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COLABORACIONES

Descripción de la fiesta celebrada en Roma con motivo de la canonización de san Felipe de Jesús y demás mártires del Japón

Anónimo

Que el mismo año de los hechos, 1862,  en una imprenta tapatía, se diera a la luz una crónica de la ceremonia religiosa donde por vez primera resonó el nombre de México en la basílica de San Pedro, no deja de ser llamativo, e insuficientemente estudiado, cuánto pudo impactar este hecho a la agilización de los trámites para crear en los meses siguientes siete nuevas diócesis en la República Mexicana.1

El 7 por la noche empezaron la agitación y los preparativos para la solemnísima fiesta del día 8 [de junio de 1862] que había atraído a Roma cerca de trescientos prelados de todos los países y una inmensa afluencia de extranjeros procedentes de todas las partes de la tierra. Aunque Roma tiene muchos recursos, dice un testigo ocular de esta magnífica ceremonia, aunque la basílica de San Pedro es de proporciones vastísimas, era imposible hacerse la ilusión de que todos los que para presenciar la función religiosa viniesen de luengas distancias, a costa de penalidades innumerables, habían de hallar coche que les llevase y papeleta para entrar en el templo.

         A medida que se acercaba el día de la solemnidad, cada cual ponía en juego sus relaciones e influencias con el fin de obtener billete de tribuna o siquiera de entrada y los que no pudieron alcanzar coche, se prepararon a acudir muy de madrugada a las puertas del Vaticano antes que la multitud de curiosos se lo impidieran.

         Aunque, según los anuncios, la función debía empezar a las seis de la mañana, desde las cuatro no cesaron de circular coches por las calles; y no pocas personas salieron ya a las tres de sus casas para escoger sitio en la plaza del Vaticano, donde poder ver la procesión. Esta salió a las siete de la capilla Sixtina, y desfiló por la Plaza San Pedro, entre la gradinata y el obelisco en el orden siguiente:



   Los niños del hospicio apostólico de San Miguel. Los huérfanos en sotana y soprana blanca. Los religiosos de la Tercera Orden de la Penitencia, los agustinos descalzos. los capuchinos, los mercedarios,  los jerónimos, los mínimos. los religiosos de la Tercera Orden de san Francisco, los menores observantes, los canónigos regulares de San Agustín, los carmelitas, los servitas, los dominicanos, los filipinos, los olivetistas, los bernardos, los benedictinos de Valleumbroso, los camaldulenses.

   Los benedictinos del Monte Casino precedidos de su seminario. Los canónigos regulares del Salvador, en sotana blanca, roquete y manteo negro. El seminario romano, en sotana y cotta, precedido de la cruz y del clero secular. Los curas y vicarios perpetuos de las 54 parroquias de Roma, con la cotta y la estola.

   Los colegiales de San Gerónimo de los esclavones de San Anastasio, de los de San Celso y Juliano in Beanchi  del Santo Angelo in Pescheira, de San Eustaquio, de Santa María in via Lata, de San Nicolás in Carcere, de San Marcos, de Santa María de los Mártires.

   El camarlengo del clero de Roma.

   Las basílicas menores, precedidas cada una de su campanilla y de su paraguas: Santa María del Monte Santo, Santa María in Cosmedin, San Lorenzo in Dámaso, Santa María in Trastevere.

   Las basílicas mayores, precedidas de su campanilla y su paraguas: Santa María Majori, San Pedro del Vaticano con su Seminario, su sotana morada y cotta, el Santo de los Santos y San Juan de Letrán con sus dos cruces estacionales de oro sobre dorado.

   El tribunal del vicariato, seguido del lugar teniente civil y del vice regente.

   Los consultores de la Sagrada Congregación de los Ritos. Seis hermanos Trinitarios en sobrepelliz y con hachas. El estandarte del B. Miguel de los Santos, llevado por la archicofradía de Santa Lucía del Gonfalone. Cuatro padres Trinitarios llevando los cordones del estandarte.

   Seis jesuitas en sobrepelliz y con hachas. El estandarte del B. Pablo Miki y de sus compañeros, llevado por los cofrades del Oratorio de Caravita. Cuatro padres de la Compañía de Jesús llevando el estandarte.

