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El Seminario Conciliar de Guadalajara entre 1696 y 1868

José Guadalupe Miranda Martínez, Pbro.1

La noche del 10 de septiembre del año 2014, en el Museo Regional de Guadalajara, se inauguró la exposición ‘En ciencia y en virtud. El Seminario Conciliar de Guadalajara. 1696-1868’, actividad engastada en el Año Jubilar por el aniversario 150 del nacimiento de la Provincia Eclesiástica de Guadalajara. Antes de la apertura, en el auditorio del recinto, se dictó esta conferencia.

Agradezco la invitación para estar con ustedes, que me hizo Comité para los Festejos por el aniversario 150 del nacimiento de la Provincia Eclesiástica de Guadalajara, encabezado por el señor Cura José Abel Castillo Castillo.

Antes de exponer mi tema quiero apuntar un dato relevante: las dos vistas que tiene el hecho mismo de que el de la voz, actual responsable inmediato del Seminario de Guadalajara, hable en este foro de los primeros 172 años de la andadura de esa institución, en el edificio mismo que le sirvió de casa durante más de un siglo. La una alude a los tiempos que fueron y la otra a los que estamos viviendo.

De los primeros hablaré a grandes rasgos en los siguientes cuarenta minutos. De los actuales, sólo quiero manifestar mi reconocimiento por la apertura a este encuentro respetuoso en torno a la cultura del pueblo de México y a la responsabilidad que el Estado y la sociedad comparten en lo tocante a sus bienes patrimoniales, posible gracias al apoyo de la Delegación Jalisco del Instituto Nacional de Antropología e Historia por conducto de la arquitecta Martelva Gómez Pinedo, Directora del Museo Regional de Guadalajara, cuyo equipo ha hecho posible esta exposición.

I

A la luz de los dos milenios de andadura de la Iglesia católica, la sistematización de los estudios clericales a través de una educación integral bajo el régimen de internado, los seminarios, son una experiencia relativamente tardía, pues comenzó hace quinientos años, en el marco del Concilio de Trento, motivo por el cual se les llamará Conciliares o Tridentinos.

Serán, entonces, un recurso más de la verdadera reforma eclesiástica planteada desde la estructura íntima de la Iglesia, las diócesis y las parroquias, y no desde la periferia de la Iglesia, los príncipes, sus cortesanos y las intrigas palaciegas, como acaeció de forma por demás desgarradora en el Sacro Imperio Romano Germánico durante el cisma de Occidente.

Entre 1569 y 1793 se erigieron al menos cuarenta de ellos en los dominios americanos de España, siendo los primeros de vida breve: los de Quito y de Bogotá, en tanto que las puertas del tercero, el del Santo Ángel Custodio de Santiago de Chile, no se volvieron a cerrar desde su apertura, en 1587. En los cincuenta años siguientes surgirán, entre otros, los de Santiago de Guatemala, Cuzco, Panamá, Arequipa, Buenos Aires, Huamanga, Trujillo, La Paz y Popayán.2

En la Nueva España sólo hubo uno hasta 1643, y no en la capital del virreinato sino en la Puebla de los Ángeles, bajo el cayado del beato Juan de Palafox y Mendoza. Treinta años después se erigió el de La Santa Cruz de Antequera un lustro más tarde el de Nuestra Señora de la Concepción de Chiapas. Sólo hasta 1696 pudo fundarse el de Señor San José de Guadalajara, a que correspondió el lugar 25 de la nómina de fundaciones.

Sólo como curiosidad, sepan ustedes que el último de los Seminarios Conciliares instituido en América en esta temporalidad fue el de Monterrey, en 1793, y ello fue posible gracias a los empeños del primer ex alumno del de Guadalajara en ceñir una mitra, don Ambrosio de Llanos y Valdés.

