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Desafíos a la Evangelización en el campo de la postmodernidad

Fabián Acosta Rico1

El autor de este artículo ofrece las ideas por él vertidas durante su participación, el 14 de junio del año en curso 2015, en la 1ª Asamblea Pastoral de la Provincia Eclesiástica de Guadalajara, que tuvo lugar en las cercanías de esta ciudad

Evangelizar consiste en predicar la fe de Jesucristo o las virtudes cristianas. Hacerlo en el siglo xxi implica retos que tienen qué ver con dos problemas fundamentales: uno de orden ontológico y el otro existencial. El ontológico se relaciona con la falta de identidad del hombre promedio contemporáneo, de pensamiento volátil y ávido de saciar sus carencias vitales con los placebos de la cultura de lo efímero, cuyos productos tienen como nota distintiva una fecha de caducidad cada vez más corta. El existencial alude fundamentalmente al hedonismo y a la urgencia de vivir al día, sin compromiso serio alguno ni preocupación por el futuro. Pero puede ocurrir lo contrario, que la persona, asustada de tales horizontes, se adhiera desesperadamente al rostro equívoco de la intransigencia ideológica y de los fanatismos, siendo uno de ellos el religioso.

Ambas líneas y su contraparte extremista surgen en el ámbito de un reto más puntual, el de la generación nativo-digital o migrante-digital,2 que no tiene necesidad ni deseo de definirse como cristiana ni le interesa asumir otro rostro y a la que la idea de una Buena Nueva no le despierta mayor entusiasmo dado que las innovaciones y las felices noticias provienen de la ciencia y la tecnología, no de la Revelación. El sensacionalismo y el exigencialismo3 son pautas y normas de conducta que se imponen a los grandes públicos que por igual abarrotan un estadio o se contabilizan como audiencias de determinado programa de televisión o foro de Internet…

El milagro de la resurrección de Jesús-Cristo, la redención que trajo al mundo y a la humanidad son simples datos históricos o simbólicos (alegoría histórica) para una fe-débil cada vez más convencida de la muerte de Dios, como lo pregonan John Caputo4 y Giovanni Vattimo.5  Esa fe débil desdogmatizada opera para las reglas de una suerte de escepticismo pragmático. En la sociedad secular -por más que se insista que es el resultado y triunfo del espíritu del cristianismo-, existe como bien dice Nietzsche, una orfandad complaciente de Dios. Sólo la muerte, como reto y advertencia, diría Heidegger, nos obliga a tomar un poco de conciencia acerca del porqué de la existencia. Entonces, el vacío, la ausencia de lo divino y la desacreditación de lo sagrado dejan como resultado una realidad secular que puso la alfombra a otra postsecular, en palabras de José María Mardones.6

Este es el contexto del escéptico pragmático, que prescinde de Dios para quedarse a merced de un antropocentrismo o en el más extremo de los casos en un logocentrismo con estas notas: resolver la cotidianidad ateniéndose a sus propios recursos y aletargando sus creencias en eso que Vattimo alude con la frase cree que cree, pero ¿cuáles son sus verdaderas creencias dado que su fe débil y no comprometida le permite entregarse o ser receptivo a la oferta del mercado mundial de las religiones del que habla Renée de la Torre.?7 En ese mercado se le apuesta al milagro del artificio y a la terapia paliativa emocional. Sólo ante una situación radical, de verdadero espasmo, las creencias profundas afloran; una aproximación con la muerte, por ejemplo, en muchos casos nos reencuentra con el Dios olvidado de la infancia; casi nos orilla a desear con ardor el último artículo del Credo de Nicea. Y bien, la muerte es igualmente silenciada por esta cultura de avanzada con la promesas del transhumanismo8 pregonado por Nick Bostrom o bajo la capa de un culto epidérmico y narcisista a la juventud.