   Seis hermanos Menores en sobrepelliz y con hachas. El estandarte del B. Pedro Bautista y de sus compañeros, llevado por la cofradía de los Stigmatistas. Cuatro padres franciscanos llevando los cordones del estandarte.

   Los camareros honorarios y secretos, laicos nobles.

   Los procuradores del colegio.

   El confesor del palacio de la orden de jesuitas y el predicador apostólico, de la orden de los capuchinos.

   Los camareros extra.

   Los capellanes del común y secretos, llevando las tiaras y las mitras más preciosas.

   Los capellanes secretos.

   El abogado fiscal y el comisario de la Reverenda Cámara apostólica.

   Los abogados consistoriales.

   Los camareros honorarios y secretos, eclesiásticos nobles.

   El primer coro de los chantres de la capilla papal, cantando el Ave María Stella.

   La prelatura, en sotana morada, roquete y cotta.

   El maestro del Sagrado Palacio Apostólico, de la orden Dominicana, acompañado del auditor de la Rota más joven.

   El capellán secreto llevando la tiara pontifical; otro chambelán secreto, llevando una mitra preciosa.

   El maestro del Santo Hospicio.

   Un votante di Segnatura, llevando sotana morada, roquete y cotta, llevando el incensario.

   La cruz pontifical, llevada por el subdiácono apostólico entre siete candeleros sostenidos por siete votanti di Segnatura en sotana morada, roquete y cotta. Dos ugieres de la vara roja.

   El subdiácono y subdiácono griegos.

   Los penitenciarios de San Pedro, precedidos de dos sacerdotes con unas varillas que salen del centro de un gran ramo de flores.

   Los abades de las órdenes monásticas, con capa y mitra, el archimandrita de Mesina y el comendador del Santo Espíritu in Saxia.

   Unos doscientos cincuenta obispos, arzobispos, primados y patriarcas con capa y mitra de tela fina.

   Los cardenales-diáconos, en sotana encarnada, roquete, dalmática bordada y mitra de damasco blanco.

   Los cardenales-sacerdotes, con sotana encarnada, casulla bordada y mitra de damasco.

   Los cardenales-obispos, en sotana encarnada, roquete, capa, con sus armas y mitra de damasco.

   Los conservadores y el senador de Roma, con togas de tela de oro.

   El gobernador de Roma, a la derecha del príncipe asistente al trono.

   Dos auditores de la Rota, ministros de la falda.

   El cardenal diácono del Evangelio, entre dos cardenales diáconos asistentes en sotana encarnada, roquete, dalmática bordada y mitra y mitra de damasco blanco.

   El prefecto de las ceremonias apostólicas, en sotana morada y cotta, y otro maestro de ceremonias en sotana encarnada y cotta.

   El estado mayor de la guardia noble y de la guardia suiza, de uniforme de gala.

   El Papa llevado en la sede gestatoria por doce palafraneros vestidos de damasco encarnado blasonado, entre los dos abanicos de plumas de avestruz salpicados de plumas de pavo real, debajo de un palio flotante cuyas varas eran llevadas sucesivamente por los prelados refrendarios, el colegio germánico, etcétera. Su Santidad, con mitra de tela de oro y capa pluvial, bendecía con la mano derecha y llevaba en la izquierda un cirio pintado. Dábanle escolta la guardia noble vistiendo de gala, la guardia suiza con coraza y espada noble vistiendo de gala, la guardia suiza con coraza y espada mandoble sobre hombro, y finalmente los maceros del palacio, con la maza de plata sobre el brazo.

   El auditor de la Rota, encargado de la mitra, entre dos camareros secretos.

   El segundo coro de chantres de la capilla cantando el Ave María Stella.

   El auditor general de la Cámara apostólica, el tesorero general de la Cámara, el mayordomo de Su Santidad, el Colegio de proto-notorios apostólicos, todos en sotana morada, roquete y capa morada, con vueltas y cogulla encarnada.

   Los generales de las órdenes religiosas.



La procesión hizo alto en la Puerta de Bronce y ocupó el pórtico en varias filas. No entraron en el templo más que en los capítulos de las basílicas. El de San Pedro se detuvo en el umbral y recibió al soberano pontífice, mientras que los chantres de la basílica cantaban con acompañamiento de orquesta, el motete Tu es Petrus. El Papa se apeó en la capilla donde estaba expuesto el Santísimo Sacramento, subió de nuevo a la silla y fue llevado hasta el coro, donde tomó asiento en el trono mayor para recibir obediencia del clero. Los cardenales besáronle la mano, los patriarcas, arzobispos y obispos, la rodilla, y los abates mitrados, el comendador del Santo Espíritu, el archimandrita de Mesita y los penitenciarios de San Pedro, simplemente el pie.

