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Libertad religiosa en la legislación mexicana (1º parte)

Javier Moctezuma Barragán[1]

Hace poco más de una década, en el año 2002, tuvo lugar un coloquio relacionado con la libertad religiosa en México desde el punto de vista de la nueva legislación positiva relacionada con ello. La relevancia del estudio que sigue es que constata el punto de vista del Gobierno respecto a un instrumento jurídico perfectible, que funcionó como ‘ley mordaza’ hasta 1992, fecha antes de la cual la Iglesia en México subsistía bajo la tolerancia de la no aplicación de leyes totalitarias.[2]

Mi participación abordará algunas reflexiones y señalamientos, en retrospectiva histórica, sobre las implicaciones del marco jurídico que los mexicanos nos hemos dado en materia religiosa, así como su impacto en el contexto social.

También expondré un balance ponderado de la eficacia de la Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público en relación con los resultados generados por su primera década de vigencia y a la luz de la codificación internacional en la materia.

Para entender objetivamente la realidad actual de la nación mexicana, tenemos la referencia obligada de considerar nuestro pasado.

Como ustedes saben, las estructuras de la Colonia llevaron a la Iglesia a ostentar un sólido poderío económico, que le permitía tener gran influencia en algunas actividades de la vida nacional, incluso en tareas que hoy son propias del Estado.

Este andamiaje colonial se vio cimbrado por el surgimiento del liberalismo, que acuñó los postulados de nuestra Constitución de 1857, que determinaban la independencia entre el Estado y la Iglesia y prohibían dictar leyes que establecieran o prohibieran religión alguna.

La época posterior, conocida como Reforma, cuyo principal impulsor fue don Benito Juárez García, postulaba la separación Estado-Iglesia, la libertad de cultos, la abolición de fueros y la secularización del poder público, seguida de una política de reconciliación, misma que no alcanzó a consolidarse, puesto que la Reforma se vio enmarcada por las pugnas entre seguidores del pensamiento liberal y del conservadurismo.

Estas contiendas ideológicas, que también comprendían prácticas de integrismo religioso y antirreligioso, se recrudecieron a finales del siglo xix y principios del siglo xx, donde hubo desencuentros entre agentes del Estado y sectores eclesiásticos, que originaron momentos de tensión.

Estas condiciones se reflejaban en el sistema jurídico que regulaba las expresiones religiosas de la población. Recordemos algunas de las condiciones jurídicas que en materia religiosa determinaba la Constitución de 1917 y sus correspondientes leyes reglamentarias:

·      La práctica del culto se circunscribía a los templos, que previamente fueran autorizados para tal efecto.

·      Se negaba reconocimiento de personalidad jurídica a las iglesias.

·      Se sujetaba a los sacerdotes a las normas de la ley de profesiones.

·      Las legislaturas locales determinaban el número de ministros de culto en sus Estados, donde incluso se llegó a contar con sólo un ministro de culto en toda una entidad federativa (Chihuahua).

·      Solamente los mexicanos por nacimiento podían ejercer el ministerio y se les prohibía el uso de hábitos religiosos fuera de los templos.

·      Se sancionaba hasta con 5 años de prisión a los ministros de culto que realizaran críticas a la Constitución.

·      Se negaba a los ministros de culto el derecho al voto y de asociarse con fines políticos.

·      Se negaba la posibilidad a toda corporación religiosa o ministros de culto de establecer o dirigir escuelas de enseñanza elemental, y se prohibía a las escuelas particulares de contar con capillas o tener comunicación con templos.

·      Se prohibió hacer reuniones políticas dentro de los templos.

·      Se prohibió estrictamente emitir votos religiosos.

Este marco constitucional y otras condiciones prevalecientes en la época trajeron lamentables consecuencias que afectaron la cohesión social de los mexicanos. La Cristiada es ejemplo claro de ello.

Con los llamados arreglos se instauró un modus vivendi, que implicó la paradoja de no aplicarse escrupulosamente lo escrito en la Constitución del 17 y demás leyes reglamentarias, pero tampoco se daba la oportunidad siquiera de revisar aquel marco jurídico que, evidentemente, no resultaba acorde con la dinámica social de entonces, circunstancia que condujo a una simulación que provocó un retraso grave en la vigencia del derecho humano de la libertad de religión.

Aunque es cierto que el Constituyente de Querétaro de 1916-1917 comprendía en su letra la libertad de creencias, también lo es la necesidad de que el Estado reconociera y tutelara otras proyecciones del derecho fundamental de la persona a creer o no creer, a practicar o no sus creencias religiosas, como fuente primigenia de la dignidad humana.

