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COLABORACIONES

Memorial del cabildo metropolitano y clero de Guadalajara al C. Presidente de la República don Venustiano Carranza; y voto de adhesión y obediencia al ilustrísimo y reverendísimo señor arzobispo doctor y maestro don Francisco Orozco y Jiménez

Por la relevancia y rareza de su contenido y por la oportunidad de la efeméride -cumplirse cien años de la toma de Guadalajara por parte de los carrancistas- se reedita este vibrante testimonio, que muchas luces da a sucesos que trastocaron diametralmente la vida de la Iglesia en Guadalajara1

Señor presidente:

Los infrascritos, mexicanos, sacerdotes del culto católico del arzobispado de Guadalajara y en el pleno uso de los derechos que nos otorga la Constitución Política de la República; ante usted, con el debido respeto, pacíficamente y con fundamento en el artículo 8º de la citada Constitución de nuestra Patria, exponemos, como mejor proceda, lo siguiente:

A partir del 8 de julio de 1914, en cuya fecha las fuerzas llamadas “constitucionalistas” entraron a Guadalajara, hasta la fecha en que terminó el período denominado “preconstitucional”, la arquidiócesis a que pertenecemos, (como consecuencia del desenvolvimiento y ejecución del ideal único de la Revolución, que es el aniquilamiento, en México, de la Iglesia católica, o del clericalismo, con cuyo nombre han convenido en designarla los próceres del movimiento armado en sus arengas y escritos, para no dar a conocer al pueblo sus verdaderos fines), viene sufriendo la más dura persecución en la que hemos llevado la peor parte, como es natural, entre todos los católicos, nosotros los sacerdotes, tanto porque supuesto el fin de la Revolución, somos el blanco de los enemigos de la Iglesia y, por lo mismo, lo más cruel y directamente perseguidos; porque, como podemos apreciar, -y nos duele más que a nadie- los constantes e injustificados ataques a los dogmas, principios, sacramentos y prácticas santísimas de nuestra religión adorable; ataques de los cuales se nos ha impedido por todos los medios, aun los más reprobados, defenderla y reivindicarla ante el pueblo que se trata de descristianizar.

Hemos visto, por otra parte, desaparecer y perderse los elementos que (como a toda sociedad desigual, perfecta y organizada allegan a sus miembros para darle la vida que necesita), había allegado el pueblo a las manos honradas de la Iglesia para que se empleasen en el culto divino, en la santificación de las almas, en las instrucción de los niños, en el socorro de los pobres, el alivio de los enfermos, en el sostenimiento de ancianos, en la moralización de los descarriados, en la formación y sustento de sus sacerdotes; en el amparo de innumerables desvalidos y necesitados y en mil objetos más que sería prolijo contar, pero todos ordenados al bien espiritual de los que a ella pertenecen, atendiendo a sus necesidades temporales; sin embargo de que es notorio que la Iglesia destina esos elementos en provecho de los mismos que se los dan y que los aplica a los fines que los donantes quieren, y que los maneja mediante sus ministros con sin igual pureza y honradez. A ese despojo de que nos lamentamos, han perseguido, acompañado y seguido, por parte de los que a efecto lo llevaron, y para sincerar su proceder de alguna manera ante el pueblo, las más viles calumnias del orden moral y político, contra las cuales, a pesar de ser (el de defensa) un derecho natural, también se nos ha impedido ejercitarlo, o siquiera exigir que los detractores de la Iglesia y de sus ministros demostrasen sus gratuitas imputaciones que se contentan con lanzarlas destituidas de toda prueba y no toleran ni que se les pida. Si alguna hubiese la habrían encontrado en los archivos de las curias eclesiásticas o en los de las parroquias de que se han apoderado, y la más leve la habrían esgrimido como su mejor arma y exhibiéndola más que su más glorioso trofeo; ya que tal han hecho con algunos documentos de esos archivos, pero con la mala fe más refinada, poniéndolos en manos de gente sin discernimiento. Se ha tratado de algunos expedientes formados para castigar la falta de algún sacerdote (muy contados, gracias a Dios) pero que nuestros enemigos, al señalarlos, no dicen que es un indicio de la disciplina y moralidad que existe entre nosotros, supuesto que se investigan las faltas y se castiga a quien las comete; sino que como aquel a quien se refiere el expediente exhibido, según lo dicen, así somos todos los sacerdotes, de manera que crean los sencillos que el delito no es del clérigo, sino del clero. Medio reprobado, como todos los que emplean para desprestigiar a la clase morigerada en toda sociedad, y que pone a los detractores en la condición de los criminales, ya que es un delito la difamación y la calumnia.

Al entrar a la plaza de Guadalajara las fuerzas revolucionarias, ocuparon como cuartel (obedeciendo a un plan preconcebido de apoderarse definitivamente de ellos) los edificios que servían al Seminario Mayor y Menor, los de los colegios del Sagrado Corazón para niños, uno, y para niñas otro; la Escuela de las Artes del Espíritu Santo, las Casas de Ejercicios de San Sebastián de Analco, Santuario de Guadalupe y Nuestra Señora de los Dolores; teniendo bastante para las tropas con los cuarteles que ya había, y pudiendo disponer de otros locales en que no había objetos de valor ni qué cuidar de la decoración, aseo y buen estado de conservación de los edificios. Todo se perdió por supuesto, o se destruyó en los citados establecimientos, aun los muebles propios de cada uno de los alumnos internos que en varios de ellos había.

En los días inmediatamente siguientes al 8 de julio mencionado, se apoderaron de la casa arzobispal, del edificio y talleres del periódico El Regional, de todas las escuelas católicas que dependían del gobierno eclesiástico y de algunas de propiedad particular, nada más que por ser sus directores y su índole netamente cristianos, corrieron la misma suerte de las escuelas superiores, industriales y normales y otros colegios, en todos los cuales, dependientes directamente de la sagrada mitra, se impartía una instrucción sana y muy amplia, nada más en Guadalajara, a más de veinte mil niños y a muchos en los internados anexos a varios establecimientos, vestido y sustento gratuitamente. La instrucción también era gratuita de todos, con excepción de en la Normal de niñas, donde las que podían daban una pequeña cuota.

Las autoridades militares pusieron también la mano sobre los hospitales, casas para ancianos (de alguna expulsaron a éstos poniéndolos en la calle, a pesar de que carecían de toda clase de recursos) y otras instituciones de caridad, que debían su vida exclusivamente a la piedad de algún particular que la sostenía, o a la iniciativa de las asociaciones de piedad y de sus directores, sostenidas por aquellas, o, en general, como las que dependían directamente de la Iglesia, por el pueblo creyente para beneficio de sus enfermos y necesitados, quienes han sufrido los efectos de esos despojos, como los niños el de las escuelas y colegios antes mencionados.

Las magníficas bibliotecas del Seminario, del Colegio de San José y otras, invadidas por la soldadesca, perdieron obras monumentales, mutiladas por aquellos, que arrojaban por las ventanas los volúmenes, se servían de ellos como de almohadas o las vendían a vil precio a los que trafican con esa multitud de objetos que podemos llamar de desecho inservibles. Los gabinetes de física y química de los mismos establecimientos perdieron todos sus aparatos. Siendo muchos de ellos destruidos o vendidos en la misma forma que los libros.

Por supuesto y hay que repetirlo, a todas esas incautaciones y despojos acompañaban, precedían y seguían las más groseras y viles calumnias en los periódicos y tribunas revolucionarias, contra la Iglesia y contra el clero, pintándolos como explotadores del pueblo y hablando de las ventajas pecuniarias que obtenían con la fundación, sostenimiento y dirección de esas obras de ilustración y caridad, que, por fortuna, al pueblo mejor que a nadie le consta que son el fruto, no digamos del trabajo ímprobo, sino de los heroicos sacrificios de sus sacerdotes que las emprendieron, dirigieron y patrocinaron, y que sólo a la sombra de la Iglesia han nacido, vivido y prosperado en todos los tiempos y en todas las naciones, porque sólo ella cuenta con la abnegación y el desinterés de los que la sirven por oficio y por ministerio.

No bastaban, sin embargo, señor Presidente, tantos males causados en tan pocos días a la Iglesia, a sus ministros, a sus fieles y, en particular a sus pobres para saciar el odio de nuestros enemigos, era preciso multiplicar los ultrajes, reducirlos a una forma más cruel, más personal, si así puede llamarse; no dolerse de la víctima, sino aniquilarla y gozarse en sus sufrimientos, ya que no ponía la menor resistencia… El día 21 del mismo julio de 1914 fueron reducidos a prisión todos los sacerdotes que pudieron ser capturados, pues la orden de aprehensión fue general y pasaron a la penitenciaría, en Guadalajara, más de cien sacerdotes de la ciudad, en medio de los insultos y de los tratamientos más soeces de los aprehensores, pues hasta el último soldado se sentía, y lo estaba, autorizado para vejarnos.