Un maestro de ceremonias condujo al pie del trono al cardenal procurador de la canonización, asistido a su izquierda de un abogado consistorial y rodeado de otros abogados de la misma clase. El abogado entonces presentó su instancia de palabra a su Santidad para obtener el decreto de canonización.

El secretario de Brevi Principi contestó a nombre del Papa que era necesario, a pesar de los méritos conocidos de aquellos bienaventurados, implorar el auxilio divino. Luego el Papa, los cardenales y toda la capilla se arrodillaron, y dos chantres empezaron las letanías de los santos, sentándose todos luego que hubieron terminado.

El cardenal procurador volvió cerca del trono, y uno de los abogados consistoriales repitió la petición, pero añadiendo instantius. El secretario volvió a contestar a nombre de Su Santidad, quien se quitó la mitra, bajó del trono, se arrodilló y oró en silencio al decirle el cardenal diácono: Orate. Al cabo de unos instantes este le dijo: Levate; levantóse y entonó el Veni Creator, que continuaron cantando los chantres de la capilla, así como el Deus qui corda fidelium.

Por tercera vez el cardenal procurador se acercó al trono, y por el órgano de un abogado consistorial pidió a su Santidad la canonización, añadiendo a la primera fórmula instante, instantius, instantissime.

El mencionado secretario contestó que por fin su Santidad accedía al deseo de los fieles, y que iba a pronunciar la sentencia, como en efecto lo hizo.

El abogado consistorial dio las gracias al Papa y le suplicó que se dignara expedir los breves apostólicos. El Papa contestó: decernimus, y dio a besar su rodilla y mano al cardenal Clarelli, procurador, mientras que el abogado consistorial invitaba a los notarios a redactar de la canonización.

El decano de los proto-notarios contestó: conficiemus y volviéndose hacia los camareros secretos, les tomó por testigos, diciendo: vobis testibus.

En aquel momento da gracias a Dios, entonando un Te Deum cuyos versículos cantaron alternativamente los chantres y multitud de fieles reunidos en el templo. A las primeras palabras del Te Deum el cañón del castillo de San Angelo anuncia al pueblo la buena nueva, y al mismo tiempo todas las campanas de los templos se dan al vuelo, rompen las músicas situadas en la plaza del Vaticano, y la gente reunida en un pórtico y frente de la Basílica hace oír sus gritos de júbilo.

Terminado el Te Deum, el primer cardenal diácono recitó en alta voz el versículo orate pro nobis Sancti Petre Baptista, Paule, restrique socii et Michael, Alleluya y el pueblo contestó aleluya. El cardenal diácono del Evangelio se acercó al trono, cantó el Confiteor, añadiendo los nombres de los nuevos santos a los de los santos apóstoles; después el Papa dio la absolución y la bendición según costumbre, aceptó la variante que en la fórmula de la absolución mencionó los santos que acababa de canonizar.

Poco después el Papa ofició de Pontifical y terminó la función a la una en punto, habiendo terminado a las diez el acto de canonización.

Esta gran solemnidad religiosa se verificó más felizmente de lo que nadie esperaba. El día estuvo hermoso, el cielo despejado; no hubo menor tumulto ni desorden en ninguna parte. Su Santidad resistió bien tantas horas de fatiga, de manera que no hay que lamentar ni un incidente desagradable. Esto hace honor a las autoridades romanas, pues que solo a sus exquisitas disposiciones se debe, que a pesar de la gran multitud q      que había en la plaza y en el templo, y con tantas luces encendidas, no ocurriera alguna desgracia. También debe decirse en su elogio que no se dieron más tarjetas que por el número de personas que cabían en el templo.