Si el cristiano de antaño (llamémoslo ‘tradicional’) fundamentaba (como muchos cristianos lo siguen haciendo) su convencimiento en la Revelación en una fe que no pide, como el apóstol incrédulo, ver y tocar, el cristiano de hoy vive en una época donde incluso el ateísmo militante y combativo ha sido rebasado por el ateísmo práctico de los que sin apostatar de su fe viven como si Dios no existiera, dando cuenta con ello que si bien la existencia de Dios no puede ser totalmente desmentida tampoco está en condiciones de ser demostrada. Por otro lado, la fe y la ética cristiana bregan en aguas procelosas anclando su nave en la palabra de Dios, sorteando desmentidos del agnosticismo convertido en divisa de la supuesta sensatez.

Para fortuna o desgracia puede ocurrir que la manifestación de lo Divino, el testimonio de la trascendencia, su epifanía, sea presentado en  lo que el creyente considera milagroso; en tal caso puede producirse una reafirmación de la Revelación y de su mensaje o bien, mostrar una nada convincente renuncia a la objetividad del discurso de lo Divino reemplazándolo con la fetichización del instrumento o del continente de la manifestación tenida como sobrenatural. En la actualidad, muchas de las iglesias evangélicas y bautistas dependen totalmente de dichas epifanías; la banalización de los supuestos milagros les garantiza adeptos a costa de falsear la fe en tanto que la condiciona a la satisfacción de ciertas demandas, al grado que el milagro deja de ser la ruptura de las leyes de la naturaleza alcanzada por la intercesión divina para convertirse en la ratificación de la validez de un mensaje o de un testimonio. El milagro como tal ha de ser un medio no un fin. El mensaje es el fin. La búsqueda religiosa del milagro por el milagro mismo, sea por morbo o por necesidad, puede llevar a la larga a un abandono de la Revelación y del Evangelio.

Tal postura no deja de ser, paradójicamente, un efecto de la educación cientificista y secular de nuestro tiempo, según la cual sin evidencia ni pruebas nada merece credibilidad. La fe como esperanza resulta disonante con esta lógica racionalista. El milagro califica como prueba, cuestionable e insuficiente, pero prueba al fin. Si el Evangelio es una Verdad que se permea y se propaga como el rocío matinal, el milagro y los simulacros de éste, refrendan un tipo de religiosidad individualista, toda vez que descansan en el crédito que merece el beneficiario del mismo, siendo así que como tal dejaría de serlo si trascendiera fenoménicamente la esfera subjetiva o intersubjetiva, es decir, ningún milagro, por contundente que fuera, podría ser tomado como prueba irrefutables de la existencia de Dios.

Es así como la ciencia y la tecnología, como lo señala François Lyotard en su obra La condición posmoderna: informe sobre el saber, se ven condicionadas por sus resultados, pues de lo contrario pierden capital cultural, político y económico; con la misma exigencia, con igual vara, se pretende medir a la Religión: sí ésta no da los resultados esperados, en el terreno obviamente de lo inmanente, entonces queda desacreditada; es decir, si las oraciones no curan las enfermedades y las plegarias a Dios no traen ipso facto la paz del mundo, entonces brota el descreimiento; y en un ámbito más intimista, si el “creyente” no ve satisfecha su demanda, su plegaria al cielo, su fe débil y pragmática cae en el agnosticismo o incluso aún en el ateísmo. El agnóstico pasa a ser un creyente que se cansó de serlo seducido de una vez por todas por la tendencia sensorial dominante en las sociedades posmodernas, a diferencia del ateo militante hijo del racionalismo, que la emprende contra la religión no por una desmotivación sino por un odio, por móviles pasionales y por mero descreimiento. Ambos casos resultan paradigmáticos de una doble postura que ya enfrentaron desde sus orígenes las primeras comunidades cristianas, enfrentadas a una sociedad refractaria al mensaje cristiano.

Sea como fuere, en algunos casos la postura expuesta tiene en común la arrogancia y la renuencia a entablar un diálogo desapasionado con los creyentes escudándose la más de las veces en una pretendida superioridad intelectual falaz y deleznable como el cruce de cartas que terminó en forma libro, suscritas entre Umberto Eco y Carlo Maria Martini, bajo el título En qué creen los que no creen.