Por lo que ha Guadalajara respecta, es justo precisar:

Que antes del de San José, el Cabildo Eclesiástico en esta sede episcopal erigió, en 1570 el Colegio Seminario de Señor San Pedro, para instruir en él a los niños y adolescentes de la escolanía catedralicia.3 Sin embargo, la vida de este colegio fue corta e insostenible por carecer de recursos, formadores, constituciones, licencia del rey y del obispo…

Que sí hubo positivos empeños de parte de los obispos para establecer el Seminario, sin que fuera posible por motivos que ignoramos. A principios del siglo xvii se queja de ello el obispo don Alonso de la Mota y Escobar: “No hay tampoco colegio seminario de cuya causa padece la catedral gran penuria en el servicio de coro y altar sobre lo cual se [h]aya pedido a su Majestad por obispo y cabildo que dé su Real permiso para que se funde y no se ha servido de responder a esta justa petición”.4

Que la secularización de las parroquias de indios, denominadas ‘doctrinas’, fue tardía en el obispado de Guadalajara, de modo que de la segunda mitad del siglo xvi a la primera del xvii, estas parroquias cuyos responsables no estaban supeditada a la jurisdicción del obispo, eran mayoría.5

Que pese a su dilatada extensión de más de un millón de kilómetros cuadrados -mucho mayor al territorio del Nuevo Reino de la Galicia-, la población del obispado de Guadalajara fue escasa y la subsistencia del clero precaria, toda vez que los pueblos de indios estaban exentos del pago del diezmo y al norte y noroeste eran abundantísimas las tierras de misión, de los términos de los Pimas Altos hasta la provincia de Texas.

No perder de vista que el clero secular en este tiempo, sin ser abundante, tampoco fue escaso en relación a las necesidades reales de su presencia, toda vez que para acceder al estado clerical bastaba ser célibe y tener al menos acreditado el bachillerato.6

II

Quien concibió y dejó las bases para hacer operativa la fundación del Seminario Conciliar de de Guadalajara fue el obispo andaluz don Juan de Santiago y León Garabito, quien todavía con los arrestos de la juventud, 36 años, tomó posesión de esta sede en 1678, ocupándo los 16 restantes de su vida en echar las bases para que ello fuera posible. Su principal cuidado no fue reunir rentas para el Colegio, sino dotarlo de formadores idóneos. Para ello estableció al año siguiente a su toma de posesión, un oratorio de Padres Filipenses y el de su muerte, (1695), otro de Padres Oblatos.

La iniciativa del señor Garabito lo continuó su sucesor, fray Felipe Galindo y Chávez, O.P. y hasta inferimos con elementos del todo probables, que a la muerte del primero, los Oblatos pusieran al tanto al segundo, aprovechando, como diremos, la buena disposición como pastor del dominico, el cual aun antes de tomar posesión de su cátedra episcopal, hizo suyo el proyecto y lo acometió con grande entusiasmo hasta llevarlo a feliz término.

El fundador del Seminario de Guadalajara, hijo de padres peninsulares pero circunstancialmente oriundo del puerto de Veracruz, se crió en la ciudad de  Zacatecas, por entonces parroquia de la diócesis tapatía, donde se hizo fraile predicador. Vivió y tuvo a su cargo el convento de Nuestra Señora del Rosario en la capital neogallega, y también una fuerte experiencia personal que desempeñó con mucha abnegación y celo: encabezar la evangelización de los chichimecas de la Sierra Gorda de Querétaro, donde fundó ocho misiones, como también lo hizo estableciendo conventos de dominicos en Santiago de Querétaro, en Sombrerete y en San Juan del Río, al tiempo que ocupó el cargo de superior de la Provincia de Santiago de su Orden.7

Por todo ello, no nos extrañe que aun antes de tomar posesión de su sede episcopal, solicitara al rey Carlos ii su licencia para la fundación del Seminario, y antes de cumplir un año de residir en su sede episcopal, suscribiera, el 9 de septiembre de 1699, el decreto mediante el cual quedó erigido el Seminario Conciliar, puesto bajo el patrocinio del Señor San José, a petición del benefactor de la obra material del inmueble, don Pedro de Arcarazo, tesorero de la Mitra, construcción situada en la esquina sudeste de la manzana que es hoy plaza de los Jaliscienses Ilustres, colindando al poniente con el santuario de La Soledad y al norte con la casa de los padres Oblatos, uno de los cuales, don Tomás Romero Villalón, fungió como su primer rector; al sur con la catedral y al oriente con la calle que se llamará del Seminario.8

Erigir esta obra antes de que hubiera casa, formadores y alumnos no fue descabellado, sino la estrategia de un administrador ducho en rentas eclesiásticas, toda vez que ya con vida jurídica, la Institución pudo recaudar de las parroquias diocesanas el tres por ciento del total de sus ingresos en calidad de ‘pensión conciliar’, reuniendo en los siguientes años un fondo para acometer los crecidos gastos del plantel naciente.