         Esta soberbia iglesia, iluminada con 10,000 hachas,2 presentaba un espectáculo asombroso, y el pueblo no se cansaba de admirar, después de la ceremonia, el efecto que producía esta iluminación espléndida. El principal adorno de la basílica vaticana consistía en la representación de los milagros de los veintisiete beatos canonizados. He aquí una sucinta enumeración de esas pinturas:

         En la fachada del templo, y pendiendo del gran balcón del centro, hay un grande estandarte en el que están pintados los veintisiete beatos    que van a ser inscritos en el número de los santos en virtud de la declaración infalible del vicario de Jesucristo en la tierra.

Al entrar en el pórtico se encuentran tres cuadros y dos inscripciones. El que hay en la puerta del centro alusivo al martirio heroicamente sufrido por los veintitrés padres franciscanos.

         En uno de los lados se ven atados en cruz los tres santos mártires jesuitas y el obispo del Japón don Pedro Martínez con el venerable padre Pasio que están en enfrente arrodillados en actitud de venerarlos, y más allá don Juan Rey Arima y don Sancho, señor Overa, el uno con los principales señores de su corte y el otro con su mujer.

         Al otro lado está pintado el admirable portento de que el Redentor, por su divina bondad, cambia su corazón con el de san Miguel de los Santos, de la orden de trinitarios descalzos.

         En la cuarta puerta a la derecha, se lee la inscripción siguiente: “Corred, ciudadanos y extranjeros, mientras la impiedad cobra bríos y la maldad se convierta en perseguidora, y la verdad, impelida por el fraude, se retrae, aquí resplandece la invicta legión, cuyo ejemplo seguiremos rivalizando en virtud y fe, y cuyos triunfos aplaudimos.

         En la quinta puerta a la izquierda se lee lo siguiente: “Apresuraos, ciudadanos y extranjeros, mientras los mal aconsejados deseos impelen a los hombres y las costumbres tienden al vicio, he aquí que se nos ofrece un nuevo ejemplo y estímulo para que aprendamos a despreciar las cosas fugaces y a vivir castamente”.

         Al entrar a la Iglesia, en la parte interior de la puerta del centro se lee lo siguiente en el friso y arquitrabe del andamio o madera que se ha colocado sobre dos columnas: “A ti, ¡oh Pedro! Y a vosotros legión celestial, os adoramos devotamente los fieles, rogándoos que intercedáis para que vayan lejos los bruscos embates de la fuerza y reaparezcan los tiempos bonancibles sobre los oprimidos. Encima hay a un lado del ángel de la religión, y al otro el ángel del martirio. En el centro y un poco más alto, hay el escudo de armas del sumo pontífice debajo de un manto en forma de pabellón.

         Al descubrir las pinturas, no haremos más que traducir los epígrafes que hay debajo de cada una, ampliándose acaso, no para mayor inteligencia de los lectores, sino para añadirle alguna particularidad importante.

         En el primer cuadro, a la derecha, está pintado el conmovedor hecho de los jóvenes franciscanos Antonio y Luis, que en temprana edad de poco más de diez años, fueron conducidos al martirio, y que a pesar de los ruegos de sus parientes y aún del mismo jefe de los soldados, corrieron presurosos y alegres a recibir la corona del martirio.

         En el segundo cuadro está pintado san Miguel, de la orden de trinitarios descalzos, el cual después de muerto se aparece en figura de un serafín en la ciudad de Baeza a una penitenta suya llamada Juana de Jesús, librándola de una grave enfermedad.

         En el tercer cuadro hay un san juan de Gola, jesuita, el cual mientras se dispone para sufrir con ánimo el martirio, encuentra a su anciano padre, que estimulando su valor y su virtud, le alienta para sufrir la dura prueba en que Juan alcanza la palma del martirio.

         En el cuarto se ve el éxtasis o arrobamiento que, en el acto de celebrar el santo sacrificio de la misa, el cual muchas veces durante la celebración de los divinos oficios y en la contemplación de las cosas divinas, se quedaba absorto y coronado de una luz celestial que conmovía a los concurrentes, sirviéndoles de ejemplo para apartarlos del mal camino, e inflamándoles en amor al Santísimo Sacramento.

         Pasando a la nave lateral se encuentra en el primer cuadro o medallón pendiente de la tribuna, el prodigio de los celestes rayos que en forma de paloma se desprenden del cielo e iluminan los cuerpos de los tres mártires jesuitas a la vista de toda la ciudad de Nagasachi. Entre los espectadores figuran a la izquierda el padre Pasio y el padre Rodríguez.