El 29 de enero de 1992 entraron en vigor las reformas que el Poder Constituyente Permanente aprobó a los artículos 3o., 5o., 24, 27 y 130, y adicionó el decimoséptimo transitorio de la Constitución General de la República. Esta reforma sirvió de sustento para que se promulgara, en julio del mismo año, la Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público.

Los debates legislativos que se suscitaron fueron guiados por los principios siguientes: respeto irrestricto a la libertad de creencias; separación del Estado y las iglesias; supremacía y laicismo del Estado; Estado soberano y único responsable de la regulación política de la vida pública; demarcación clara entre los asuntos civiles y religiosos; igualdad jurídica de las iglesias y demás agrupaciones religiosas y rechazo de la acumulación de riquezas por parte de los organismos religiosos.

El mérito de esta reforma constitucional radica en que reconoció con mayor amplitud, el derecho de la libertad de religión y estableció la apertura del Estado con las entidades religiosas en materia de educación, órdenes monásticas, culto público y personalidad jurídica al registrarse como asociación religiosa, con la posibilidad de tener patrimonio propio; también, esta reforma reconoció derechos políticos a los ministros de culto y abrió la posibilidad a los extranjeros para que ejercieran el ministerio en el país.

Con la expedición de la Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público se abrogó el marco jurídico que reguló de manera muy restrictiva la libertad de religión durante la primera mitad del siglo pasado.

La importancia de esta ley reside en que vino a concretar y definir los nuevos preceptos generales acordados por el Constituyente Permanente en materia de asociaciones, agrupaciones religiosas, iglesias y culto público, cuyas normas son de orden público y observancia general en todo el territorio nacional.

Con estas nuevas normas constitucionales y secundarias se terminó con la gran brecha que durante décadas hubo entre la vigencia de algunas dimensiones de la libertad de religión y nuestro derecho positivo originado por el Constituyente de Querétaro en 1916-1917.

La noción jurídica de la libertad de religión abarca diversas proyecciones con las cuales el individuo decide su postura ante la fe, su manera de vivirla internamente o de manifestarla externamente.

Así, el artículo 24 de nuestra Carta Magna establece la referencia primaria de la garantía de creencias religiosas y de culto, y la Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público desdobla esta garantía a favor de todo individuo, que comprende los derechos y libertades siguientes:

·      Tener o adoptar la creencia religiosa que más le agrade y practicar, en forma individual o colectiva, los actos de culto o ritos de su preferencia.

·      No profesar creencias religiosas, abstenerse de practicar actos y ritos religiosos y no pertenecer a una asociación religiosa.

·      No ser objeto de discriminación, coacción u hostilidad por causa de sus creencias religiosas, ni ser obligado a declarar sobre las mismas; incluso, los documentos oficiales de identificación no contienen mención alguna sobre las creencias religiosas del individuo.

·      No podrán alegarse motivos religiosos para impedir a nadie el ejercicio de cualquier trabajo o actividad, salvo en los casos previstos en las leyes.

·      No ser obligado a prestar servicios personales ni a contribuir con dinero o en especie al sostenimiento de una asociación religiosa, iglesia o cualquier otra agrupación religiosa, ni a participar o contribuir de la misma manera en ritos, ceremonias, festividades, servicios o actos de culto religioso.

·      No ser objeto de ninguna inquisición judicial o administrativa por la manifestación de ideas religiosas.

·      Asociarse o reunirse pacíficamente con fines religiosos.

La renovación del sistema jurídico sobre el derecho de la libertad de religión demuestra que México se ha sumado a la corriente universal de la protección de los derechos inalienables del ser humano.

A continuación haremos una referencia directa a lo dispuesto en la Convención Americana sobre Derechos Humanos del 22 de noviembre de 1969, mejor conocido como Pacto de San José, ratificado por el Gobierno mexicano en 1981. Nuestro marco jurídico en materia religiosa se encuentra dentro de los parámetros que consagra dicho pacto en el artículo 12, puntos 1 y 2, que establecen:

Toda persona tiene derecho a la libertad de conciencia y de religión. Este derecho implica la libertad de conservar su religión o sus creencias, o de cambiar de religión o de creencias, así como la libertad de profesar y divulgar su religión o sus creencias, individual o colectivamente, tanto en público como en privado.

Nadie puede ser objeto de medidas restrictivas que puedan menoscabar la libertad de conservar su religión o sus creencias o de cambiar de religión o de creencias.

En cuanto a los límites que en la materia impone nuestro sistema jurídico -límites que toda libertad comprende-, también se encuentran dentro de las reglas que al efecto dispone el punto 3 del mencionado pacto, y lo cito textualmente: ‘‘La libertad de manifestar la propia religión y las propias creencias está sujeta únicamente a las limitaciones prescritas por la ley y que sean necesarias para proteger la seguridad, el orden, la salud o la moral públicos o los derechos o libertades de los demás’’.