El pretexto, más bien dicho, la patraña inventada para esa nueva persecución, fue, como usted lo sabe muy bien, un complot quimérico, que tenía por objeto ultrajarnos personalmente y clausurar los templos (donde debían encontrarse las armas y el parque preparados para llevarlos a cabo), apoderarse de las casas habitaciones de los rectores de las iglesias para buscar también allí el cuerpo del delito que motivaba aquellos procedimientos y resultar a la postre con que nueve días después salieran en libertad los presos, contra quienes no hubo ni el más leve indicio de culpabilidad, ni armas encontradas en los templos, que si en alguno se hubiese descubierto un depósito de esta naturaleza, cuando menos el rector de él habría continuado en la prisión hasta fusilarlo, o lo habrían perseguido más tarde, si acaso entonces no hubiese caído en manos de revolucionarios. Y no obstante ese testimonio autorizado del juez instructor que puso en libertad a los calumniados sacerdotes, algún alto funcionario, en acta y documento oficial que corre impreso, se atrevió a asentar que en algunos templos se habían encontrado armas en aquella ocasión.

Declarada la inocencia de los presuntos reos, era de suponerse que los templos serían abiertos inmediatamente y restituidos a sus respectivos rectores; pues una vez cateados aquellos, hubiera o no delincuentes que hubiesen depositado armas en ellos, se acaba el pretexto de su clausura, ya que el local no podía ser delincuente, ni había por qué hacer al pueblo que los ha construido, para servirse de ellos mediante los actos del culto a que los ha destinado, que careciera de esos actos y declarados inculpables por los sacerdotes, tampoco había por qué privarlos del ejercicio de su sagrado ministerio y del cuidado y uso de sus iglesias. Pero no fue así, desde el momento que los ocuparon se dedicaron a saquearlos, y tuvimos el dolor de ver tiradas por el suelo las sagradas hostias para llevarse cuanto antes (los que iban a buscar armas y parque) los copones y custodias que las contenían; desaparecer, según fueron dando con ellas, todas las alhajas y vasos sagrados, exhumados y profanados en la catedral los restos venerados de nuestros obispos allí sepultados, de cuyas tumbas creyeron seguramente sacar tesoros; convertida nuestra ilustre matriz en verdadero cuartel, donde se hospedaron los soldados del 13 batallón de Sonora; dormitorio de éstos y sus mujeres e hijos era el templo , colchones, mantas y almohadas, los ornamentos sagrados, que tendían o arrollaban; cocinas los altares y… lo demás lo callamos por decencia. Igual cosa, en mayor o menor escala, según la impiedad y falta de cultura de los ocupantes, pasó en otros varios templos; pero de casi todos desparecieron los objetos de valor (muchos de ellos verdaderas obras de arte) que la piedad y munificencia de los fieles habían venido acumulando en el transcurso de los siglos, y conservando la administración honrada del clero para esplendor del culto divino. La sola catedral perdió más de ochocientos mil pesos en los objetos desaparecidos; aquí señala el pueblo por sus nombres a los que dispusieron de alhajas valiosísimas, y vio por las calles de la ciudad pasearse a las mujeres de los soldados ataviadas con las prendas que al efecto podrían servirles de las extraídas de los templos; los mismos caballos lucían mantillas hechas de los sagrados paramentos, y los tambores de la tropa estaban habilitados con las hojas de pergamino de los libros corales, cuya preciosa colección, de más de trescientos años, mutilaron lastimosamente.

Otro detalle muy significativo y cruel de la persecución de la Iglesia, y que en esta exposición, no debemos dejar de recordarlo, fue la expulsión, tan justificada que ninguna razón se dio al decretarla, de los sacerdotes extranjeros; no del Estado que, habiendo motivo sería, a lo sumo, lo que un gobierno local habría podido decretar, sino de la República, llevada a cabo por los mandatarios militares de entonces, con lujo de sarcasmo; pues dieron a la despedida de aquellos en la estación del ferrocarril la despiadada solemnidad de llevar una música militar que tocara a su partida piezas de sabor grotesco. La sociedad de Guadalajara se encargó de reprobar esa incalificable conducta, con la severidad de su presencia compasiva y con sus frases de cariño y respeto a los desterrados.

Seríamos interminables, señor Presidente, si quisiéramos enumerar uno a uno los decretos emanados con el fin de oprimir a la Iglesia y a todo lo que a ella toca, durante ese período preconstitucional, y los hechos significativos de ese mismo fin; entre aquellos, el que prohibió la existencia de los Seminarios en el Estado, entre éstos, el asesinato del padre Galván, sacerdote abnegado y ejemplar, cuyo único delito fue el de salir de su casa después de un combate librado en las calles de la ciudad, a buscar a los heridos moribundos que quisieran los últimos auxilios de la religión; sus asesinos, unos militares de apellido Vera, que por órdenes superiores hacía tiempo que lo asechaban y perseguían, como reo del delito de aborrecer y decirlo a una secta funestamente dominante en Guadalajara, fueron muertos pocos días después de haber hecho esa víctima, a quien ni siquiera le dijeron el motivo porque la inmolaban.

Mas no concluiremos este pálido recuerdo de lo que se ha sufrido en la capital del estado y de la arquidiócesis en el orden religioso, durante el repetido período, sin hacer mención de que varias veces, unas con el más fútil pretexto, como el del complot, y otras sin él, se han clausurado, o todos o parte de los templos; todavía lo están los de Santa Teresa, San Diego, San Agustín, Capuchinas, La soledad, Santa María de Gracia, Santa Mónica, cerrados hace dos años sin dar razón alguna; se destruyó el de la Universidad para hacer la apertura innecesaria de una calle; pero menos necesario era cerrar una Iglesia que estaba al costado norte de la destruida y que en nada impedía la apertura de dicha calle; también todavía, lo mismo que la de Nuestra Señora de los Dolores, que dizque se destinaba para llevar a ella, exclusivamente, los muertos para que los funerales no contribuyesen a propagar la epidemia que dijeron entonces que había; las llaves de ese templo las recogió la Presidencia Municipal, a donde habría que acudir a pedirlas para dichos funerales; pero los soldados de la casa contigua, no sólo lo han saqueado, sino que lo han destruido.

Fueron demolidos los atrios de Mexicaltzingo, San Juan de Dios y catedral, sin más ventaja que perjudicar a los templos sin que resultara ningún beneficio a la ciudad. Se mandó quitar, mediante decreto en forma, la inscripción “Ave María” que multitud de familias piadosas habían puesto sobre las puertas de sus casas; de todos los establecimientos mercantiles, casas de vecindad, colegios, escuelas, etcétera, etcétera, así como de las calles, plazas, mercados y de algunos pueblos de la ciudad, los nombres de los santos que llevaban, para sustituirlos con los que se les han ocurrido.

En las parroquias foráneas del arzobispado, con excepción de algunas, hemos padecido la misma persecución y sufrido los mismos despojos, en mayor o menor escala, según índole del jefe militar que ocupaba las poblaciones. En Sayula, por ejemplo, fueron expulsados todos los sacerdotes; en Zapotlán el Grande, Mazamitla, La Barca, Jesús María y otras parroquias, los párrocos han sido perseguidos de muerte y han tenido que huir, providencialmente prevenidos de las intenciones que daban a conocer los revolucionarios que se acercaban o entraban a las poblaciones. Pero muchos sí fueron aprehendidos y encarcelados, o para exigirles dinero o simplemente para ultrajarlos, o bien para hacerles imputaciones tan verosímiles y bien fundadas como las del complot de los eclesiásticos de Guadalajara.

Pues bien, señor Presidente, ahora podemos decir a usted, comprobándolo con el testimonio de ese mismo pueblo a quien se ha querido indisponer contra nosotros y convertirlo en enemigo nuestro; que el clero de la arquidiócesis de Guadalajara, por convicción, por disciplina, por las constantes amonestaciones de nuestro ilustrísimo y reverendísimo prelado, exhortándolo a sufrir con pacienciay a no aconsejar ni fomentar medidas violentas en el pueblo, solo opuso, durante ese período preconstitucional, a la avalancha, bosquejada apenas, de calumnias, difamaciones, despojos, atropellos de palabra y de hecho males de todo género, la más inalterable paciencia; ahora podemos asegurarle, aunque bien debe saberlo, que cuando el pueblo, al ver sus templos cerrados, saqueados y profanados; su Dios, sus sacramentos y sus dogmas vilipendiados; sus sacerdotes vejados; convertidas en sus cuarteles las casas de sus curas; los edificios que han destinado a la instrucción de sus hijos, al alivio de los necesitados y enfermos o a los actos de su culto, hechos mansión de soldados o aplicados a usos muy diversos de los que se propuso al fundarlos; cuando el pueblo, decíamos, al ver esto se habría levantado lleno de justa indignación contra los perseguidores de la Iglesia, que al oprimirla y despojarla, a ellos se despojaba y oprimía también, nuestra misión, que no es la turbulenta y sediciosa que nos atribuyen nuestros enemigos en sus periódicos, tribunas y corrillos, sino de caridad y amor hacia todos, aun a los que nos hacen mal, nuestra misión, repetimos, fue la de calmarlo y persuadirlo a que no empleara medios violentos, que se resignara con la voluntad de Dios que permitía esos males, indudablemente porque merecíamos tal castigo, que Él les pondría término cuando así conviniera, y que aguardara el día en que, pasada la efervescencia de las pasiones que entonces agitaban los ánimos, se iniciara una era nueva para México.