Así, el 23 de diciembre de 1699, el plantel pudo abrir sus puertas a sus primeros ocho alumnos, los cuales, por su calidad de fundadores, recibieron todos la beca de merced, exonerándoseles de pago por su manutención y enseñanza.

Es digno de atención considerar que el Real y Pontificio Colegio Seminario del Señor San Joseph de Guadalajara, como se denominó por entonces el plantel levítico, fuera inaugurado en los últimos meses de la gestión regia del último de los miembros de la dinastía de los Austria en España, el desdichado rey Carlos ii, cuya muerte, el 1º de noviembre de 1700, coincidió con el fin de un siglo y de una era, y también con el inicio de una guerra de sucesión, que enzarzó a tres potencias, España, Francia y Alemania, en una disputa que se prolongará hasta 1713, con grandes pérdidas para todos y la introducción a la primera de estas naciones del linaje de los borbones franceses, todo lo cual afectó de muchas formas a la Nueva España, y el Seminario de Guadalajara no fue la excepción.

Poco antes de que esto pasara, Galindo y Chávez había solicitado al rey su licencia para que se erigiese Universidad en el colegio seminario “en que se leyese la doctrina de santo Tomás, y se confiriesen los grados”, y hasta ofreció pagar “a sus expensas el sustento de colegiales y dotaciones de cátedras”, propósito totalmente frustrado por la muerte del soberano y lo que vino luego. Al terminar los días del mitrado, el 7 de marzo de 1702-, hizo donación de su biblioteca, que no sería corta, al Seminario.

Durante sus primeros años de su vida, el semillero no pudo competir –ni era ese su propósito- con el bien constituido Colegio de Santo Tomás de Aquino, regenteado en Guadalajara, por los religiosos de la Compañía de Jesús y aparejado al cual hubo desde finales del siglo xvii un ‘seminario’ dedicado a San Juan Bautista, reducido a ser un convictorio u hospedería estudiantil bajo el régimen de internado para los pupilos cuyos tutores deseaban evitarles de esta forma los riesgos del siglo, y dentro de cuyos muros podían los estudiantes repasar sus lecciones; más no fue un seminario conciliar, pues no hubo en él nunca ánimo para orientar a sus pupilos a ser clérigos.9

La educación en este tiempo era gratuita. Los estudiantes acudían a las aulas mañana y tarde. En el seminario, comenzaban las clases a las nueve de la mañana, impartía el curso un solo catedrático para cada grupo. Los alumnos internos, denominados porcionistas o pensionistas, pagaban al año el equivalente a cuatro reales diarios para su manutención, y se presentaban a clases vestidos con sotana y bonete. Los externos, en cambio, debían hacerlo usando como uniforme una capa corta, que les valió el apodo de ‘capenses’, y sólo debían presentarse a las cátedras y a los exámenes.

La vida interna del Seminario se rigió por sus Constituciones. Las del fundador Galindo y Chávez, de 1696, las modificó fray Antonio Alcalde 75 años después. El obispo Juan Cruz Ruiz de Cabañas y Crespo hizo otro tanto con la de su ascendente en 1800. Un cuarto de siglo después, se les rehízo ahora con el título de reglamento. En 1864 repitió la operación el primer arzobispo guadalajarense, don Pedro Espinosa y Dávalos.

Al cumplir sus primeros cincuenta años, el Seminario Conciliar creció tanto como para que su primera casa fuera cada día menos apta para atender al crecido número de jóvenes que provenientes del extenso obispado deseaban cursar los estudios eclesiásticos, y aun antes de cumplir cuatro décadas su casa original, el rector don Matías López Prieto pidió con insistencia y obtuvo de su obispo la disposición para construir un nuevo y más amplio edificio, posible, pues, gracias a don Juan Leandro Gómez de Parada Valdez y Mendoza, primer tapatío elevado a la dignidad episcopal, quien antes de pastorear su Iglesia madre, rigió, entre 1715 y 1729, las de Yucatán y de Guatemala, y aun gobernó los restantes 15 de su vida la Mitra tapatía.