         En la quinta columna están pintados los tres mártires jesuitas que en una misma cárcel en Meaco, se encuentran con los padres franciscanos y los abrazan uno a uno, alegrándose de tener tales compañeros en su gloriosa lucha.

         Sobre una de las capillas hay el segundo medallón, que representa la curación de un religioso de la orden de trinitarios descalzos, curación obtenida por intercesión de san Miguel de los Santos, quien se le aparece.

En la sexta columna se ve el milagro de un enfermo que cura bebiendo del agua en que estuvo sumergido el corazón de san Pedro Bautista.

En la segunda tribuna está pendiente el tercer medallón, que representa a los tres mártires jesuitas en cruz, y un grupo de aves de rapiña que, dominando su natural codicia, no se atreven a tocar a los victoriosos restos.

Junto al presbiterio hay el trono y un grupo de banderas.

El séptimo cuadro representa a varios cristianos que son conducidos al lugar del martirio y que piden un pedazo de los vestidos de san Jaime Chisai para conservarlo como reliquia, y esto se opone.

En el octavo cuadro está pintado el milagro de san Francisco de la Pariglia, que con la señal  de la cruz cura a un indio amenazado de muerte por la mordedura de una serpiente.

Al lado de los arcos en que hay estos dos últimos cuadros, hay cuatro estandartes. En el uno están pintados los mártires franciscanos, los cuales están agrupados ante el trono del Eterno, sobre nubes, con la palma del martirio en la mano, mientras debajo hay dos ángeles que sostienen los símbolos del martirio. En el otro hay los tres mártires jesuitas que  vuelven a los brazos del Divino Redentor, mientras su ángel desde arriba les trae la palma del martirio. En el tercero destinado a los trinitarios descalzos, hay la gloria de san Miguel sostenida sobre las alas de los dos ángeles. Por simetría hay un cuarto estandarte en que está pintada la religión rodeada de una gloria y sostenida por ángeles.

El cuadro que hay sobre el trono representa al Redentor entre san Pedro y san Pablo, y encima se ve pintada la gloria con los veintisiete santos.

Las cuatro estatuas que hay en fila sobre el montante o arquitrabe sostenido por columnas, representa la Prudencia, la Esperanza, la Pureza y la Penitencia.

Saliendo del presbiterio por el lado opuesto, en la tercera tribuna, se encuentra el cuarto medallón, debajo del cual se lee que una mujer japonesa, moribunda, queda curada inmediatamente en virtud de un fragmento de la cruz de san Pedro Bautista, y el mártir mismo la bautiza desde la cruz.

Siguiendo por el otro lado de la nave lateral se encuentra el noveno cuadro, en el cual se lee que san Francisco de Pariglia, próxima a la muerte una mujer india, al punto la signa con la señal de la cruz, y por medio del santo bautismo la convierte a Jesucristo.

Sobre el altar hay el quinto medallón, en el cual está pintada una mujer que cura de un cáncer que tiene en la boca, en virtud de una devota novena en que se recomienda a san Miguel de los Santos.

En el décimo medallón, según dice el epígrafe, está san pablo Michi, jesuita, que en la cárcel de Ozaca instruye en la fe de Jesucristo a los infieles y les borra las manchas del pecado con el agua del santo bautismo.

En la cuarta tribuna está colgado el último medallón, en cuyo epígrafe se dice que la hija de Cosimo Yoya, japonés, consumida por un mal mortal, cura por la saludable intercesión del franciscano san Pedro Bautista, mientras lenguas de fuego descienden del cielo y se posan sobre las cabezas de los concurrentes.

El undécimo medallón presenta al trinitario san Miguel de los Santos, que en la portería del convento, cura de continuo a muchos enfermos que le están esperando a la puerta, y los cura con oraciones e imponiéndoles las manos.

El duodécimo medallón presenta al franciscano padre Pedro Bautista, que haciendo la señal de la cruz sobre las estremecidas olas del mar, lo pone tranquilo de repente.

El epígrafe del décimo tercero medallón, dice que Isabel Rodríguez, al contacto de una reliquia de san Miguel de los Santos, cura instantáneamente de un escirro que se le había formado en el pecho.    

En el décimo cuarto medallón se lee que el jesuita san Pablo Michi, colocado por vituperio encima de un carro, predice la religión cristiana a la multitud reunida en la plaza de Meaco.