No pretendíamos, ciertamente, engañar al pueblo cristiano, asegurándole que vendrían mejores días para la Iglesia, y por lo mismo para la Patria, pues acariciábamos la dulce y racional seguridad de que los revolucionarios, al fin de aquella jornada de odio y persecución contra la Iglesia católica y todo lo que a ella toca, quedarían persuadidos (si es que algunos y en algún tiempo no lo han estado) de que el clero de esta arquidiócesis jamás se ha mezclado en política, ni ha hecho más que cumplir con sus deberes, abnegada y honradamente; que reconocerían que el amor del pueblo a la Iglesia y a sus ministros es la mejor prueba de la santidad de aquellas y de la acción moralizadora de éstos, y que, en consecuencia, la nueva Constitución, que entonces se anunciaba, vería en el Santuario y en sus sacerdotes los elementos más propicios para devolver la paz y la prosperidad a México; que no podrá vivir en lo sucesivo ni dar un paso adelante en el orden moral ni material, ni ser feliz en ningún sentido sino al amparo del cristianismo.

No creíamos, por esto, que resultara una Constitución netamente católica (aunque lógicamente era de esperarlo de una verdadera representación nacional que se ajustara a los sentimientos del pueblo representado); pero sí que calmadas las pasiones, y a pesar de ser el objeto de la revolución el aniquilamiento de la Iglesia, se dejaría a ésta y a los católicos, que son los que componen la República, siquiera la precaria libertad de que disfrutaba bajo el imperio de la ley de 1857, consultando así al bienestar de la Patria, con dejar satisfecha, hasta cierto punto, la voluntad popular y que, resueltos, como estábamos de antemano los sacerdotes a amoldar nuestra conducta y convencer a los fieles de que igualmente debían someter la suya a la acción que nos dejara con el orden religioso la esperada Ley Fundamental, como nos lo tenía prevenido nuestro dignísimo y calumniado arzobispo, cooperásemos a restañar la sangre que manaba de las heridas de la pobre Patria.

Pero se declara concluido el período llamado “preconstitucionalista” y vigente la Carta de 1917 que, inspirada, no en la índole y fe del pueblo mexicano, sino en el odio a ésta y en el criterio antirreligioso e individual de los revolucionarios que la redactaron y discutieron, desconoce por completo a la Iglesia Católica, aun como sociedad meramente humana, para el efecto de negarle las franquicias, libertades y garantías que otorga a éstas; pero la reconoce y la acepta para oprimirla, ya en sus preceptos inmediatos y directos contra ella, y en los que sanciona, facultando determinados mandatarios a que la reglamenten (esto es, a que la ultrajen) mediante, o más bien dicho, con sujeción a las leyes orgánicas de la Constitución; leyes que naturalmente emanarán de Legislaturas hijas de las misma revolución que dictó los artículos constitucionales opresores de la Iglesia, y que vendrán a perfeccionar a aquellos en su obra demoledora de ésta, pues tales serán los poderes que confiere a las autoridades federales en lo tocante a culto religioso y disciplina externa, que la vida miserable que le deja la Constitución, nada más porque de pronto no se la pueda quitar del todo, quede en manos de aquellas , a fin de que vaya extinguiéndola poco a poco, hasta acabar con ella, llegando así al desideratum (preconcebido dentro y fuera del país) de la revolución, el aniquilamiento del catolicismo en México.

Grande fue nuestra consternación, señor Presidente, al hacernos cargo de la situación a que se pretendía reducir a la Iglesia con desconocerla en todo lo que pudiera favorecerla, y reconocerla para cuanto le sea oneroso, depresivo y humillante; de perseguírsela hasta donde puede mediante la expedición de las leyes reglamentarias de la Fundamental, y al ver cómo ésta ofrece, por una parte, respetar y reconocer el derecho y la libertad de que los mexicanos profesen la religión que les plazca, el asociarse para las prácticas que sus creencias les exijan, el de congregarse en los templos que ellos han levantado con ese objeto, el de contribuir (aunque con ciertas limitaciones) con sus donativos, sean obligatorios o voluntarios, a los gastos y necesidades de los asociados, y el de tener sus directores, supuesto que habla de ministros de cultos, y que, por otra, le niega a la Iglesia (que es la asociación de los fieles) el carácter y la naturaleza propia de toda asociación, aunque como tal la denomina en varios artículos para restarle libertades, oprimirla y vejarla, y hable en muchos lugares de reuniones y actos de culto que no pueden concebirse, ni menos para reglamentarlos sin que se la tenga como una sociedad, siquiera sea del orden meramente civil y humano. ¿Cómo cabe ese desconocimiento de la Ley cuando acaba de proclamar la libertad y los derechos de los asociados? Igualmente llama clero a la agrupación de los sacerdotes, y asociaciones religiosas a las que lo son, y corporaciones de carácter eclesiástico a las que lo tienen, únicamente para el efecto de despojarlas de los inmuebles que poseen para el objeto de su institución, prohibirles la adquisición y administración de otros y limitar el derecho de allegar los recursos y elementos que le son indispensables. Si existen ante la ley tales asociaciones, corporaciones y el clero mismo, deben existir para lo útil y para lo oneroso; si no existen, la ley no debe ocuparse de ellos ni para lo uno ni para lo otro. Así mismo faculta la Constitución a las Legislaturas locales “para determinar, según las necesidades del lugar, el número máximo de ministros de los cultos”, ¿En orden a qué son esas necesidades? ¿No son acaso en orden al número de los asociados? Así, por lo menos, hemos estado observando en estos días que discuten en la Cámara de Diputados de Guadalajara un proyecto de ley para determinar ese número, a razón de un sacerdote por cada cinco mil habitantes, y sólo se habla de sacerdotes y de habitantes católicos, porque si hay creyentes de otros credos, serán tan insignificantes en número, que no tendría razón de ser la computación; y respecto de los incrédulos, no tienen necesidad de sacerdotes. Si es como pensamos, esas leyes de los Estados sólo pueden decir relación a una sociedad ante la Ley, no hay ordenación de ésta a la comunidad, que es condición esencial en toda ley. Más si la Iglesia fuese una sociedad reconocida por la Constitución, tampoco podría determinar el número de sacerdotes que aquella estimara necesarios para su dirección y administración, porque esto es del orden económico en toda sociedad organizada, y de su interior economía y régimen, sin intervención ninguna del Estado, que nunca se ha inmiscuido en ninguna nación en el modo administrativo de una sociedad en particular, por más que lo tenga para fijar las bases generales de todas las que hayan de establecerse e impedir que subsistan las que constituyan o funcionen con fines inmorales y reprobados en cualquier sentido.

Tampoco se nos ocultó, desde luego que se dio a conocer el texto de la Constitución, que ésta exige en los sacerdotes lo que para todos los amantes de la Patria es el más preciado timbre: la nacionalidad mexicana por nacimiento. Mas no pide la Ley esa cuanto la cualidad para que se respete en nosotros la igualdad que en favor de todo mexicano proclama; sino para humillarnos más, aunque sea a trueque de que pierda dicha Ley su carácter democrático, prohibiéndonos lo que otorga a todo ciudadano: votar y ser votados en los actos electorales, heredar sin otras restricciones que las comunes, enseñar en las escuelas de instrucción elemental y superior o estar al frente de ellas con cualquier carácter, etcétera, etcétera; y se nos somete a leyes privativas y a tribunales especiales contra el espíritu libérrimo que se quiso dar a la Constitución. Pero tienen que ser mexicanos por nacimiento los ministros de los cultos, porque ningún país civilizado pactará jamás, en sus tratados con México, esas odiosas excepciones en contra de los sacerdotes de su nación residentes en la nuestra; y no pactándolas, o tendría frecuentemente fricciones internacionales al querer tratar a los sacerdotes extranjeros de manera distinta y más humillante que a los demás de país determinado, o quedarían en mejor condición los ministros de culto extranjeros que los mexicanos, pues podrían enseñar en los establecimientos de instrucción de cualquiera clase, ponerse al frente de los Colegios, fundarlos, adquirir bienes de todas clases para éstos o para las instituciones de carácter religioso, ser juzgados conforme a las leyes generales del país y por los tribunales ordinarios; como de hecho disfrutan de mayor igualdad ante la Ley los extranjeros que nosotros; pues a éstos, con excepción del voto y de tomar parte políticamente en los asuntos del país, que también a nosotros los sacerdotes se nos quita. Tienen derecho a todas las demás franquicias de que nos priva la Carta de 1917, por el hecho de llevar la gloriosa ignominia de ser eclesiástico de la Iglesia Católica.