No sabemos todavía qué gestiones y voluntades activó este pastor para conseguir lo que obtuvo: la manzana contigua a la del Seminario, al oriente, propiedad del Cabildo Eclesiástico, y ocupada por una huerta y casa donde los miembros de esta corporación descansaban un poco durante los tiempos libres que les dejaban sus responsabilidades en el coro, el cabildo y la curia.

Desconocemos quién diseñó y quiénes ejecutaron las obras materiales de esta segunda casa, pero sí tenemos el dato preciso de un testigo ocular y confiable de esos hechos al tiempo que están sucediendo, el cual nos dice que al obispo Gómez de Parada “por parecerle corto ámbito el que ocupa el colegio seminario, ha comprado nuevo sitio en que darle extensión, sin duda con el fin de solicitar haya capacidad para la fábrica material de la Universidad”.10

Se tiene el dato preciso de que la nueva sede fue usada para sus fines a partir de 1760, correspondiéndole al obispo fray Francisco de San Buenaventura Martínez de Tejada y Díez de Velasco inaugurarla.11

Un evento del todo inesperado, el extrañamiento de la Compañía de Jesús y la violenta supresión del Colegio de Santo Tomás de Guadalajara colocó al Seminario Conciliar como el único centro de enseñanza media superior en todo el Occidente Novohispano. El suceso satura las posibilidades de esta Casa para atender al crecido número de estudiantes que ya no fueron atendidos por los jesuitas.

Para remediar tal circunstancia, no mucho después de su arribo a Guadalajara, el obispo fray Antonio Alcalde, O.P. destina al Seminario una muy crecida suma de su peculio, de más de 10 mil pesos, con el sólo propósito de aumentar las cátedras del Colegio.12

Veinte años después de concluidas las obras, se levantó un croquis del inmueble, el cual ha llegado hasta nosotros y cuyo original se conserva en el Archivo de Indias, en Sevilla. Por él sabemos que en 1775 el Seminario “contaba con 64 colegiales porcionistas de los cuáles 24 se mantenían a expensas del Colegio. De estos colegiales se había apreciado una notable disminución de alumnos que habían pasado a México para graduarse en su Universidad. En cuanto al número de estudiantes seculares, contaba con 265 que se encontraban repartidos en las clases de gramática, filosofía, teología moral y escolástica y se esperaba alcanzar la cifra de cuatrocientos alumnos”.13

El sucesor de fray Antonio Alcalde, don Juan Cruz Ruiz de Cabañas y Crespo, electo para León (Nicaragua) y poco después transferido a Guadalajara, se desempeñaba como rector del seminario conciliar de San Jerónimo de Burgos, de modo que muy frescas y cercanas tenía las necesidades de un centro formativo de esa índole, por lo que a la vuelta de no mucho tiempo, procuró para el Seminario reformas que habrán de redundar en provecho grande para el mismo y también para el clero, pues aprovechando la casa que había sido de la ya extinta Congregación de los Padres Oblatos, creó en 1801, el Seminario Clerical del Divino Salvador, con el propósito de enmendar la conducta de los eclesiásticos que lo necesitaban, apoyar espiritualmente a todo el clero14 pero que en la práctica servirá, reiteradas veces, la última en 1868, al tiempo de ser incautado el edificio por el gobierno, como casa alterna del Conciliar.

Parte de la preocupación de Cabañas a favor de su seminario se extenderá al edificio mismo, que luego de haber usado como cuartel del ‘Regimiento de la Reyna’, entre 1811 y 1816, fue restituido en estado lamentable, circunstancia que aprovechó el prelado para reformar a fondo el edificio, adicionándolo con nuevas estructuras, tales como la capilla que ha llegado hasta nosotros, la cual cabe incluir en la serie de obras materiales que perpetúan la gestión de este admirado pastor, cuyo escudo, muy maltrecho, por cierto, adorna el extremo sudeste del muro del corredor del patio principal del hoy Museo Regional.15

En 1819 vuelven los seminaristas a su remozado nido y lo hacen acompañados de una figura excepcional, la del rector don José Miguel Gordoa y Barrios, que además de sus títulos académicos, trae consigo el bagaje que le dejó su experiencia como diputado por la Provincia de Zacatecas ante las Cortes de Cádiz, en cuya sesión final  participó nada menos que como Presidente, y en calidad de tal pronunció el discurso de clausura de esa asamblea, la primera en el mundo que inauguró el parlamentarismo universal, pues sesionaron en las Cortes diputados provenientes de casi todos los continentes. El canónigo Gordoa servirá también como diputado en el primer Congreso Constituyente de México, será rector de la Universidad de Guadalajara y primer obispo tapatío en el México independiente.

