotlanejo, la capilla de La Joya Chica (1891) y el santuario de Jesús, María y José, en Juanacatlán; en Atotonilco el Alto, el templo del Calvario y el de Jesús Nazareno. Redondean el itinerario por la zona alteña el santuario de San Miguel en Ayo el Chico (1886), el templo de la vicaría del Valle de Guadalupe (1887), entonces dependiente de la parroquia de Jalostotitlán, y ahí mismo la bendición de la capilla de la hacienda de La Llave (1884) y la ampliación y reedificación de la capilla de San Gaspar. En Encarnación, los santuarios de la Sagrada Familia y de Nuestra Señora de Guadalupe. En Lagos, los templos del Calvario y el de Nuestra Señora de Guadalupe, éste en Tacuitapa; finalmente, en San Diego de Alejandría el santuario de Guadalupe y las capillas de las haciendas de Jalpa (1884), del Comelero y de Frías. Al norte de Jalisco, en la parroquia de Totatiche, las capillas de El Salitre (1887), La Estancia de la Cruz (1877), Temastián (1873), Cartagena (1882), Santa Rita (1885) y Acaspulco (1886). En la región de la ciénaga de Chapala se erigen, en La Barca, el templo de San Pedro, con proyecto del arquitecto Manuel de la Mora; en Ocotlán, el nuevo templo parroquial (1870), y los de Cuitzeo (1873), San Luis (1875), Joconoxtle y Rancho Viejo (1890). En Poncitlán, el de la hacienda de La Capilla, la Capilla de Guadalupe (1886), San Sebastián (1874) y la capilla de Atotonilquillo, que fue reconstruida del todo (1874), en Zapotlán del Rey, la capilla de la hacienda de Chila (1893), y en Tizapán el Alto el templo parroquial (1872). En Ixtlahuacán del Río, Trejos y Buenavista (1873), San Antonio y el Señor del Rescate. En Moyahua, la capilla de San José de Palmarejo (1874). El templo parroquial de San Cristóbal de la Barranca fue reconstruido (1885), y hecha de nuevo la capilla de El Escalón (1873). En Tequila se construyeron las capillas del Medineño (1878), del Hospital (1893), de Santa Cruz del Astillero y Santa Quiteria (1883). En Magdalena, las de San Andrés (1872) y La Joya. En Hostotipaquillo, la de Amajac (1875). En San Martín de la Cal, el Calvario (1880), El Salitre (1897), San José (1896) y la capilla de La Santa Cruz (1889). En Teuchitlán, la capilla de La Labor; en Etzatlán, el santuario de Guadalupe y la capilla de Nuestra Señora de la Cueva Santa; en Juchitlán, el templo parroquial (1877); en Amatlán de Cañas los templos de la Estancia de los López (1884), la Barranca del Oro (1876) y el de Garabatos. En Tecolotlán, el templo parroquial (1893), Santa Rosa (1889) y el santuario de Nuestra Señora de Guadalupe (1894); en Tenamaxtlán, el templo parroquial y la capilla de Tacota (1883); en la Unión de Tula, el templo parroquial (1872) y el de Ixtlahuacán (1884). En Techaluta, el templo parroquial (1882); en Zacoalco, la capilla de La Milagrosa y el santuario al Sagrado Corazón de Jesús, en Atotonilco. En Teocuitatlán, la reconstrucción del templo parroquial y la edificación del santuario de La Purísima, así como las obras del templo de Concepción de Buenos Aires. En Mazamitla, las capillas de las haciendas de San Diego, El Valle (1886) y El Paso de Piedra (1894). En Atoyac, el espacioso templo de La Unión de Guadalupe (1887). En Tapalpa, la construcción del templo de La Merced (1893), La Purísima (1891), Juanacatlán (1878) y San Antonio (1871). En San Gabriel, el Santuario (1874) y Apango (1889). En Zapotiltic, la capilla de El Rincón (1884) y el templo de San José (1894). En Tamazula, el templo parroquial (1890), los de La Ferrería (1883), Contla (1898) y Santa Rosa (1883). En Tuxpan, el templo de El Platanar (1875); en Zapotlán el Grande, el de San Antonio de Padua y la capilla de La Cofradía del Rosario (1896). Cierran el derrotero las parroquias enclavadas en Zacatecas: en Nochistlán, la capilla de la hacienda de Tlachichila (1879), la del rancho de La Jabonera (1886) y la de El Molino (1884); por último, se bendijo de nuevo la capilla de la Estancia de los Delgadillo.
Epílogo
El deceso del prelado, el 15 de noviembre de 1898, fue sentido aun por quienes no comulgaban con la Iglesia. Orillados a retener una sola de sus obras, la más representativa, tendríamos qué decir que fue el padre de la educación católica en su arquidiócesis, toda vez que, gracias a una Junta Directiva por él encabezada, elevó a un nivel nunca visto la instrucción escolar en todas las escuelas de su territorio. Sólo en Guadalajara sostuvo diecisiete del ellas. En el cortejo fúnebre que acompañó sus restos al Panteón de Belén desfiló la sociedad entera, y hasta “con carácter meramente privado” el gobernador de Jalisco, Luis del Carmen Curiel, quien se expresó del difunto diciendo: “No fue liberal como nosotros, pero fue liberal con nosotros”. Dice don Alberto Santoscoy que la nota “distintiva de su gobierno, el don que le era peculiar, fue la prudencia, aquella gracia especial que es tan necesaria en los que mandan”. alguno niega esto, dice que fue “débil”. El adjetivo es injusto aplicado a una persona que padeció el destierro buena parte del inicio de su gestión episcopal y que vivió en carne propia la evacuación de Roma al tiempo que la ciudad era tomada por el ejército garibaldino. No fue débil, fue enérgico pero realista, tal y como lo reconoció públicamente el Ayuntamiento de la ciudad, que en 1914 determinó dedicar a su memoria una de las principales calles de la capital, la antes llamada del Santuario, que era por entonces una de las más favorecidas por el comercio. Cuando hace poco más de un siglo los restos mortales de don Pedro Loza fueron exhumados de la cripta de la familia Lemus, en el panteón de Belén, para depositarlos de forma definitiva en la capilla de la Inmaculada de la Catedral tapatía, donde él mismo hiciera trasladar los huesos de su antecesor, tocaba a su fin la era de la que ambos fueron actores y protagonistas. Al cabo de no muchos meses, el humo de la pólvora contaminaría de nuevo el aire de México.
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