Pues bien, a pesar de que la Constitución deja tan limitados la acción y los derechos de la Iglesia Católica, y en condición tan humillante a los sacerdotes mexicanos, el jefe de la arquidiócesis nos ordena que trabajemos en nuestro sagrado ministerio dentro de la esfera que nos deja, que no toquemos jamás asuntos que se rocen en manera alguna con la política, ni en el púlpito ni en cualquiera otra reunión de carácter religioso; que tratemos con caridad a todos, y especialmente a los pobres y a nuestros enemigos; pero que nunca sacrifiquemos un principio ni al miedo ni a la conveniencia, ni nos enfrentemos sin necesidad con las autoridades, rehuyendo sus ataques y evitando el irritarles, esto es: que no seamos ni temerarios ni pusilánimes, sino que la prudencia sea nuestra norma, y que, manteniéndonos dentro de la ley, a ella misma, mediante los recursos que imparte a todo mexicano, acudamos cuando se toquen inútilmente los resortes prudentes para evitar fricciones provenientes de actos arbitrarios de los mandatarios.

Ajustándonos, como nos hemos ajustado, a reglas tan sanas y sabias creímos segura la marcha pacífica de la Iglesia en Guadalajara; pero contábamos con que se respetaría por parte de las autoridades la Ley y los derechos que ella otorga a todo ciudadano. Mas la esperanza de que los mandatarios de Jalisco cumpliesen con ese deber, resultó fallida respecto de la Iglesia, de sus ministros y de sus adictos, como respetuosamente pasamos a demostrárselo.

El día 24 de junio del año próximo pasado, se leyó en los templos de la ciudad de Guadalajara, por disposición del ilustrísimo señor arzobispo (que él estimó de su deber expedir, haciendo suya la protesta que, con motivo de la nueva Constitución Política de México, publicaron los prelados mexicanos, ahora residentes en Estados Unidos del Norte) una carta pastoral, que nada contiene que sea subversivo a la paz pública, ni al Gobierno que usted preside, ni contrario a la moral, como usted mismo y el Gobernador de este Estado, General don Manuel M. Diéguez, lo ha manifestado en alguna oportunidad, según se nos ha dicho. Por consiguiente, nuestro prelado se mantuvo dentro de la ley, haciendo uso de las facultades que le conceden los artículos 6º, 7º y 9º de la repetida Constitución, y nada hizo contra lo que dispone el artículo 130, en el punto 8º, como se ha pretendido; pues la protesta no es crítica de la ley a que pueda referirse, ni de las autoridades, ni del Gobierno en general (que si lo fuera no la autorizaría la propia ley, ni habrían pasado sin el condigno castigo tantas que se han hecho, duras y terribles por varias agrupaciones contra la misma Ley Fundamental, y no suaves, pacíficas y respetuosas, como a la que nos referimos); sino una queja de que aquello en virtud de lo cual se protesta daña derechos que quien la hace estima vulnerables; pero sin desconocer la misma ley ni menos pretender que otros la desconozcan.

El día anterior al que debía leerse la carta pastoral, el Gobernador interino mandó que la policía vigilara los templos y los anotase, así como los nombres de los sacerdotes que la leyesen; mandó, un día o dos después del 24 de junio, al procurador de Justicia que abriese un proceso contra el venerado prelado, autor del prejuzgado documento, y contra los sacerdotes que lo leyeron, anotados en la parte policíaca acusándolos de sediciosos. A continuación, el juez de Distrito mandó catear las casas habitaciones de los sacerdotes que leyeron la carta pastoral y los templos en donde se les dio lectura, para buscar tal vez ese documento como cuerpo del delito imputado y tal vez, armas y parque también para llevar a término el levantamiento consiguiente al supuesto delito, pues en algunas dependencias del templo de San José hicieron excavaciones y horadaciones, y dispuso que fuesen aprehendidos los lectores del documento episcopal.

Con ocasión de estos atentados, un grupo numeroso de católicos, aprovechando la indignación del pueblo, y estimulados por la propia, organizaron una manifestación pacífica y absolutamente ajustada a las permisiones de la ley. Era la señal inequívoca de que había rebosado ya la medida de la paciencia del pueblo, a fuerza de soportar tres años de cruda e implacable persecución a la Iglesia; de repetidas clausuras de sus templos con o sin pretextos y nunca con verdadero motivo; de vejaciones, injurias, calumnias y aprehensiones de sacerdotes jamás justificadas; de saqueos y profanaciones de las iglesias y de cuanto le es más querido, de ocupación de las escuelas donde se daba a sus hijos la instrucción que él quiere y de los edificios todos pertenecientes a la Iglesia y necesarios para el objeto de su institución; y finalmente, de toda clase de ofensas a las creencias del mismo pueblo y a los que las profesan. Ni siquiera pedían algo los manifestantes, se concretaban a indicar, en unos cartelones para que el hablar no lo interpretaran las autoridades como desorden o irrespetuosidad, que protestaban contra los últimos atentados, pues veían en ellos la apertura de una nueva era de persecución.

Ya usted sabe el resultado de esa manifestación: el entonces Presidente municipal mandó a la policía que la disolviera brutalmente, pistola en mano y haciendo uso de la macana, indistintamente contra los hombres, las mujeres y los niños que la componían, capturando a cuantos pudo y conduciéndolos ante el citado funcionario que los castigó con una multa de doscientos pesos o quince días de arresto en la Penitenciaría, y no a todos, sino a los que le pareció escoger. Si era un delito el ejercicio de un derecho perfectamente permitido por la Ley que dos meses antes se había promulgado, todos los manifestantes debían haber sido multados y encarcelados. Pero los transgresores de esa ley fueron los mismos encargados de velar por su incolumidad y observancia.

Entre tanto, los sacerdotes encarcelados por el delito de haber leído la inofensiva carta pastoral, continuaban presos, y no habiéndose podido fundar en ese documento el proceso contra ellos, se acudió, para suponerlos sediciosos, a la falsedad de que habían hecho al leerla en el púlpito comentarios subversivos al Gobierno e incitado al desconocimiento de la ley; se buscaron testigos que declarasen en ese sentido y fueron declarados bien presos con fundamento en testimonios irrisorios por su notoria falsedad; el proceso siguió su curso, y hubo detalles irritantes, como el de haber interrogado a los testigos si eran católicos, y recibido la declaración de un jefe militar, según se nos ha dicho, que se presentó a consignar en el expediente la declaración de que el ilustrísimo y reverendísimo señor Orozco y Jiménez se había levantado contra el Gobierno y capitaneaba un grupo de gente armada. Esta patraña no necesita refutación, pero ojalá que alguien con la debida personalidad, exigiera la comprobación de tamaña mentira, así como la del funcionario que se atrevió a asegurar que en algunos templos se encontraron armas y parque y que existió un complot entre los sacerdotes, para que recibieran los impostores el castigo merecido. Finalmente, a pesar de las brillantes defensas de los abogados que patrocinaron a los sacerdotes procesados, defensas que no dejaron en pie nada en que pudiera fundarse la condenación, lo fueron a treinta y seis días de prisión y sesenta pesos de multa, por “conato de sedición” de la cual sentencia apelaron todos.

Aunque al hablar, en la parte anterior de esta exposición, de la resolución de los sacerdotes que hablamos de mantenernos y trabajar en nuestro ministerio dentro de una ley que especulativamente no deja libertad ninguna a la Iglesia, que no reconoce para unos efectos, y sí para otros; hemos ya citado un hecho práctico de que ni dentro del limitado círculo de acción que en teoría deja a los católicos la nueva Constitución, se les deja obrar; en esta última parte de nuestro ocurso vamos a consignar, señor Presidente, los actos opresivos más calumniantes de nuestros mandatarios, que demuestran que han de perseguir a la Iglesia, al clero y a los católicos todos, aunque nos sometamos estrictamente al texto de la Ley Fundamental.

Después de la referida manifestación disuelta por el Presidente Municipal, y pocos días adelante del que se inició el proceso relatado, apareció en las puertas de los templos que menciona, el siguiente decreto, orden o como deba llamarse:

“Este Gobierno ha estimado que siendo las iglesias propiedad de la Nación, el consentir en ellos reuniones en donde se predica al pueblo excitándolo al desconocimiento de sus leyes supremas, y por ende a la rebelión, sería hacerse cómplices de tales hechos delictuosos, que el dejar los templos en manos de esas personas sediciosas daría lugar a la misma interpretación, y que en tales casos debería recoger esas iglesias, quitándolas de quienes en forma semejante abusan del depósito que se les ha conferido por el solo objeto de llevar a cabo prácticas religiosas”.

Por dichas razones, el mismo Gobierno pidió y obtuvo autorización del C. Presidente de los Estados Unidos Mexicanos para retirar el servicio, clausurándolos, los templos en que el día 24 del mes próximo pasado se leyó en el púlpito una carta pastoral, en que por sus conceptos, se incita al pueblo a la rebelión, protestando terminantemente contra la Constitución General de la República, que fue aprobada en Querétaro. Estos templos, según las constancias que existen en el juzgado de Distrito, son los siguientes: Catedral, Mezquitán, Santuario, San José, Mexicaltzingo, Capilla de Jesús, San Francisco y El Carmen. En consecuencia, y por virtud de dicha autorización, se servirá usted proceder a clausurar los referidos templos, cerrando sus puertas, sellándolas, entregando en seguida las llaves a la Jefatura de Hacienda y disponiendo su vigilancia. Protesto a usted mi atenta consideración. Constitución y Reformas. Guadalajara, julio 15 de 1917. – (Firmado) El Gobernador del estado, F. Degollado. (Firmado) El secretario de Gobierno, T. López Linares. Al ciudadano…etcétera”.