Por otro lado, el punto 4 del referido pacto dispone que: ‘‘Los padres, y en su caso los tutores, tienen derecho a que sus hijos o pupilos reciban la educación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones’’.

Podemos decir que en este aspecto no existe incongruencia con los preceptos de nuestro régimen interno. Independientemente de que abordaremos este tema más adelante, es de resaltarse que con la reforma constitucional de 1992 se abrió la posibilidad a los particulares, incluyendo a las asociaciones religiosas, para que participaran en la impartición de educación en todos sus tipos y modalidades, y esto incluye la instrucción religiosa.

También nos referiremos a las disposiciones que en materia de derechos políticos establece el numeral 23 del multicitado “Pacto de San José”, que a la letra dice:

1. Todos los ciudadanos deben gozar de los siguientes derechos y oportunidades:

a) de participar en la dirección de los asuntos públicos, directamente o por medio de representantes libremente elegidos;

b) de votar y ser elegidos en elecciones periódicas auténticas, realizadas por sufragio universal e igual y por voto secreto que garantice la libre expresión de la voluntad de los electores, y

c) de tener acceso, en condiciones generales de igualdad, a las funciones públicas de su país.

2. La ley puede reglamentar el ejercicio de los derechos y oportunidades a que se refiere el inciso anterior, exclusivamente por razones de edad, nacionalidad, residencia, idioma, instrucción, capacidad civil o mental, o condena, por juez competente, en proceso penal.

Al respecto, la reforma constitucional en materia religiosa y la Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público reconocieron estos derechos a los ciudadanos que ejercen el ministerio, quienes ahora, en su calidad de ciudadanos, tienen el derecho a votar y también se abrió la posibilidad de que sean votados a puestos de elección popular y para ocupar cargos públicos, en la inteligencia, que para ello deberán separarse formalmente del ministerio con la antelación que estableció el Legislador para tal efecto.

Estas condiciones reflejan la voluntad general para que se mantenga una sana distancia entre asuntos estrictamente del ámbito religioso y los de orden político. Así lo reconocen historiadores, juristas y líderes religiosos.

Pero este tratamiento no es exclusivo para los ministros de culto. Por ejemplo, los ciudadanos que ejercen actividades diferentes a las ministeriales, como los servidores públicos, también tienen el deber de retirarse del cargo que ocupen, en el caso de pretender alcanzar un puesto de elección popular.

Con estas referencias directas entre nuestro sistema jurídico vigente en materia religiosa y lo dispuesto por el Pacto de San José, podemos concluir entonces que México, prácticamente, va a la par de la codificación internacional de carácter vinculativo.

Debemos reconocer que la reforma constitucional en la materia y la Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público de 1992, per se no aseguran el cumplimiento general, a fin de garantizar los derechos y libertades que tutelan. Se necesita un gobierno proactivo que dé significado y efecto práctico a lo dispuesto por el Derecho Positivo, con visión histórica y valorativa, con el objetivo de hacer frente a las grandes tareas nacionales y a las nuevas realidades sociales en el contexto de una sociedad abierta y plural.

Cuando asumimos el cargo que se nos encomendó en diciembre de 2000, nos percatamos de que en esta área de gobierno existen importantes retos por alcanzar a fin de garantizar a plenitud el ejercicio de la libertad de creencias y de culto; para que se reconociera y entendiera cabalmente el aporte sociocultural de las religiones y que se valoraran, en su real magnitud, las actividades ministeriales en el ámbito social; así como consolidar la cultura de la tolerancia y respeto a la pluralidad religiosa.

Así, la Secretaría de Gobernación, como encargada de aplicarla Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público, emprendió un proceso sistemático y congruente de evolución para ejercer nuestras atribuciones y responsabilidades legales con una nueva visión y con un verdadero espíritu de servicio; de lo contrario, estaríamos atrás, rezagados y lejos de las expectativas de la población.

En este sentido, la Secretaría de Gobernación se ha renovado en un elemento central de comunicación social, en un factor decisivo de entendimiento de intereses generales, incluso en un espacio eficaz de conciliación de diferencias y en una instancia imparcial de resolución de controversias, bajo la premisa de consolidar una auténtica gobernabilidad democrática en nuestro país.

Todo ello ha sido con base en las normas y principios consagrados en la reforma constitucional en materia religiosa y la Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público vigentes desde 1992.