Estas pinturas, obras de pintores romanos que gozan en la actualidad de más fama en general, no pasan de ser obras de arte medianas.

 

Alocución de su santidad el papa pío xi pronunciada en el consistorio celebrado en roma, el 9 del presente mes de junio de 1862

Venerables hermanos:

Profunda alegría fue la que experimentamos cuando ayer pudimos, con el auxilio de Dios, conferir los honores y el culto de los santos a veintisiete intrépidos héroes de nuestra divina religión, y eso teniéndoos a nuestro lado, a vosotros que, dotados de tan alta piedad y de tantas virtudes, llamados a compartir nuestra solicitud en medio de tiempos tan dolorosos y combatiendo valerosamente en favor de la esposa de Israel, sois para nos un consuelo y apoyo soberanos. ¡Pluguiera a Dios que ínterin nos hayamos inundados de esta alegría, ninguna cosa de tristeza y luto viniera a contristarnos por otra parte! En efecto, no podemos menos de estar abrumados de dolor y angustia cuando vemos los daños y males tan tristes y para siempre deplorables con que la Iglesia católica y la sociedad civil misma se hallan miserablemente atormentadas y oprimidas con gran detrimento de las almas. Ya conocéis en efecto, venerables hermanos, la guerra implacable declarada al catolicismo entero por esos mismos hombres, enemigos de  la cruz de Jesucristo, impacientes de la sana doctrina, que unidos entre sí en culpable alianza, todo lo ignoran, de todo blasfeman e intentan conmover los fundamentos de la sociedad humana, mucho más aún, destruirla por completo si posible fuera; pervertir las inteligencias y los corazones, llenarlos de los más perniciosos errores y arrancarlos del seno de la religión católica. Esos pérfidos artesanos de fraudes, esos forjadores de mentiras, no cesan de hacer surgir de las tinieblas los monstruosos errores de los tiempos antiguos, tantas veces refutados ya victoriosamente por los más prudentes y sabios escritores y condenados por los fallos más severos de la Iglesia; de exagerarlos revistiéndolos de palabras nuevas y falaces y de propagarlos por do quiera y de todos modos.

Con arte detestable y verdaderamente satánico, mancillan y pervierten toda ciencia, derraman para perdición de las almas un veneno mortal, favorecen una licencia desenfrenada y las más aviesas pasiones; subvierten el orden religioso y social; se esfuerzan por destruir toda idea de justicia, de verdad, de derecho, de honor y de religión; y hacen befa, insultan y menosprecian la doctrina y los santos preceptos de Cristo. La mente retrocede horrorizada y se niega a tocar aun someramente los principales de esos errores pestilentes, con los cuales esos hombres trastornan en nuestros días aciagos todas las cosas divinas y humanas.

         Ninguno de vosotros, venerables hermanos, ignora que esos hombres destruyen completamente la cohesión necesaria que, por virtud de Dios, une el orden natural y el sobrenatural, y que al mismo tiempo cambian, confunden y abolen el carácter genuino, verdadero y legítimo de la Revelación divina, la autoridad, a constitución y el poder, todo derecho de origen divino; no se avergüenzan de afirmar que la ciencia de la filosofía y de la moral, lo mismo que las leyes civiles, pueden y deben no depender de la revelación y recusar la autoridad de la Iglesia que la Iglesia no es una sociedad verdadera y perfecta, plenamente libre, y que no puede apoyarse en los derechos propios y permanentes que le ha

Conferido su divino fundador; sino que corresponde al poder civil definir cuáles son los derechos de la Iglesia: y dentro de qué  límites los puede ejercer. De dónde sacan la falsa consecuencia de que el poder civil puede inmiscuirse en las cosas que atañen a la religión, a las costumbres y al régimen espiritual y hasta impedir que los prelados y los pueblos fieles comuniquen libre y mutuamente con el pontífice romano, divinamente establecido pastor supremo de toda la Iglesia; y eso a fin de disolver esa unión necesaria y estrechísima que, por divina institución de Nuestro Señor mismo, debe existir entre los miembros místicos del cuerpo de Cristo y su Jefe venerable. Tampoco temen proclamar con astucia y falsedad ante la multitud, que los ministros de la Iglesia y el pontífice romano deben ser excluidos de todo derecho y de todo poder temporal.