Con el respeto debido y en defensa de nuestro honor, profundamente herido por el anterior decreto, nos permitimos protestar contra las imputaciones que contiene, y afirmar que es del todo gratuita la aseveración de que en los templos de esta arquidiócesis se haya predicado jamás incitando al pueblo a la rebelión ni al desconocimiento de las leyes fundamentales del país. Tampoco es lógico decir que a esto se pretende inducir al pueblo, por el hecho de darle a conocer un documento en que protesta quien debe hacerlo contra leyes que vulneran sus creencias y los derechos que tiene la Iglesia a que pertenece, por su naturaleza y por su institución, a pesar de todas las disposiciones de ese Código para aniquilarla y arrancar al pueblo su fe, pues aunque se consiguiera con ellas descristianizar a México, nunca se conseguiría que la Iglesia perdiera su ser y naturaleza propios, que no dependen de ninguna ley ni de poder alguno humano. Ya dijimos antes cómo la protesta no significa desconocimiento, sino al contrario, reconocimiento de que tal o cual determinación existe por lo menos de hecho, pero que su existencia nos perjudica por algún título, más si lo dice así alguno de los perjudicados, no por ende excita a éstos al desconocimiento de aquella ni a la sedición; pues que entonces no sancionaría la misma ley el derecho de protestar contra ella. Se trataba nada más que de clausurar otros templos, en ejecución del ideal de la revolución, que es el mismo que el de todas las de la índole de la de México, y uno de los estratagemas ha sido el cierre de las iglesias, pero como en todas partes, al llevar a cabo cualquier atropello que lastima al pueblo creyente, se le echa la culpa al clero o a alguno de sus miembros, o a la Iglesia en general para sincerar los verdugos su conducta ante el mismo pueblo, que no lo cree pero lo pasa.

Pero suponiendo como cierto que algunos sacerdotes contra su misión y resistiendo a las órdenes del prelado que nos ha mandado todo lo contrario, se hubiese atrevido a predicar en un púlpito excitando al pueblo a la rebelión, no debía ser éste el castigado, privándolo de sus templos, sino el agitador, como no sería un hospicio, un hospital o una cárcel porque sus directores o encargados hubiesen excitado a la rebelión a sus asilados, sino a aquellos, siempre que éstos no hubiesen correspondido a la excitativa, o a todos, si tal habían hecho, pero no se clausuraría el establecimiento, porque se privaría de su beneficio a los inculpables, y esto sería imponer penas trascendentales, que están reprobadas por nuestra Ley Fundamental. Mas parece, por lo que en el caso se ha hecho y dejamos referido, que ni la letra ni el espíritu de la Ley están en vigor tratándose del pueblo católico, que es el que compone la casi totalidad de la nación. ¿Qué ha obtenido pidiendo la apertura de los templos innumerables veces y en todas las formas respetuosas y legales? Ha recurrido ante usted, señor Presidente mediante varias comisiones y reiterados ocursos; lo ha hecho ante el Gobernador constitucional y ante el interino, también sirviéndose de representantes, que ha llevado sus peticiones, calzadas por millares de firmas, y no se han conseguido sino la Catedral y el Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe, quedando cerradas en la ciudad de Guadalajara como diecinueve iglesias, de las treinta y cinco que hay aproximadamente, con las circunstancias de ser tres de ellas parroquiales, situadas en barrios apartados de otros templos y poblados en general de gente muy pobre, que tiene que hacer verdaderos sacrificios para cumplir con sus deberes religiosos. Además, la casi totalidad de las clausuradas son las más grandes, hermosas y bien condicionadas, de manera que las dejadas al servicio del culto, sobre ser insuficientes, ofrecen las inconvenientes de las aglomeraciones y las penas de la incomodidad.

Sabemos que hace varios meses dio usted la orden de que se abrieran todos los templos clausurados durante el período preconstitucional y lo que llevamos del constitucional, pero haciendo depender del Gobierno del estado la ejecución de ese acuerdo. Pues bien, a pesar de que le consta a éste que al pueblo le hacen mucha falta y que se siente su malestar porque tiene la conciencia de haberlos levantado y dotado con mil sacrificios para servirse de ellos como templos, es decir, destinados al objeto a que los consagró su voluntad, no ha obtenido con sus reiteradas y respetuosas súplicas sino el menosprecio de los Mandatarios, que pretextando cualquiera futilidad, se niega a otorgarle lo que pide con tanto respeto, derecho y justicia.

¿Cómo es que la Constitución limita el ejercicio del culto al interior de los templos y de las casas particulares, y prácticamente, unos gobernantes cierran la mayor parte de aquellos en la ciudad de Guadalajara, donde apenas hay los necesarios, y otros funcionarios exigen que las autoridades eclesiásticas lo prohíban en los oratorios privados? Si es precaria, como decíamos al principio de este ocurso, la vida que le reconoce y los elementos que le deja la nueva Constitución a la Iglesia Católica, y los sacerdotes estamos necesitados y resueltos a mantenernos y trabajar dentro de esa reducida esfera en la salvación de las almas, que no se haga ilusoria, señor Presidente, siquiera esa miserable situación a que se reduce, que no se prive el pueblo de los consuelos de su religión, que se pretende arrancarles, haciéndole creer que se le deja toda la libertad que debe tener para profesar la que le parezca, e impidiéndole, en la práctica, la escasísima que la Ley le reconoce, vilipendiando e insultando sus creencias y todo lo que tocante a ellas le es más caro; dificultándole el ejercicio de sus actos piadosos y privándolo de los lugares consagrados por él a su Dios, a quien se pretende arrojar hasta de los hogares cristianos, donde pudiera refugiarse y tener los fieles un asilo para sus perseguidos cultos.

Hay otras dos formas de persecución, muy salientes en la Constitución, pero más salientes aún en la práctica de los Mandatarios, pues que si ella tolera algo en la materia, éstos pretenden nulificar en lo absoluto eso, muy poco por cierto, que la ley le reconoce a la Iglesia. Nos prohíbe, como ya dijimos, fundar y dirigir escuelas primarias y enseñar en ellas, pero no nos prohíbe tenerlas de religión, preparatorias, profesionales ni, en general, las que no tengan carácter de primarias. Los mismos Seminarios están expresamente reconocidos en la Constitución, supuesto que manda que no se revaliden los estudios hechos en las escuelas preparatorias para formar a los ministros de los cultos, y sin embargo, en pleno período Constitucional se han perseguido en muchos pueblos de la arquidiócesis los catequismos y los pequeños Seminarios en que se ha fraccionado nuestro gran Seminario de Guadalajara, desde que fue despojado de su local y de sus elementos, como si unos y otros no le fueran indispensables para el objeto de su institución a la Iglesia.

Así mismo, le reconoce la Ley Fundamental a la Iglesia el derecho de percibir donativos en cosas muebles y aun el uso del interior de los templos (privándola de adquirir bienes inmuebles y similares de éstos, , como los créditos hipotecarios); mas, no obstante aquel derecho, varias autoridades municipales, en diversos pueblos, han intervenido, decomisado y dispuesto de esos donativos en cosas muebles para apoderarse de los cuales han precedido cateos y otras molestias en las propiedades y papeles, sin autorización judicial, como lo prescribe la Constitución, pero sí con la del Primer Magistrado de esta Entidad Federativa. Igual caso se dio en una parroquia de este arzobispado, perteneciente al Estado de Zacatecas; de manera que parece que los artículos 14 y 16 no fueron escritos para garantizar los derechos de los mexicanos católicos, y no decimos de la Iglesia católica o del clero católico, aunque se compongan de mexicanos para que no se nos alegue su inexistencia legal; pero si esos bienes de que hemos hablado, están legítimamente en poder de mexicanos, legítimamente sea cual fuere su procedencia, deben tener las garantías que otorga la repetida Constitución, y ésta, al decir que pueden recaudarse donativos en objetos muebles (artículo 130), (naturalmente por los ministros del culto, asociaciones o corporaciones de carácter religioso, supuesto que viene ocupándose de lo que éstos pueden o no pueden), pone aquellos bajo el amparo que presta a todos los bienes y a todos los poseedores de ellos.