En la aplicación puntual de este sistema jurídico -que renovó y fortaleció el gestado a principios del siglo pasado-, sociedad y gobierno hemos encontrado más herramientas útiles en función de su contenido que obstáculos técnicos, lo cual ha redundado invariablemente en el fortalecimiento de nuestra vida democrática.

Los hechos hablan por sí solos:

·      Hoy todas las personas gozan de un reconocimiento más amplio de sus derechos y libertades en materia religiosa, siempre que no constituyan un delito o falta penados por la ley.

·      Los poderes públicos tienen injerencia en las manifestaciones religiosas sólo en lo relativo a la observancia de las leyes, conservación del orden y la moral públicos y la tutela de derechos de terceros; y la ley les impuso la prohibición la de intervenir en la vida interna de las asociaciones religiosas.

·      Se mantiene vigente el principio de separación del Estado y las iglesias, con la reafirmación del carácter laico de las instituciones públicas, que brindan certeza y seguridad a la libertad de religión.

·      Los nuevos lineamientos jurídicos permitieron revalorarla existencia de los agentes religiosos como actores sociales, quienes por razones históricas, habían pasado a una condición de inexistencia jurídica.

·      Se transformó la conceptualización del principio relación Estado-Iglesia por el de relación entre el Estado y las Iglesias. Se trata de sólo una letra, pero entraña una diferencia conceptual muy importante, de enorme trascendencia, sobre todo para las minorías religiosas. Ello implicó el conocimiento -o mejor dicho el reconocimiento- de los liderazgos religiosos.

·      La institución del registro constitutivo como asociación religiosa permitió legitimar la presencia de una enorme multitud de organismos religiosos a los que muchos actores sociales, académicos y políticos habían visto como extraños a la sociedad mexicana.

·      Al reconocerse la existencia jurídica de las entidades religiosas como asociación religiosa, con autonomía organizativa y en la formación de sus ministros, se abrieron canales directos y públicos de interlocución entre los agentes religiosos y las autoridades para ventilar los temas que les afectan. Así, también surgió una nueva cultura de los derechos y obligaciones en la materia.

·      Se reveló la gran diversidad de organizaciones religiosas con arraigo en el país, a partir del registro de las Iglesias y agrupaciones religiosas.

·      El combate a la intolerancia religiosa es otro ejemplo de los beneficios generados. Aquí, en este importantísimo aspecto, las tareas que la Secretaría de Gobernación lleva a cabo para abatir este mal social, cuentan con la decidida y valiosa participación de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, el Instituto Nacional Indigenista, así como con el apoyo de las autoridades estatales y municipales, en su carácter de auxiliares de la Federación.

·      El nuevo marco jurídico dio transparencia y certeza a temas como la celebración de actos de culto público fuera de los templos; el manejo de bienes inmuebles por parte de las asociaciones religiosas; la actividad ministerial de extranjeros en el país; la incorporación de los ministros de culto a la democracia por medio del voto activo y del pasivo, cumpliendo para este último caso de ciertos requisitos; o la participación de instituciones religiosas en el ámbito educativo.

·      La prudencia de las asociaciones religiosas y de sus ministros de culto para mantenerse al margen en actividades de política ración y ejecución en las políticas públicas en materia religiosa establecidas al efecto. Ejemplo de ello es el Plan Nacional de Desarrollo 2001-2006.

·      El propio ciclo de conferencias en las que estamos participando, como un esfuerzo conjunto entre el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, la Conferencia del Episcopado Mexicano, A. R. y la Secretaría de Gobernación.

·      Finalmente, el personal de mando de la Subsecretaría y su servidor hemos convivido no sólo con las dirigencias delas asociaciones religiosas, sino también con sus bases, en más de 220 actos celebrados en diferentes foros y lugares del país con el objetivo de afianzar una relación respetuosa, madura y transparente con las instituciones religiosas; además de las múltiples ocasiones en que se han reunido líderes religiosos con servidores públicos de primer nivel, como el presidente de la República, Vicente Fox, y el propio secretario de Gobernación, Santiago Creel.

 



[1] Abogado por la Escuela Libre de Derecho (1977), con maestría en derecho comparado por la Universidad de Georgetown y doctor en derecho por la UNAM, es diplomático de carrera; fue subsecretario de Población, Migración y Asuntos Religiosos de la Secretaría de Gobernación y un bienio embajador de México ante la Santa Sede (2003-2005).

[2] Conferencia dictada por su autor en el año 2002. Se publicó como parte de la obra intitulada Diez años de vigencia de la ley de asociaciones religiosas y culto público en México (UNAM, México, 2003, 147 pp.), que coordinó el Dr. Javier Saldaña, con cuya licencia se reedita ahora en este Boletín.



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