Fray Antonio Frejes, da fe de ese tiempo“[e]l colegio es suntuosísimo y tiene catorce cátedras. En toda la República hay hijos sabios de este colegio, y cada día tiene más incrementos. En el año de 1830 tenía ciento treinta colegiales y trescientos setenta asistentes”.16

En poco tiempo, las cosas cambiarán de forma rotunda, al grado que en los 35 años que van de 1833 a 1868 el Seminario subsistirá a duras penas. En el primero de estos años, la Casa se habilita de nuevo como cuartel, ocupando los seminaristas de forma provisional parte del oratorio de San Felipe Neri, siendo su rector el canónigo Pedro Espinosa y Dávalos y su matrícula de poco más de quinientos alumnos.17 No obstante ello, “[d]e acuerdo con el número de estudiantes, fue el Seminario Conciliar de San José, más que la Universidad, el centro de enseñanza superior que mayor influencia ejerció en todo el Occidente de México durante los conflictivos años de 1835 a 1860”.18

La nómina suprema de alumnos de la que se tiene memoria, apenas superada 159 años después, en este que corre del 2014, fue la matrícula que alcanzó el Seminario de Guadalajara en 1850: mil doscientos cincuenta y seis seminaristas.19

El surgimiento de los bandos políticos liberal y conservador entablarán una polémica que día a día irá cercando a la Iglesia y cuyos actores, por esas ironías que tiene la vida, serán casi en su totalidad ex alumnos de planteles levíticos, como Valentín Gómez Farías y el propio Benito Juárez. Este último, en su obra autobiográfica Apuntes para mis hijos, refiere las razones por las cuáles estudió en el Seminario Conciliar de Oaxaca gramática, filosofía y teología:

 

“…veía yo entrar y salir diariamente en el Colegio Seminario que había en la ciudad, a muchos jóvenes que iban a estudiar para abrazar la carrera eclesiástica, lo que me hizo recordar los consejos de mi tío que deseaba que yo fuese eclesiástico de profesión. Además era una opinión generalmente recibida entonces, no sólo en el vulgo sino en las clases altas de la sociedad, de que los clérigos, y aún los que sólo eran estudiantes sin ser eclesiásticos sabían mucho y de hecho observaba yo que eran respetados y considerados por el saber que se les atribuía. Esta circunstancia más que el propósito de ser clérigo para lo que sentía una instintiva repugnancia me decidió a suplicarle a mi padrino […] para que me permitiera ir a estudiar al Seminario ofreciéndole que haría todo esfuerzo para hacer compatible el cumplimiento de mis obligaciones en su servicio con mi dedicación al estudio a que me iba a consagrar.

“Como aquel buen hombre era, según dije antes, amigo de la educación de la juventud no sólo recibió con agrado mi pensamiento sino que me estimuló a llevarlo a efecto diciéndome que teniendo yo la ventaja de poseer el idioma zapoteco, mi lengua natal, podía, conforme a las leyes eclesiásticas de América, ordenarme a título de él, sin necesidad de tener algún patrimonio que se exigía a otros para subsistir mientras obtenían algún beneficio. Allanado de ese modo mi camino entré a estudiar gramática latina al Seminario en calidad de capense el día 18 de octubre de 1821...”20

 

Los liberales, deseosos de secularizar las instituciones sociales, conseguirán, entre 1856 y 74, pasar sin transición negociada democráticamente, sino por la vía de los decretos presidenciales, a liquidar la herencia de la confesionalidad del Estado según la tejieron las Leyes de Indias, imponiendo a cambio de eso una legislación apodada ‘reformista’, porque sus promotores se inspiraron en la reforma luterana del siglo xvi; en el fondo, lo que se obtuvo fue el remate del patrimonio eclesiástico, incluyendo lo que no era de la Iglesia, como las tierras comunales de los indios; la mayor pérdida jamás inferida  al patrimonio artístico, histórico y monumental del pueblo de México y un estado de supeditación y sometimiento jurídico de la Iglesia ante el Estado, que pervivirá hasta una fecha muy cercanas a nosotros, 1992.