Si la Iglesia pues, vive, y la misma Ley, desconociéndola legalmente, no puede negarle su existencia y se ve precisada a reconocer ésta; que no le impidan, prácticamente, los Gobernantes instruir a sus adeptos y formar a sus ministros: que no le arranquen, contra la ley misma, los escasos elementos que ésta le ha dejado para la subsistencia de sus sacerdotes, el sostenimiento de su culto y el socorro de las necesidades de sus pobres. Y no crea usted, señor Presidente, que hacemos mención e hincapié en los recursos pecuniarios porque tengamos (fuera del estrechísimo honorario de que disfrutamos para obtener una escasa alimentación) parte en ellos para vivir holgadamente y enriquecernos, como lo dicen, y diciéndolo mienten nuestros enemigos; no, nosotros solo disponemos de ese escaso honorario, sabiéndolo el pueblo, que completa nuestra manutención con sus caritativas generosidades hacia nosotros personalmente; pues sabe que no podríamos vivir sin su generosidad, pero de sus oblaciones, sean obligatorias o voluntarias, no somos sino administradores, las destinamos al objeto que el pueblo quiere y cuidamos sus intereses más que de los propios. Así lo ha hecho la Iglesia siempre y en todas partes. Por eso construimos templos, orfanatorios, seminarios, escuelas, hospitales y otros lugares destinados al asilo de la ancianidad y al arrepentimiento de una vida licenciosa. Fundamos éstas y otras mil instituciones caritativas y piadosas a fuerza de sacrificios, de paciencia y privaciones; aprovechamos los años y aún los siglos para llevarlas a término, porque la Iglesia no muere y, una vez más terminadas sus obras, perduran porque la administración del clero es honrada y desinteresada, y tan generosa, que si al morir tiene el sacerdote, por razón de patrimonio o de donativos personales o de los fieles, algo qué legar, generalmente lo deja a las mismas instituciones a que consagró su vida sacerdotal, o a los pobres, o al esplendor del culto divino. Testigos son en la arquidiócesis tantos establecimientos y obras pías erigidos en las parroquias rurales, tantas obras monumentales, sobre todo en Guadalajara, de que se apoderó la revolución de 57, dotadas de rico patrimonio para el sostenimiento de ancianos, enfermos y otros mil menesterosos; patrimonios cuyos bienes han desaparecido hace ya muchos años y que se conservarían todavía para beneficio de los pobres si no hubieran salido de las manos puras de la Iglesia; instituciones y obras piadosas que han dejado de ser porque sus fondos ya no existen; edificios, muchos de los cuales se ha arruinado porque se necesita para que se conserven, toda la abnegación del clero ahora tan calumniado… No hacemos mención, repetimos, de los bienes temporales por lo que ellos sean o valgan en sí mismos, ni por el bienestar que pueden darnos personalmente, pues nosotros podemos vivir de la caridad de los buenos hijos de la Iglesia, sino porque son el caudal de los pobres, y les sirven para aliviar sus múltiples necesidades, para educar al pueblo y formar a los verdaderos mexicanos, que sólo han sido en el pasado y serán en el porvenir los que amamante la Iglesia a su seno maternal, ya que únicamente ella es la que sabe arraigar en los corazones de sus hijos el principio de autoridad, factor tan importante como fundamental para el sostenimiento de los gobiernos y la vida de las naciones.

El mismo impío Proudhon, asustado de su obra demoledora de naciones y gobiernos, decía: “Humillad a la Iglesia y el principio de autoridad queda herido en su raíz, pues el poder no será más que una sombra. Cada ciudadano podrá preguntar al gobierno: ¿quién eres tú para que te obedezca?...” “Al clero lo aborrecen –dice otro autor nada sospechoso, entre otras cosas,- los enemigos del sosiego público, porque es el sostén de los gobiernos legítimos, y los aleccionados por la experiencia cesan de temerlo porque saben que el peligro está en otra parte que en Santuario. El clero no conspira, muchos tronos han caído en Europa, ¿qué sacerdote los ha derribado? Los gobiernos saben también que si el clero pide la libertad de la Iglesia, es en interés de las almas y del orden social”.

Esto mismo, señor presidente, nos permitimos decir a usted respetuosamente los eclesiásticos del arzobispado de Guadalajara; no somos vampiros del pueblo, ni prostituidos, ni conspiradores, ni nada de lo que calumniosamente dicen los enemigos de la Iglesia. No pretendemos tener parte alguna en la cosa pública porque podemos vivir aún de la caridad, si es necesario; pero sí las queremos para nuestro culto, nuestros pobres y para la formación de nuestros sacerdotes. No aspiramos a esclavizar las conciencias, ni subyugar y envilecer la razón; sí a elevar ésta y sublimarla al orden sobrenaturalmediante la fe en los creyentes y mantener en aquellas la observancia de los preceptos de la Ley de Dios, en quienes voluntariamente militan bajo su bandera, pues tal es nuestra misión.

No es cierto que nuestro arzobispo ni nosotros hayamos conspirado contra ningún gobierno, ni que conspiremos contra el actual. Es exacto que los prelados mexicanos han protestado contra los artículos de la nueva Constitución que atacan los dogmas y principios fundamentales de la Iglesia y pretenden encadenarla, privándola de la libertad que debe tener por su naturaleza, pero al protestar no han hecho más que ejercitar un derecho que la Constitución otorga a todo mexicano. No piden, ni nosotros pedimos a usted que derogue esas leyes, porque sabemos que no está en sus atribuciones, ni solicitamos esto de quien corresponde porque no es ese nuestro papel, ni estamos en condiciones de pedirlo, ni seríamos oídos, mucho menos emplearíamos recursos violentos ni los aconsejamos a nadie; ya hemos dicho que estamos resueltos a trabajar dentro de la ley, porque ésta exista para nosotros y para los católicos y no sea letra muerta.

La Iglesia nació en la cruz, creció en las catacumbas y ha vivido siempre combatida y perseguida; los que han sido sus verdaderos hijos no han levantado la mano contra sus perseguidores, ni han ultrajado a sus verdugos, ni excitado a la agresión, sino al sufrimiento, al perdón y al martirio a las muchedumbres que llorando los acompañaban al suplicio; pero si alguna ley los favorecía y le era propicia a la Iglesia, no descuidaban de aprovecharla y de ampararse con ella.

Nos consta que en la conciencia de los actuales gobernantes, y en las de las autoridades de las poblaciones parroquiales de este arzobispado que tienen siquiera un ápice de criterio, no existe la convicción de que la Iglesia, los prelados y el clero mexicanos sean lo que en su contra dicen que son, únicamente para sincerarse ante el pueblo su sistemática y preconcebida persecución. Igualmente, nos consta que saben que la Constitución sanciona lo que llama libertad de conciencia y la de que los mexicanos profesen la religión que más les acomode, que comprenden muy bien que oprimiendo a la religión católica y protegiendo, o cuando menos dejando el campo de acción expedito a otras, especialmente en lo que significa un ataque a la primera, violan esas garantías de libertad religiosa.

Pues bien, señor Presidente, y a esto va encaminada la extensa exposición que precede:

Si la Constitución reconoce y deja a la Iglesia católica tan precarias libertades y limita tanto sus derechos, si nosotros no podemos menos que resolvernos a ejercer nuestro sagrado ministerio dentro de esa miserable esfera,

  • que los mandatarios no excedan en opresión a la misma ley;
  • que si ella deja libertad a los católicos para serlo y proclama el respeto a todas las creencias, que les dejen efectivamente aquella y que respeten y hagan respetar éstas;
  • que los derechos que la ley sanciona, sean en su carácter democrático, como ella lo dice, iguales para todos, y que por lo mismo, no estimen las autoridades como subversiva una protesta legal y respetuosa, cual es la de nuestro prelado y la de los demás señores obispos mexicanos, cuando se les reconoce a otras agrupaciones el derecho de hacerlas, aun duras e irrespetuosas con tal que no sean de carácter religioso;
  • que si la Constitución le reconoce a la Iglesia el derecho de difundir su doctrina, de tener sus Seminarios y establecimientos de instrucción superior, industrial, profesional, de religión, etcétera, etcétera, no se persigan las escuelas catequísticas de religión, los Seminarios ni demás instituciones que debemos tener y lo podemos sin traspasar la ley; y el que por parte de las autoridades aplique equitativa y prudentemente;
  • que no se apodere de los recursos que en bienes muebles adquiera la Iglesia, que observen la ley en lo tocante a no molestarnos en nuestros papeles, posesiones, intereses, etcétera, y que no procedan a cateos, decomisaciones, incautaciones y aprehensiones sin orden judicial, como ya se ha hecho, que la administración de la justicia esté expedita también en favor nuestro y en el de los derechos de la Iglesia tomada ésta como la toma la ley al hablar de ella;
  • que sea un hecho la facultad de los católicos de acudir en petición ante las autoridades, a fin de que se atienda a las peticiones, y no se les conteste cuando acudan con resoluciones que importen nuevas violaciones de la Constitución, como ha pasado siempre que se ha tratado de ejercitar ese derecho;
  • que se castigue al transgresor de la ley, pero que no se impongan penas trascendentales y arbitrarias, cual fue el cierre de los últimos templos;
  • que acaten los gobernantes las órdenes de la federación en todo lo que sea del resorte de ésta y aun cuando se refieran a hacer justicia a los católicos o a los sacerdotes, como es, y no se ha obedecido la dada por usted de que se abran los todos los templos clausurados, y que las autoridades no desatiendan las justas y legítimas peticiones del pueblo católico, como se han desatendido, con fútiles pretextos y por espíritu sectario, las que por millares de personas, en ocursos respetuosos, han hecho los habitantes de Guadalajara, pidiendo la apertura de los templos ahora que usted mismo ha declarado que sólo del Gobierno local depende su apertura;
  • que cese la persecución injusta con nuestro venerable prelado, quien solamente por un movimiento heroico de celo pastoral y únicamente por el cuidado de las almas, ha vuelto al país, de donde espontáneamente se había retirado por el fundado temor a los atropellos de que anteriormente fueron víctimas otros prelados y sacerdotes que no emigraron durante el desenfreno que es característico a toda revolución de la índole de la que sufrimos en México;
  • que se respete nuestro honor y buen nombre, no solo por los mandatarios, sino también por los periódicos, muchos de los cuales se llaman “órganos de la revolución” y se estiman oficiales, por los militares que por estar armados se creen con derecho para insultar en las calles y en todos los sitios y formas, a los católicos y especialmente a los sacerdotes;
  • y que cese ya todo aquello que signifique persecución, atropellos y arbitrariedades, porque ni los sacerdotes ni los católicos estamos fuera de la ley. Hemos ofrecido trabajar dentro de ella para que sea nuestro escudo, y el que por parte de las autoridades se aplique equitativa y prudentemente, dará una prenda de paz, que protestamos hacer cuanto esté de nuestra parte porque se mantenga inalterable.
  • Por lo demás tanto el cabildo metropolitano como todos los sacerdotes subscriptos, es verdaderamente grato y satisfactorio expresar una vez más, como lo expresamos, un solemne voto de adhesión cordial y profundísima a nuestro benemérito prelado y amante Pastor, señor doctor y maestro don Francisco Orozco y Jiménez; deseando que este sincero y ardiente voto manifieste del modo más público y patente el noble espíritu que nos anima de unión, de caridad y subordinación al ilustre príncipe de la Iglesia, que el vicario de Jesucristo tuvo a bien poner al frente de los altos destinos de la arquidiócesis de Guadalajara.