         En su extremada impudencia, no vacilan en afirmar además, que no solamente no sirve de nada la revelación divina, sino que daña a la perfección del hombre, que ella misma es imperfecta y está por consiguiente sujeta a un progreso continuo e indefinido que debe corresponder con el progreso de la razón humana. También tienen la osadía de pretender que las profecías y los milagros expuestos y relatados en los libros sagrados son fábulas de poetas, que los santos libros divinos del Antiguo y del Nuevo Testamento, no contienen más que mitos y que, horroriza decirlo, Nuestro Señor Jesucristo es una ficción mítica. En consecuencia, esos turbulentos adeptos de dogmas perversos, sostienen que las leyes morales no tienen necesidad de sanción divina, que no hace falta que las leyes humanas estén en conformidad con el derecho natural y reciban de Dios la fuerza obligatoria, y afirman  que la ley divina no existe. Niegan además, toda acción de Dios en el mundo y en los hombres y sostienen temerariamente que la razón humana, sin ningún acatamiento a Dios, es el único árbitro de lo verdadero y de lo falso, del bien y del mal: que ella es la ley de sí misma y que basta con sus esfuerzos naturales para proporcionar el bien de los hombres y de los pueblos. Mientras que maliciosamente hacen derivar todas las verdades de religión de la fuerza nativa de la razón humana, otorgan a cada hombre una especie de derecho primordial por el cual puede pensar libremente y tributar a Dios el honor y el culto que conceptúe mejor según su antojo.

         Consiguientemente, llegan a tal grado de impiedad e impudencia que atacan al cielo y se esfuerzan por eliminar al mismo Dios. En efecto, con una maldad que solo cuente con su estolidez, no temen afirmar que la divinidad suprema, llena de sabiduría y providencia, no es distinta de la universalidad de las cosas;  que Dios es la misma cosa que  la naturaleza, que está sujeto como ella a cambios, que Dios se confunde con el hombre y el mundo, que todo es Dios, que Dios es una misma sustancia, una misma cosa que el mundo y no hay por lo tanto diferencia entre el espíritu y la materia, la necesidad y la libertad, lo verdadero y lo falso, el bien y el mal, lo justo y lo injusto. Seguramente que nada puede idearse de más insensato, más impío y más repugnante a la misma razón. Se mofan de la autoridad tan temerariamente que tienen la impudencia de decir que la autoridad nada es, como no sea la del número y de la fuerza material, que el derecho consiste en el hecho, que los deberes de los hombres son una palabra vana y que todos los hechos humanos tienen fuerza de derecho.

         Añadiendo en seguida las mentiras a las mentiras, los delirios, hollando toda autoridad legítima, todo derecho legítimo, toda obligación, todo deber, no titubean en sustituir en lugar del derecho verdadero y legítimo el falso y mentido de la fuerza y en subordinar el orden moral al material. No reconocen otra fuerza que la que reside en la materia; hacen consistir toda la moral y el honor en acumular la riqueza por cualquier medio que sea y en saciar todas las pasiones depravadas. Con estos principios abominables favorecen la rebelión de la carne contra el espíritu, la sostienen y la exaltan, concediéndole esos derechos y dones naturales que pretenden son desconocidos por la doctrina católica, y menospreciando así la advertencia del apóstol que exclama: “Si viviereis según la carne, moriréis; más si con el espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis”3 Se esfuerzan por invadir y anonadar los derechos de toda propiedad legítima, y se imaginan, por la perversidad de su espíritu, una especie de derecho emancipado de toda traba de que, según ellos goza el estado y en el cual pretenden temerariamente ver el origen y fundamento de todos los derechos.



1 El título completo dice: ‘Descripción de la fiesta celebrada en Roma con motivo de la canonización de san Felipe de Jesús y demás mártires del Japónseguida de la alocución de Su Santidad. Exposición de los señores obispos allí reunidos y un discurso en favor de la Iglesia de Oriente, pronunciado por monseñor Félix Dupanloup, obispo de Orleans’. Imprenta de Rodríguez. 2ª calle de Catedral, núm. 10, Guadalajara, 1862

2Por una carta del ilustrísimo señor obispo de esta diócesis, se sabe que las luces que ardían en la basílica de San Pedro, eran treinta y dos mil.

3Cf. Rom, 8, 5-13



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