Entre septiembre y octubre de 1860, la ciudad de Guadalajara fue evacuada para que en ella se pertrecharan los defensores de la plaza, del bando conservador, los cuales usaron de fortaleza y cuartel todos los conventos de la ciudad. En consecuencia, sus adversarios liberales, hicieron de esos edificios el blanco de sus obuses, lo cual redujo a escombros la casi totalidad de tales inmuebles y dejó con daños graves a casi todos los demás.

Pocos meses después, en 1861, estando ya en el destierro ocho de los diez obispos residenciales que había en México, el Gobernador Pedro Ogazón ejecutó un decreto de Benito Juárez en el que el edificio del Conciliar se convertía en sede del Liceo de Varones, pasando los estudiantes de aquel al Clerical. Empero, como en 1863 el mismo Ogazón, ante el giro que impuso la presencia en México de legionarios franceses, clausuró el Liceo, coyuntura aprovechada por el vicerrector del Seminario, don Manuel Escobedo, para posesionarse de nuevo de la Casa, que se usó para los levitas hasta el año lectivo 1866-67, fungiendo ya como cabeza del mismo el doctor don Agustín de la Rosa. Por esas paradojas de la vida, el antiguo Seminario, volvió a servir como Liceo de varones, confiándole su dirección al canónigo Juan José Caserta, partidario de las ideas liberales.

Quede como epílogo de esta presentación lo mucho que el Seminario de Guadalajara contribuyó y lo sigue haciendo a la educación en Jalisco. Don Agustín Rivera dice que es el tronco literario de Jalisco, haciendo derivar de él la Universidad de Guadalajara, el Instituto de Ciencias, las Escuelas Lancasterianas, la Escuela de Medicina, las Escuelas Primarias de Instrucción Gratuita y las Escuelas de Primeras Letras.

Sólo por mencionar los nombres de algunos de sus ex alumnos seglares incluidos en esta exposición, vayan los de Prisciliano Sánchez Padilla, primer gobernador constitucional de Jalisco; de José Ignacio Cañedo y Arróniz, segundo Gobernador Constitucional; de Manuel López Cotilla, el más grande promotor de la educación en Jalisco en todos los tiempos; de Jesús López Portillo y Serrano, presidente de la Cámara de Diputados y gobernador de Jalisco en dos ocasiones. De José Palomar y Rueda, diputado y gobernador de Jalisco, fundador de las fábricas La Prosperidad Jalisciense y El Batán; del arquitecto Manuel Gómez Ibarra, artífice de las torres de la Catedral, de la cúpula del hospicio Cabañas, del templo de San José de Gracia y del Panteón de Belén. Del jurista y político Ignacio Luis Vallarta Ogazón, ministro de Gobernación y de Relaciones Exteriores y Presidente de la Suprema Corte de Justicia. De Valentín Gómez Farías, senador, secretario de Hacienda, vicepresidente y presidente de la República.

Sólo me resta reiterar, como conclusión de esta charla, lo propicio de esta exposición, en el marco del aniversario 150 del nacimiento, en dolorosas circunstancias, de la Arquidiócesis de Guadalajara, que 1864 recibió de nuevo a su pastor, don Pedro Espinosa y Dávalos, luego de un destierro de tres años, durante los cuales el prelado constató y sufrió los cambios de los tiempos, y atisbó a su modo el inicio de una era donde la Iglesia en México debió sortear aun duros lances y una lección que aun seguimos asimilando: la necesidad de separar dos esferas de la vida pública, la del Estado y la de la Iglesia, en un marco de una autonomía que con el pasó de los años derivará en el concepto de libertad religiosa y de sana laicidad en las Instituciones, camino que imperfectamente seguimos construyendo en una tierra de volcanes, según la metáfora de monseñor Joseph Henry Leo Schlarman (1879-1951), obispo de Peoria, en los Estados Unidos.

Con el deseo de que esta exposición ilumine a todos sus visitantes acerca de un capítulo del todo necesario para comprender la historia de México y de Jalisco, la participación que tuvo en él un centro educativo como sigue siendo el Seminario de Guadalajara, les invito ahora a aprovechar esta visita.



1 Presbítero del clero de Guadalajara, licenciado en historia de la Iglesia, actual vicerrector del Seminario Conciliar tapatío.