    Damos también a nuestro querido e inolvidable prelado un voto de alto respeto y singular admiración en vista de la conducta apostólica y de la actitud heroica que ha observado en estos calamitosos tiempos.

    Y un voto de amor profundo por su pastoral y solicitud tan firme, que no ha podido intimidarla o debilitarla ni la maledicencia, ni la perfidia, ni la calumnia.

    Y un voto de gratitud ilimitada reconociendo tantos beneficios, así personales como comunes que a todos ha prodigado, beneficios que ni las adversidades de la vida harán olvidar.

    Y un voto de gracias por el sumo cuidado de su amada grey, tan digno y justo que debe honrar ante la historia a los que emitimos y al egregio Pastor a quien lo consagramos.

    En fin, un voto de verdadera concordia y confianza plenísimas que debe aniquilar la pérfida especie de que existe entre nuestro insigne prelado y su clero.

    Hemos citado hechos, señor presidente, y de estos sólo algunos para que vea usted en esta exposición, no una crítica de las leyes ni de los actos de las autoridades, sino una defensa de derecho natural, hecha de la manera más suave que se puede, ocurriendo respetuosamente al Jefe de la nación en demanda de las garantías y de la igualdad que otorga la nueva Constitución.

    Abril de 1918

    [Rúbricas] Cabildo Metropolitano

    Deán de la santa iglesia catedral y Gobernador de la sagrada mitra doctor Manuel Alvarado. Arcediano Silvano Carrillo, Mestraescuelas, doctor y licenciado Azpeitia Palomar. Canónigo doctor Pedro Romero, Canónigo Pantaleón Tortolero. Canónigo Lectoral y Provisor doctor Faustino Rosales. Canónigo Magistral, doctor José María Cornejo. Canónigo penitenciario y secretario de la Sagrada Mitra Miguel Cano, Canónigo Gregorio Retolaza. Canónigo Rafael C. de Vaca. Canónigo Martiniano Gutiérrez. Canónigo Ruperto Ibarra. Prebendado José Luis Navarro. Prebendado Mauricio Carrillo. Prebendado José María Díaz. Prebendado Abundio Anaya. Secretario presbítero Lorenzo Altamirano.

    Curia eclesiástica

    Prosec. De la Sagrada Mitra, presbítero J. Trinidad Santiago, Oficial mayor presbítero doctor José Garibi Rivera, oficial presbítero Juan N. Martín. Notario del provisorato, presbítero licenciado Antonio Flores Castillón. Cajero, presbítero Francisco Quintana. Mayordomo, presbítero Modesto Pérez Vázquez.

    Párrocos de la ciudad

    Párroco del Sagrario, Agustín Aguirre y Ramos. Párroco del Santuario de Guadalupe, Miguel Medina Gómez. Párroco de Jesús, Silvino Ramírez. Párroco de Analco, Vicente Michel. Párroco de San Miguel, Vicente M. Camacho. Párroco de la Purísima, Francisco Arias Cortés.

    Capellanes de coro

    Presbíteros doctor J. Mercedes Esparza, Francisco de la Peña, J. de Jesús Aguilar, Bernardo L. Quintero, Sotero Mireles, Manuel Escanes, Julio Luis Agraz, Ramón B. Cázares, Aurelio Mendoza, Manuel Diéguez, doctor Martín Quintero, Gabino de Alba, José R. Huerta, Ignacio González Hernández, Arnulfo Cuevas, José Longuinos Torres, Cornelio de la Cruz, Severo Díaz, Guadalupe Miranda, Alejo Carbajal, Bernardo Fernández, Francisco Orozco.

    Ministros de las parroquias de la ciudad

    Enrique Anguiano, Secundino Pérez, José de J. Sánchez, Francisco Vázquez Chávez, Francisco Sigala, Manuel López Parra, José María Quezada.

    Residentes en la ciudad

    Ignacio M. Lazcano, Francisco Quiñones, Edmundo Figueroa, Juan C. de Vaca, Enrique Torres, J.J. Castillón, Miguel Íñiguez, Bartolomé Acosta, J. Núñez, J. Guadalupe Torres, Jesús Chávez Navarro, José R. Sánchez, José R. González, Rafael Martín del Campo, Filomeno Ruelas Velasco, Jesús A. Roque, Cosme Cisneros, Manuel M. Monraz, Jesús Escudero, Marcos Santos Ortega, Andrés Cárdenas, Juan Macías Rivera, Jesús Hueso, Jesús G. Inda, Gregorio Cordero, A. López, Celso Sánchez, Antonio Franco, José Rosas, licenciado Francisco Gutiérrez Alemán, Abundio Flores, Sotero García Rizo, Ramón Hernández, Jesús Roque.

