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El apóstol del Sagrado Corazón

Anónimo[1]

De los perfiles martiriales mexicanos de los tiempos del callismo, ninguno fue tan nítido como el de quien hoy la Iglesia reconoce como mártir: san José María Robles Hurtado, del que se ofrece tal vez la primera versión impresa de la ofrenda de su vida y, lo más singular, el sobrenombre que le reivindicará la posteridad.

No otro nombre merece el sacerdote don José María Robles, Párroco de Tecolotlán, víctima de la persecución Callista en la noche del 25 de julio [de 1927]... Apóstol lo aclaman a grandes voces su ejemplar y santa vida, sus obras de ardiente celo por la salvación de las almas, su heroica muerte ofrendada en sacrificio de amor al Amor de sus amores, al Sagrado Corazón de Jesús.

En pleno apostolado

En 1913, una vez terminados sus estudios en el Seminario de Guadalajara, tiene el sin igual consuelo de ser ordenado de sacerdote. Desde esta fecha el novel ministro del Señor entra en un período de apostolado intensísimo, que desarrolla primero como coadjutor en Nochistlán y más tarde siendo cura párroco de Tecolotlán. El culto divino, la predicación (para la que poseía relevantes prendas), el confesonario, la dirección espiritual, la visita a los enfermos y, sobre todo, su conducta intachable, llevan a cabo la santificación de las almas que Dios le confiaba.

El sociólogo católico

Su prodigiosa actividad la encauza el padre Robles hacia las obras de acción católica, tan fecundas en frutos de gloria de Dios. De ahí el que establezca un centro de la Juventud Católica con sus círculos de estudios, sindicato obrero con una mutualista y una cooperativa de consumo; funde un periódico, organice con los obreros y jóvenes una pequeña sección dramática; reedifique un antiguo hospital con su casa religiosa, noviciado, orfanatorio y escuela anexa, sostenga un pequeño Seminario y propague el “Apostolado de la Oración”.

El secreto del éxito

¿Dónde hallaba el padre Robles la fuente de tantas energías? En el amor a Jesucristo que abrasaba su pecho. Él mismo nos lo descubrirá en aquellos versos de su inspirada pluma, en los que el fervoroso Apóstol parece vaciar los afectos más intensos al par que delicados de su ardiente corazón: “Es tu Corazón herido / mi divina hospedería; / con sus llagas, con su sangre / se sustenta el alma mía. / Allí sana de sus males, / allí recobra el vigor, / allí olvida sus pesares, / allí se inflama de amor”.

A la verdad, en amor al Sagrado Corazón se inflamó ya desde un principio el padre Robles, y por eso no anhela sino vivir la misma vida de Jesucristo: “Adornado de pureza vida nueva llevaré; / tu propia vida de amor, pues tu sarmiento seré.”

Y da de mano a los halagos del mundo y a la propia libertad, por hacerse su prisionero en la llaga del costado: “No la lanza, tus amores / te abrieron el corazón. / ¿Quién no vuela presuroso / a esa divina mansión? / En ella, Jesús, penetro / para vivir prisionero: / puedes cerrar para siempre, / que libertad no la quiero.”

Es que Jesucristo era para él todo su bien, como lo era para san Pablo: “Es mi nave y es mi puerto / tu corazón, mi Jesús; / en la noche de mi vida / es perenne y cierta luz. / Marche siempre generoso / a su divino fulgor, / ya me señale el Calvario / o bien me muestre el Tabor”.

El Sagrado Corazón oyó las súplicas de su apóstol y mostróle en esta vida el Calvario de un doloroso martirio, y en la otra el Tabor de gloria imperecedera.

El buen pastor

El día 14 de enero comienza a ser perseguido por el gobierno el padre Robles. A despecho del peligro y contra las súplicas de sus feligreses, lejos de ocultarse, continúa impávido en la brecha, persuadido de que, como él mismo decía: “No es pastor el que abandona sus ovejas”, y abrasado en vivas ansias del martirio así exclamaba: “¡Si el Corazón Eucarístico de Jesús me llevara en este día!” Cediendo, sin embargo, a los consejos y ruegos de personas prudentes, se refugia por fin en una cueva fuera de la ciudad. Allí celebra diariamente el santo sacrificio de la misa, a la que asisten muchos fieles.

Del altar al cielo

No había de durar largo tiempo esta vida de catacumbas. Descubierto el lugar de refugio, el día 25 de junio es sorprendido por un pelotón de soldados mientras se revestía para celebrar; de su pobre y oculta morada pasa gozoso a la cárcel.

Último poema de un mártir[2]

Y aquí es donde el padre Robles, viéndose prisionero por Cristo, desborda los afectos de su pecho, y canta con inspiración de cielo no su aparente desgracia, sino su verdadera gloria: la gloria de ser perseguido por su Dios. Por eso entona aquel himno de amor, en que de nuevo se ofrece todo a Jesús, como lo hiciera en otro tiempo al consagrar solemnemente su vicaría[3] al Sagrado Corazón:

“Cetro y corona no tengo / para ofrendarte, mi Rey; /  y entregarlos no pudiera como antaño con mi grey. / Mas de mi cárcel sagrada, / con mis hijos en unión mística, llego a ofrendarte / lo que tengo, corazón.”

Y con él, le ofrendó también su vida, que no se saciaron sus deseos sino con el martirio: “Quiero amar tu Corazón, / Jesús mío, con delirio, / quiero amarlo con pasión, / quiero amarlo hasta el martirio. / Con el alma te bendigo, / mi Sagrado Corazón; / dime: ¿se llega el instante / de feliz y eterna unión?”

Presintiendo la proximidad de esta feliz unión, prorrumpe el mártir en aquella tierna y confiada súplica, en que une con lazada de oro los dos amores de todo mejicano ferviente: Cristo Rey y María Santísima de Guadalupe: “Tiéndeme, Jesús, los brazos, / pues tu pequeñito soy; / de ellos al seguro amparo a donde lo ordenes voy... / Al amparo de mi Madre / y de su cuenta corriendo, / ya su pequeño del alma vuela a sus brazos sonriendo.”

Prueba suprema de amor

Y sonriendo, con la sonrisa del héroe cristiano camina el padre Robles hacia el lugar del suplicio en la noche del día 25. Al llegar a un montecillo cerca de la sierra de Quila, ora unos instantes: “que mi sangre caiga sobre mi pueblo en señal de bendición y de perdón”, exclama, y bendice y perdona a los soldados, promete rogar por ellos, y al ver la soga que le presentan, tómala en sus manos, la bendice y besa y él mismo se la pone al cuello. “Tuyo, siempre tuyo, Corazón Eucarístico de Jesús; Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” es su postrer oración, y le suspenden de un árbol.

De esta suerte el apóstol del Sagrado Corazón dio la suprema muestra de amor: morir por Jesucristo...

 



[1]Cf. Hojitas, núm. 19, 2ª edición, 4 pp., 15 por 10 cm., Barcelona, Isart Durán Editores, 1927. Imprescindible para la lectura y comprensión integral de estas “hojitas”  es el estudio Ana María Serna, “La calumnia es un arma, la mentira una fe. Revolución y Cristiada: la batalla escrita del espíritu público”, publicado en las páginas de este Boletín en los meses de noviembre y diciembre del año 2013.

[2] Llamamos mártir a este sacerdote, sin intención de prevenir el juicio de la Iglesia.

[3] En sentido estricto, debería decir “parroquia” [NdelE].



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