2 Cf. Javier Vergara, “Datos y fuentes para el estudio de los seminarios conciliares en Hispanoamérica”, en Anuario de Historia de la Iglesia No. 14, Universidad de Navarra, Pamplona, 2005, pp. 247 ss.

3 Cf. Carmen Castañeda, “Un Colegio Seminario en el siglo xviii”, en Historia Mexicana, Vol. 22, No. 24, abril-junio 1973, pp. 465-493.

4 Citado por José Cornejo Franco, Obras completas, Vol. ii, UNED, México, 1985, p. 366.

5 Compárese, por ejemplo, la situación de la Nueva España: en 1570 había 173 parroquias seculares y 188 de regulares. Cincuenta años después, las parroquias seculares eran 250 y 311 las de regulares. Cf. Bernar Slicher van Bath, Hispanoamérica en torno a 1600, Universidad de Alicante, España, 2009, p. 61

6 En este tiempo más se lamentaba la mala distribución del clero, concentrado casi todo en las poblaciones grandes, y muy escaso y remontado en las foranías.

7 Jesús Mendoza Muñoz, Actas de fundación de las Misiones Franciscanas de la Sierra Gorda 1682-1683, Fomento Histórico y Cultural de Cadereyta, México, 2009, p. 22. Digno de resaltar es el hecho de que en estos mismos años, un dominico nacido en Santiago de Querétaro y con raíces novogalaicas, fray Antonio de Monroy e Híjar, fuera electo, a la edad de 42 años, Superior General de su Orden (1677), y más tarde arzobispo de la importantísima arquidiócesis de Santiago de Compostela (1685), la cual gobernó hasta su muerte, 30 años después.

8 Cf. Cartografía Histórica de la Nueva Galicia, Universidad de Guadalajara, México, 1984, p. 93.

9 “En Guadalajara, desde que se abrió el Colegio Seminario Tridentino de Señor San José, se estableció una sana y provechosa emulación entre los estudiantes de éste y los de los colegios jesuitas, lo cual resultaba en beneficio de la cultura y de la vida cristiana de la ciudad. El Colegio Seminario Tridentino de Señor San José adoptó desde sus inicios el mismo sistema de enseñanza y educativo que tenían los jesuitas. Aun la distribución del tiempo que seguían diariamente era una fiel adaptación de la que observaban los jesuitas en sus convictorios de la Nueva España, misma que regía en el Colegio Seminario de San Juan Bautista”. Cf. Esteban J. Palomera, La obra educativa de los jesuitas en Guadalajara. 1586-1986, Universidad Iberoamericana, México, 1986, p. 105.

10 Cf. Matías Ángel de la Mota Padilla, Historia de la Nueva Galicia, Instituto Nacional de Antropología e Historia, México, 1973, p. 429.

11 Cf. Carlos Ramón Fort y Pasos – Vicente de la Fuente, De los obispos españoles titulares in partibus infidelium, o auxiliares en las de España, Vol. 51 de España Sagrada, de Enrique Florez, J. Rodríguez impresor, España, 1879, p. 303.

12 Cf. Biografía del Ilmo. fray Antonio Alcalde, tipografía de Dionisio Rodríguez, Guadalajara, 1875, p. 10.

13 Cf. Antonio J. López Gutiérrez, Guadalajara y Sevilla, dos ciudades hermanadas en el Reino de Nueva Galicia, editorial Ágata, México, 2004, pp. 320-321.

14 Jaime Olveda, El Seminario Diocesano de Guadalajara: tercer centenario, El Colegio de Jalisco/ Farmacias Guadalajara/Seminario de Guadalajara, 1996, pp. 53-71.

15 Cf. Daniel R. Loweere, Noticia histórica del Seminario de Guadalajara, edición privada, México, 1964, p. 24.

16 Cit. por José Cornejo Franco, Testimonios de Guadalajara, Universidad Nacional Autónoma de México, México, 1942, p. 156.

17 Angélica Peregrina, La educación superior en el Occidente de México, Vol. I / siglo XIX, Universidad de Guadalaja – El Colegio de Jalisco, México, 1993, pp. 42-43.

18 Op. cit. p. 73

19 Ibíd.

20 Op. cit., Red Ediciones, Barcelona, 2012, p. 12.



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