    Sacerdotes foráneos

    Párroco de san Pedro Tlaquepaque, Br. J. Trinidad Gutiérrez, Pablo Flores, Severo Castellanos, J. M. Vázquez. Párroco de Toluquilla, Luis Rodríguez, Antonio Aguilar, José Daniel Rodríguez. Párroco de Zapopan, Juan Castellanos. Perfecto Cortés, Librado Padilla, Elpidio Montes, Cecilio Morelos. Párroco de Zalatitlán, José González. Vicario foráneo y párroco de Atotonilco, José Arnulfo Jiménez. Doctor Gumersindo Rico, doctor José Villaseñor, Teodoro G. Sánchez, J. Jesús Angulo, Miguel Gómez, Benjamín Ruelas. Párroco de la Barca, Donaciano Ruvalcaba, Eliezer Lazcano. Párroco de Ocotlán, Agustín Vargas, Justino Ramos, Daniel Arias, José Ramírez. Párroco de Tototlán, José P. Plascencia, Gerardo Martínez Cárdenas, Salvador Palomino. Vicario Foráneo y párroco de Tizapán, Rafael M. Zepeda, Crescencio Aguilar, Elías Loza. Párroco de Teocuitatlán, Eusebio Cervantes, Marcelino Velasco, J. de Jesús Flores, José H. Calleja, José S. García, Perfecto Vargas. Párroco de Mazamitla, Dionisio María Gómez, Felipe Díaz, Anastasio J. Briseño, Lamberto Pérez. Vicario foráneo y párroco de Tapalpa, Miguel Díaz Orozco, José Guzmán, Manuel Jiménez, Modesto Oliva. Párroco de Atemajac de las Tablas, Carlos L. Casillas, Leocadio Román. Párroco de Amacueca, Arcadio Luna, J. Matilde Quintero. Párroco de Techaluta, Jesús Martínez García. Vicario foráneo y párroco de San Gabriel, Ireneo Monroy, Francisco Mendoza, Pedro González, Ignacio Macías Campos, José de Jesús Luna. Párroco de Sayula, Román Aguilar, Rodrigo Aguilar, Sixto F. del Valle, Vicente Macedo, Francisco Fernández. Párroco de Atoyac, doctor J. del Carmen Méndez, Atanasio P. Figueroa, Juan Saucedo, Eulalio Montero. Vicario foráneo y párroco de Zapotlán el Grande, Toribio de la Garza Cantú, Federico Romero, José López, Porfirio Langarica, José María Montaño, Porfirio Díaz González, Pudenciano S. Madrigal, Antonio Ochoa Mendoza, Salvador Castellanos, Bruno Ríos, Enrique Gómez Villalobos, Pascual Ortiz. Párroco de Zapotiltic, Salvador Morán, José G. Sahagún. Párroco de Tuxpan, Abraham García, Fernando Vargas, Antonio Figueroa, Pascual López. Párroco de Tamazula, Librado Arreola. Vicario foráneo y párroco de Juchipila, Juan P. González, José de la Torre. Párroco de Apozol, José Dolores Ruvalcaba. Párroco de Moyahua, Atanasio Rodríguez, Alejo Delgado. Vicario foráneo y párroco de Teocaltiche, Ildelfonso B. Gutiérrez, Vicente Velázquez, Francisco Tiscareño, Julio Álvarez, José S. García, Severo Jiménez, Jesús Ruiz Vadaurri. Párroco de Nochistlán, Román Adame, Marcelo R. Aguilar, J. Reyes Portillo, José M. Robles, Ignacio Carranza, J. del Refugio Langarica, Pedro R. Lizardi. Párroco de Mezticacán, Manuel V. Gómez, Fermín Larios. Párroco de la Encarnación, Plutarco Contreras, José H. Alba, José del Refugio Flores, Jesús Pedroza, Ignacio Escoto, Manuel Q. Alba, Nemorio Roque Oliva, J. Moisés, M. Padilla, Crescencio R. Esparza, Fernando M. Escoto, Pablo García. Vicario foráneo y párroco de Jalostotitlán, Pedro N. Rodríguez, Romualdo Espinosa, Gilberto Espinosa, J. Rosario Torres, José C. Mata, Nicolás Dávalos, Francisco Javier Cervantes. Párroco de San Juan de los Lagos, doctor Benito Pardiñas, Librado Padilla, Miguel Ruiz Barba, Urbano Barragán Velasco, Silverio Hernández, Amado López. Capellanes del Santuario de Nuestra Señora de San Juan, capellán mayor, P. G. Ornelas, Severo Pérez Valle, Joaquín L. Aguayo, Lorenzo Solís, Ignacio G. Elizondo, Sebastián Maldonado, Román S. Ochoa, Feliciano F. Vázquez. Párroco de San Miguel el Alto, Abraham Andrade, Gregorio Rodríguez, P.V. Díaz S., Esteban Macías. Párroco del Valle de Guadalupe, Lino Morales Martínez, J. García y Villegas. Vicario foráneo y párroco de Lagos, Luis Macías, Andrés Ariza, José González, Teófilo González, Manuel Briones, José Zepeda, Antonio Figueroa, Rosario López, J. de Jesús González, Cecilio Sánchez, Luis Peña, Sebastián Gómez Pérez, Ramón Díaz, Adolfo Rodríguez y Rodríguez. Párroco de la Unión de San Antonio, Darío Gutiérrez, Román del Rosario Gutiérrez, Agustín Silva. Párroco de San Diego de Alejandría, Domingo Solórzano, Alejandro Ramírez, Lino Pérez, Carlos Esqueda. Párroco de San Julián, Narciso Elizondo, Guadalupe Torres, Ramón Dumas. Vicario foráneo y párroco de Chapala, Jesús T. Orozco, Maximiano Serrano, Apolonio Fernández. Párroco de Poncitlán, Quintín Jiménez, Pedro Delgadillo, Hilario Navarro. Párroco de Zapotlán del Rey, Federico M. López, Víctor Gabriel Saucedo. Párroco de Jocotepec, Eduardo Huerta, J. del Refugio Orozco, Emigdio Carrillo, Félix Limón, Justo T.Araiza, Francisco Viscarra. Vicario foráneo y párroco de Ameca, Anacleto Palos, Mariano Gil, Almaquio Rodríguez, Fulgencio de León, Rafael Pérez, Federico Jáuregui, Bartolomé Reinaga, José Ruvalcaba.; J. Trinidad Z. Navarro. Párroco de Degollado, Epigmenio Gutiérrez, Rafael Angulo, Antonio U. García, Luis Ramírez. Párroco de Tala, Juan Avelar, Pascual de Guadalupe Arreola, Luis G. Esparza, José Alzaga, Florencio Esqueda, Raymundo Lomelí. Vicario foráneo y párroco de Totatiche, Cristóbal Magallanes, Lorenzo Plasencia, J. Miguel Alba, J. de Jesús Alba. Párroco de Chimaltitán, Carlos Bermejo, José González, Luis Sánchez. Párroco de San Martín de Bolaños, Ramón del Real, Manuel Flores. Vicario foráneo y párroco de San Juan Bautista del Teúl, José Rosas, Maximinio Pozos, José Guzmán López, J. Concepción Urzúa. Párroco de Mezquital del Oro, Ignacio Íñiguez, José H. Mendoza. Párroco de San Cristóbal de la Barranca, Mauricio Vega, presbítero doctor José C. Toral.

    Nota: Por la dificultad de las comunicaciones faltan las firmas de algunos sacerdotes residentes en lugares muy lejanos.

    Al señor Presidente de la República don Venustiano Carranza.

    México

    Firmas recibidas a última hora.

    Vicario foráneo y párroco de Cuquío, Justino Orona, Severo Jiménez, José Ruiz, Manuel González. Párroco de Ixtlahuacán del Río, José C. Macías, Raimundo Sánchez, Teodoro García Armas. Párroco de Yahualica, Reinaldo Ruvalcaba, J. del Refugio Galindo, Crispín Silva, Severo López, Juan Soltero Jiménez. Vicario foráneo y párroco de Amatlán de Cañas, J. Refugio Cervantes, Bernardo Barragán, Cipriano Lomelí. Párroco de Ahualulco, Librado Tovar. J. Rosario Gutiérrez. Párroco de Etzatlán, Pedro de la E. Camacho, Vicente Santos Ortega, Procopio Gutiérrez, Secundino Gómez Udave. Párroco de Teuchitlán, Filiberto Rodríguez Leal. Salvador Flores. Vicario foráneo y párroco de Tecolotlán, doctor Luciano González, Lucio Hernández, Tomás Ruelas, J. Isabel Barajas. Párroco de Tenamaxtlán, Francisco Lepe, Rafael G. Correa, J. Concepción Mercado, Timoteo Martína del Campo.

    Scriptum

    Ya en prensa el anterior Memorial, se recibió en la curia eclesiástica el siguiente documento:

    Al margen un sello que dice: “Secretaría del Congreso del Estado de Jalisco. Sección…-Número 1193”- Dentro:

    “Habiéndosenos pasado en comisión a fin de rendir el correspondiente dictamen, el siguiente proyecto de ley:

    Artículo 1º- El número de ministros o sacerdotes de cada culto que deberá haber al servicio del público, de uno por cada cinco mil habitantes.

    Artículo 2º. Los ministros o sacerdotes de algún culto, encargados de un templo, según lo dispuesto en el artículo 130 párrafo xi de la Constitución General, deberán tener por lo menos cincuenta años de edad si no son casados.

    Artículo 3º- Quedan exceptuados de computarse en lo que se refiere al artículo 1º de esta ley, los ministros o sacerdotes que constituyan los cuerpos administrativos o cabildos de cada religión, siempre que éstos residan en la capital del Estado.

    Artículo 4º- Las autoridades municipales de acuerdo con el Ejecutivo del Estado, tomarán como base el último padrón municipal para determinar el número de ministros de cada culto que deba haber en su respectivo municipio, de conformidad con lo dispuesto por esta ley.

    Atentamente rogamos a usted tenga la bondad de darnos los informes que a bien tenga sobre las necesidades del culto, en lo que respecta al artículo 1º del proyecto transcripto, con objeto de que dicho dictamen tenga los mejores fundamentos.

    Constitución y Reformas.

    Guadalajara, 27 de abril de 1918. -Comisión-, Firmados: J. W. Torres.- R. Sedano.- Al C. Gobernador de la mitra- Ciudad.

    Como usted ve, señor Presidente, la autoridad civil trata de meter su hoz en la mies ajena, toda vez que el derecho de determinar el número de sacerdotes, es propio, según las leyes y Constituciones de la Iglesia, de los obispos, quienes son- y así lo indica el sentido común- los que saben mejor cuántos sacerdotes necesitan para buena administración de su diócesis.

    Por lo expuesto, agregamos la siguiente petición:

    Que se deje en libertad a la Iglesia para que sea ésta la que legisle en las cosas que son de su exclusiva competencia; que no se le encadene a la autoridad civil, para que se evite la colisión de derechos y se labore por una paz estable, evitando leyes opresoras que mantienen indefinidamente el descontento de la clase social más numerosa, como es la que forman los católicos. Ni se diga que la reglamentación del número de sacerdotes está basada en un precepto constitucional, porque sobre cualquiera Constitución está el bien del pueblo, y el bien del pueblo es la suprema ley.


    1Impreso sin título ni editor, fechado en 1918.



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