Por irónico que parezca, a contracorriente del presumible ocaso de la metafísica y de todos los esencialismos, en torno al pensamiento mítico y mágico hay todo un renacimiento que ya avisora Louis Pauwels, hay un “retorno de los brujos” y una cercanía insólita entre la ciencia y las religiones orientales, vislumbrada, desde los comienzos de los años 80 del siglo pasado, en el Tao de la Física de Fritjof Capra. De este maridaje queda excluido el pensamiento teológico, esto es, la reflexión racional que tiene como punto de partida el dato revelado. Por el contrario, el reencuentro entre la religión y la ciencia explora nuevas formas de gnosticismo que recurren, en algunos casos, a la moderna ufología,9 con sus extravagantes teorías, cuya versión cristiana nos la ofrece el libro Urantia, aunque la mayoría de los creyentes en los alienígenas ancestrales prefieren hibridar en sus neomitologías referencias a los panteones sumerio y egipcio; para muestra está la obra Planeta 12 que, entre otras cosas, recrea en clave ufológica la Epopeya de Gilgamesh. Igual que con la cienciología de Ronald Hubbard, toda esta corriente transitó del mundo de la literatura al mercado mundial de las religiones, recreando y dando actualidad al esfuerzo de la teosofía y el espiritismo de revivir mediante sincretismos la espiritualidad y la metafísica; sin  embargo, en este esfuerzo corre también, de forma simultánea, la negación de la tradición judeocristiana.

Si como afirma Paul Ricoeur, y en cierta medida Ernst Cassirer, el mito fue revalorado –sobre todo por la hermenéutica– no por su valor histórico sino por su riqueza semiótica, ahora el mito, en aras de una divinización de las máquinas y de la ciencia, es reacreditado por su veracidad histórica en el marco de este gnosticismo ufológico: los profetas de la Biblia fueron en realidad (según los tecnobrujos de la Nueva Era) contactos e interlocutores de supuestos viajeros interestelares provenientes de civilizaciones extraterrestres. El propio Jesucristo pasa a ser un hermano mayor, un “ser interdimensional” cuyos poderes taumatúrgicos le venían de su manipulación de una ciencia superior a la humana. La creencias en los ovnis y el cómo abonan a este gnosticismo cientificista filotecnológico no es un dato a ser despreciado. Muchos cristianos e incluso católicos se sienten seducidos por estas teorías, sin reparar en lo contrarias que pueden ser al mensaje del Evangelio y de la Revelación cristiana.

El otro gnosticismo, que sutilmente recrea la película Interestelar (2015), reactiva el optimismo racionalista de un Francis Bacon superando el pesimismo postmoderno respecto al progreso. El hundimiento del Titanic y la Segunda Guerra Mundial, con su epílogo, la detonación de dos bombas atómicas, hizo dudar a un Alexis Carrel acerca de si nuestra sociedad tecnológica va por el rumbo correcto. No obstante, la fe en la ciencia ha renacido, primero en la ciencia ficción (desentendida de distopías como la de Un mundo Feliz) y después dando lugar a esperanzas de una eterna juventud, un vivir por siempre por medio de la singularidad o migración de la conciencia a una inteligencia artificial o utilizando los adelantos biotecnológicos, como la clonación, canalizados en la manufactura de repuestos orgánicos humanos o incluso de nuevos cuerpos.

Nick Bostrom lleva estas especulaciones al extremo cuando incluso asegura que en el proceso de asimilación ontológica entre el humano y la máquina, las diferencias entre ellos se irán reduciendo cada vez más. El cyborg y la IA (inteligencia artificial) son el segundo paso de la evolución; una evolución sin intervención divina ni saltos cualitativos afortunados, sino dirigida logocéntricamente por el ser humano: hagamos la máquina a nuestra imagen y semejanza; entonces el Hombre bicentenario habló. Esta cosmovisión choca y entra en franca competencia con el mensaje del Evangelio.

El otro problema que enfrenta la Evangelización, no menor que el anterior, lo representa el radicalismo religioso que reacciona contra la modernidad. El Papa Francisco advierte que en Medio Oriente se vive un ecumenismo del martirio, de la sangre, ante la expansión del fundamentalismo islámico. Bien lo señalo también Carlo Maria Martini en sus Coloquios nocturnos en Jerusalén: es necesario un ecumenismo extensivo a judíos y musulmanes, dado que muchas de las rivalidades entre los tres monoteísmos con más adeptos en el mundo parten, en lo profundo, del mutuo desconocimiento y de los prejuicios culturales. El caso del fundamentalismo es sintomático de posturas religiosa radicales que se ponen en guardia y reclaman su derecho a desmitificar la civilización moderna en respuesta al desprecio y la postergación que han sufrido las creencias religiosas de parte de la cultura secular, postnietzscheana. En los fundamentalistas religiosos priva un pesimismo respecto al estado presente del mundo; como fanáticos que son, se asumen como desterrados de un paraíso, de una tierra prometida sepultada bajo los cimientos de la civilización moderna. Para hacer emerger el paraíso perdido, herencia de Dios, hay que excavar mucho, y de ser necesario dinamitar. De allí que su protesta y su postura contestataria ante la modernidad suele radicalizarse. El fanático espera con paciencia la llegada del Armagedón; pero el retraso del Juicio Final lo obliga, en su asfixia o desesperación, a ser el brazo ejecutor, el ángel exterminador de Dios en el advenimiento del Apocalipsis.

En su libro Homo Viator, Gabriel Marcel señala que tanto se equivoca el optimista como el pesimista en su visión de la realidad. El primero se extravía en su ingenuidad (como los nuevos gnósticos cientificistas o ufológicos) y el segundo no hace más que hundirse en su fatalidad. La respuesta sigue estando en el Evangelio y en la propagación de la Buena Nueva que, por encima de las promesas, antepone la esperanza y exhorta a luchar en contra de la deshumanización, pecado tanto del gnosticismo moderno como del actual fundamentalismo religioso; ambos, uno por su radicalidad teocéntrica y el otro por su logocentrismo radical, olvidan la dignidad del hombre en su condición de Hijo de Dios.



1 Doctor en ciencias sociales por el CIESAS Occidente, es miembro del Departamento de Estudios Históricos de la Arquidiócesis de Guadalajara.

2 Se denomina nativo digital u homo sapiens digital a todas aquellas personas que nacieron durante las décadas de los años 1980 y 1990, cuando ya existía una tecnología digital bastante desarrollada y la cual estaba al alcance de muchos. Por otra parte, el término inmigrante digital se refiere a todos aquellos nacidos entre los años 1940 y 1980, ya que se considera que han sido espectadores y actores generalmente privilegiados del proceso de cambio tecnológico.

3 Término acuñado en la filosofía poskantiana según el cual Dios es la respuesta a las indigencias por las que el hombre sufre. Se le considera, entonces, una especie de derrota de la razón como base del discurso, ante la fe o el sentimiento psicológico o religioso.

4 Filósofo estadounidenes (1940), seguidor de Derrida y Heidegger, autor del libro Sobre la religión.

5 Filósofo italiano, propulsor del posmodernismo, se le considera el filósofo del pensamiento débil. Seguidor de Gadamer, es autor de Creer que se cree y Adiós a la verdad.

6 Cf. José María Mardónes, ¿Hacia dónde va la religión? Postomernidad y postsecularización, México, Universidad Iberoamericana, 1996, p. 47.

7 Cf “Tradición religiosa y secularización en Guadalajara” en Eslabones. Revista semestral de estudios regionales, Guadalajara, s.e., 1997, p. 130.

8 El transhumanismo defiende el bienestar de toda consciencia (sea en intelectos artificiales, humanos, animales no humanos o posibles especies extraterrestres) y abarca muchos principios del humanismo laico moderno.

9 Estudio del fenómeno ovni a partir del análisis del material relativo al mismo: fotografías, vídeos, presuntos testimonios sobre avistamientos, informes de radar, etcétera.



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